
LETRAS DE COJEDES Espacio sin lucro para promover las Artes de la Oralidad, la religiosidad popular, experiencias comunitarias, publicaciones y textos inéditos: hacia un nuevo perfil de la literatura popular. San Carlos, Cojedes, corazón de la llaneridad venezolana. Ganador del VII Premio Nacional del Libro (Venezuela, 2010-2011)Coordinador Isaías Medina López.
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lunes, 12 de diciembre de 2016
La Navidad de Pirulito y otros relatos de Amarily López
LA NAVIDAD DE PIRULITO
Luego de comerse el último pedacito de pan, Pirulito se puso a pensar
«¿qué comeré mañana, que es 24 de diciembre y que es día de Navidad?». Ese
pensamiento lo desilusionó tanto que se fue a dormir para soñar con su mamá,
era el único alimento espiritual que tenía.
Nuestro amiguito no sabe qué comerá al despertar, pues es un niño
solitario y pobre, que vive en una casa vieja y abandonada de cualquier barrio
de la ciudad, como los que hay tantos.
Sus padres eran muy pobres y murieron hace un tiempo, él quedo a merced
de los vecinos del barrio, no tiene familia ni alimentos que comer. Algunos
vecinos se apiadaron de él y un día lo llevaron al orfanato, pero no se adaptó
a ese lugar frio y sin vida. Prefería estar cómodo en su humilde casita que les
dejaron sus padres.
Es un niño de buenos sentimientos por eso se ganó la confianza de sus
vecinos que le pagan por hacer mandados, con ese dinero compra pan y leche para
la cena y el desayuno, pues almuerza en el comedor municipal del barrio.
Este niño sueña con su mamá, que llega una mañana y se lo lleva a una
casa grande, que no le falta nada y que es muy feliz.
Llego el día 24 de diciembre y los niños del barrio mostraban su
vestimenta nueva, entre risas y cantos, pero Pirulito no tenía ropa nueva, sino
leche y un pedazo de pan.
Por eso se durmió y soñó de nuevo con su mamá, la casa grande, y la
felicidad que le producía ese paisaje.
Sucedió que el 25 de diciembre se despertó rodeado de los niños del
barrio que jugaban y retozaban con sus juguetes nuevos, y a su lado estaba una
señora con una cálida sonrisa que le ofrecía su mano, para pararlo y darle ropa
nueva. Ella era una señora muy rica que no podía tener hijos. Le ofreció a
Pirulito una nueva vida y se lo llevó de ese lugar.
Hoy día Pirulito, que su nombre es Jacinto, es un hombre muy noble por
las enseñanzas de esa señora que hoy, él llama madre.
Pirulito nos enseña que nunca hay que abandonar nuestros sueños, cerrar
los ojos e imaginarse que todo puede ser realidad.
Su madre lo acompaña y lo guía por donde quiera que vaya.
LA VAQUITA
Cuando mis
hijas estaban pequeñas su papá les contaba esta historia y ellas se dormían, no
por lo aburrido sino por la imaginación que producía el cuento:
Érase una
vez, una vaquita de color blanco y con manchas marrones, que vivía en una finca
con muchas vaquitas iguales a ella. Hubo una temporada que no había que comer y
el pasto estaba seco, el dueño de la finca no encontraba que darle para
alimentarlas. Sucedió que un día el dueño tomó la decisión de llevarlas para el
matadero para sacrificarlas, y una de las vaquitas se opuso, llorando y
llorando; resulta que a la primera vaca que se llevaban para el matadero era ella
precisamente.
Una noche ya montada en la camioneta del dueño
como quien dice ¡lista para la parrilla!, entre quejidos y sollozos, y con la
tristeza del propietario, este no logró amarrarla bien en la parte de atrás de
la camioneta, sin embargo, se la llevó así para el matadero.
Durante el viaje para el matadero se cruzó en
la vía un conejo, el dueño frenó la camioneta y fue tanto el frenazo que la
vaquita salió volando de la parte de atrás de la camioneta y cayó en un
matorral. La pobre estaba tan flaca y débil que no lograba pararse, así que
ella cerró sus ojos y quedó tendida en el monte. El dueño al verla así, supuso
que había muerto y la dejó tirada ahí.
La pobre vaquita se quedó dormida, pues no
tenía fuerzas para pararse. Al día siguiente, por ese camino pasó una niña, y
al ver a una vaquita tirada en el monte, tan flaca, la jaló por un cordón que
tenía la vaquita atada al cuello y logró pararla. Se la llevó a su casa, un
hogar muy humilde, pero cálido. Y con lo poco que tenía le dio de comer y beber
a la vaquita, la niña se quedó con la ella y la cuidó. Pasó un buen tiempo y la
niña por las tardes repetía estos versos:
“Tan bella mi vaquita que hasta un torito
consiguió,
y becerritos
hermosos, ella parió.
Ahora la
vaquita da leche a la niña que la cuidó,
con tanto
esmero y nobleza con que la atendió.
Ahora la
vaquita no va para el matadero,
pues es
hermosa y grande con su comedero”.
Mis hijas al escuchar este cuento, o lloraban
por la historia de la vaquita, o se dormían y lo hacían soñando con una vaquita
querida.
¡QUÉ BELLA
ES LA NAVIDAD!
Cuando me
remonto a mis años de infancia recuerdo con mucho cariño esos días de Navidad:
los estrenos, la comida, los regalos; y eso que en esa época estábamos
apretados, en mi casa el que trabajaba era mi papá, y no sé cómo le hacía para
que nosotros no notáramos lo precario que era esa época.
En mi casa
no había arbolito de Navidad, lo que existía era un pesebre que yo misma hice
motivada por las competencias de pesebres en la escuela. Empecé colocando a San
José, a la virgen María y a los tres Reyes Magos con figuras de piedras.
El 25 de
diciembre este pesebre amanecía rodeado de regalitos, que en complicidad con mi
papá le decíamos a mis hermanitos que el niño Jesús los coloco ahí, y que si se
habían portado bien todo el año, les llegaba lo que tanto habían anhelado, así
que contentos abrían sus regalos, por supuesto, lo mío era un “bebé querido” al
que yo quería tanto.
Hoy día, eso
ha cambiado, he tratado de que mis hijas mantengan esa tradición y en mi lugar
de trabajo hasta pesebres de reciclaje he colocado, porque en cada pesebre
tenemos la ilusión y la fantasía de volver a ser niños otra vez.
LA MAGIA DE
MI PAPÁ
Cuando
éramos pequeños mi papá nos llevaba a pasar las navidades para la casa de mi
abuela, en un pueblito llamado Macapo, ahí compartíamos con los primos, tíos,
tías, era un ambiente muy familiar, claro era uno de los momentos que podíamos
ver a la familia López Ojeda reunida,
nosotros los niños, que veníamos de la Capital nos gustaba ir al río a
bañarnos y compartir con nuestros primos que teníamos tiempo sin saber de
ellos.
Luego de esas fiestas navideñas y de fin de
año, tocaba el momento de partir. Mi papá comenzaba a prepararse temprano para
no salir tan tarde. Era un momento muy triste pues, no queríamos marcharnos.
Como primos nos prometíamos que nos volveríamos a ver, para las vacaciones de
Carnavales o Semana Santa.
Lo mágico
comenzaba cuando mi papá, luego de llegar al sitio donde debíamos tomar el
autobús, nos sentaba en un muro de los que bordean la carretera a esperar el
autobús que bien venía de San Carlos ó Acarigua, para ir a Valencia, nos decía
que él, hacia magia, eso nos llenaba de curiosidad, los ojos se nos abrían, y
esa tristeza con que llegamos a ese sitio se nos iba, pues al decir eso, pasaba
su mano por un montón de plantas que tenía unas hojitas finitas y estas se
dormían, eso nos hacía ver a mi papá como algo grandioso y poderoso por lo que
había hecho, con esa magia nos íbamos rumbo a la Caracas, pensando que mi papá
era todo un mago por lo que había hecho y nosotros hasta nos quedábamos
dormidos, soñando con esa magia.
Con el
tiempo supe que ese monte se llama la Dormidera (ringui-ringui, como le dicen
en el llano) sus hojas son sensibles al tacto que si las tocas, estas se
cierran, no era tal magia, pero mi papá nos lo hacía ver así, tal vez servía
hasta para él mismo, quitarse la melancolía que producía venirse de Macapo, su
pueblo natal. Así era mi papá.
LAS LENTEJAS
DE FIN DE AÑO
En unos años
atrás en casa de mi hermano con su familia, celebramos juntos con mi papá, mi
mamá, mis hijas, y unos invitados especiales como son mi tío Luis y mi tía
Carlota para despedir el año viejo, entre las tradiciones que acostumbramos
hacer están las lentejas cocinadas, para atraer la abundancia del año entrante,
este suculento plato se coloca en la mesa destinada para la cena de fin de año,
acompañada con una cucharilla para poder comerla justo a las 12 de la noche del
31 de diciembre, cuando suenan las campanadas se debe pasar una cucharada a
cada miembro de la familia y desear mucha abundancia en la casa, pero con todo
el zaperoco de la preparación, colocamos una sola cucharilla, cuando el reloj
da las 12 de la noche, agarré el plato de lentejas y con la cucharilla comencé
a repartirlas: -¡coma!- le iba diciendo a cada miembro de la familia, y entre
bocado y bocado, cada quien iba diciendo -¡salud!-, -¡Abundancia!-,
-¡felicidad!-, entre otros, cuando de repente le acerco la cucharilla
desbordada de lentejas a la boca de mi tía Carlota y voy diciendo: -¡coma,
coma! Y ella toda emperifollada y huyendo al mismo tiempo, como asustada - ¿uy,
que te pasa, que es eso?-, y yo muerta de risa por su impresión, la corretié
por toda la sala, con la cuchara llena de lentejas, diciéndole -¡coma, coma,
tía, es lenteja!, y la familia nos veía muertos de risas, con el alboroto, pues
claro, mi tía vio que todos comíamos de la misma cucharilla, y salió corriendo
de la casa, toda consternada, diciendo: -¡estos, lo que están es
locos!.jajajaja….
LA LLEGADA
DEL NIÑO JESÚS
Cuando
pequeña al llegar el mes de diciembre mi casa se vestía de colores, se pintaba
la casa y todo lucia ordenado, se escuchaban gaitas y parrandas, humildemente
se compraban los estrenos (la pinta del 24 y la del 31).
Mi madre
hacía las hallacas y religiosamente se preparaba la cena de Navidad, una
tradición que tratamos de mantener; en mi casa no había arbolito de Navidad,
pero en el ambiente existía una magia, que era la llegada del niño Jesús, por
lo que se esperaba con ansias el día 25 de diciembre para revisar debajo de la
cama y encontrar:
Un bebé
querido, un viewmaster, una linda muñeca de trapo, o una maquinita de coser,
eran los regalos del Niño Jesús, todo era alegría, porque alguien espiritual
sabia como nos habíamos portado durante todo el año y así recibir esos regalos.
Ver a mis hermanos con patinetas, carritos o
la pista de carros era todo un atractivo y mucho más era ver a mi padre sudando
y tratando de armar la pista de carros de ellos.
Recuerdo que
le pregunté a mi padre, quién era el Niño Jesús, ese niño que hacía que todo
fuera alegre y él me señalo un pesebre, desde ese momento comencé a realizarlos
para plasmar ese ser espiritual que llegaba todos los diciembre a mi casa,
empecé con algo pequeñito; unas piedras, que representaban a la Virgen María,
San José y al Niño Jesús, de eso hace mucho tiempo y hoy en día los hago hasta
de reciclaje y en cada pesebre que hago está la magia de querer ser niña otra vez.
martes, 5 de noviembre de 2013
Era un gigante taciturno y brutal (Enrique Bernardo Núñez)
Detalle de obra en el archivo de Omar Borrero
LA PERLA (Enrique Bernardo Nuñez)
Fucho Carvi salió del rancho llevando de la mano a su hijo Nico, de siete años. Nico trataba de contener su llanto y volvía su rostro hacia el hogar donde columbraba sombras presurosas. Con trabajo seguía a Fucho que marcaba a grandes pasos por aquel arenal cubierto a trechos de cardones. Toda la decoración del mar y el cielo desaparecía rápidamente a sus ojos.
Los tripulantes de la “María Galante” se adormecían mecidos por la brisa del anochecer. Al ver a Fucho se sorprendieron, pero al notar su rostro descompuesto, callaron. Los hombres maniobran maquinalmente. Alzaron las velas y en breve la “María Galante” se deslizó por el mar en calma.
Los hombres fueron tendiéndose sobre lonas, encima de las barricas y sacos de conchas. El más joven, con la cabeza apoyada en las manos canturreaba uno de esos aires simples de leyenda. Nico sollozó largo rato y acabó por dormirse. En tanto, Fucho, tumbado cerca de popa contemplaba el cielo del cual caía un resplandor sereno. Como hacia frío se levantó y abrigó al niño. Era un gigante taciturno y brutal. Cuando les cogía la tormenta su voz era suficiente para inspirar confianza y alivio. Tenía una miseria soberbia de la cual el mismo no se daba cuenta. Habían sacado perlas como para enriquecer a un lugar entero, pero todas pasaban a manos de fabricantes poderosos por un valor irrisorio. Ahora, después de lo sucedido, ambicionaba hallar una sola, esplendida, que le permitiera descansar y comprarle a Nico un hermoso barco.
Fucho se dirigió a los caños del Orinoco. Allí varó su embarcación, y dijo que volvería a Margarita en el año siguiente. Volvió después de tres años, al abrirse la pesca y se enganchó con su bote en el tren de un comerciante. Durante la estación de pesca pereció su hijo Nico. Acopiaron buena cantidad de perlas, en la cual todos tenían parte. Pero el patrón no halló comprador y tuvieron de irse hasta La Guaira, en Caracas, tampoco pudieron colocar las perlas; el patrón quería venderlas al mejor precio. Tenían un millón y no hallaban como repartirse el dinero. Fue preciso pedir a cuenta con un interés crecido una tarde, en Guanta, encontró a uno de su aldea. Le dio informe de todos.
Su mujer que él dejara por muerta, después de la espantosa escena, la tarde que regresó de Costa Rica, había parido un hijo. En cuanto a Lencho, se había ido el año antes al Ecuador. “algún día nos veremos la cara” –– se limitó a decir Funcho, disimulando su ira.
Siguieron después a Barranquilla. El viaje resultó útil. En Curazao el patrón resolvió empeñar las perlas en un banco para darle dinero y seguir, él a Europa a negociar el resto. Entonces se dispusieron a regresar a Margarita, con otros que volvían del extranjero. Entre estos estaba Lencho, a quien Fucho le ofreció su barco. Eran viejos amigos y lo pasado, pasado, afirma Fucho.
A los tres días de navegación cesó el viento. La “María Galante” permanecía inmóvil, en alta mar, con todas sus velas desplegadas. Los tripulantes soñaban con sus aldeas arenosas, con sus ranchos donde pasaban los días tumbados en la hamaca, evocando las aventuras del mar mientras la mujer tejía cerca de ellos, o iba a buscar agua por tierras tostadas, a mucha distancia.
Jugaban a los dados o referían historias. El mar, si, tenía sus misterios. Alguno aseguraba haber visto cierta noche alejarse una sombra tan vaga que parecía un fantasma. Otro enredado entre las algas había sentido el contacto de una cosa blanda: estaba sobre el cadáver de un buzo, arrastrado tal vez por una manta. En los países submarinos caía una luz sombría. Había bosques petrificados, grutas dibujadas de manera confusa, cubiertas de algas gigantescas, que eran guaridas tétricas. Otras veces sostenían con los monstruos batallas feroces. Ninguno como ellos para sacar lances, desafiar las envestidas y lanzarse desnudos al agua.
Comenzaban a impacientarse, y su inquietud aumentaban al ponerse el sol. Se observaban en silencio, recelando unos de otros. Las provisiones eran escasas. Imploraba a la Virgen del Valle con plegarias furtivas. Le ofrecían perlas, la primera que hallare. La Virgen tenía para bordar un manto, formar rosarios, collares o hacer una corona de flores contrahecha de perlas.
El mar, para ellos, era únicamente un criadero de perlas, un jardín de gemas en buscas de ellas iban a las costas más lejanas, apiñados en embarcaciones ligeras, a la Guajira, al Ecuador, a Costa Rica. La conocían todas: las redondas de blancura mate que dan de improviso destellos irisados; las menudas que brillan como arenas al sol, transparente, doradas, luminosas; las de forma extrañas y las negras que dan un esplendor tenebroso. La perla era una obsesión. Con los ojos entornados pensaban en las más bellas que habían visto alguna vez, en sus manos, semejantes a una sonrisa de mujer.
La noche aquella jugaban Fucho y Lencho. El primero había ganado una gruesa suma. De pronto Lencho manifestó indignado. ¿Acaso le engañaba Fucho?
Carvi le miró fijamente obedientes a un mismo impulso, sacaron sus cuchillos. Al primer momento Lencho quiso arrepentirse:
-Tengo dinero, Fucho, podemos arreglar esto –dijo en voz baja.
Fucho le atacó sin responder. Forcejearon y estuvieron a punto de caer al agua. Lencho logró desasirse, saltaba con agilidad increíble. Con el ruido los demás comenzaron a despertarse y adormilados presenciaban la lucha. Cerca de la popa, Fucho le dio alcance, clavándole el cuchillo. Lencho dio un gemido y se desplomó a estribor. Se revolvía con desesperación. Después fue aquietándose y el estertor terminó por extinguirse. El resto de la noche la pasaron silenciosos. Al amanecer la “María Galante” se estremeció. Una brisa fuerte hinchaba sus velas. Amarraron al cadáver sacos repletos de cosas pesadas y le arrojaron al agua. Fucho les tiró un pañuelo de dinero y les ordenó repartirse el de Lencho.
–Ea, muchachos, a lavar esto –les gritó batiendo las manos. Limpiaron las manchas de sangre. La “María Galante” resplandecía y se secaba al sol como un pájaro. Iban con viento magnifico. Una mañana después de cinco días, aparecieron a sus ojos las playas todavía indecisas de Margarita. Nadie se acordaba de lo sucedido y la vista de la isla les hacía olvidar todo.
Fucho se fue a Río Hacha donde se estableció. Los años pasaban y al fin determino su regreso para la fiesta del Valle.
La multitud, cubierta de sombrero de paja semejaba una procesión de antiguos suplicantes. Al templo era imposible la entrada. A ratos había un movimiento a la puerta para dar pasos a un penitente. Entraban de rodillas o braceando como si nadaran. Los altos pendones azules barrían el polvo de la plaza. Salieron las cruces de plata y, por fin, en medio de un grito de alegría, la Virgen entre mil Hachones, abrumada por la corona que el sol convertía en un reflejo del poniente. El obispo iba con su mitra resplandeciente y su áureo cayado. A su paso se alzaba un rumor hostil, amenazantes, porque se aseguraba que se pretendía llevarse la imagen a su Catedral. La procesión dio la vuelta a la plaza, donde llameaban centenares de antorchas. Delante de la Virgen iba un cuadro bordado en perlas, en el cual cada una refiere un portento. Cuando la procesión regresaba, los vitrales encendidos daban un aspecto fantástico al templo que resonaba con los cánticos y las plegarias. Entonces un hombre manco hendió la muchedumbre y con trabajo fue a depositar al pie de la imagen una perla maravillosa. Toda su vida. Al punto fue reconocido:
–Es Fucho Carvi, de Boca del Río– afirmaban.
Cuando salió, la plaza ardía como un ascua. La muchedumbre ebria, loca, bebía y danzaba junto a otros peregrinos arrodillados.
En todas las cantinas hubo de beber con muchos que deseaban festejar su regreso. Encanecido, con una manga vacía, era un ejemplar de vejez magnifica. Un tiburón le había arrancado el brazo izquierdo: cuando le participaban que la pesca se abriría próximamente y que en esto tenía parte la alegría del pueblo, movía la cabeza con cierta amargura. Ya no volvería más a las expediciones.
Se retiró a Boca del Río. Después de comer su pescado se tendía en la plaza a dormir plácidamente y por encima de su cuerpo pasaban los cangrejos y los caracoles. Rápidamente fue haciéndose viejísimo. Permanecía inmóvil horas enteras, contemplando el mar. Una tarde se quedó muerto viendo una estrella parecida a una perla enorme que rodaba por el horizonte. La gente vio con asombro que el gigante taciturno sonreía por primera vez.
(*)Transcripción del texto publicado en: Relatos venezolanos del siglo XX (1989), compilación de Gabriel Jiménez Emán que publicara la Biblioteca Ayacucho en la ciudad de Caracas.
(*)Transcripción del texto publicado en: Relatos venezolanos del siglo XX (1989), compilación de Gabriel Jiménez Emán que publicara la Biblioteca Ayacucho en la ciudad de Caracas.
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