DESDE EL BANQUILLO DEL ACUSADO
¿Qué nos hace más humanos a unos de los
otros? … qué, si no más que el mismísimo regalo teológico del corazón, del que
me obligaron a desarraigarme durante siete años de atrocidades.
Hoy heme aquí, sentado en el banquillo
del acusado, tratando de explicar que ningún hombre puede ser sometido a tal
despojo, ¡semejante a la colonización española en tierras americanas! Pasaron siete
años de destierro y sufrimiento. ¿Acaso no fueron suficientes? Me pregunto:
¿Por qué se me acusa hoy?, ¿Por qué me aíslan en contra de mi voluntad en la
búsqueda de una reforma social de mis actitudes?, para la cual… mi mente y toda
la extensión del cuerpo no dieron permiso alguno.
Como sacado de una biografía grotesca me
catalogan – como lo dijo “Asterión” en la obra de Borges – de un poco
misántropo, de un poco lunático, y de un poco soberbio; afirmaciones éstas,
“tan falsas como un intento de capitalismo sin la explotación del
proletariado”. ¡No, no…no!
En mi defensa alego que es cierto el
hecho de que no pude salir alguna vez de mi morada, y por eso, con el tiempo
llegué a desarrollar cierta agorafobia, por el miedo a ser nuevamente
rechazado… miedo a hundirme. ¡¿Y por qué no había de sentirlo?! Si mi primer
recuerdo cuando he llegado a pisar la calle, fue la discriminación de sus
miradas, me increparon como extraño, se escondían y no bastando con eso me
enfrentaban con escaramuzas. Si salí por la noche, fue por esa antipatía que
aún hoy percibo de la gente, con sus caras pálidas y alargadas; ¡busco las
causas sociales de tan despreciable efecto! pero no hacen gala de su presencia
por mucho que mi cabeza se rompa en el experimento… no lo sé, me sigo diciendo.
Pero aún siendo así, estaba yo predispuesto a recibir y disfrutar cualquier
compañía, que en soledad es totalmente grata. “Que fuese a visitarme quien
desease”, mujer, hombre, niño, anciano… yo no le limitaría, dejaría que se
expresará como le pareciera; el único inconveniente sería pues, la escasez de
muebles en mi residencia, sin duda alguna un hogar como pocos: improvisación de
manos tiranas.
Lo espantoso – que daba vueltas en mi
cabeza – es que con cada minuto que moría se reducían las posibilidades de que
alguien – aunque sea por compasión – fuese a visitarme.
Postrado sobre mi cama sólo me consolaba
la esperanza de mi Redentor, el cual vendría a liberarme de ese confinamiento
tan inhumano, de esa soledad, de ese sufrimiento que se calaba poco a poco en
mis entrañas.
De mis pasatiempos allí – pues como todo
ser humano tengo distracciones – qué les puedo decir; jugaba con los escasos
espacios de mi casa y los hacía infinitos en mi mente: la misma silla era otra,
la ventana se hacía más alta, la cama era una de millares, del patio no les
podría contar: “se me hacía eterna su extensión”. Algunas veces fingía que
esperaba visita y al llegar le enseñaba de los recuerdos que estaban entre las
paredes, no podía ver bien su rostro, lo observaba, parpadeaba, ya no era el
mismo: había cambiado algún detalle de su borrosa cara, seguía parpadeando y
era otro nuevamente y así con cada nuevo parpadeo, pero en esencia sabía que
seguía siendo el mismo; conversábamos gratamente durante horas, a veces lo
llegué a imaginar dotado de conocimientos universales e interesantes, o tal vez
alguien destacado en cierta área: comercio, deportes o literatura, arte esta
que me ha llamado mucho la atención desde que entre allí y que admito es la
causa de mis incontables desvelos. Aprendo todo lo que puedo de mis fantasmas,
más que fantasmas son un reflejo de esas pequeñas individualidades que se
mezclan con las hojas y el polvo que a diario alimentan mi curiosidad, que
además componen la suma de mi alma. Pero no me limitaba a eso. Mi juego
favorito era soñar, porque sólo en ellos me deformo a lo deseado; fingía que
olvidaba los gritos que me atormentan día y noche, pero en vano, era la voz de
mi consciencia. Despertaba y por instantes creía dominar el tiempo, lo alargaba
o lo achicaba, todo a mi preferencia como un Dios; pero agrego, ¡ojo! … “que no
se deben olvidar de mi modestia”.
Una tarde me visitó un hombre con la
cabeza lustrada, nariz aguileña, ojos arrugados, de vestidos negros y pliegues
alargados, con un libro grueso y negro entre sus manos, manos víctimas del paso
de los años; lo que me hizo reflexionar si alguna vez llegaría a ser vejete.
Conversó amenamente conmigo, no fue hipócrita e igual le correspondí, si
llegamos a reírnos fue de manera espontánea, natural; sin conocerlo divisé que
podría saberme mejor que cualquiera que haya estrechado su mano conmigo. Supe
que era mi Redentor, había llegado la hora de decir adiós a Goethe,
Schopenhauer, Hegel, Feuerbach, Marx, Engels, Lenin, el Che y a otros que se
hicieron de mis pensamientos en esos siete años. Mi redentor abrió su libro, y
con cada párrafo leído me llenaba de una tremenda paz interior al punto que no
quedó ningún rincón de mi cuerpo que no fuese sacudido por esa corriente
milagrosa.
¡Benditos los que son perseguidos,
porque de ellos es el reino de los cielos! le llegué ha de escuchar decir.
Rodeado de barrotes, de pecados a los
lados – custodios de historias diversas y profanas – marchaba camino hacia la
redención, entonces recordé los vestigios de sangre que bordaban aquellas
paredes que fueron testigos silenciosas de mi inoportunidad. Todo pasó en un
instante, no sentí dolor alguno, aunque mis venas hayan sido invadidas por
torrentes de sustancias emponzoñadas.
“Al fin me había liberado del
confinamiento”…
Cuando soñaba que mi alma por fin se
alejaba de su cuerpo hacía los ríos oscuros de la muerte, con el terrible
destino de ser un condenado errante sobre la tierra, que padecería sed y hambre
insatisfecha por la infinitud: ¡ABRÍ LOS OJOS!, y con no menospreciada
exaltación ya no estaban los barrotes; frente a mí el cuadro de un hombre con
aspecto griego, con su dedo índice y medio en su corazón cubierto de llamas
brotándole del pecho; a mi derecha en la repisa un libro grueso y negro. Di
unos cuantos pasos hacia el baño y al ver mi rostro en el espejo ¡para mi
sorpresa!… la misma cabeza lustrada, la nariz aguileña, las mismas manos y ojos
envejecidos de mi redención.
AURIGA
¡Preparen! Ordenaba la agreste voz sobre
los veinte, al tiempo que rompía con la pereza de la tarde. ¡Apunten! Veinte
fusiles se erguían señalando al hombre de espaldas al muro bermellón. ¡Fuego! Y
veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo, batiendo el cuerpo contra la
tosquedad del suelo. Sólo el calor se cotejaba con tan detestable escena. El
albor de la tarde se hacía más intenso y la sangre de aquel hombre se expandía
vertiginosamente llegando hasta donde me encontraba extenuado.
Sin noción alguna me encontraba en este
aborrecible lugar, olores almizclados y sulfurosos lo inundaban, así como
escombros monumentales que se interponían en mi búsqueda de horizonte alguno,
los gritos y sus ecos jugaban con mis oídos en un vaivén insoportable. El dolor
fue copando lentamente cada célula de mi humanidad, las nauseas vaciaron mi
estomago; la sangre seguía expandiéndose infinitamente y tras ella la
oscuridad. Pronto la sangre se convirtió en cenizas y luego en polvo, a la
oscuridad no se le escapó nada, cerré los ojos con la esperanza de despertar.
Seguía allí extenuado, en el esfuerzo de
recordar el dolor transgredía mi cuerpo progresivamente, impidiéndome escapar
de la agnosia. La luz se hizo, sorprendiéndome exactamente en el mismo lugar
donde presencie la grotesca escena, caminé a través de la inclemencia del calor
con los pedregosos centinelas a mí alrededor. Miré mi reloj, eran las 3:15
p.m., ¿Por qué se me hacía familiar la hora? Algo sólido truncó mi andar, era
el muro bermellón, intenté esquivarlo bordeándole, pero si me desplazaba tantos
pasos hacia la derecha o la izquierda seguía encontrándome a la misma distancia
como si no hubiese avanzado nada; pensé en saltar o escalar el mismo,
intempestivamente el muro creció haciéndome sentir al tamaño de una nimia
hormiga. Sin duda alguna era el fin del camino.
Al dar media vuelta veintiún seres de
aspecto sepulcral emergían de la tierra, todos menos uno, fusil al hombro;
¡Preparen! Ordenaba el de la agreste voz sobre los veinte de rostros
putrefactos. ¡Apunten! Veinte fusiles se erguían señalándome, mientras me
retorcía internamente en una mueca de horror plantado sin poder moverme.
¡Fuego! Y veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo batiendo mi cuerpo
contra el tosco suelo. Mi sangre se expandió trayendo con ella la oscuridad,
los gritos se hicieron presentes, el dolor no dejó cuartel.
La luz me sorprende nuevamente en el
mismo lugar, el hostigamiento y el dolor son partes inexecrables de mí. ¿Qué me
trajo a este sitio? En mi reloj son las 3:15 p.m. Tras un insufrible intento
vienen a mí las palabras del Caronte cuando pagué con el óbolo correspondiente:
“Al cruzar las puertas _ me dijo_ te
enfrentaras a tu infierno personal, un laberinto que sólo a través de la
autoexpiación que proviene del recuerdo podrás encontrar salida”
Me es tan doloroso recordar, la
conciencia me flagela sin tregua. Vuelven a emerger el muro bermellón y los
veintiún seres, la agreste voz rompe el silencio, mi cuerpo vuelve a caer
abatido sobre la tosquedad del suelo…
ANTES DEL AMANECER
Su presencia deslizó el miedo por encima
de la nicotina y en los pantalones de los presentes. Parecía un Aníbal a las
puertas de Roma. Había llegado con los nervios forjados por el estruendo de las
bala y con la mirada llena de muerte. Lo aquejaba la omnipresencia del hombre
del habano encajado en la boca. Tomó el lugar acostumbrado y entre el
inventario de brebajes multicolores ordenó el maridaje perfecto a su situación:
Ron.
Entre trago y trago lo interrumpió un
muchacho de andar tambaleante, sólo la vista del acostumbrado sobre amarillo
fue suficiente para partir de inmediato al parque. Ambos habían luchado codo a
codo con la furia de la calle, forjando la precisión del águila en el gatillo.
Habían salido por la puerta estrecha del
bar. Uno a paso nervioso, el otro a ritmo de quien se prepara para el choque de
trincheras.
Luego de sacar el sobre amarillo, el de
andar perturbado pormenorizaba en su compañero los ojos teñidos de muerte.
Consciente de la penumbra acrecentándose a medida que se acercaban al parque
tarareaba mentalmente una canción:
Somos dos perros pequeños
mandados una y otra vez
La vida no vale nada
Caín mató a a Abel
tan fuerte la incertidumbre
que no nos pase otra vez.
Una vez nos dijiste que los nuevos
asesinos no esperan al amanecer, no importa si se merece o no, cada hombre de
aquí tiene su puñalada sentenciada.
También nos enseñaste que se llevan
vivos, pero se dejan muertos y amordazados. Que cada frente tiene su precio. En
esa práctica le debías por lo menos uno a cada familia de la ciudad, ¿Cuánta
sangre y gritos a desborde?, ¿Cuántos hijos sin padre?
Nos recalcaste incontables veces la
importancia del metro de distancia, no muy lejos de la precisión ni muy cerca
de la salpicada; nos mostraste la importancia del ácido para evitar el escaneo
facial y dactilar. Recuerdo tu sonrisa cuando contabas como descubriste el por
qué de los zapatos a un lado de las carreteras, que no tienen su par sino unos
cuantos kilómetros después, si los examinasen encontrarían en las suelas la
escena del crimen.
Nos hablabas una y otra vez de la
importancia de la serenidad, de la mente en blanco y el sello de las emociones.
¿Tú y el otro dónde dejaron esas instrucciones?, ¿Envueltas en celofán?
¡Una sola bala en el martillo!, ¿Qué
confianza le tenían? Por eso nos mandan a sacar la basura. Si fueras
inteligente hubieses hecho lo mismo que él y así te evitabas nuestra visita.
***Su propio retrato entre sus manos,
sacado del sobre amarillo de costumbre, hizo explotar de sorpresa a sus ojos
llenos de muerte.
La vida no vale nada
tú eres solo un papel
yo tengo el arma y tú no
la vida es solo un papel
El cañón con todo su frío metálico
reposó sobre la sien del que tenía los ojos de estruendo. Al otro se lo había
dicho el hombre del habano, “Una bala, sólo una bala en el martillo, confío en
tu trabajo, más que en el de mi sobrino”. Esa noche sus manos decidirían el
destino de aquel que lucho codo a codo junto a él. La transpiración y el pulso
acelerado desbordaban a gritos en los dos.
Sé el cachorro más astuto
no como Caín otra vez
la vida no vale nada
tengo el arma y soy papel
La bala, la única en el martillo, había
cruzado la garganta del de paso nervioso en un estruendoso accionar, azotando a
quienes clamaban a las deidades, para que los hiciera extranjeros de estas
calles divorciadas de las casas, venidas a prisiones nocturnas hace mucho
tiempo.
Al ver la sangre del otro explayarse
sobre el prostituido suelo del parque, viuda y huérfano / grito y sangre, para
él, con mirada forjada en el estruendo de la calle, dejaron de ser palabras
vacías. Comprendió en esa inmolación el precio que se paga por querer salir,
por anhelar una vida más allá de esa ley forjada en los extramuros.
Él que nació con el primer trabajo moría
hoy, sabía que se nace una o dos veces, pero los nuevos asesinos a veces no
esperan al amanecer.
Tu Némesis prefirió inmolarse antes que
traicionarte, por eso dudó en hacerlo camino al parque. Luego con tu huida
pagabas el sacrificio, ¡que cobarde fuiste!
Cuando empezamos en esto los llamaban
Cielo y Tierra, como si fueran peleadores de películas chinas. Defiendo que los
golpes de navajas y la pólvora comida en la calle, tienen más mérito que una
coreografía elaborada a puerta cerrada.
Huiste a los brazos de una pobre mujer
que te guarda tantas esperanzas, a ti gloria de la escoria. Acaso no te importa
tanta desidia causada, ¿Cuántas mujeres viudas y huérfanos has dejado?,
¿Cuántas frentes has coleccionado?
Imagino los gritos de la pobre, en medio
de un escuadrón de policías, la puerta tumbada, el sollozo de cuatro pobres
niños con apellidos diferentes.
La justicia de chapa te deja libre por
una prueba de balística; para ellos eres el testigo de un suicidio en el parque
Los Naranjos, sospechándote de criminal amparado en el silencio; ellos no
tienen las pruebas de tus proezas, de los muertos que arrastras en tu mirada;
pero no me interesa vengar a tantos gritos hambrientos. Vengo a cobrarte los
siete años que tiraste a la basura por querer salir.
No me sorprende tanto verte arrodillado
y con las manos sobre la nuca sino esa mirada, serena incluso para quien espera
la muerte…
***A las tinieblas no se le ha escapado
ningún espacio de este campo de batalla llamado calle, esa furia sin cuartel se
venda los ojos a su paso y cercena a cuanto débil perciben sus garras.
Luego de escuchar por teléfono: “el sapo
muere reventado”, al hombre con el habano encajado en la boca le resuena una
frase de Maquiavelo: “Los males pueden ser prevenidos de antemano; pero si se
aguardan a que sobrevengan no hay tiempo de remediarlos, porque la enfermedad
se ha vuelto incurable”.
13 de octubre
SUCESOS
Posible relación con el suicidio del
Parque Los Naranjos"
Muere hombre abatido en ajuste de
cuentas"
(…)Las evidencias encontradas apoyan la
teoría, el cuerpo fue hallado maniatado a orilla de la carretera, con siete
impactos de bala en la espalda y dos en la nuca.