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martes, 14 de enero de 2014

LA CASILDA DE PASO LARGO (Cuento de Daciel Pérez)

Imagen en el archivo de "Bajo un mismo sol"


Nunca imaginé que una acción sencilla, un pequeño esfuerzo por satisfacer mi curiosidad, sería el causante de sonrisas, alabanzas y hasta desprecio de algunos catedráticos, en especial de aquellos que tenían una fe ciega en su labor archireconocida. Lo que me pasó no es más que una cuestión de casualidad, una evidencia de la influencia de los astros a la hora del nacimiento.
Recuerdo la tarde cuando le comuniqué al jefe de reporteros que anhelaba desentrañar las historias de esos rincones, que a veces por pereza se convierten en invisibles, también porque la ciudad podía ser muy grande pero pasaba siempre lo mismo y allí en los extramuros están los orígenes de esta desconstrucción que vivimos. Su respuesta fue un rizo de ironía colándose entre sus dientes, me habló de gasto de recursos y eficiencia, pero que si la quijotada era tan grande en mí, que procediera, total pensaba en darle un vuelco a la línea editorial.
Mis aspiraciones me condujeron a las afueras de la ciudad, un arrabal olvidado por la gracia de Dios llamado “Paso Largo”. A medida que me acercaba iban desapareciendo las espaciosas casas, iniciándose una etapa poco conocida de la multifacética ciudad. Al llegar a la comunidad, sólo se distinguían unos cuantos camiones que iban y venían de las fincas cercanas, dejando a su paso estelas de polvo. Un calor del demonio se apoderaba de las calles, me imaginé que la gente estaba en su casa refrescándose sentados frente al televisor con una cerveza acogida en las manos y el ventilador a máxima potencia, ya que no llegué a ver algún acondicionador de aire en mi travesía. Al fin observe a una mujer mayor de mal aspecto, enjuta ya, de cabellos blancos, le calculé unos setenta años.
Logré abordar a la señora, entrando inmediatamente en conversación con ella. Se llamaba Eva María, la madre de la familia, quedó viuda a la edad de veinte años. Siempre protegida por su madre cuando niña y por su esposo Juan Gregorio durante seis años antes de que la vida lo separara de su lado, según ella todo el mundo que conocía era a través de éste; luego de eso se casó por segunda vez con José Abraham. No era setenta su edad sino alrededor de cuarenta años, eso me dejó anonadado, ¿Cómo podría haber envejecido tan prematuramente?
Me comentó que tenían dos hijos Gregorio y Juana, ambos del primer matrimonio, convivía sólo con la última a razón de un altercado entre su hijo mayor y su actual esposo, según ella me comentó. Su casa era una suerte de cuchitril de cuatro láminas de zinc, un techo apenas visible, una puerta destartalada, no llegué a ver el interior de la casa, pues me dejó bien claro desde el principio que la entrevista sería allí en el frente mientras le daba de comer a las gallinas, “las cuales nunca aparecieron”. 
Eva María contempló mi cámara por unos segundos, advirtiéndome que si le tomaba una foto me arrancaba la cabeza de un machetazo.
_ ¿Es que ud. no sabe que eso roba el espíritu? ¡Ese es un artefacto del demonio!
Tales afirmaciones eran previsibles en un lugar como ese, en donde para poder encender la nevera de seguro que se debía apagar el bombillo. Hasta entonces nada de eso me había inmutado, ni siquiera que la señora cambiará de actitud inesperadamente, llegando en uno de esos cambios emotivos a advertirme que debía irme antes de que se ocultará el sol, pues su esposo podría comportarse de manera agresiva con ella si llegaba a ver otro hombre en su casa, a lo que le dije:
_ Por favor señora, si él llega antes de que yo me vaya, me encargaré de contentarlo. Además, él puede ayudarme a terminar el reportaje. Pero lo más probable, es que no sólo me tendría que colocar los guantes con el furioso hombre sino también con media comunidad, seguro serían buenos tiradores de piedras.
Ya me disponía a partir pero de pronto escuche ciertos quejidos, algo así como una mujer en pleno orgasmo. Ante mi inquietud, Eva me dijo que solo era su hija Juana, que estaba loca, que no le prestará atención pues los gritos era por un problema de sordomudez que tenía desde niña. Decidí que lo mejor era investigar la situación, no obstante, se llegaba la hora de alzar el vuelo, tomé mis cosas y me despedí de la señora, al preguntarle cuando podría venir de nuevo me dijo aquellas palabras casi mudas, como entre dientes:
_ “En el próximo paso de luna”
Luego de pasadas tres horas volví al humilde ranchito. La noche y el frío se apoderaron del cielo en un pueblo absorto en el silencio. Rodeé sigilosamente la casa, unos gritos empezaron a emerger inesperadamente de la misma, ya no eran los gemidos semieróticos que había escuchado por la tarde; golpes de una correa resonaban sobre un cuerpo, pensé inmediatamente en el marido de la mujer, seguro se enteró de mi presencia en horas de la tarde, ¡El energúmeno en acción!, lo que me elevó la sangre, tenía ganas de derribar la puerta y detener la barbarie de aquel hombre. Los gritos iban creciendo en intensidad; me sorprendí de que nadie – ni siquiera el vecino – pareciera alarmarse por aquella brutalidad, la mayoría de las luces de la comunidad estaban apagadas lo que le daba un cierto aire de barrio fantasma al lugar, sólo las pocas luces de la calle y la de la luna llena. Los gritos continuaban, me acerqué más y más lentamente, al llegar detrás de la casa me asomé por una pequeña abertura entre las láminas, la victima no resultó ser Eva, para mi sorpresa era la victimaria que descargaba con todas sus fuerzas la ira sobre su hija, estando ésta atada a la cama. No vi señas del esposo por ningún lado de la deplorable vivienda. Apunté la cámara y tomé unas cuantas fotos. Debía partir pronto o seguro los policías me detendrían, el barrio no era zona segura y yo pasaría fácilmente por un sospechoso.
Agotada de asestar varios latigazos sobre su hija la mujer se retiró hacia el fondo y abrió la nevera. Mientras escuchaba los llantos y rezos de Eva implorándole al Señor que la perdonará, pues ella era simplemente victima de sus designios, adentré mi vista aún más por la abertura; hasta entonces no había conocido la severidad del miedo y un corazón con tal ritmo, con los ojos fijos en la escena casi sin respirar mi humanidad cayó inmolada, una fría sensación recorrió mi espalda despuntando mi cabello y provocándome una insoportable sensación de angustia que se apoderaba con gran intensidad de mis órganos. Eva, la frágil y tímida señora de aspecto loable, sostenía entre sus pequeñas manos un frasco lleno de algún líquido transparente y dentro del mismo una cabeza.
Ya ha pasado cierto tiempo de aquella dantesca situación, recuerdo con memoria fotográfica los hechos del siguiente día, la exclusiva que me valió mi jactancioso premio. Los efectivos policiales iban enfilando más de una cuadra de cuerpos sacados de las casas de ese barrio fantasma, cada uno al parecer víctima de la locura de Eva María “La Casilda de Paso Largo”, así la apodé en analogía a la iracunda esposa que luego de la maldición pre mortem de su madre se convertiría en el espectro más aterrador de la llanura venezolana. Aún hoy recuerdo las palabras que le profirió a la cabeza en el frasco:
_ “José Abraham, malditos tú y toda tu generación de hombres”

jueves, 17 de octubre de 2013

HISTORIA PARA ESCRIBIR EN SERVILLETA (Daciel Pérez)


Degustaba tiernamente  un ligero bocadillo (archivo de Sebastián Nava)

Entro al restaurante chino ubicado en la esquina de la alcaldía; lo típico al entrar solo, los demás clientes asientan sus miradas en mi andar, nunca he llegado a saber con exactitud cuál es la causa que motiva tales instintos, tal vez les resulte medio extraño que un imberbe llegué sin la compañía habitual del padre o la madre y con un esbozo de naturalidad suficiente como para ordenar el número 3 al mesonero cerca de la barra, evitándole la incomodidad de traerme el fastidioso menú, el mismo de siempre, sin variación, los mismos siete platos de siempre con los típicos adornos.
Parece que llegué a buena hora, hay varias mesas vacías. Mientras espero saco un libro de mi vetusto bolso… sí, igual que el menú el mismo de toda mi vida. Alguien interrumpe mi concentración en el tratado de Ritos, fuegos, ceremonias y fantasmas del Dr. Silva; no es más que un pobre diablo de los que usan imitaciones, andan acompañado de un hombre de perfil regular – al que dicho sea de paso no hacen más que lustrarle las botas – que desempeña cierto cargo en el gobierno o es familiar de algún diputado o concejal, usan un pacholí con jazmín que de ser yo funcionario de la sanidad lo pongo en cuarentena inmediatamente; el atorrante ser en cuestión le pregunta al encargado de la barra por una legumbre de aspecto raro que uno de los distribuidores del restaurante trae religiosamente todos los martes; el chino por cortesía le responde que la hortaliza se llama lo mei, lu mua, … o algo por el estilo. ¿Qué diantre va a ser alguien como él, que sin ánimos de despreciarlo, a simple vista se ve que vive de pedir prestados a los incautos y su techo es el que le ofrece la madre o el piadoso cuñado – con intervención de la hermana por supuesto – con saber eso? A priori se ve que no posee las ventajas corporativas ni comparativas para cocinar mínimo una lumpia.
Tal hastía estupidez ha servido para darme cuenta del esbelto mausoleo u oda a la mujer que no noté al entrar, que casualmente está frente a mí y que tiene todo lo que he deseado o aspirado en la vida de una mujer, ojos, cuerpo, piel, color… Tomo rápido una servilleta, muy transparente,  por cierto para la labor a la que está destinada, pienso en escribirle cualquier estulticia, aunque sea mi número para que me llame, que estupidez digo ella no me va a llamar, pero nada pierdo con acercármele.
Todo parece perfecto, como desearía detener el tiempo entre nuestras miradas huidizas, alguien tose devolviéndome a la realidad, es allí que observo al defecto que le hace compañía: un hombre pasado de los cuarentaitantos, a simple vista se deduce que es su pareja aunque pareciera más bien su padre; él le dirige la palabra, ella está inmutada, absorta en la puerta, si me vio entrar a lo mejor espera que alguien de mayor estatus y edad cruce la puerta. En más de tres minutos nadie ha pasado, además de mí, por esa puerta; trato de buscar su mirada, indagando un halo de seducción, escarbando empatías entre dos desconocidos que marchan divergentes, trato de ver lo intimo de su psique. El marido sigue hablándole y ella aún como si no le importará; empiezo a cuadrar cuentas, una esposa joven fastidiada + un marido pendejo = mujer necesitada, mujer necesitada + joven libinidoso + intenciones de arrollar al mundo en su cuerpo = affaire, esto último algo muy bueno para mi currículo. Ya las cuentas están listas, nada es mejor, ya empiezo a imaginar tu nombre Marlene, Maryory, Miriam… es lo que menos importa, empiezo a sacar los análisis financieros de una tarde contigo, mi cuerpo cediendo ante tus manos, nuestros labios caminando juntos al beso eterno, alimentándome de la ambrosia del vaivén de tus caderas… importas sólo tú y nada más, ahora resuena en mis recuerdos aquel aforismo maquiavélico extraído del libro que le robé al portugués de la frutería, no he fijado los medios pero los objetivos ya fueron dados.
            Yo mientras entre mis fantasías observándote sin que te des cuentas, o acaso ¿Sí lo sabes?  ¿Estarás jugando a ver si caigo en tu red? ¿Cuántos más habrán pasado por tus labios?, eso a mi moral le importa poco, total es fulgor de un rato. En eso llega el mesonero con el menú 3, el muy imbécil nubla mi panorama con su camisa otrora blanca hoy nácar, cuando por fin se aleja, algo ha cambiado, ¿De dónde diantre salió ese niño?, un bebé de brazos, ahora me explico el tamaño de aquel par de monumentos, todos los sueños se han ido contra el suelo, las matemáticas ya no están a mi favor, las ecuaciones perdieron su configuración inicial por esa variable imprevista, una esposa joven fastidiada + niño + marido pendejo = mujer en búsqueda de candidato, mujer en búsqueda de candidato + joven libinidoso = affaire, affaire + mujer desilusionada = problemas, problemas + marido pendejo celoso + amigos medio mafiosos o cleptómanos de vidas a sueldo = mi mamá tomando chocolate y mis allegados hablando de lo bueno que era el muchacho.

(*) Autor: Daciel Pérez. Tomado de su libro: Inducciones sobre el banquillo. Edición del Sistema Nacional de Imprentas- Cojedes. San Carlos, 2009.

domingo, 10 de abril de 2011

DOS CUENTOS CORTOS DE DACIEL PÉREZ

Algunos detalles de sus costumbres hicieron sospechar a las autoridades 
(archivo de Karina Pérez)




DESDE EL BANQUILLO DEL ACUSADO
¿Qué nos hace más humanos a unos de los otros? … qué, si no más que el mismísimo regalo teológico del corazón, del que me obligaron a desarraigarme durante siete años de atrocidades.
Hoy heme aquí, sentado en el banquillo del acusado, tratando de explicar que ningún hombre puede ser sometido a tal despojo, ¡semejante a la colonización española en tierras americanas! Pasaron siete años de destierro y sufrimiento. ¿Acaso no fueron suficientes? Me pregunto: ¿Por qué se me acusa hoy?, ¿Por qué me aíslan en contra de mi voluntad en la búsqueda de una reforma social de mis actitudes?, para la cual… mi mente y toda la extensión del cuerpo no dieron permiso alguno.
Como sacado de una biografía grotesca me catalogan – como lo dijo “Asterión” en la obra de Borges – de un poco misántropo, de un poco lunático, y de un poco soberbio; afirmaciones éstas, “tan falsas como un intento de capitalismo sin la explotación del proletariado”. ¡No, no…no!
En mi defensa alego que es cierto el hecho de que no pude salir alguna vez de mi morada, y por eso, con el tiempo llegué a desarrollar cierta agorafobia, por el miedo a ser nuevamente rechazado… miedo a hundirme. ¡¿Y por qué no había de sentirlo?! Si mi primer recuerdo cuando he llegado a pisar la calle, fue la discriminación de sus miradas, me increparon como extraño, se escondían y no bastando con eso me enfrentaban con escaramuzas. Si salí por la noche, fue por esa antipatía que aún hoy percibo de la gente, con sus caras pálidas y alargadas; ¡busco las causas sociales de tan despreciable efecto! pero no hacen gala de su presencia por mucho que mi cabeza se rompa en el experimento… no lo sé, me sigo diciendo. Pero aún siendo así, estaba yo predispuesto a recibir y disfrutar cualquier compañía, que en soledad es totalmente grata. “Que fuese a visitarme quien desease”, mujer, hombre, niño, anciano… yo no le limitaría, dejaría que se expresará como le pareciera; el único inconveniente sería pues, la escasez de muebles en mi residencia, sin duda alguna un hogar como pocos: improvisación de manos tiranas.
Lo espantoso – que daba vueltas en mi cabeza – es que con cada minuto que moría se reducían las posibilidades de que alguien – aunque sea por compasión – fuese a visitarme.
Postrado sobre mi cama sólo me consolaba la esperanza de mi Redentor, el cual vendría a liberarme de ese confinamiento tan inhumano, de esa soledad, de ese sufrimiento que se calaba poco a poco en mis entrañas.
De mis pasatiempos allí – pues como todo ser humano tengo distracciones – qué les puedo decir; jugaba con los escasos espacios de mi casa y los hacía infinitos en mi mente: la misma silla era otra, la ventana se hacía más alta, la cama era una de millares, del patio no les podría contar: “se me hacía eterna su extensión”. Algunas veces fingía que esperaba visita y al llegar le enseñaba de los recuerdos que estaban entre las paredes, no podía ver bien su rostro, lo observaba, parpadeaba, ya no era el mismo: había cambiado algún detalle de su borrosa cara, seguía parpadeando y era otro nuevamente y así con cada nuevo parpadeo, pero en esencia sabía que seguía siendo el mismo; conversábamos gratamente durante horas, a veces lo llegué a imaginar dotado de conocimientos universales e interesantes, o tal vez alguien destacado en cierta área: comercio, deportes o literatura, arte esta que me ha llamado mucho la atención desde que entre allí y que admito es la causa de mis incontables desvelos. Aprendo todo lo que puedo de mis fantasmas, más que fantasmas son un reflejo de esas pequeñas individualidades que se mezclan con las hojas y el polvo que a diario alimentan mi curiosidad, que además componen la suma de mi alma. Pero no me limitaba a eso. Mi juego favorito era soñar, porque sólo en ellos me deformo a lo deseado; fingía que olvidaba los gritos que me atormentan día y noche, pero en vano, era la voz de mi consciencia. Despertaba y por instantes creía dominar el tiempo, lo alargaba o lo achicaba, todo a mi preferencia como un Dios; pero agrego, ¡ojo! … “que no se deben olvidar de mi modestia”.
Una tarde me visitó un hombre con la cabeza lustrada, nariz aguileña, ojos arrugados, de vestidos negros y pliegues alargados, con un libro grueso y negro entre sus manos, manos víctimas del paso de los años; lo que me hizo reflexionar si alguna vez llegaría a ser vejete. Conversó amenamente conmigo, no fue hipócrita e igual le correspondí, si llegamos a reírnos fue de manera espontánea, natural; sin conocerlo divisé que podría saberme mejor que cualquiera que haya estrechado su mano conmigo. Supe que era mi Redentor, había llegado la hora de decir adiós a Goethe, Schopenhauer, Hegel, Feuerbach, Marx, Engels, Lenin, el Che y a otros que se hicieron de mis pensamientos en esos siete años. Mi redentor abrió su libro, y con cada párrafo leído me llenaba de una tremenda paz interior al punto que no quedó ningún rincón de mi cuerpo que no fuese sacudido por esa corriente milagrosa.
¡Benditos los que son perseguidos, porque de ellos es el reino de los cielos! le llegué ha de escuchar decir.
Rodeado de barrotes, de pecados a los lados – custodios de historias diversas y profanas – marchaba camino hacia la redención, entonces recordé los vestigios de sangre que bordaban aquellas paredes que fueron testigos silenciosas de mi inoportunidad. Todo pasó en un instante, no sentí dolor alguno, aunque mis venas hayan sido invadidas por torrentes de sustancias emponzoñadas.
“Al fin me había liberado del confinamiento”…
Cuando soñaba que mi alma por fin se alejaba de su cuerpo hacía los ríos oscuros de la muerte, con el terrible destino de ser un condenado errante sobre la tierra, que padecería sed y hambre insatisfecha por la infinitud: ¡ABRÍ LOS OJOS!, y con no menospreciada exaltación ya no estaban los barrotes; frente a mí el cuadro de un hombre con aspecto griego, con su dedo índice y medio en su corazón cubierto de llamas brotándole del pecho; a mi derecha en la repisa un libro grueso y negro. Di unos cuantos pasos hacia el baño y al ver mi rostro en el espejo ¡para mi sorpresa!… la misma cabeza lustrada, la nariz aguileña, las mismas manos y ojos envejecidos de mi redención.
AURIGA
¡Preparen! Ordenaba la agreste voz sobre los veinte, al tiempo que rompía con la pereza de la tarde. ¡Apunten! Veinte fusiles se erguían señalando al hombre de espaldas al muro bermellón. ¡Fuego! Y veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo, batiendo el cuerpo contra la tosquedad del suelo. Sólo el calor se cotejaba con tan detestable escena. El albor de la tarde se hacía más intenso y la sangre de aquel hombre se expandía vertiginosamente llegando hasta donde me encontraba extenuado.
Sin noción alguna me encontraba en este aborrecible lugar, olores almizclados y sulfurosos lo inundaban, así como escombros monumentales que se interponían en mi búsqueda de horizonte alguno, los gritos y sus ecos jugaban con mis oídos en un vaivén insoportable. El dolor fue copando lentamente cada célula de mi humanidad, las nauseas vaciaron mi estomago; la sangre seguía expandiéndose infinitamente y tras ella la oscuridad. Pronto la sangre se convirtió en cenizas y luego en polvo, a la oscuridad no se le escapó nada, cerré los ojos con la esperanza de despertar.
Seguía allí extenuado, en el esfuerzo de recordar el dolor transgredía mi cuerpo progresivamente, impidiéndome escapar de la agnosia. La luz se hizo, sorprendiéndome exactamente en el mismo lugar donde presencie la grotesca escena, caminé a través de la inclemencia del calor con los pedregosos centinelas a mí alrededor. Miré mi reloj, eran las 3:15 p.m., ¿Por qué se me hacía familiar la hora? Algo sólido truncó mi andar, era el muro bermellón, intenté esquivarlo bordeándole, pero si me desplazaba tantos pasos hacia la derecha o la izquierda seguía encontrándome a la misma distancia como si no hubiese avanzado nada; pensé en saltar o escalar el mismo, intempestivamente el muro creció haciéndome sentir al tamaño de una nimia hormiga. Sin duda alguna era el fin del camino.
Al dar media vuelta veintiún seres de aspecto sepulcral emergían de la tierra, todos menos uno, fusil al hombro; ¡Preparen! Ordenaba el de la agreste voz sobre los veinte de rostros putrefactos. ¡Apunten! Veinte fusiles se erguían señalándome, mientras me retorcía internamente en una mueca de horror plantado sin poder moverme. ¡Fuego! Y veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo batiendo mi cuerpo contra el tosco suelo. Mi sangre se expandió trayendo con ella la oscuridad, los gritos se hicieron presentes, el dolor no dejó cuartel.
La luz me sorprende nuevamente en el mismo lugar, el hostigamiento y el dolor son partes inexecrables de mí. ¿Qué me trajo a este sitio? En mi reloj son las 3:15 p.m. Tras un insufrible intento vienen a mí las palabras del Caronte cuando pagué con el óbolo correspondiente:
“Al cruzar las puertas _ me dijo_ te enfrentaras a tu infierno personal, un laberinto que sólo a través de la autoexpiación que proviene del recuerdo podrás encontrar salida”
Me es tan doloroso recordar, la conciencia me flagela sin tregua. Vuelven a emerger el muro bermellón y los veintiún seres, la agreste voz rompe el silencio, mi cuerpo vuelve a caer abatido sobre la tosquedad del suelo…

ANTES DEL AMANECER
Su presencia deslizó el miedo por encima de la nicotina y en los pantalones de los presentes. Parecía un Aníbal a las puertas de Roma. Había llegado con los nervios forjados por el estruendo de las bala y con la mirada llena de muerte. Lo aquejaba la omnipresencia del hombre del habano encajado en la boca. Tomó el lugar acostumbrado y entre el inventario de brebajes multicolores ordenó el maridaje perfecto a su situación: Ron.
Entre trago y trago lo interrumpió un muchacho de andar tambaleante, sólo la vista del acostumbrado sobre amarillo fue suficiente para partir de inmediato al parque. Ambos habían luchado codo a codo con la furia de la calle, forjando la precisión del águila en el gatillo.
Habían salido por la puerta estrecha del bar. Uno a paso nervioso, el otro a ritmo de quien se prepara para el choque de trincheras.
Luego de sacar el sobre amarillo, el de andar perturbado pormenorizaba en su compañero los ojos teñidos de muerte. Consciente de la penumbra acrecentándose a medida que se acercaban al parque tarareaba mentalmente una canción:

Somos dos perros pequeños
mandados una y otra vez
La vida no vale nada
Caín mató a a Abel
tan fuerte la incertidumbre
que no nos pase otra vez.

Una vez nos dijiste que los nuevos asesinos no esperan al amanecer, no importa si se merece o no, cada hombre de aquí tiene su puñalada sentenciada.
También nos enseñaste que se llevan vivos, pero se dejan muertos y amordazados. Que cada frente tiene su precio. En esa práctica le debías por lo menos uno a cada familia de la ciudad, ¿Cuánta sangre y gritos a desborde?, ¿Cuántos hijos sin padre?
Nos recalcaste incontables veces la importancia del metro de distancia, no muy lejos de la precisión ni muy cerca de la salpicada; nos mostraste la importancia del ácido para evitar el escaneo facial y dactilar. Recuerdo tu sonrisa cuando contabas como descubriste el por qué de los zapatos a un lado de las carreteras, que no tienen su par sino unos cuantos kilómetros después, si los examinasen encontrarían en las suelas la escena del crimen.
Nos hablabas una y otra vez de la importancia de la serenidad, de la mente en blanco y el sello de las emociones. ¿Tú y el otro dónde dejaron esas instrucciones?, ¿Envueltas en celofán?
¡Una sola bala en el martillo!, ¿Qué confianza le tenían? Por eso nos mandan a sacar la basura. Si fueras inteligente hubieses hecho lo mismo que él y así te evitabas nuestra visita.

***Su propio retrato entre sus manos, sacado del sobre amarillo de costumbre, hizo explotar de sorpresa a sus ojos llenos de muerte.

La vida no vale nada
tú eres solo un papel
yo tengo el arma y tú no
la vida es solo un papel

El cañón con todo su frío metálico reposó sobre la sien del que tenía los ojos de estruendo. Al otro se lo había dicho el hombre del habano, “Una bala, sólo una bala en el martillo, confío en tu trabajo, más que en el de mi sobrino”. Esa noche sus manos decidirían el destino de aquel que lucho codo a codo junto a él. La transpiración y el pulso acelerado desbordaban a gritos en los dos.

Sé el cachorro más astuto
no como Caín otra vez
la vida no vale nada
tengo el arma y soy papel

La bala, la única en el martillo, había cruzado la garganta del de paso nervioso en un estruendoso accionar, azotando a quienes clamaban a las deidades, para que los hiciera extranjeros de estas calles divorciadas de las casas, venidas a prisiones nocturnas hace mucho tiempo.
Al ver la sangre del otro explayarse sobre el prostituido suelo del parque, viuda y huérfano / grito y sangre, para él, con mirada forjada en el estruendo de la calle, dejaron de ser palabras vacías. Comprendió en esa inmolación el precio que se paga por querer salir, por anhelar una vida más allá de esa ley forjada en los extramuros.
Él que nació con el primer trabajo moría hoy, sabía que se nace una o dos veces, pero los nuevos asesinos a veces no esperan al amanecer.
Tu Némesis prefirió inmolarse antes que traicionarte, por eso dudó en hacerlo camino al parque. Luego con tu huida pagabas el sacrificio, ¡que cobarde fuiste!
Cuando empezamos en esto los llamaban Cielo y Tierra, como si fueran peleadores de películas chinas. Defiendo que los golpes de navajas y la pólvora comida en la calle, tienen más mérito que una coreografía elaborada a puerta cerrada.
Huiste a los brazos de una pobre mujer que te guarda tantas esperanzas, a ti gloria de la escoria. Acaso no te importa tanta desidia causada, ¿Cuántas mujeres viudas y huérfanos has dejado?, ¿Cuántas frentes has coleccionado?
Imagino los gritos de la pobre, en medio de un escuadrón de policías, la puerta tumbada, el sollozo de cuatro pobres niños con apellidos diferentes.
La justicia de chapa te deja libre por una prueba de balística; para ellos eres el testigo de un suicidio en el parque Los Naranjos, sospechándote de criminal amparado en el silencio; ellos no tienen las pruebas de tus proezas, de los muertos que arrastras en tu mirada; pero no me interesa vengar a tantos gritos hambrientos. Vengo a cobrarte los siete años que tiraste a la basura por querer salir.
No me sorprende tanto verte arrodillado y con las manos sobre la nuca sino esa mirada, serena incluso para quien espera la muerte…

***A las tinieblas no se le ha escapado ningún espacio de este campo de batalla llamado calle, esa furia sin cuartel se venda los ojos a su paso y cercena a cuanto débil perciben sus garras.
Luego de escuchar por teléfono: “el sapo muere reventado”, al hombre con el habano encajado en la boca le resuena una frase de Maquiavelo: “Los males pueden ser prevenidos de antemano; pero si se aguardan a que sobrevengan no hay tiempo de remediarlos, porque la enfermedad se ha vuelto incurable”.

13 de octubre 
SUCESOS
Posible relación con el suicidio del Parque Los Naranjos"
Muere hombre abatido en ajuste de cuentas"

(…)Las evidencias encontradas apoyan la teoría, el cuerpo fue hallado maniatado a orilla de la carretera, con siete impactos de bala en la espalda y dos en la nuca.


DACIEL PÉREZ (San Carlos, 1986). Su primer libro de cuentos editado: Inducciones desde el banquillo (2008), expone parte de su sólida técnica literaria, dotada de variados planteamientos narrativos, con textos que se asoman a profundidades del alma humana, entre ellas,  la poesía.
Ha sido jurado evaluador y organizador de distintos certámenes literarios de amplitud nacional. Integra el equipo fundador-responsable de la Feria Internacional del Libro de Venezuela en Cojedes. Es un permanente activador de talleres literarios con distintas instituciones nacionales. Entre otras publicaciones, resalta su inclusión en la III Antología de Jóvenes Escritores (Fundalea- Mérida, 2007) y fue finalista en el II Concurso Iberoamericano de Minicuentos “El Dinosaurio”. Es miembro de la Red Nacional de Escritores de Venezuela y labora para el Ministerio del Poder Popular para la Cultura- Cojedes. 
Isaías Medina López