Don Quijote envejecía. Los años, como los ladrones, le habían robado cuanto es orgullo y vanidad de la vida: la fuerza en los brazos, la luz en el cerebro, y la energía en el corazón. Apenas podía sostener la terrible, lírica lanza; entre sus manos las riendas de Rocinante eran dulces hilos de seda; en su cerebro el pensamiento era ya, pálida, moribunda llama, incapaz de alumbrar nuevas y temerarias aventuras, y entre su pecho el corazón le temblaba de frío como un pájaro sobre la nieve. Viéndose en semejante estado, débil, envejecido, apolillado, sin otro horizonte que la tumba, Don Quijote lloraba amargamente. Por sus apergaminadas mejillas le corrían en silencio largos hilos de lágrimas. Pero Don Quijote lloraba menos por las tristezas de su vejez que por el infortunio de la humanidad. ¿Faltando él, quien velaría por ella? ¿Quién sería el amparo de los desvalidos y los huérfanos? Su obra había sido hasta entonces infatigable y generosa, pero muerto él quien la podría continuar con la misma inquebrantable fe y con el mismo santo desprendimiento? Pensando de esta suerte y meditando quien podría ser su sucesor, Don Quijote se acordó de haber oído hablar de Robinson, un hombre famoso solitario y fuerte, que vivía en una isla desierta, perdida, en el lejano corazón de la mar. De este hombre extraño se referían descomunales aventuras de valores y de audacia inaudita, Don Quijote se lleno de alegría y se enjugo las lágrimas. A su cerebro acudió la idea de visitar a Robinson. (Quien si no él podría ser el heredero de su nombre y el continuador de su obra) (Quien, si no aquel hombre generoso y fuerte, podría hacerse paladín de los desheredados en el mundo).
Don Quijote preparó, pues, su viaje.
Una mañana embarcándose en una galera, partió de no sé qué puerto de la tierra española. Sobre la
mar tierna como una flor, la galera navegaba… Las velas, hinchadas por el
viento, impulsaban la nave hacia el Oriente remoto, blanco, como de plata. El
sol apenas dejaba mojar en el agua verde dos o tres hebras de sus largos
cabellos de oros. Y por la cima del mástil
de la galera comenzaba a pasar las primeras gaviotas, como grandes flores
errantes de un país fabulosos. ¿A dónde iba la galera? ¿Iba hacia el Norte?
¿Iba hacia el Sur? Don Quijote lo ignoraba.
Sumergido
en profundas meditaciones, abandonando el timón, dejaba a la galera navegar a
su capricho. A lo lejos, la tierra era una raya muerta y por los cuatros
orientes de la nave sólo se miraba la mar, la mar, vasta y profunda como el
desierto, vieja y sonora como un arpa.
¡Pobre
Don Quijote! ¡Qué singular aventura! El sol del medio día le incendiaba el
cerebro, le tostaba la sangre en la venas... Por su piel apergaminada y vetusta le corrían gordas gotas de sudor. Comenzaban a deshojarse en el cielo
las dolientes rosas crepusculares y aún
permanecía Don Quijote absorto en sus cavilaciones. ¿En qué
pensaba? ¿Acaso en Rocinante? ¿Acaso en
Sancho?
Cuando la noche cayó alrededor de la galera
comenzaron a abrir sus cálices las fosforescencias…Don Quijote creyó viajar
entre flores. Flores azules, flores verdes, flores rojas. La galera partía sin
piedad los tallos maravillosos.
Mientras
la galera corría sobre los viejos lomos de la mar, Don Quijote creía ver
aparecer a cada instante, entre la bruma blanca, las costas negras de la
isla. Sus pupilas dilatadas y encendidas
por las fiebre le brindaban entre la sombre como carbunclos. ¿Cuánto tiempo duró el viaje? ¿Fueron días,
fueron meses, fueron años? No se sabe.
Don Quijote, casi moribundo, arribó una
mañana a la isla de Robinson.
Robinson hasta entonces
no había tenido mortificaciones. Con su astucia y su talento los salvajes no
habían sido enemigos para él. Las bestias feroces, la lluvia, el sol. El
hambre, los había vencido. Pero cuando descubrió en el fondo de la galera, la
figura de Don Quijote, exigua y moribunda, se llenó de temores y de angustias.
De fama conocía él a aquel hombre que con sus discursos y sus obras había
llenado de locura el mundo. Su enfermedad había enfermado a los hombres. Con su
presencia a la isla peligraban su hacienda y su vida; Robinson lleno de favor,
temblándole las piernas y con el rostro pálido, se aprovecho de la debilidad de
Don Quijote, y colocando su cabeza sobre el borde de la galera, se la corto de
un golpe, con su hacha filosa y robusta. Luego, ya sin temores Robinson se fue
a su choza, hacha al hombro, leyó un capítulo de la Biblia y creyó haber
practicado una obra pía librando al mundo de una de sus más terribles enemigos.
Pero del cadáver mutilado comenzó a
correr la sangre.
Sobre la playa de oro, sobre la onda
azul del mar, la sangre del corazón de Don Quijote empezó a correr, primero
gota a gota, como encendidos rubíes, y después más rápida y copiosa como un
inacabable torrente de púrpura. Todo el día estuvo cayendo la sangre roja sobre
la mar azul, hasta que no hubo una sola gota más en el exhausto corazón de Don
Quijote. Todo el caudal de su sangre se fue a la mar; pero no fue a morir como
cualquier otra sangre vulgar y ruin, devolviéndose en el agua, o alimentando el
sórdido vientre de los peces. Roja y ardiente se formó primero una mancha que
flotó sobre el agua, cada vez mayor hasta convertirse en una isla maravillosa,
llena de músicas fugaces, de flores extrañas y perfumes turbadores. Y desde
entonces esa isla feliz, bohemia, trashumante, recorre a su capricho las vastas llanuras de la mar, en todas sus diversas latitudes, desde las
pálidas soledades hiperbóreas, hasta los encendidos mares tropicales; invisible
a las miradas vulgares de los hombres; y a cuyas riberas de oro, cuando el
ideal se muere, sólo pueden mirar, las tristes, las enfermas, las vagas, las
agonizantes miradas de los poetas.
Tomado de: Días de espantos. Cuentos fantásticos venezolanos del siglo XIX (2004). Editado en Caracas, por Monte Ávila. Compilación de Carlos Sandoval.
4 comentarios:
Sin duda un cuento fantástico, mezclando a Don quijote en busca de Robinson a su isla desierta.
Disfruté de su lectura.
Saludos Isaías.
Una bella historia llena de fantasía, poesía y romanticismo. Un cuento maravilloso con una remate sensacional, inspirador.
Felicidades a Alejandro Fernández García por esta oda a la figura del ilustre Caballero de la triste figura.
Es una historia hermosa y llena de simbolismo que contrapone a los soñadores, a los idealistas contra las mentes prácticas.
Es una obra genial.
Creo que a la hora de copiarla ha habido algunas erratas que se podrían subsanar en el sexto párrafo creo.
Encantada de leerlo. Un abrazo.
Hermosa historia llena de poesía. Un abrazo.
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