martes, 31 de julio de 2012

EL ENTIERRO (cuento de Arnaldo Jiménez)

Triste y desconsolada ante en el entierro. Imagen en el archivo de Sebastián Nava



Muy tarde llegó el señor Ernesto. El fluido eléctrico abandona las casas después de las once de la noche. Entonces el pueblo comienza a sonar. La profundidad de los montes aumenta su barahúnda y los fósforos sobreviven en las velas que desde las salas desgastan la oscuridad y nimban a los seres y a las cosas que se mueven en diferentes direcciones al proyectar sobre los suelos y las ...paredes sus danzantes sombras. En el medio del cuarto, sobre un catre impregnado de lluvias olvidadas, descansaba el cuerpo de la señora Ildefonsa, con su vestido de morir, el cabello indefenso de cuando sus días se mudaban y la boca hundida en un mentón dislocado que casi se encajaba en el pecho esquelético de desaparecidos senos, putrefacto y dilacerado.

Tocó una y otra vez la puerta, miraba hacia todas partes, un calofrío recorrió su espalda y condensóse en el centro de su cabeza. Siguió tocando la puerta y gritando el nombre de la hermana a quien venía a informar del desafortunado acto que había cometido su sobrino. Al poco tiempo la puerta abrió, los goznes chirriaron y se asomó la esquiva mirada de una muchacha, al reconocer la imagen del señor Ernesto se le abalanzó encima y prorrumpió en llantos con una monótona queja que se apagó en la camisa a rayas”: ¡Ay señor, qué desgracia, qué desgracia! “ Y la quejadumbre continuó leve y fragmentada.

Una vez dentro de la casa, cerca del enigma de la puerta que divide el patio de la cocina, por donde el pasado reposa empolvándose con la harina de la media noche, vio sobre una mesa de madera cubierta con hule una antigua foto de su hijo en la que éste lo abrazaba y mostraba su limpia y franca sonrisa, enseguida comenzó a reptar sin querer por los recuerdos, era el tiempo en que deshilvanaban amenas conversaciones, ahí estaba con su uniforme de liceísta, destilando la lucidez de la juventud..., pero la voz de la muchacha surgió como el chirrido de un alcaraván en los esteros y lo detuvo:-¡ay señor qué desgracia, qué desgracia!- Por un breve momento el señor Ernesto no cayó en la cuenta de que no había manera de que ellas se enteraran de lo sucedido debido a lo incomunicado y apartado del pueblo. Volvió a separarse del abrazo de la muchacha y le preguntó que a qué se estaba refiriendo, aquélla, entre asustada y triste le informó que la señora Ildefonsa llevaba un día y una noche muerta en su cuarto y que a ella le daba miedo salir a contárselo a los vecinos, estaba desesperada y no sabía qué hacer. El señor Ernesto la interrumpió y salió corriendo hacia el cuarto, se detuvo en el umbral de la puerta y constató, gracias a la luz creta de la luna que se metía como agua por las rendijas de la ventana, al cadáver de su hermana con algo de serenidad y de último deseo silenciado sobre el desaliñado catre lleno de lluvias olvidadas. El dolor se potenció, espesaron las arrugas internas del alma, sintió cómo por sus ojos entró la soledad del llano en plena noche desgajada, cómo el sonido del río, a lo lejos, no era más que una siembra de lo perdido, un ruido de arreos cuyas lentas fuerzas pasaban vanamente sobre la pesadumbre. En ese momento la casa pegaba duro en la tristeza que se superpuso al frenesí de los cantos nocturnos que devanaban poco a poco los hilos de la madeja de las horas.

Venció el husmo y se agachó sobre el suelo, acarició quedamente las guedejas de sol durmiente que caían en cascadas inciertas sobre el hombro izquierdo, pasó sus manos por los volados ojos en los que una nube de mariposas buscaba una luz anterior, y permaneció abanicando el aire a escasos centímetros del cuello donde los tábanos y los moscardones hurgaban un pulso de sangre apagado, horadando la piel para darle un último curso inverso e inope.

Tocó su vestido empapado en querosén que fue lo único que encontró la muchacha para rociar sobre el cadáver y evitar la impertinencia famélica de los ratones. Allí había estado durante casi dos días sacudiendo la escoba y gastando las pocas cobijas apolilladas que dormían en el escaparate y que la señora Ildefonsa guardó con celos en los últimos meses cuando su tema de conversación era detallar la manera de cómo iban a entrar a robarle y a matarle. Dos horas antes de que llegara el señor Ernesto, recogió las cobijas y las lavó, la señora Ildefonsa quedó expuesta al hambre de los roedores y de las moscas. Es cierto que ya algunos gusanos habían caído al rústico cemento ahogando la pulsación blanquecina de la muerte en el charco del inflamable liquido.

- ¿Y de qué murió? Indagó el señor Ernesto.

- Realmente no lo sé, creo que fue un infarto. Después de comer fuimos a platicar a la habitación, ella se recostó de esa silla mientras yo aseaba los adornos de la peinadora, sólo escuché un ¡ah!, cuando volteé, los ojos de la señora ya no miraban este mundo. Respondió la muchacha.

- ¡Pobre hermana mía! Y pensar que yo venía a contarle algo muy horroroso que hizo mi hijo en estos días atrás, pero fíjese, ahí está, qué me iba a imaginar yo... Tenemos que enterrarla esta misma noche, puede ser en el patio o en el montaral de enfrente, al pasar la carretera.

- Sí señor, estoy de acuerdo, debemos darle cristiana sepultura, mire cómo está la pobrecita. Espéreme aquí, voy a buscar unas sábanas que lavé hace poco.

Se colocaron trapos en las manos, pañuelos llenos de alcohol en las narices, tendieron una ristra de cobijas gruesas al lado del cuerpo e intentaron pasarlo tal como lo hacen los paramédicos con los heridos para luego llevarlos hasta la ambulancia. Los trapos se sumían en los sanguinolentos nervios que resbalaban deshaciéndose aún más, vio cómo los tonos de la lepra cabriolaban por dentro del vestido venciendo las carreteras que el tiempo había trazado sobre la piel, entonces dividieron las sábanas, unas arroparon el cadáver, otras esperaban en el piso. Contaron hasta tres, sujetaron fuerte por los tobillos y las muñecas y de un impulso pasaron el cadáver desde el musgoso catre lleno de lluvias olvidadas a las cobijas recientemente humedecidas en la batea. Zangoloteando como dentro de una hamaca iba el cuerpo embojotado, iban todos los años amontonados en una podredumbre definitiva, la muchacha quejábase de la posibilidad de que se le cayera el cadáver, pero la urgencia de enterrar a la señora Ildefonsa la hizo soportar el peso y extender su fuerza hasta la puerta de calle. Bajaron el amasijo de astrágalos, caderas, clavículas y vísceras y lo posaron suave en la alfombrita de entrada. Al señor Ernesto le molestaban las canciones que mascullaba la muchacha como cuando alguien se distrae fregando los trebejos de la cocina. La imagen del hijo aparecía cual foto delicuescente, el pestañear de sus párpados espantaba la permanencia. En los dos sucesos pensaba cuando se sintió en el centro de una planicie incendiada, como en un vacío de palma bajo la que se enderezan los problemas y se aclaran las dubitaciones. Una espantosa realidad se le imponía, ¿de dónde había salido la muchacha? ¿Desde cuándo estaba ahí que él no se había enterado? ¿Y cómo hacía su hermana para pagarle, en caso de que la estuviera ayudando con los quehaceres de la casa? ¿Acaso era ella una asesina que estaba llevando a cabo un macabro plan para quedarse con la casa y las prendas que la señora Ildefonsa guardaba desde joven en el escaparate?

Ya los sentidos se le estaban helando. No comentó ni preguntó nada, pero fue inevitable que su rostro cayera dentro de los visajes de la incertidumbre. Le dijo a la muchacha que buscara algún crucifijo y se lo trajera, él se dirigió al carro y sacó una pala que siempre llevaba junto a otros utensilios de trabajo. Luego se internaron en la espesura que parecía situarse en el límite entre lo verde y lo seco. Chaparros y cujíes se entremezclaban, no había camino hecho, de vez en cuando las vestiduras se encajaban en las puntas de los ramajes. El triscar de hojas ahogaba los latidos del corazón del señor Ernesto y silenciaba los obsesivos ruidos de la noche. Ya cuando apenas pudo columbrarse entre la delgada calígine de la lejanía la pálida silueta de la casa con su moribunda luz de vela en el corazón, decidieron cavar una huesa profunda para enterrar a la señora Ildefonsa y dentro del túmulo de tierra clavar el crucifijo metálico y rezar por el descanso de su alma. El señor Ernesto no dejaba de ver a la muchacha, esta parecía no sospechar nada. Casi los consiguió el alba abriendo el hueco, asieron aún más el bulto mortuorio y después de un breve balanceo lo lanzaron al fondo de la fosa.

Mientras el señor Ernesto devolvía la tierra a su destino ella hacía sonar su voz por padrenuestros y avemarías, la hacía saltar por las cuentas de un rosario que imaginó desesperadamente, justo cuando dijo”: dale señor la luz perpetua y que descanse en paz” el señor Ernesto se desvaneció ante sus ojos y se volvió bocanada de dolor, se le salió la muerte que no quería morir, se le salió del odio del hijo, de la bala que le disparó en todo el centro de su amor, allá en el fondo agujereado del sartén de su cuerpo que se hizo como chamusque desligado del verbo de la sangre. Los ojos enrojecidos en la débil claridad y la risa de satisfacción de quien se quita una vergüenza de encima hicieron que la muchacha gritara desesperada y espantada corriendo por entre los matojos. Rápidamente entró a la casa y fue a encerrarse en el cuarto. La densidad de un cuerpo yacía inerte sobre el catre lleno de lluvias olvidadas.

8 comentarios:

Unknown dijo...

Estatriste historia trata sobre la vida de de unos señores la cual vivian solo la cual uno de ellos muere y su hermana y el otro compañero de la señora desiden darle cristiana sepultura pero no saben donde hacerlos si en el matorral o del otro lado de la carretera.
Marlis Benavente.
Tinaquillo

Unknown dijo...

Es una historia muy confusa para mi, y me aterra la descripcion del entierro de esa mujer, y hay una incognita que surge y no pude entender a cerca de lo que le paso al hijo del sr Ernesto, Yusleidy Guevara (Apartadero Cojedes)

Unknown dijo...

Es un estilo de escritura que suena a alegórico... ideal para adentrarse en el eser humano. Gracias.

Estre Blan Zer
Pachuca, Hgo.
México.

Fundación Librerías del Sur San Carlos dijo...

Saludos, para Arnaldo, he leido con atencio su cuento. Muy bueno

Unknown dijo...

Bueno, así como las personas que publicaron sus comentarios aquí; yo también diré que me gusta mucho y que es de verdad una historia muy bien narrada.

Chus dijo...

Me parece bella por lo deléterea que es la descripción de la muerta. Quizá la historia sea confusa, pero hay delicadeza en la escritura; una delicadeza un tanto macabra y eso le da valor al relato.

Chus dijo...

Este relato tiene una belleza entre lo delétereo y lo macabro, que acompañado de una deliciosa descripción de la noche nos invita a seguir leyendo. Quizá sea confuso, pero en torno a la muerte todo es confuso.

Very dijo...

No tengo palabras Isaías...me encanta la forma de describirlo, las historias trágicas como esta y que van más allá, a lo más profundo, lo sentí en la propia piel. Es un honor tenerte de compañero de blogs, seguirte y que me sigas. Mis afectos, un saludo.