Padre e hijo en faena llanera. Imagen en el archivo de Akimin Angarita
Padre e hijo llaneros cocinando en el fogón (archivo de José Combita Combita)
A Víctor y a Julio, pasado y futuro
Esta tarde las hojas de los árboles han comenzado a caer una por una. La tierra está muy seca y muy caliente. En medio de tanto calor estoy sentado en la puerta de la casa grande y la mirada se me pierde más allá de la cerca de mereyes amarillos. De vez en cuando veo que pasa un pájaro y se detiene en el trozo de caucho que la abuela ha llenado de agua para sus animales.
Esta tarde es como la primera que pasé sin el abuelo. Por el frente de la casa, pasaba una calle de tierra y más allá todavía se veían las matas de quinchoncho que el abuelo había sembrado con sus propias manos. Ocupaban un espacio aproximado a unas cuatro cuadras, según mi hermana, pero aún no comprendía yo cuánto era eso cuando el abuelo se fue.
Los atardeceres soleados y calurosos me hacen extrañar el misterio que se escondía en la caja de los recuerdos de mi abuelo. Llegar a la casa grande era una aventura. Al frente, el patio con su tierra seca; a un costado de la casa una versión miniatura de otra construida con madera y zinc para guardar las herramientas de trabajo, tambores y otras cosas que el abuelo conservaba no sé para qué. En ese lugar, mi hermano conservaba en una lata con un pequeño orificio un panal de pequeñas abejas en miniatura que él llamaba “rubitos” y que llenaban pequeñas bolsitas de una miel diáfana y muy dulce con fragmentos de polen. Una vez, abrió la tapa de la lata y me enseñó con sumo cuidado cómo las pequeñísimas abejas llenaban las paredes de cera y cómo hacían las bolsitas de miel que, de vez en cuando, tomábamos y dejábamos caer en la boca desde arriba con la cabeza ligeramente echada hacia atrás.
Mientras recuerdo, pasa frente a mis ojos ese magnífico pavo blanco que mi hermana me regaló para que los abuelos lo tuvieran en su casa. Once pavos nacieron de un nido que la abuela cuidó con esmero. Los pequeños pavitos fueron ungidos con aceite de oliva y ajo para que no se enfermaran en su proceso de convertirse en esas grandes aves que asustan cuando extienden sus alas y abren la cola para demostrar que ellos son fuertes y peligrosos, para que uno no se les acerque.
De los nietos del abuelo, fui uno de los que más creyó en sus historias y con el que más compartió sus recuerdos. Por las tardes soleadas como ésta caminábamos hacia la casa de la bomba y por el trayecto me relataba las historias de su camión, de los viajes por Apure y por el río. El abuelo conoció a muchas personas en sus andanzas.
Una vez, ayudó a una India y la mujer le regaló como agradecimiento una cruz que debía llevar prendida en su ropa para que nunca le faltara nada. La abuela, muy molesta y celosa, botó el amuleto y, cuenta el abuelo que a partir de ese momento comenzó a perder todo cuanto tenía.
Una tarde, relató que en el campo, llano adentro, más allá de los mereyes amarillos, observó una luz al pie de un árbol y decidió excavar hasta que encontró un baúl lleno de monedas antiguas de metal precioso. La historia me pareció increíblemente fascinante.
En ese tiempo, era muy feliz al soñar con todo lo que el abuelo narraba: pero las personas decían que se trataba de cuentos de abuelo. Siempre me pareció triste la forma como hablaban sobre todas aquellas maravillosas historias. Yo sí que las creía y me imaginaba cada lugar, cada rostro, casa suceso como si lo hubiera vivido.
Víctor era su nombre. Víctor viene de la palabra victoria y parecía el abuelo una estatua colosal de esas de la historia, de las que aparecen en los libros sobre Grecia. Tenía un gran tamaño y piel tostada por el trabajo expuesto al sol de la intemperie. Su pecho era ampliamente atlético a los ochenta años, la fuerza se dibujaba en todos los pliegues de su piel y de sus brazos. Siempre los ojos estaban escondidos como ocultando un misterio, como si demasiada luz le molestara o como si quisiera que los pensamientos o los recuerdos no se le escaparan; por eso, su ceño siempre estaba tenso.
Usaba un sombrero gris y alpargatas. Su voz era como el murmullo de un río, grave y suave; pero firme y diáfana como las aguas de las fuentes surgentes.
Un día antes de mi cumpleaños escuché que llamaron a mi padre para decirle que el abuelo se había ido. Entonces, nos levantaron muy temprano para ir a la casa grande. Al entrar, observé a algunos amigos y en el fondo la abuela lloraba cerca de una caja de madera donde lo tenían. _ Vea a su abuelo. –Dijo, mientras me acercaba para ver que las profundas ojeras de aquel rostro ya no guardaban nada del misterioso señor que me contaba historias.
Desde entonces, vive en mis recuerdos y he guardado un secreto. Nadie supo lo que yo guardaba en mi caja de madera que siempre mantuve bajo llave. Hoy he decidido abrirla de nuevo para confiártelo primero que a mis padres. Víctor Laureano se llamaba y, si viviera, sería tu bisabuelo. No lo conociste; ni siquiera guardo una foto de su rostro; sin embargo, tú portas su mismo apellido y tus hijos lo harán y los hijos de tus hijos. Por ello, quiero que conserves esta moneda de plata.
Tómala, es muy antigua. Guárdala, tiene muchos años conmigo y nunca la he mostrado a nadie. Para mi es un valioso recuerdo y, para los otros, podría ser la prueba de una historia que realmente ocurrió.
Es tuya como tu apellido, como tu rostro con su mismo perfil, como tus ojos de misterio escondido o como esta tarde árida en la que las hojas del merey han comenzado a caer una por una.
Cuento de Juan Manzano Kienzler, nacido en Tinaquillo, Cojedes, el 15 de diciembre de 1973. Reside en Valencia, estado Carabobo. Es Licenciado en Educación Mención Lengua y Literatura (1997); Magíster en Lectura y Escritura (2001); Especialista en Tecnología de la Computación en Educación (2004). Docente de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
Cuento de Juan Manzano Kienzler, nacido en Tinaquillo, Cojedes, el 15 de diciembre de 1973. Reside en Valencia, estado Carabobo. Es Licenciado en Educación Mención Lengua y Literatura (1997); Magíster en Lectura y Escritura (2001); Especialista en Tecnología de la Computación en Educación (2004). Docente de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
6 comentarios:
Este cuento hace recordar la etapa mas hermosa de la vida la infancia como los cuentos de los abuelos y los seres queridos que ya no estan fisicamente pero que siempre viviran presente e n nuestra memoria al recodar cada una de sus hiatoria que muchas eran fantacias pero algunas fueron realiadad. Sandra Caballero.Las Vegas - Cojedes.
Este cuento me ha gustado, ya que nunca lo habia leido y me parece q en tinaquillo es donde hay los mejores cuentista de venezuela en especial el prof. Juan Manzano
Marlis Benavente
Tinaquillo
Este cuento tiene muchas cosas positivas: está bien escrito, posee un estructura bien conformada y un sabor a pueblo que nos ambienta.
muy bueno, me hagustado y mucho
En realidad este cuento me parecio muy bueno porque se puede notar que esta persona pudo conserva con mucho amor todo lo que tenia. Es importante conservar todos lo que tenemosy que todo sea de un buen beneficio para nuestras vida. También se puede notar que en este cuento se encuentran muchas cosas positiva por todo lo que se relata me gusto mucho.
Lindo conto
Gosteiiii muito
Parabéns
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