Esta
vez Miguel Vicente y su hermano volvieron a los Andes. Fueron a un pueblito que
no tenía carretera, pero que la iba a tener dentro de poco tiempo.
Con su camión, el hermano de
Patacaliente consiguió trabajo en el transporte de materiales para la nueva
carretera. Tenía que dormir en el mismo camión o en cualquier parte mientras
durara el trabajo, así que decidió llevar a Miguel Vicente a la pensión del
pueblo con el fin de que se quedara allí, y pagara comida y habitación con
servicios de aseo, de mandados y, en general, con las cosas que un niño pobre
puede hacer para ganarse la vida.
La dueña de la pensión, una mujer
muy flaca con una verruga muy gorda, se puso de acuerdo con el hermano de
Miguel Vicente para que éste viviera en la pensión como muchacho de mandados,
es decir, alguien que obedecería sin chistar las órdenes de la patrona.
Como la carretera todavía no había
llegado, sino que estaba por llegar, la gente más importante en vez de un carro
tenía un caballo; y así, uno de los trabajos de Miguel Vicente consistía en
llevar el caballo de uno de los pensionistas hasta el río cercano para que
bebiera agua y luego, ya cayendo el sol, llevarlo del cabestro hasta un potrero
cercano, adonde iría a buscarlos cuando el sol, al día siguiente, se levantara
picándole el ojo a la montaña.
Este era el más bello de los
trabajos, mucho más interesante que barrer aquel piso de ladrillos, o que ir
por las bodegas del pueblo comprando lo que mandaran a comprar de la pensión.
Tanto fue Miguel Vicente al río y
al potrero con aquel caballo, que le fue poniendo cariño y confianza.
El caballo no parecía interesado en
la amistad del niño porque cuando lo veía llegar a la caballeriza le enseñaba
los dientes pero sin reírse, movía las patas como si pisara piedras calientes,
levantaba la cabeza, tiraba del cabestro con que estaba atado y desde muy
arriba miraba al niño con unos ojos saltones de salir corriendo.
Miguel fue aprendiendo a decirle
palabras suaves y a acercársele con cuidado hasta darle palmadas que terminaban
calmando al animal. Con todo y eso, cuando lo llevaba por el camino tenía que
seguir con cuidado porque el menor movimiento brusco el caballo se paraba,
alzaba las orejas, abría los ojotes y levantaba las patas delanteras.
Cuando un caballo es así le dicen
brioso, bravo, esquivo. Y éste del Juez (porque el señor Juez era el
pensionista dueño del caballo) tenía de todo eso, y algo más que lo hacía
temible ante los campesinos y los habitantes del pueblo: sucede que era un
caballote negro con la cola blanca, como si lo hubieran hundido todo en la
noche y tan sólo le hubieran dejado la cola en el día.
Lo llamaban «Cometa», tal vez porque
al correr iba dejando atrás su cola blanca.
Nadie sino el Juez, un hombre alto
y seco, que abría mucho un ojo y cerraba mucho el otro, nadie sino él podía
montar a Cometa.
Era fama, y lo contaban por las
tardes en la plaza, era fama que tumbaba a cualquier extraño que intentara
montarlo, así fuera un buen jinete. Uno de éstos había muerto en el intento.
El juez ponía mucho misterio en el
ojo que cerraba y mucha dureza en el que abría, al sonreír diciendo:
-A ese caballo no lo
monto sino yo. No ha nacido otro hombre que monte a Cometa.
Y así debía ser, si lo decía el
Juez, un señor que no dice mentiras, y así lo repetían todos los del pueblo con
un miedo que se montaba en el lomo de las palabras.
Pero dejemos al Juez y a su caballo
para hablar de un encuentro que tuvo Miguel Vicente en los primeros días de su
llegada al pueblito andino. Iba por una calle a comprar no sé qué cosa para un
pensionista cuando vio un grupo de niños saliendo de una casa; salían poco a
poco, pero después echaban a correr empujándose, riendo y armando ruido.
Sabía que era una escuela porque ya
las había visto al pie de su cerro natal allá en Caracas. Recordó la antipatía
de la gente preguntona, de modo que cuando advirtió que, desde la puerta, la
maestra lo observaba, quiso seguir como si no le importara el asunto, pero
escuchó que le decían:
-Miguel Vicente
Patacaliente, ven acá.
-¿Cómo sabes mi nombre?
–contestó el niño, acostumbrado a defenderse.
-Me lo dijo ese caballo
que llevas al río.
-¿Y quién se lo dijo a
Cometa?
-Se lo dijo el río.
-¿Y quién se lo dijo al
río?
-Se lo dijiste tú.
«Ay, Ay, Miguel Vicente –se dijo
sin hablar en voz alta Patacaliente– esta vez sí fue verdad que la perdiste.
¿Si será el mismo río? ¿No será que esta viejita de anteojos claros como el
agua me está engañando y todo lo inventa?». Y en voz alta le preguntó:
-¿Cómo sabes que el río
sabe?
-Porque hablo con él, y
él me cuenta la historia de todos los niños del mundo y me dice sus nombres.
Y ya no había nada que hacer,
Miguel Vicente preguntando y la viejita respondiéndole todo, así que se
hicieron amigos. Miguel entró en la casa, regresó con los bolsillos llenos de
caimitos (unas frutas pequeñas y redondas como pepitas de oro); de guayabas
negras con la pulpa blanca; y de furuyes, unas guayabitas de potrero tan sabrosas
que le gustan a los pájaros, a las culebras de color coral, a los gusanitos más
blancos del monte y a los niños que tienen la suerte de conocer los potreros.
Regresó con todo menos con aquello
que lo mandaron a comprar, y recibió el primer regaño de la dueña de la
pensión, que cada día estaba más flaca y con la verruga más gorda.
Pero Miguel Vicente era feliz.
Tenía dos grandes y buenos amigos,
dos amigos que nadie en el mundo entero tenía: una viejita que hablaba con los
ríos y sabía todo lo que los ríos sabían; y un caballo negro con la cola
blanca, tan grande y fuerte que si levantaba sobre las patas traseras podía
darle con la cabeza al mismo cielo y traerse una estrella pegada de la negra
frente.
Todas las tardes, al terminar sus
trabajos, Miguel Vicente se iba a casa de su amiga; y allí pasaba el tiempo
preguntando cosas, escuchando cuentos y a veces ayudando en algo.
Una vez, casi al comienzo de estas
visitas, abrió un librito que estaba
sobre la mesa del salón con muchas sillas y violas figuras de una zorra y un
conejo, que parecían estar conversando.
-Cuéntame este cuento
–pidió la viejita. Pero ella, sonriendo, le dijo:
-Apréndelo tú para que
me lo cuentes a mí.
-Pero si yo no sé leer
–dijo el niño.
-Ya lo sé –fue la
respuesta–, pero yo te enseñaré.
Y comenzó el tormento de las
letras. De aquellas hormiguitas negras y desconocidas sobe cuyos lomos viajaba
todavía Marco Polo. Conocerlas, distinguirlas unas de otras, llamarlas desde
cerca y desde lejos, consonantes y vocales, vocales y consonantes. Repetirlas,
dibujarlas ir cantando con ellas en el potrero, decírselas al río, enseñárselas
a Cometa.
Acercarlas unas a otras,
enlazarlas, separarlas y volverlas a juntar. Hasta llegar, por fin, a la
palabra escrita: esa especial manera de reunirse las hormiguitas negras para
decir una cosa, y quedarse allí, en el mismo sitio, diciéndola por siempre.
Pero no había manera de entrarle al
cuento de la zorra y el conejo. Las hormigas picaban por dentro a Miguel
Vicente, las palabras no se dejaban dominar, costaba mucho mirarlas en el papel
para decirlas por la boca.
Aquellas letras mudas, parecían
acostadas y dormidas, sin embargo, hablaban, era la voz que Miguel Vicente
encontraba y perdía, para volverla a encontrar y volverla a perder.
Lloraba, tenía que llorar, porque
era como si agarrara un pájaro en su vuelo, y al abrir la mano para verlo, el
pájaro escapara hacia las nubes, y lo volviera a agarrar y de nuevo escapara.
Patacaliente se iba a la
caballeriza y lloraba en silencio y a solas, como siempre lo hacía. Bueno, a
solas no tanto porque allí estaba acompañándolo su amigo Cometa, que ya no se
alarmaba con la presencia de Miguel y hasta lloraba también, como lloran los
caballos de ojos grandes y oscuros, simplemente cerrándolos un poco.
Y sucedió que con tantas penas y
alegrías metidas en el mismo chinchorro de su pequeña vida, Miguel Vicente fue
descuidándose en su trabajo de todos los días. Sólo atendía a Cometa y
desatendía lo demás; y como lo demás era la parte que interesaba a doña Verruga
Gorda, ésta se fue poniendo cada día más furiosa y regañona.
Una tarde, cuando Patacaliente
llevó a Cometa a beber agua al río, éste le preguntó:
-¿Tanta tristeza viene de dónde?
De muy adentro, señor río. Es por
las fulanas letras y las fulanas palabras que vienen y se van, y no quieren
nada conmigo. Soy bruto, señor río, soy bruto. –Y a llorar se ha dicho.
-Ala, no llores pues
–dijo el río de voz andina–. Fíjese en esa piedra que está allí, suba en ella y
aguarde un tantico que habla con el paisa Cometa.
Miguel subió a la piedra, pero
extrañado por la voz del río, que tenía una música distinta de la del otro río
con quién el viajó sobre su tronco, no pudo evitar la pregunta:
-Señor río. ¿Eres el
mismo con quien yo viajé la otra vez?
- No, aquel es demás
abajito, pero es primo mío. Y oiga, amiguito, hágame el favor de no preguntar
tanto y quédese sobre esa piedra.
Lo que el río habló con el caballo
no lo entendió Miguel. Conocía el lenguaje del río y estaba aprendiendo el del
caballo, pero nada sabía del idioma que sabían los ríos con los caballos.
La cosa fue que Cometa se acercó a
la piedra y arrimó su lomo junto al niño. Y ordenó el río a Miguel Vicente:
-Ahora móntese,
amiguito, el paisa Cometa le va a dar un paseo para que no siga triste.
Y allá va Patacaliente sobre el
lomo del mejor caballo del mundo y el más bello de todos los tiempos.
-Van atravesando
arroyos, maizales, sabanitas de capín melao (una hierba con espigas color de
mañanita); y van saludando, con la blanca cola del cometa negro, a las
mariposas de ojos en las alas y a los pájaros que detienen su vuelo para ver
cómo vuela sobre el campo el pájaro terrestre, el caballo, amigo del hombre.
Cuando el caballo y el niño
regresaron al amanecer, venían de la montaña y de la noche y de las estrellas.
El sol venía con ellos, en las
crines del caballo y en los hombros del niño.
En la plaza todos tenían la boca
abierta y los ojos en blanco como los huevos cocidos. Hasta el Juez, por fin,
tenía abierto el ojo que cerraba y cerrado el que siempre tenía abierto.
Nadie sonreía. Bueno, nadie menos
cuatro amigos: la viejita desde la ventana de la escuela; el río desde su cama
siempre fresca; Cometa, que enseñaba los dientes al Juez, y Patacaliente que se
había olvidado de las letras.
Por orden del Juez mandaron a
buscar al hermano para que se llevara a Miguel Vicente, quien no tuvo tiempo ni
de recoger sus peroles. Tan sólo alcanzó a sacar de su bolso el libro de Marco
Polo. Salieron del pueblo al atardecer. Tendrían que caminar dos días hasta
donde llegaba la carretera.
Cuando pasaban por el río
escucharon un relincho al otro lado. Allí estaba Cometa esperando. Empujó a
Patacaliente hacia una piedra y agachó su lomo, pero no acepto que el hermano
también montara. A cometa no lo podía montar sino un solo hombre y ese hombre
era Miguel Vicente.
La luna brillaba como un sol, y
como iban al paso Miguel Vicente se acordó del libro de Marco Polo que llevaba
metido en la cintura y lo sacó. Quería ver las hormiguitas negras formando las
fulanas palabras que no querían y se le escapaban.
Abrió la primera página. Las
hormigas eran letras y las palabras no se iban. Sintió por dentro que le
decían:«Y todo hombre que leyere y
entendiere este libro debe creer en él pues todas estas cosas son verdad…».
¡Dios mío! Allí estaban las
palabras. Eran suyas. Abrió más adelante para estar seguro y, en cualquier
página, leyó: «En este reino hay magníficos caballos que llevan a vender a la
india». Buscó más arriba para ver cuál era el reino de los magníficos caballos
y leyó que era uno «que está cerca del árbol solitario».
Miguel Vicente miró entonces a
Cometa, el caballo negro con la cola blanca, y le dijo:
-Cometa, tú naciste en
el reino del árbol solitario. Fuiste el caballo de Marco Polo y ahora eres el
mío.
Cometa levantó la cabeza hacia la
luna y relinchó.
Tan largo fue el relincho, que
subió por la montaña, traspaso las nubes, atravesó los mares y llegó hasta el
reino que está cerca del árbol solitario.
- Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado.
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