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miércoles, 12 de febrero de 2014

Mitos Indígenas de Venezuela 10 (Warao)

Jóvenes indígenas del mundo amazónico 




KUAY NABAIDA
Mucho antes de que  el vaho de la pólvora, y después el del olvido, difuminaran sus plumas de pájaros, sus quisques, sus pedrezuelas de adorno, sus tejuelos de oro, sus collares de concha, sus caracoles blancos, sus sellos  de arcilla para los atavíos del  cuerpo, sus tiestos de engobe, sus chaguales y patenas, sus azabaches contra la desventuras, sus ídolos de tres puntas para propiciar la abundancia de la tierra, sus colgantes de filigrana, sus diademas, sus vasijas zoomorfas y encantadas, sus tallas y urdimbres;
Mucho antes de que cayeran por tierra sus mariposas de obsidiana y sus tocados de tucán, sus yerbas y raíces milenarias contra los males del cuerpo, sus granos y olicores contra la muerte, sus copales para la sobrevida en la muerte, sus dominios terrestres y celestes, sus flautas de barro y de hueso contra las pesadumbres del espíritu, sus calendarios, sus ciencias y sus canciones;
Mucho antes de que fueran sus gentes esclavizadas, servidumbradas, deshonradas, despojadas de la antigua piel de su alma;
Mucho antes de que sobre ellos cayera mandoble y desprecio, las primeras tribus habían descubierto los grandes ríos, la cerúlea bienaventuranza de la mar, las mesetas, las llanuras y las montañas del continente.
Unos vislumbraron los brazos de un gran torrente bajo la calinosa neblina del verde impenetrable, lo hicieron hermano y padre y compañero respetado y lo llamaron Uriaparia, Wirinoco. 
Eso fue mucho después de que los abuelos decidieran abandonar las regiones desconocidas.
Pues al principio – cuentan los más ancianos entre los warao -  los hombres vivían en el Kuay Nabaida, el mar de arriba.
Allí, sobre la copa de una manaca altísima, venía  todas las tardes a posarse una  bandada de pavas para pasar la noche.
Cierta vez un indio dijo a otro que le flecharan una, pues tenía hambre.
El indio apuntó a una pava y disparó. La flecha pasó por entre las aves sin alcanzar a ninguna y al caer se clavó fuertemente en la tierra.
El muchacho fue en busca de la flecha pero no la halló. Había desaparecido.
Buscando y buscando oyó que una anciana le llamaba: “Mauka, ji jatabu tamatika ja” (Mira, hijito, tu flecha está aquí”). Pero la flecha estaba tan profundamente clavada que aun empleando todas sus fuerzas el muchacho no pudo arrancarla.
-Cava alrededor – le dijo la anciana – y de ese modo podrás arrancarla.
Los dos indios se pusieron a cavar y en eso estuvieron largo tiempo.
Mientras más escarbaban, la tierra se iba hundiendo, hundiendo. Toda la tierra se iba escurriendo mientras ellos cavaban alrededor de la flecha.
Por fin apareció un boquete desde donde podía verse el mundo de abajo y todas las cosas de la tierra. Los indios estaban asombrados y llamaron a los otros indios y reunieron a los principales y a los ancianos de la tribu para que fuesen a ver el mundo de abajo desde el bosquete abierto por la flecha.
Los principales y los ancianos deliberaron y consultaron con el pueblo sobre si debían bajar a conocer el mundo que tan hermoso se veía. Todos querían conocer ese mundo verde e iluminado parecía, por lo que decidieron descender por una maroma que tejieron con jáu, la fibra del moriche.
Uno a uno los indios se deslizaron por la maroma hacia abajo.
Uno a uno se deslizaron, pero todavía faltaban un wisiratu y su mujer, que estaba embarazada.
El wisiratu ordenó a su mujer que bajase primero, pero la mujer embarazada no cabía por el hueco. Por más esfuerzos que hacia el wisiratu por empujar a su mujer hacia abajo, ésta se quedaba atascada en el boquete sin poder bajar ni subir.
Y por más que hizo, la mujer sólo pudo sacar un muslo con la pierna y su pie. Y de allí no pudo moverse más.
En el boquete del Kuay Nabaida quedaron el muslo, la pierna y el pie de la mujer. Quedaron allí  para siempre y se convirtieron en estrellas.
Por las noches esas estrellas, siete estrellas de la osa, se pueden ver alumbrando las altas copas de las manacas y reflejándose en los caños.
Los warao dicen al verlas: “No ji jabasi” (Uno de los dos muslos”).   

Nota: Textos transcritos de Costado Indio de Gustavo Pereira, publicado por la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 2001)

martes, 11 de febrero de 2014

Mitos Indígenas de Venezuela 9 (Makiritare)

Siglos de  vivencias y poderes de ficción se evidencian en los mitos indígenas


Competencia indígena de tiro con arco (archivo de la ETAI Pemón Samarayi)



HUEHANNA
Los makiritare han incorporado a su mitología la eterna lucha entre su deidad dispensadora de vida y de bienes, que ellos llaman Wanadi, y otro dios poderoso, igualmente creador, pero agente de la destrucción y la desgracia: Odo’sha. Tanto la mitología india como la dialéctica engeliana ponen de relieve lo temporáneo, lo perecedero,   y no dejan en pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo superior (que los mayas también revertían en la significación de sus katunes, convirtiendo el transcurrir del mundo en eterno retorno). Tal vez por ello el mito transcrito concluye con la tesis del sueño o la esperanza: la maldad habrá de cesar y Odo’sha perecerá. Entonces una gente buena y sabia advendrá en un tiempo distinto, para que un nuevo proceso dialéctico recomience:

 “El Wanadi que nunca sale de Kahuña quiso saber qué sucedía en la tierra. Quería que viviera gente buena allí.
Entonces mandó  un segundo Wanadi, un damodede llamado Nadei’-umadi. 
Él sabía que a causa de Odo’sha la gente se moría, se enfermaba. Pero que la muerte no era verdad, era engaño de Odo’sha. Y quiso dar una muestra de su poder para que supiéramos que la muerte no era verdadera. Se sentó, puso los codos en sus rodillas, su cabeza en la mano. Se quedó quieto, pensando, soñando, soñando.
Soñó que nacía una mujer. Era su madre, se llamaba Kumariawa. Así fue. Aquel hombre poderoso pensaba, fumaba, tranquilo, soplaba humo de kawai, soñaba con la madre Kumariawa. Así nació ella. Él mismo hizo su madre. Así cuentan. Le dio vida soñando, con humo de su tabaco, con el canto de su maraka, cantando nada más.
Ahora Kumariawa se puso de pie. Ahora Wanadi pensó: ‘Vas a morir’. Así Wanadi mató a su madre. Ella nació derecha, grande como mujer, no nació como niña. Luego murió, cuando él soñó la muerte, tocando maraka, cantando. No fue Odo’sha quien la mató sino él mismo. Tenía mucho poder cuando pensaba. Cuando pensó: ‘Vida’, nació Kumariawa. Cuando pensó: ‘Muerte’, ella murió. Wanadi lo hizo como señal de su poder, de su sabiduría. Sabía que eso no era verdad. La muerte era un engaño.
El nuevo Wanadi tenía Huehanna. La trajo de Kahuña para hacer hombres. El quería gente nueva para la tierra, que naciera bastante gente. Era como una gran bola, grande, hueca, con concha gruesa, dura, como de piedra. Se llamaba Huehanna. Adentro de Huehanna se oían ruidos, palabras, cantos, risas, gritos. Mucha gente hablaba allí adentro. Allí estaba la gente no nacida todavía, toda la gente de Wanadi, traída del cielo, alegre, cantando, bailando.   
Wanadi quería que se abriera Huehanna en la tierra y que saliera aquí su gente buena, sabia. ‘Morirán –pensó- porque Odo’sha está aquí. El no quiere que haya gente buena. Los va a enfermar, a matar, cuando salgan. Luego yo les daré vida, otra vez  nacerán, no morirán’.
Wanadi mató a Kumariawa como un ejemplo. Lo hizo para hacerla nueva otra vez. Quería mostrar su poder a Odo’sha. Él era el dueño de la vida, sus hombres no pueden morir. ‘Ha muerto-pensó cuando murió su madre. Luego otra vez muere, otra vez vivirá. Asimismo van a nacer mis hombres de Huehanna, luego morirán a causa de Odo’sha; luego vivirán, por mi poder’.
Wanadi llamó a Kudewa y le pidió ayuda para enterrar a Kumariawa. Fue el primer entierro. Después se fue a cazar. ‘Me voy –dijo a Kudewa -, Kumariawa va a retoñar en la tierra. Cuando salga, será la señal para que los hombres salgan de Huehanna’.
Wanadi olvidó su chákara. Allí guardaba su poder, su tabaco, su maraka. También guardaba la noche. En aquel tiempo no conocían la noche. Sólo luz había en la tierra, como en el cielo. Todo era un solo mundo. Cuando Wanadi se fatigaba y abría la chákara, metía allí la cabeza y se dormía. Allí estaba el sueño escondido, la noche. Allí dormía. Cuando despertaba, cerraba otra vez la chákara, aprisionaba la noche adentro.
Wanadi había encomendado Iarákuru, su sobrino, no tocar la chákara y vigilar a Huehanna. ‘No toque nunca la chákara. Es mi poder. ¡Cuídalo! ¡No abras! Si lo haces, saldrá la noche’. Kudewa quedó como guardián de Kumariawa. Kudewa miraba la tierra para avisar cuando moviera y retoñara Kumariawa. ‘Llámame enseguida, grita y  volveré’, le había dicho Wanadi.
Cuando la tierra se movió, Wanadi estaba lejos. Kudewa vio salir la mano, el brazo de Kumariawa. La tierra se abría. Entonces Kudewa se convirtió en loro y gritó, gritó, para avisar. Cuando Wanadi lo oyó se vino corriendo, corriendo, a ver cómo brotaba nueva su madre, cómo reventada Huehanna.
Pero mientras corría, vino la noche. Todo quedó a oscuras, de golpe. Toda la tierra se apagó, de golpe, y Wanadi corrió en la noche. ‘Han abierto la chákara-pensó. Iarákuru lo ha hecho’. Así era, Iarákuru tenía curiosidad. Era Odo’sha quien en sueño le había ordenado abrirla.
Así vino lo oscuro a nuestro mundo por culpa de Iarákuru. Antes no existía. Así dicen.
Cuando brotó, él quedo como ciego. Se asustó, corrió en la tiniebla, no como hombre, sino como mono blando. Así quedó. Cambiado por castigo. Él es el abuelo de todos los Iarákuru, los monos blancos que existen ahora.
Cuando Iarákuru abrió la chákara y vino la noche, Odo’sha, que lo había ordenado con su poder, se alegró. ‘Anocheció ahora –dijo-, la noche es mía’. Nadie vivirá. Soy yo, dueño de la tierra.
Tenía él su propia gente. Ellos podían ver, moverse en la sombras, en la oscuridad. La gente de Wanadi no podía ver nada, ni hacer nada. Solo tenía miedo.
Odo’sha envió a Ududi, un  enano velludo, para mirar la sepultura de Kumariawa. Ududi dijo: ‘¡Viene saliendo!’ Odo’sha lo oyó, lo puso, orinó en una totuma, se la dio a Makako, lo  mandó a la tumba de la mujer. Makako parecía un lagartijo. Kumariawa abría la Tierra, se levantaba otra vez. El lagartijo bañó con orina a la mujer. La orina de Odo’sha era hirviente como la candela, como veneno. Quemó el cuerpo. La carne se tostó, los huevos cayeron, el loro dejó de gritar, la Tierra se cerró. ‘Esta hecho’, dijo Makako cuando volvió a Odo’sha.
Cuando llego Wanadi halló noche, cenizas, carbón, el mono huido, el loro mudo, la chákara abierta. ‘Ya no puedo nada-pensó-. No hay carne, cuerpo, no volverá la vida. No hay luz, la Tierra ya no es mía. Ahora los hombres morirán’. 
Buscó a Huehanna. Allí estaba todavía. Adentro hablaban, gritaban, gritaban los hombres no nacidos, asustados. Cuando quemó a la mujer, Odo’sha cayó a palo, para romperla, a Huehanna era dura, con concha gruesa, como piedra. No puedo romperla.
Wanadi recogió a Huehanna. Cuando la recogió oyó adentro las voces. Se puso triste: ‘tienen ahora que esperar –pensó, los voy a esconder’. Se fue a la montaña Waruma hidi. Allí la escondió.
Y allí está esperando, tranquila, desde el principio del mundo aguardando la muerte de Odo’sha para abrirse.
Allá en Waruma hidi aguarda la muerte de Odo’sha, dueño no eterno de este mundo. Odo’sha morirá cuando la maldad se acabe y Wanadi volverá a la montaña para hacer nacer a la gente buena y sabia que no pudo nacer al principio. Les tocará su tiempo a los hombres de Wanadi”.  

Nota: Textos transcritos de: Costado Indio de Gustavo Pereira, publicado por la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 2001)