Imagen en el archivo de Fernando Parra
SAN
NICOLÁS DORMILÓN
Bajó el árbol de
adensada fronda donde pájaros negros coqueteaban a la pulpa deliciosa de las
cerezas, sobre aquella afelpada y piadosa hierba que la sombra hacia más
incitante, aquel viejo, de ropa purpura y sonrisa perenne, entonando retazos de
antiguas cantinelas, había cerrado los ojos. Un cansancio de caminante se lo
había llevado poco a poco hacia alguna estación primorosa de los sueños.
El dulce anciano
lucia la roja vestidura decembrina se llamaba San Nicolás. La barba, natural y
abundosa, parecía copo de pulcro algodón y sobre la espesura de las clinejas
de su melena, como una gran flor de navidad, aquel cucurucho bermejo ornado con
estrellitas de papel.
Pasó de largo un
trineo de mariposas tiradas por el viento y sobre una raíz, una tierna lagartija exhibía con
temblor escénico la fisicromía de su
piel. Arriba, la estela circular y dulce
de una abeja.
Una pareja de
enamorados, que se inventan mimos indecibles, anunciaron la proximidad de la noche buena y corrieron,
golosos, en busca de las fascinantes festines de la navidad. Después, sigilosamente
llegaron los niños, apagaron las luces de bengala y con ese silencio solemne de
solemne de las hormigas cuando llevan pétalos al hombro, se acercaron al bello
durmiente y entre gestos de infantil picardía llenaron de latas vacías la alforja escuálida y raída de aquel San Nicolás dormilón.
Alumbrándose con el último
sol, la tarde deshizo su rostro en arabescos lila. Y ahí la calle.
Opulencia de gemas y sedería en los
anaqueles. Pregón de campanitas, villancicos y cascabeles.
Y en las casas, mesas colmadas esperando
las de la noche, arbolitos derrochando
ascuas titilantes entre sones livianos
de amor y paz, caballitos de madera, zarandas luminosas, globos de colores
plenos de almendras celeste, arlequines de cuerda y muñecas de tez rosada y
ojitos como de oro de tíbar. Pero esa tarde, todos los niños consideraron que
su mejor regalo fue haber podido contemplar a través de sus ventanas la carita
alegre y complacida de San Nicolás dormilón cuando iba, calle abajo, con su
fardo suculento a cuestas y casi llorando de alegría porque ellos sabían que
aquel viejito era Jeremías, el dulce
anciano recogedor de latas de la ciudad.
EPIFANÍA
Venía envuelto en
capuz de alba arreando algodonosos sueños y burlando los desgarros del ropaje,
la brisa leve le ponía parches de frescura en la piel y las burbujas de roció
le perlaban los pies.
Entró al pueblo con ramitas de albahaca en las
manos y una ranita medrosa en el bolsillo y nadie le creyó cuando anunció alborozado que debajo del paraguatán del río
se hospedaban Melchor, Gaspar y Baltazar.
Y comentó el populacho:
¿Y hemos de creer en
tal destino?
¿No es acaso el hijo
del ovejero quien pregona tan absurda noticia? tengamos presente que el hambre
nubla los sentidos.
¿No estará delirando?
¡Hermanos, exclamó el
párroco místico, en este mundo de Dios todo es posible ¡y tras él , todo el
pueblo se fue en rumorosa romería a presenciar el suceso.
Iban hacia el río,
murmurando, vacilando entre la incertidumbre y la certeza. Había remolinos de
mariposas rubias tejiendo arabescos envidiables y estaban aromosos los senderos. Cuando se
detuvieron, el hijo del ovejero señalo
hacia una campánula azul y dijo:
¡Ahí es!
Y el pueblo se asomó.
Sobre tupido cobertor
de cundeamores, en cunita de frágil musgo tres pajaritos recién bautizados
abrían y levantaban sus picos ansiosos hacia los cielos en petición de la
ración ausente. Arriba, untado de tinta oro la mañana, una guayabita silvestre
sobrevolaba el paraguatán del río en el pico paternal de un cristofué.
MI
CANTO SENTIDO
Oigo el gemido de los niños desheredados.
De aquellos que bajan por canjilones de niebla hacia la incertidumbre. Oigo los
de pies desnudos siguiendo huellas de cabras silenciosas. A los que se traga la
montaña cuando quieren atrapar globos de nubes. A los que duermen bajo toldos
marineros hechos de noche y astros. Oigo la voz de los niños que llevan sus
cuerpos desnudos por trochas de campánulas aprendiendo a huir como el venado y
a descifrar los secretos de los pájaros. Oigo el gemido de los desheredados de
las ciudades. Van de puerta en puerta como extraños colibríes libando limosnas
o pregonando golosinas que endulzan la boca de los indiferentes. Oigo los niños
nocturnos. A muchos de ellos la noche les perdona la vida, a otros, una loba
ría le lame las carnes y se los lleva de madrugada. Oigo los que posan su
hambre desnuda para la ilustración de los periódicos del mundo. Oigo a los que
juegan a buscar monedas, arrancándole luceros a los charcos, a los hunden
desesperadamente sus manos en los bolsillos desgarrados sin encontrar hogaza.
Ahí están los
desheredados. Y se oye un gemido infantil, universal. A todos, les entrego mi
corazón lloroso, mi canto sentido.
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