domingo, 19 de noviembre de 2017

Cuentos Venezolanos de Navidad (17): Dos relatos navideños de Efraín Inaudy Bolívar


Imagen en el archivo de Fernando Parra



SAN NICOLÁS DORMILÓN
Bajó el árbol de adensada fronda donde pájaros negros coqueteaban a la pulpa deliciosa de las cerezas, sobre aquella afelpada y piadosa hierba que la sombra hacia más incitante, aquel viejo, de ropa purpura y sonrisa perenne, entonando retazos de antiguas cantinelas, había cerrado los ojos. Un cansancio de caminante se lo había llevado poco a poco hacia alguna estación primorosa de los sueños.
El dulce anciano lucia la roja vestidura decembrina se llamaba San Nicolás. La barba, natural y abundosa, parecía copo de pulcro algodón y sobre la espesura de las clinejas de su melena, como una gran flor de navidad, aquel cucurucho bermejo ornado con estrellitas de papel.
Pasó de largo un trineo de mariposas tiradas por el viento y sobre una  raíz, una tierna lagartija exhibía con temblor escénico la fisicromía  de su piel. Arriba, la estela  circular y dulce de una abeja.
Una pareja de enamorados, que se inventan mimos indecibles, anunciaron la  proximidad de la noche buena y corrieron, golosos, en busca de las fascinantes festines de la navidad. Después, sigilosamente llegaron los niños, apagaron las luces de bengala y con ese silencio solemne de solemne de las hormigas cuando llevan pétalos al hombro, se acercaron al bello durmiente y entre gestos de infantil picardía llenaron de latas vacías la  alforja escuálida y raída de aquel  San Nicolás dormilón.
Alumbrándose con el último sol, la tarde deshizo su rostro en arabescos lila. Y ahí la calle. Opulencia  de gemas y sedería en los anaqueles. Pregón de campanitas, villancicos y cascabeles.
Y  en las casas, mesas colmadas esperando las  de la noche, arbolitos derrochando ascuas titilantes  entre sones livianos de amor y paz, caballitos de madera, zarandas luminosas, globos de colores plenos de almendras celeste, arlequines de cuerda y muñecas de tez rosada y ojitos como de oro de tíbar. Pero esa tarde, todos los niños consideraron que su mejor regalo fue haber podido contemplar a través de sus ventanas la carita alegre y complacida de San Nicolás dormilón cuando iba, calle abajo, con su fardo suculento a cuestas y casi llorando de alegría porque ellos sabían que aquel viejito   era Jeremías, el dulce anciano recogedor de latas de la ciudad.


EPIFANÍA
Venía envuelto en capuz de alba arreando algodonosos sueños y burlando los desgarros del ropaje, la brisa leve le ponía parches de frescura en la piel y las burbujas de roció le perlaban los pies.
Entró  al pueblo con ramitas de albahaca en las manos y una ranita medrosa en el bolsillo y nadie le creyó cuando anunció  alborozado que debajo del paraguatán del río se hospedaban Melchor, Gaspar y Baltazar.
Y comentó el populacho:
¿Y hemos de creer en tal destino?
¿No es acaso el hijo del ovejero quien pregona tan absurda noticia? tengamos presente que el hambre nubla los sentidos.
¿No estará  delirando?
¡Hermanos, exclamó el párroco místico, en este mundo de Dios todo es posible ¡y tras él , todo el pueblo se fue en rumorosa romería a presenciar el suceso.
Iban hacia el río, murmurando, vacilando entre la incertidumbre y la certeza. Había remolinos de mariposas rubias tejiendo arabescos envidiables y  estaban aromosos los senderos. Cuando se detuvieron, el  hijo del ovejero señalo hacia una campánula azul y dijo:
¡Ahí es! 
Y el pueblo se asomó.
Sobre tupido cobertor de cundeamores, en cunita de frágil musgo tres pajaritos recién bautizados abrían y levantaban sus picos ansiosos hacia los cielos en petición de la ración ausente. Arriba, untado de tinta oro la mañana, una guayabita silvestre sobrevolaba el paraguatán del río en el pico paternal de un cristofué.


MI CANTO SENTIDO
Oigo el gemido de los niños desheredados. De aquellos que bajan por canjilones de niebla hacia la incertidumbre. Oigo los de pies desnudos siguiendo huellas de cabras silenciosas. A los que se traga la montaña cuando quieren atrapar globos de nubes. A los que duermen bajo toldos marineros hechos de noche y astros. Oigo la voz de los niños que llevan sus cuerpos desnudos por trochas de campánulas aprendiendo a huir como el venado y a descifrar los secretos de los pájaros. Oigo el gemido de los desheredados de las ciudades. Van de puerta en puerta como extraños colibríes libando limosnas o pregonando golosinas que endulzan la boca de los indiferentes. Oigo los niños nocturnos. A muchos de ellos la noche les perdona la vida, a otros, una loba ría le lame las carnes y se los lleva de madrugada. Oigo los que posan su hambre desnuda para la ilustración de los periódicos del mundo. Oigo a los que juegan a buscar monedas, arrancándole luceros a los charcos, a los hunden desesperadamente sus manos en los bolsillos desgarrados sin encontrar hogaza.

Ahí están los desheredados. Y se oye un gemido infantil, universal. A todos, les entrego mi corazón lloroso, mi canto sentido.

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