Mujer llanera en oficios de arreo.
Imagen en el archivo de Walter Mancipa
EL GALLO QUE
VINO DE APURITO
(Ramón Villegas Izquiel)
Mi pueblo, El
Baúl, está situado en la margen derecha del rió Cojedes, por lo cual vale decir
que nací y pase gran parte de mi infancia asomado al espejo de sus aguas,
sumergiéndome en su frescura i arrullados mis sueños por el suave rumor de su
corriente entre arrecife i manglares. Es muy bello en verdad vivir a orillas de
los ríos. Nos arroba contemplar las frondas ribereñas reflejadas en la luna de
sus aguas con serena profundidad, Sobre todo en las horas lánguidas de los
atardeceres cuando el crepúsculo diluye en ellas sus nubes de almagre. Oír los
contrapuntos de los pájaros en los amaneceres i en el silencio de la noche, el
salto de algún pez sobre la superficie o el grito asustado de un ave,
sorprendida quizá por algún depredador furtivo en la tranquilidad de su sueño
aspirar las humedad emanaciones de sus brumas o sumergirnos en el para que el
agua nos envuelva con sensual caricia de mujer amante luego la brisa nos
enjuaga con sus casi impalpables debitos de ángel. Aunque peligrosa como mujer
hechicera, lo es también la serenidad de los ríos llaneros, sobre todo en las
crecidas, lentas, pero inexorables en la expansión de sus aguas. Al influjo de
estos ríos i al de las sabanas abiertas atribuyo de halla tanta poesía en el
alma del llanero, que si no la escribe la canta y si no la canta la siente,
alimentado espiritualmente por las interminables travesías del espinazo del
caballo en las fluviales embarcaciones.
Ya está dicho
que los ríos son caminos que andan i con ellos andan también los hombre y sus consejas.
El nuestro
fue en una época exclusiva ruta durante la estación lluviosa para comunicarnos
con otras poblaciones de la llanera región. Por tal motivo muchos bongos
entraban i salían en los embarcaderos de la población y la actividad bongueril
era de la mayor importancia entonces.
Los
bongueros, por su parte eran gente disipada, bebedora, aficionados a los
fustanes y amigos de contar con grueso gracejo las propias y ajenas peripecias
y calamidades, así como leyendas de aparecidos y encantamiento en los parajes
de sus andanzas. Es decir, que estos cristianos en muy poco tiempo se
diferenciaban de sus congéneres marinos, pues tal como ellos y en una propia
escala, sufrían las penurias i sobre saltos de la navegación, así como las
abstinencias por largos periodos de la añorada ternura femenina.
Por esta
última razón, cuando llegaba alguna flotilla desde San Fernando de Apure, un
tío mió quien me referiré, mas adelante, se paseaban por el corredor de su casa
frente a la playa i gritaba con picardía: “¡ Mujeres, carajo, a forrarse en
hojalata que llegaron los apureños!”.
Este pariente
era tan bien bonguero, por lo cual poseía la misma carga espiritual de
abnegación y arrojo, así como la desbordada efusión característica para
compensar entre copas y catres los largos silencio e interminables privaciones
en las dilatadas soledades de sus viajes.
Parece ser
que este señor, mi tío, era más apegado a los besos que a los vasos por que
recuerdo bien los interminables rezongos de mi celosísima tía Pastora, los cuales
una vez se referían a la gamberra del Pueblo Arriba, como a la gamberra del
Pueblo Abajo, o de La Manga, o de Las Queseras. De ahí infería yo muy pequeño
aún para entenderle sus galimatías, que deberían ser varias las tales
gamberras, o la propia “Sayona”, entre infernal que, según las consejas
populares, se ocupaba de acompañar a los noctívagos mujeriegos.
A propósito
de ello, voy a referir una anécdota atribuida a mi conspicuo pariente la cual
se ha quedado engarzada en la tradición familiar y no quisiera yo que se
diluyese en el olvido como otras tantas sabrosas croniquillas borradas de la
memoria de los pueblos.
Era costumbre
de nuestros bongueros que el dueño o encargado de la embarcación se adelantara
a esta en la última jornada del viaje de regreso. Es decir. El penúltimo día
pernoctaba en la costa del rió, pero el siguiente continuaba por tierra por lo
cual ganaba considerable ventaja puesto que los bongos cargados, impulsados por
sus bogas a fuerza de palancas, eran sumamente lentos, sobre todo cuando
remontaban corriente arriba.
Por este
motivo y por no quedar tan lejos del poblado, el tenía un nido de amor en el
sitio denominado La Regina, penúltima parada de sus viajes antes de llegar de
nuevo a su casa. Se llamaba Pancha y diz que era muy hermosa, pero de un
carácter tan fuerte que le dio tanta fama como sus propios atractivos, por
cuyos defectos hasta mi propia tía le había advertido que esa mujer en
cualquier momento iba a terminar ocasionándole un grave problema.
Ojos grandes
y expresivos, boca carnosa, larga cabellera negra al gusto de entonces, senos
túrgidos y opulentas ancas, acostumbrada a esperar a su amante después de
bañada, y perfumada, peinándose la mata de pelo como sensual incitación al
suave inicio de las eróticas caricias fielmente ansiadas.
Exactamente
así lo hizo la tarde de esta historia, cuando los aguardaba procedente de
Apurito, lejana población ribereña del rió apure.
Cuando ya el
sol comenzaba a declinar oyó la guarura con que los banqueros anunciaban sus
proximidad de horas, y el retumbar característicos de sus talones de su querido
Fabriciano sobre la peneta de la embarcación, pues cada quien tiene su propio
estilo para hacerse reconocer desde lejos.
Montó en
seguida un sancocho de gallina, calculando que, la lentitud de la canoa daría tiempo para
que estuviera listo cuando él llegase. Después se bañó, se perfumó, arregló la
alcoba i engalanó la cama con una sábana olorosa a sándalo, de una maderas
orientales que guardaba en el baúl de la ropa limpia.
Cumplidos
todos estos preliminares, sentóse en el corredor frente al barranco a peinarse
pausadamente, en espera del hombre para el momento por tantos días añorados.
Llegó el
bongo i los prácticos se encargaron de las correspondientes maniobras del
atraque antes de comer i acostarse a dormir cerca del cargamento del cual eran
responsables.
Mi tío, por
su parte, después de acariciar a la mujer i entregarle el cariñoso obsequio que
siempre le traía de sus viajes, comió, colgó la hamaca en el corredor para
aprovechar la brisa de río i se acostó a descansar un rato.
La mujer
recogió los trapos de la cocina, paso al dormitorio, se desvistió, empólvose de
nuevo i se tendió en la cama voluptuosamente desnuda en inflamada expectativa…
i esperando la rindió el sueño, porque mi tío cumplió su jornada de un solo
tirón, pues involuntariamente se quedó dormido sin despertarse toda la noche.
Clareó la
mañanita i los gallos estaban apuraditos enrollando la madeja de sus cantos,
cuando los bingueros, caliente el buche por el trago de café colado por ellos mismos,
arrancaron río arriba.
-¿Con quién
vamos?
-Con Dios.
- I la
Virgen.
Pancha se
levantó con un pañuelo amarrado en la cabeza, su insignia guerrera cuando
amanecía pletórica de reprimida ira.
El hombre
comprendió, pero se hizo el loco tomándose el pocillo de café traído con
desgano i observando con languidez mañanera que las gallinas se tiraban del
árbol donde dormían i el gallo las recibía en el suelo haciéndoles solemnemente
la rueda, sin cubrir ninguna.
La mujer
–muda por tanta soberbia- observaba también la escena. Pero de repente, no
pudiendo contenerse más, cogió un rolo de leña y se lo lanzó violentamente al
gallo: “Toma, gallo del carajo, porque tú también como que llegaste de Apurito
anoche”.
Quien me
contó esta historia no podía precisar si al fin se realizaría el combate que
Pancha estaba provocando. Aunque él así lo creía, pues don Fabricio, bizarro
campeador de estas lides, se apareció al otro frente de batalla abierto ya en
su propio hogar, cuando los loros despedían la tarde i mucho, muchísimo tiempo
después que la gente de la casa había tenido que recibir la carga de la
embarcación.
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