El arpa es instrumento musical típico de El Baúl (archivo del Grupo "Guarura)
EL PIANITO DE
MARIALINA (Ramón Villegas Izquiel)
Cuando yo
llegué a la edad de la razón, hace ya algún tiempecito, por cierto, Marialina
(así pegaditos los dos nombres, tal como la llamaban), era toda una mujer
hecha, derecha e independiente. Vivía en la vecindad de mi casa en El Baúl, mi
pueblo, i yo la visitaba con mucha frecuencia por una típica chuchería que sólo
ella sabía confeccionar. Lo afirmo porque desde su época jamás he vuelto a ver
tal golosina en ninguna parte. “Agitones” los llamaba i hasta sería por el
agite que le entraba a nuestros intestinos cuando los comíamos en exceso,
calientes i además bebíamos agua encima de ellos.
Consistían
los tales “agitones” en unos cubos, como dados huecos, hechos con masa de maíz
aliñada a base de manteca, papelón, queso i anís, asados en budare.
Cómo lograba
armar esos dados vacíos, es algo que siempre me ha intrigado desde entonces
hasta hoi.
Empero no
solamente por esa habilidad es merecedora del recuerdo Marialina, pues, como ya
lo veremos, tuvo otras facetas existenciales dignas de las páginas, un tanto
desvaídas ya, de la historia local.
Su porte era
menudo, la piel oscura, voz ronca i cabello “afro”, como ahora llaman con
cierta indulgencia a las “tumusas” de las negras. Por esto los “blancos” de la
localidad le decían “La Negra Marialina”.
Avispada i
festiva, su día onomástico era muy esperado, por las agradables fiestecitas con
que solía celebrarlo: Baile con la mandolina de Tomás Zarrameda o de Pedro
Niño. Dulces hechos en la propia casa al estilo de entonces i un coctel -como
también llaman ahora a las “guarapitas” i “tigres” de antaño- a base de
aguardiente de caña, almíbar, limón i rojo vegetal. La diversión concluía
generalmente con un substancioso sancocho de gallina, ya enfriando la
madrugadita.
Esta Negra
Marialina desapareció del pueblo, quién sabe para dónde, o por lo menos yo no
supe más de ella hasta tiempo después cuando reapareció con un señor alto,
enjuto i moreno “pelo malo” como ella. Este señor esposo de Marialina fue
designado inmediatamente como el Maestro Tejero, porque recién llegado se
dedicó a fabricar tejas en uno de los hornos de alfarería abandonados desde
años atrás i que aún pueden encontrarse ente el boscaje al otro lado del río
Cojedes que corre al norte de la población.
Me dijeron
que la Negra apareció casada desde los lados de Arismendi en el estado Barinas
(Zamora entonces), pero para mí tengo que su marido debió ser oriundo del
litoral aragüeño, en donde yo he conocido personas mui parecidas al Maestro
José, cual era su propio nombre, tanto en lo físico como en la urbanidad de sus
maneras. I también, porque entre los nuevos atuendos traídos por ella a su
regreso, aparte, por supuesto, del flamante marido, se contaba la novedad de un
pianito de manigueta, inusual por completo en nuestros llanos i sí característico
de la región costeña del norte del país, ya mencionada.
El pianito en
referencia vine siendo más o menos el organillo de los europeos i argentinos:
Una caja de música grande, aunque portátil, constituida por unos tendidos de
cuerdas, las cuales se tañen mediante un cilindro rotatorio erizado de púas.
Todo dentro e un cajón ad hoc provisto de cinturones para portarlo. El
ejecutante lo acciona mediante un manubrio, como si estuviese moliendo algo en
un molino manual doméstico. Por esta característica su melodía es llamada
humorísticamente “música molida”.
Con la vuelta
de Marialina, ahora con don José i su pianito, se reanudaron las celebraciones
onomásticas, con el importante añadido del día de San José de quien aquél era
homónimo.
Fueron más
pintorescos entonces sus festejos, pues a los instrumentos locales se agregó el
artilugio recién traído, cuyo manejo realizaba el anfitrión trajeado de punto
en blanco i con el aire de un virtuoso ejecutante de un concierto de alto
vuelo.
Marialina en
verdad, no sabía bailar. Sólo daba brinquitos, i por su color me recordaba al
oso amaestrado del organillero bigotudo en una estampa en uno de mis libros
primarios de lectura, no recuerdo bien si el Mandevil o el Mantilla.
Ahora bien,
como esos artefactos -según tengo entendido- no reproducen con el mismo
cilindro sino mui pocas composiciones musicales, a la larga resultan monótonos,
cuando no se cuenta con otros rodillos adicionales. Esta circunstancia
desfavorecía al Maestro José quien solamente contaba con uno solo.
Por el motivo
antes dicho, resolvió una vez cambiar la posición de los clavitos, buscando
otras combinaciones para nuevas melodías. Fue así como un buen día de fresca
mañana i alegre sol. Se dedicó a sacarle todas las púas a dicho rolo, como
quien pela un puercoespín con una tenaza. Después procedió a colocarlas en los
nuevos sitios ubicados ¡sabría Dios mediante cuál esquema! Durante días lo vi
observar i clavar con infinita paciencia hasta concluir su engorroso trabajo.
I llegó por
fin el día de las Marías. Pusieron la esperada fiesta, en la cual estrenarían
nuevas piezas en el arreglado pianito. I sucedió… Sí, sucedió que cuando
nuestro ejecutante con aire solemne de solista consumado, giró el manubrio, las
cuerdas respondieron dócilmente a las nuevas posiciones de las púas y brotó,
amigos míos, una sarta de notas inconexas sin ninguna armonía. Les diré para
mayor claridad en mi explicación, que sonaban más bien como una llovizna gruesa
cayendo sobre unas latas vacías. (I en este punto medito: Quién sabe si el Maestro
José peló la época, pues tal vez hoy estuviese grabando con muchos éxitos los
disparates de su organillo).
Mas no lo
supongan vencido por tal descalabro melódico. Al contrario, sin darse por
enterado afirmó: “Este es un tango merengue para que lo baile María con don
Manuel Antonio”.
Don Manuel
Antonio Jiménez, añorado amigo ya fallecido, era gordo como aquellos payasos
rellenos de paja con los cuales solían complementarse las corridas de toros en
los pueblos. Pero como Don Manuel Antonio era, además, un cordial parrandero,
él i su alegre pandilla, por beberle el aguardiente i comerle el sancocho a
esta ingenua pareja, no tenían ningún empacho en llevarles la bola hasta la
“pata del mingo”, si así hubiese sido necesario.
Bailó, pues,
don Manuel con Marialina, bamboleando su obesidad en medio de la sala, mientras
la negrita giraba dando saltos como María Moñitos jugando una ronda alrededor
de una ceiba.
Sin embargo,
este segundo debut del pianito tuvo la trascendencia de establecer una especie
de convención, según la cual, por más disparatadas que saltasen sus notas,
debía bailarse el ritmo anunciado previamente por el ejecutante. Es decir,
cuando don José advertía: “Voy a tocar un pasodoble”, todo el mundo bailaba
pasodoble… ¡i punto!
Los invitados
lo hacían siguiendo cada quien más o menos su ritmo interior, pero como la
pobre negrita carecía por completo de oído musical i rítmico, se afanaba
matando unas hipotéticas hormigas, calzadas con unas botas de media caña, mui
pasadas de moda ya, pero lucidas por ella con femenil coquetería.
Era entonces
cuando su marido le advertía: “Coja el compás, Marialina. Con compás
Marialina”.
Esa
advertencia la recordamos todavía algunos de los muchachos de entonces, porque
hasta mereció su ingreso por algún tiempo al refranero del pueblo.
Pasaron los
años. Murió el Maestro José i creo haber sido en la casa de Olimpia Torres
donde vi por última vez el pianito, arrumbado en un cuarto, con el teloncito de
tela de hamaca que cubría sus cuerdas, desvaído ya como bandera derrotada por
el tiempo.
Yo me fui del
pueblo i cuando volví, hombrecito ya, Marialina vivía el ocaso de su existencia
con enhiesta vejez en digna pobreza… i haciendo sus “agitones”.
Mis plantas,
obligadas por anhelos i necesidades, me ausentaron nuevamente, por lo cual
cuando ella murió yo ni lo supe. ¡Quién se iba a preocupar por difundir el
óbito de esa humildísima poblana! I sin embargo mucho merece su ya borrosa
memoria este homenaje que mi desplumada pluma le rinde ahora.
Ojalá i el
Gran Músico del Universo haya asignado en alguno de los conjuntos musicales del
cielo, lugar destacado al maestro José, con un organillo napolitano legítimo,
afinado i reluciente de puro nuevecito.
Pero, Señor
¡no pongas a bailar a Marialina! Mucho mejor sería si la destinases a deleitar
a los angelitos con sus sabrosos “agitones”. Eso sí: Siempre i cuando allá en
la Gloria tengan suficiente provisión de bicarbonato de sodio.
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