LA CASA
ABANDONADA (Ramón Villegas Izquiel)
Según quienes
se han dedicado a historiar la endemia palúdica nacional, ésta debió ingresar
al centro del país procedente desde las inhóspitas lejanías sureñas, traída
sobre todo por el constante tránsito de las guerrillas intestinas, itinerantes
por todo el territorio durante el siglo XIX i comienzos del que ya termina.
Se relaciona
incluso su llegada a nuestra región cojedeña con la gente de tropa del ejército
liberal conducido por el General Antonio Guzmán Blanco.
Ciertamente
este Presidente en campaña estuvo en 1872 con su hueste durante varios días en
El Baúl, población donde fue objeto de esmeradas atenciones. Se recuerda, por
ejemplo, el esplendido almuerzo ofrecido por don Juan Miguel Iturriza, no
obstante su condición de destacado dirigente del Partido Conservador, en su
mansión familiar – hoy en ruinas – conocida como La Casa de Alto.
Después de
Guzmán i sus combatientes, dícese que el paludismo se quedó entre nosotros,
como por especial afición a los organismos de los Cojedes, pues permaneció por
acá con su virulencia letal hasta los años cuarenta, no tan lejos todavía.
Fue esa la
época de la esforzada División de Malariología, cuya cabeza visible aquí en
Cojedes lo fue Don Chucho Herrera, desterrado por cierto de la débil memoria de
una colectividad en permanente deuda con el sus diligentes legionarios.
(Como
recordatorio indirecto de estos benefactores de la patria i respetado hasta
ahora por el tiempo i el urbanismo, se conserva aún en San Carlos donde la
vieja Avenida Bolívar converge con la moderna “José Laurencio Silva” un pontón
sobre uno de los tantos drenajes abiertos por ellos i cuyos brocales tienen la
moldura con la leyenda MALARIOLOGÍA).
Hecha esta
justiciera digresión, regresemos a nuestro pequeño pueblo, que amarillo se nos
puso la piel de su gente, con parecido color al pendón liberal. Aunque
justicieramente debiérase agregar que los seguidores de la enseña goda,
trashumantes también por diversas regiones, debieron haber distribuido
igualmente su dosis de ponzoña malárica por donde pasaban.
Sea como
fuere, amarillos nos pusimos como “clavel de muerto”, hermosa cuanto humilde
florecilla, adorno de la naturaleza en las tumbas de los cementerios aldeanos.
Pues este omnipresente fantasma rezagado de nuestras guerras fratricidas,
apoyado en las carencias i las parasitosis, actúo también aquí con la misma
virulencia de allá en el Ortiz de "Casas Muertas". I no está demás la
cita, pues el padre Francisco Javier Peña, según leí hace algunos años en un
reportaje periodístico i acogiéndome a la fidelidad de su autor. I me han
dicho, además, algunos más viejos que yo, que ese joven cura oficio su primera
misa en el templo de nuestra población, la cual fue su primera parroquia, hasta
que lo hicieron salir unos caciquitos lugareños tan dañinos como las propias
enfermedades.
Fue por ese
tiempo malárico cuando comenzó la ruina del pueblo, disimulada a veces con
algunas ruidosas fiestas patronales, algo así como para espantar al miedo, i
aprovechadas por algunos forasteros tramposos i protegidos del régimen
gomecista imperante para sacarle a la comunidad con gallos “engomados” i dados
“compuestos”, el mísero producto de la venta de vacas paridas a comerciantes
inhumanos por veinticinco bolívares, lo que de vaina les alcanzaba la mayoría
de las veces para comprar antipalúdicos o el género blanco para la mortaja del
hijo difunto.
Solos nos
fuimos quedando. Solos, pues el señor paludismo se dedico también a desarrollar
su programa de “soluciones habitacionales”, como se dice en el lenguaje oficial
de nuestra época. Por lo cual quienes no se iban a tiempo del pueblo, corrían
el riesgo de ser reubicados desde sus propias casas para una parcelita en el
condominio municipal denominado Camposanto, porque sus vecinos – pienso yo – no
riñen entre sí aunque les encaramen otro encima. Mi familia – me enorgullece
apostillar – fue una de las que se negaron a emigrar, no obstante haber tenido
posibilidades para hacerlo, por el amor entrañable que el bauleño de cepa le
tiene a su llanero terruño.
Con el
transcurrir del tiempo muchas casas quedaron abandonadas. Hasta el templo se quedó
sin cura residente por largos años, para tristeza recóndita de los fieles que
lo atribuían a castigo del Cielo por lo sucedido con el Padre Peña. Las
humildes imágenes estaban siempre envueltas para su protección de las
asquerosidades de los sacrílegos murciélagos, en unas telas a manera de
vendajes, como las víctimas de esos tremendos accidentes autobuseros de ahora,
dicho sea con el debido respeto.
Volviendo a
lo de las casas, en éstas dejaban a veces sus emigrados amos hasta unos cuantos
inservibles cachivaches, lo que convertía a los muchachos de entonces en una
especie de especie de espeleólogos urbanos, explorando aquellos tétricos
caserones en busca de algunos desechos para surtir la escasa variedad de
rústicos juguetes: Ruedas de máquinas de coser para construir carros. Una
vitrola vieja para las prácticas de mecánica. El esqueleto de un revólver o el
resto de un sable leproso de oxido, frecuentes en nuestros solares, etc.
Será por
estos recuerdos acumulados durante mi niñez que las casas abandonadas tienen
todavía para mí una nostálgica carga poética, en su enigmático silencio cargado
de insospechadas vivencias extinguidas, la mata de reseda dando a los vientos
realengos su perfume sin destino, o el granado enhiesto meciéndose tristemente
como abandonado guardián de los patios solitarios.
***
Caía una
tarde de cigarras lejanas cuando, incursionando yo en una de aquellas casas
desoladas, la sorprendía a ella recogiendo de un rincón una muñeca de celuloide
ya sin brazos. Se espantaron nuestras miradas, asustadas por la tímida simpatía
adolescente cultivada con reojos cuando salíamos de las respectivas escuelas de
varones i de niñas. Empero la soledad del momento alentó el instinto posesivo
del varón ya en madurez. Le agarré las manos casi desleídas en sudor helado. Me
quedé mirándole mui de cerca sus grandes pupilas verdes, como dos metras
cristalinas que, por lo mismo, siempre conservaba yo en la faltriquera de la
blusa. La abracé i quise besarla en los ojos: - ¡No – me dijo – Me da miedo! I
deslizándose como un reptil de seda, se zafó de entre mis brazos i rajó
corriendo hacia el patio desierto.
Estático me
quede en el quicio de la puerta desvencijada, mientras ella, pálida i
larguirucha, con los cabellos de cocuiza saltándole sobre los hombros, desaparecía
por un boquete de la empalizada hacia el solar de la casa vecina.
Nunca más la
tuve tan cerca de mí. Un día me marché del pueblo i tiempo después supe que
ella siguió también el itinerario trazado por el destino en la agenda de su
existencia.
Jamás la he
vuelto a ver. Ni siquiera sé si aún vive. Sin embargo todavía la evoco en las
barbas del maíz jojoto, en las cimbreantes matas de granadas, en las
adolescentes delgaditas de trajes desgarbados, en los patios tristes de las
casas solitarias i, sobre todo, en el recuerdo de las dos canicas verdes,
pérdidas quién sabe cuándo, ni dónde, porque cada vez que me las sacaba del
bolsillo era como tener en el cuenco de mi mano sus dos pupilas transparentes
que ya el tiempo habrá tornado opacas esta evocación, brumosa también por tanta
lejanía.
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