Baile de joropo llanero como se practica en Guárico, tierra natal de este
importante narrador venezolano. Imagen en el archivo de la Fundación Amigos de Venezuela Arpa de Oro.
Me he detenido a contemplar, desde el balcón de mi
apartamento, la niebla que en su desplazamiento cubre a esta hora la ciudad. Es
mayo y una lluvia ligera cae indecisa, suave como un vaho adormecedor. Esta
sensación de adormecimiento logra diluirse a través de mis miembros, vela la
conciencia y de pronto tengo la impresión como si de mí se desligara otra
persona, otro yo, que bajara hasta la calle que he contemplado desde el balcón.
Una vez allí, en la calle me desplazo al igual que otros transeúntes bajo la
lluvia, y quien permanece arriba, en el balcón, observa a esos seres que de
manera tan diferente aceptan o
rechazan al acoso de la lluvia, de la ciudad lúgubre cubierta por una bruma y
del piso resbaladizo de las calles. Vidas tan paralelas y desiguales a la vez,
cada uno de esos transeúntes cabalga
sobre la sensación de saberse poseedor de fuertes individualidades, de
carismáticas singularidades. ("Es la ciudad y sus magias", no olvida
recoger alguna literatura ganadora por nostalgia).
Animado por la impresión de desdoblamiento me alejo
del balcón y me acomodo, gratamente, en un sillón de la sala: allá mi otro yo
con su niebla, con su bruma y con esa licuante tristeza desprendida de la
ciudad en este momento y que se pega a la piel como un olor añejo. Desde allí,
desde el sillón de la sala continuo saboreando
- eso sí, como simple observador- el placer que sugiere ver llover a la contemplación un poco absorto de ese
gris adormecedor que cubre la ciudad a esta hora, en mayo.
De modo involuntario, mi vista persiste en
permanecer fija sobre ese gris casi sólido de la ciudad, mientras el
pensamiento de manera independiente comienza a elaborar caprichosas fantasías.
Una voz, alguien se detiene a reconstruir mi vida durante los últimos meses.
Confirma el hecho de que haya pasado una temporada inactiva: poca actividad
física, poca actividad intelectual. Hasta hace poco, hasta el momento en que me
he levantado a contemplar la ciudad, he permanecido, durante varias horas, algo
adormilado, sin hacer nada; solo me he distraído en hojear una historieta
afiliada al comic arte: Las crónicas del sin nombre de García y Mora. Durante
esta temporada he tomado, con una cierta frecuencia, algo de alcohol, y también
he cometido desfases de los que me he arrepentido nunca a tiempo y en silencio.
Me he entregado a ciertos abandonos, si se quiere. Abajo oigo, en la calle, a
obreros trabajando –al igual que los he oído otros días-. Trabajan en la
remodelación de un edificio: golpe tras golpe sobre bloques de piedra o mármol
brindan otra imagen a un fragmento de la ciudad. En oposición a ellos la voz o alguien diseña mi estado de vagancia. Así insiste en que casi no hago nada, en
que casi ni pienso. He engordado un poco: la cerveza y la falta de actividad.
Suelo frecuentar el sauna, en busca de la ligereza que comienzo a perder. La
voz habla de una persona que ha tenido la oportunidad de malgastar su tiempo y
de estar alejada de la vida agitada, del acoso de la ciudad, que se mueve como
un instinto. Acerca de ella, de la ciudad, he leído hace poco en un guión de
Mora: "era una ciudad donde el exceso de población traía, a veces, choques durísimos entre los hambrientos que solo tenían la vida que perder, y las fuerzas de un orden que se había caracterizado por la improvisación, el predominio de algunos por sobre el interés de la mayoría, y un dejarse ir general, que no podía confundirse con
libertad…".
Percibo en mi agotamiento y el paso del tiempo a
través de los recuerdos que tengo de amigos y amantes a quienes he perdido, a
quienes han visitado las enfermedades o una muerte súbita. Estos
acontecimientos me hablan de que el tiempo pasa y esa realidad se torna
sensiblemente física. Con la partida de ellos, de mis amigos y amantes, he
perdido frescura, me he situado al fondo de mi juventud. Hubo ocasiones en
que, frente a un rostro hermoso y amado
que tiene por virtud arrancar confesiones cálidas, dije: cuando noto en mí
signos de madurez, no puedes imaginar cuanto alegra esa a mi juventud. En ese
momento no puedo decir lo mismo. Realmente no estoy preparado para enfrentar la
madurez que traen mis próximos años. Me he distraído demasiado en los
arrogantes días pasados y no he prestado atención al ladrón bíblico que llega
de madrugada y nos roba el buen tiempo.
En medio de esta sensación de pérdida aparece Delia,
con quien he compartido muchos años de mi vida, esta aparición no pudo ser más
desgraciada, porque aprovecho la ocasión para culparla de todos mis males:
todas mis pérdidas se centran negativamente en Delia. No podemos evitar en esta
ocasión repetir el modelo propio de las parejas que discuten y se acusan
mutuamente de que mi vida la he perdido por tu culpa. Sacamos a relucir
entonces nuestros pequeños oídos, las ligeras venganzas, nuestros honestos y
familiares rencores, los aborrecimientos acumulados, el acoso impulsivo y
mecánico, nuestra vida en común con su sinfonía de malos olores.
De repente supongo oír que me llaman. Adivino como
en la lejanía, como en sueños, un rostro y una voz familiares. Mientras el
rostro me contempla con serenidad, la voz se despoja de la siguiente
recriminación:
-Hay ocasiones en que me inspiras miedo.
-Algún sentimiento debe unirnos – no puedo evitar
responder de una manera absoluta mecánica.
("En todo tengo preferencia por los días grises", se me oye decir con frecuencia). Abajo, en la calle, continúan los
golpes secos, cortos sobre la piedra al mármol, y lentamente me voy dando
cuenta de que la somnolencia en que he caído hace unos momentos comienza a
abandonarme.
Mientras Delia se retira ofendida y rabiosa a su
habitación, lastimada por el "algún sentimiento debe unirnos", trato de
levantarme del sillón, casi despierto del todo, con la amarga convicción de que
durante mi desdoblamiento que se inició cuando contemplaba la lluvia y la bruma
que a esta hora cubren la ciudad, alguien me ha hecho una mala jugada.
-¡Delia!- la llamo entonces con el dolor, casi gritando,
impulsado por un agrio desaliento.
Ya es tarde, me digo. ¿Tarde para qué?: con terrible
momentánea claridad de conciencia, se me impone esta pregunta. Pero no insisto,
rehúyo toda respuesta. Acuciado por cierto inconfesado cinismo, me llego nuevamente
hasta el balcón. Abajo, en la calle, los obreros continúan ofreciéndole con sus
golpes sobre el mármol o la piedra un nuevo aspecto a este fragmento de ciudad;
persisten la lluvia y ese gris casi solido que saturan. Transeúntes que se
desplazan a esta hora, en mayo, sobre calles fangosas, y yo desde aquí
observándolos, con la convicción de haber estado hace poco entre ellos, todos
con la idea fija de cabalgar sobre fuertes individualidades. (Vuelven las
palabras del poeta: "entre la indiferencia de los rostros que pasan se interpone un destino variado".) Oculto en medio de ese festín de destinos,
no es imposible vislumbrar un corazón que comienza a secarse y a diseñar su
estrategia de abandono. Yo mismo o alguien que podría ser su víctima. Abajo, en la calle…
Texto tomado de La noche es una estación (Caracas, 2004) de Sael Ibáñez, editado por Monte Ávila Editores Latinomericana.
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