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martes, 7 de junio de 2016

Cuentos fantásticos del Llano (7). Varios autores; cuentos, versos y audio musical

Niña llanera (archivo de Ileana Rumbo)


CACHOS LLANEROS 

El Cacho. Significación
Los esfuerzos y logros del cachero comprueban su fe en los poderes de la literatura y de su tradición, y en la misma medida, encontramos a numerosos textos: novelas, cuentos, poemas, crónicas, guiones escénicos, productos discográficos, textos académicos y de investigación  convertidos en difusores del cacho y de los valores de la cultura ancestral que promueve.
El cacho es un producto intercultural de enorme vigencia metafórica que aún mantiene como norte  el optimismo, la recreación de fantasías y la perpetuidad del Llano legendario, por medio de métodos expresivos que superan cualquier barrera comunicacional, pero sin renunciar a su legado de siglos y al sabor campesino y colectivo de su origen. 


En toda la América el uso del cacho es significativo

LA FIESTA DE MORA SECA
(Luis Ramón Martínez y Delfín Gregorio Otaiza)
Resulta que este es un pueblo llamado “Mora Seca”, algo desconocido pa’ muchos y de esos que quedan en pleno monte adentro.  En Mora Seca la vaina era tan rara que al frente de la alcaldía y la iglesia en vez de haber una plaza Bolívar como en todas partes, lo que había era una laguna.  En esa laguna,  en un invierno que provocó una crecía llegó y quedaron unos caimanes atrapaos, y cuando se acabó el invierno, pues quedaron allí pa’ siempre. La gente se había acostumbrao a esos bichos, y aunque nadie se metía pa’ la laguna, todo el mundo les tiraba vainas pa’ que comieran: pedazos de carne, tripas de pollo, cueros, hasta cotufas le tiraban y a todo aquello ¡zuac! Se lo comían.
En una oportunidad estaban las fiestas de Mora Seca, y como siempre hacían las mismas competencias de todo el tiempo, a uno de los organizadores se le ocurrió inventar uno nuevo: cruzá a nado la laguna hasta el otro lado y salir vivo.
Aquella voz se corrió por todo el Llano, por todas esas zonas, hasta los medios de comunicación se prepararon pa’ ir a grabar aquello. Cuando llegó el gran día de la competencia eso estaba ful de gente por tos laos. Entonces se oyó una voz: -Señores y señoras, hasta el momento no hay ningún inscrito en la competencia para cruzar la laguna a nado, el premio será de cien millones de bolívares y un viaje a los Estados Unidos, donde podrá conocer la ciudad que quiera-, pero nadie se inscribía. Resulta que en el pueblo había un carajo de esos grandes de tamaño pero no muy avispado, eso sí, un burro pa’ trabaja, y lo llamaban “El Cuate”.
El Cuate andaba cerca e la laguna y el narrador seguía invitando a la gente; El Cuate cada vez se asomaba más como curioso, y en una de esas que el narrador seguía hablando, se escuchó, ¡chupulum!  El Cuate al agua, pero oírlo caé al agua y verlo salí como un rayo pal otro lao fue la misma vaina. ¡Cónchale! Ni los medios pudieron grabar nada, no dio tiempo de lo que se llama na’.
Los periodistas se le acercaron y le preguntaban: ¿señor, cómo aprendió a nadar tan rápido? Pero El Cuate no hablaba. ¿qué va a hacer con los cien millones de bolívares que se ganó? Pero el hombre estaba era trancado. ¿qué cuidad piensa usted conocer en los Estados Unidos? Y El Cuate solo jadeaba, hasta que al fin habló: -Aaaahh! - Aaaahh! - Aaaahh! –yo lo que quiero es saber quién fue el remardito que me empujó a la laguna pa’ enterrarle mi puñal hasta la vuelta e’ la muñeca carajo.

Burro de carga: altamente apreciado en la cultura  llanera

LA BURRA VOLADORA 
(Ramón Villegas Izquiel) -Fragmentos

El relato, que  te quiero  ofrecer lo recogí en Arismendi, estado Barinas, cuando yo era maestro de escuela, por allá i atribuido a un empedernido embustero de la región. Según aquel afamado conversador, era él un hombre feliz, pues estaba mui conforme con lo que Dios le había reparado. Una buena mujer para lo que se tienen las mujeres; un conuco para obtener lo indispensable; una  carabina para procurarse carne de caza i una paciente burra para montura o carga, según la circunstancia.
Refería nuestro hombre que una hermosa mañana tomó la escopeta, se terció una “marusa” con municiones de boca i de cacería, cabalgó en su burra i dirigiose a un estero cercano con intenciones de cazar algunos patos, mui abundantes en su comarca.
Luego de un rato de camino llegó al sitio por donde el sabía i para su gratísima sorpresa aquello estaba lleno, a más no caber, de patos de diversas variedades: desde un hermoso pato real hasta el pequeño, pero sustancioso “guirirí”. Puesto en tierra, se dedicó a observar,   sigilosamente, aquella concentración de blancos para su arma, empero, a la vez le preocupaba la evidencia de que con un solo disparo podía cobrar más de tres o cuatro de aquellas piezas, pero la grandísima mayoría se perderían en rápido vuelo. Cavilando estuvo un rato hasta que le vino una idea mui propia de la habilidad de su margín: Cargó la escopeta con los perdigones adecuados i con la rodilla dobló el cañón en forma de garabato. Hecho esto se cuadró adecuadamente  de suerte que al disparar la ráfaga barriera circularmente con el universo volátil que tenía enfrente. Disparó, pues, i se arrojó rápidamente al suelo abajo para esquivar el abanico de proyectiles que venía circundando i cuyo zumbido sintió pasar a sus espaldas.
Cuando se incorporó i vio la escena ¡Oh maravilla! Se había cumplido, exactamente, su previsión. Aquel aguazal estaba tapizado,  prácticamente,  por más de un centenar de aves heridas i confusas, pues las municiones, en su violento curso, fueron tocándolas sin penetrar en ninguna, por lo cual no las mataron , sino que dejaron heridas unas i atolondradas otras.
Por esta circunstancia tuvo que afanarse para mantearlas con cabuyas de un rollo que, afortunadamente, siempre cargaba a mano. Concluida esta acelerada tarea, se las ingenió para atarlas la enjalma, de modo que no se maltratarán tanto, pues aspiraba enjaular a las más sanas a fin de irlas beneficiando, poco a poco. Luego, arreó la jumenta i emprendió el regreso silbando una tonadilla campesina, rebosante de satisfacción i adelantando el pensamiento la agradable sorpresa que se llevaría su mujer.
Habría desandado un corto trecho cuando lo asaltó la urgencia de hacer una “necesaria”, como llaman en los campos lo que realizan en cuclillas i a pleno suelo, Detuvo,  pues, el animal i se internó en un bosquecillo cercano.
Cumplido el acto natural, regresó al camino para proseguir el retorno. Pero se sorprendió por no encontrar la burra en el sitio donde la había dejado. Miró a lo lejos, pues se encontraba en una sabaneta, a ver si aquella había continuado el regreso por su cuenta, mas no la divisó. Recorrió con la vista todo su derredor, pero nada, ni rastros.
Encontrábase francamente desconcentrado, cuando de repente oyó sobre su cabeza un atronador batir de alas. Miró hacia arriba ¡Bendito sea Dios! Las aves se habían recuperado i comenzaron a volar llevándose la burra en peso. Asustado porque iba a perder tan útil compañera, sólo se le ocurrió una solución desesperada; reventar de un tiro la cincha sin herir el animal.
Enderezó,  de nuevo, contra una palma el cañón de la carabina, la cargó con un solo plomo grueso, se colocó debajo i con la más fina puntería, de que Dios doto su pulso, disparó fijamente a la correa sujetadora i ¡Prum! ¡Cayó la burra, sana i salva!
Contento por haber recuperado la bestia i orgulloso de su inimitable puntería, quedose contemplando, sin embargo, con resignada pena, cómo en alas de sus codiciadas presas, la enjalma se alejaba hasta perderse en la lejanía.
Embustero el tercio ¿verdad, lector?  

EL MORROCOY DE DON ROSO 
(Francisco José Aguiar)
Este cuento no es fácil de contá, pues no me lo van a creé, pero ahí les vá y aclaro: No lo he inventado yo, se lo oí al señor Roso Amelio Padrón que es gente seria. Gente de bregá en el campo. Él tiene un conuco pequeñito que va desde Camoruco hasta el Cinaruco. Tempranito como de costumbre ese día tomó su café cerrero, se persignó al salir de su casa. Con su burro se dirige a trabajá. Habiendo socalao una parte de los quinchonchos que estaban cogiendo mucho monte y surcá varias hileras pa’ sembrá un maíz que había heredao se faja a cantá pues bien se sabe: “Aquel que canta sus males espanta”: 
La tierra venezolana
que recibe mi cantá
pa’ que se ponga buena
y cuando vaya a sembrá
la semilla que reciba
la sepa muy bien cuidá
y así sentirme feliz
cuando vaya a cosechá.
           
Lo que dije es cierto, el señor Roso es gente buena. Ama la tierra, lo pueden notar. Se puede notá. Pero viejo, es viejo, por espíritu joven que tenga, el cuerpo siempre le echa vaina. Se recostó en una piedra donde estaba parado su burro Canelo y no es que sintiera la piedra blandita, es que estaba bien cansao. Se queda dormido. Empezó a soñar que estaba paseando lentamente como cuando los carros  se quedan en una tranca donde hay un accidente. Cuando despertó por completo se dio cuenta que estaba encaramao en un cerro que se movía y ya no podía ver el conuco, de lo lejos que estaba, solo veía a Canelo que lo tenía bien apretao ya que se dio cuenta que donde estaba arrellanao era un morrocoy enorme. Y a paso de morrocoy de Camoruco habían llegado a El Pao. 

Textos tomados del libro: 100 CACHOS: ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA  FANTÁSTICA ORAL DE COJEDES (Isaías Medina López; 2013) San Carlos: UNELLEZ-VIPI.


EL ENTIERRO  DEL TRONCÓN
(Eligio Alvarado “El Diablo de Cojedes”)

 Aaaaaaaaa…
Señores pongan cuidado
oigan una explicación,
mi explicación,
parece que ya sacaron
el entierro del Troncón 
en la pata ´e  un saladillo
donde salía la visión
un caminante encontró
un pico y un cueverón
y por la forma del gueco
parecía que era un cajón
aquel espanto salía
una luz sin comparación
un llanero me contó
la forma en que le salió
un día venía de su casa
y pasó por El Troncón
y cuando llegó aquel sitio
se le espantaba el  potrón
un hombre vestío ´e blanco
delante se le paró
y a la vez un araguato
brincaba en la ramazón.

Aaaaaaaaa…
Se puso a pensar un rato
porque miedo no le dio,
y ay, no le dio
y él sacó su escapulario
y luego se persignó
y sin pensarlo dos veces
al muerto le preguntó
para sacarlo de pena
ahí  cómo es que viene yo
él esperó la respuesta
y el muerto no se la dio
y obligando su montura
de una marca y  sillón
con la chícura y la pala
un grillete le abolló
y cuando empezó abollear
un nervio se le apuró
ahí miró un hombre trigueño
que al lado se le sentó
después le dio la tinaja
que rodaba y se paró
venía full de morocota
al mismo tiempo un cajón
El Espanto del Troncón
fue mucho al que le salió.

Este poema es tomado de “ANÁLISIS DE FIGURAS ESPECTRALES EN EL CORRÍO Y LEYENDAS DEL   CANTO LLANERO TRADICIONAL” de Isaías Medina López, Duglas Moreno y Carlos Muñoz. Texto no publicado; UNELLEZ-San Carlos (2008)

Disfrute de este audio de un joropo fantástico llanero:

LA HISTORIA DE FLECHA VELOZ
(Domingo García)

martes, 5 de enero de 2016

Cuentos de Arrieros y del Antiguo Llano (6) El Pianito de Marialina


El arpa es instrumento musical típico de El Baúl (archivo del Grupo "Guarura)

EL PIANITO DE MARIALINA (Ramón Villegas Izquiel)

Cuando yo llegué a la edad de la razón, hace ya algún tiempecito, por cierto, Marialina (así pegaditos los dos nombres, tal como la llamaban), era toda una mujer hecha, derecha e independiente. Vivía en la vecindad de mi casa en El Baúl, mi pueblo, i yo la visitaba con mucha frecuencia por una típica chuchería que sólo ella sabía confeccionar. Lo afirmo porque desde su época jamás he vuelto a ver tal golosina en ninguna parte. “Agitones” los llamaba i hasta sería por el agite que le entraba a nuestros intestinos cuando los comíamos en exceso, calientes i además bebíamos agua encima de ellos.
Consistían los tales “agitones” en unos cubos, como dados huecos, hechos con masa de maíz aliñada a base de manteca, papelón, queso i anís, asados en budare.
Cómo lograba armar esos dados vacíos, es algo que siempre me ha intrigado desde entonces hasta hoi.
Empero no solamente por esa habilidad es merecedora del recuerdo Marialina, pues, como ya lo veremos, tuvo otras facetas existenciales dignas de las páginas, un tanto desvaídas ya, de la historia local.
Su porte era menudo, la piel oscura, voz ronca i cabello “afro”, como ahora llaman con cierta indulgencia a las “tumusas” de las negras. Por esto los “blancos” de la localidad le decían “La Negra Marialina”.
Avispada i festiva, su día onomástico era muy esperado, por las agradables fiestecitas con que solía celebrarlo: Baile con la mandolina de Tomás Zarrameda o de Pedro Niño. Dulces hechos en la propia casa al estilo de entonces i un coctel -como también llaman ahora a las “guarapitas” i “tigres” de antaño- a base de aguardiente de caña, almíbar, limón i rojo vegetal. La diversión concluía generalmente con un substancioso sancocho de gallina, ya enfriando la madrugadita.
Esta Negra Marialina desapareció del pueblo, quién sabe para dónde, o por lo menos yo no supe más de ella hasta tiempo después cuando reapareció con un señor alto, enjuto i moreno “pelo malo” como ella. Este señor esposo de Marialina fue designado inmediatamente como el Maestro Tejero, porque recién llegado se dedicó a fabricar tejas en uno de los hornos de alfarería abandonados desde años atrás i que aún pueden encontrarse ente el boscaje al otro lado del río Cojedes que corre al norte de la población.
Me dijeron que la Negra apareció casada desde los lados de Arismendi en el estado Barinas (Zamora entonces), pero para mí tengo que su marido debió ser oriundo del litoral aragüeño, en donde yo he conocido personas mui parecidas al Maestro José, cual era su propio nombre, tanto en lo físico como en la urbanidad de sus maneras. I también, porque entre los nuevos atuendos traídos por ella a su regreso, aparte, por supuesto, del flamante marido, se contaba la novedad de un pianito de manigueta, inusual por completo en nuestros llanos i sí característico de la región costeña del norte del país, ya mencionada.
El pianito en referencia vine siendo más o menos el organillo de los europeos i argentinos: Una caja de música grande, aunque portátil, constituida por unos tendidos de cuerdas, las cuales se tañen mediante un cilindro rotatorio erizado de púas. Todo dentro e un cajón ad hoc provisto de cinturones para portarlo. El ejecutante lo acciona mediante un manubrio, como si estuviese moliendo algo en un molino manual doméstico. Por esta característica su melodía es llamada humorísticamente “música molida”.
Con la vuelta de Marialina, ahora con don José i su pianito, se reanudaron las celebraciones onomásticas, con el importante añadido del día de San José de quien aquél era homónimo.
Fueron más pintorescos entonces sus festejos, pues a los instrumentos locales se agregó el artilugio recién traído, cuyo manejo realizaba el anfitrión trajeado de punto en blanco i con el aire de un virtuoso ejecutante de un concierto de alto vuelo.
Marialina en verdad, no sabía bailar. Sólo daba brinquitos, i por su color me recordaba al oso amaestrado del organillero bigotudo en una estampa en uno de mis libros primarios de lectura, no recuerdo bien si el Mandevil o el Mantilla.
Ahora bien, como esos artefactos -según tengo entendido- no reproducen con el mismo cilindro sino mui pocas composiciones musicales, a la larga resultan monótonos, cuando no se cuenta con otros rodillos adicionales. Esta circunstancia desfavorecía al Maestro José quien solamente contaba con uno solo.
Por el motivo antes dicho, resolvió una vez cambiar la posición de los clavitos, buscando otras combinaciones para nuevas melodías. Fue así como un buen día de fresca mañana i alegre sol. Se dedicó a sacarle todas las púas a dicho rolo, como quien pela un puercoespín con una tenaza. Después procedió a colocarlas en los nuevos sitios ubicados ¡sabría Dios mediante cuál esquema! Durante días lo vi observar i clavar con infinita paciencia hasta concluir su engorroso trabajo.
I llegó por fin el día de las Marías. Pusieron la esperada fiesta, en la cual estrenarían nuevas piezas en el arreglado pianito. I sucedió… Sí, sucedió que cuando nuestro ejecutante con aire solemne de solista consumado, giró el manubrio, las cuerdas respondieron dócilmente a las nuevas posiciones de las púas y brotó, amigos míos, una sarta de notas inconexas sin ninguna armonía. Les diré para mayor claridad en mi explicación, que sonaban más bien como una llovizna gruesa cayendo sobre unas latas vacías. (I en este punto medito: Quién sabe si el Maestro José peló la época, pues tal vez hoy estuviese grabando con muchos éxitos los disparates de su organillo).
Mas no lo supongan vencido por tal descalabro melódico. Al contrario, sin darse por enterado afirmó: “Este es un tango merengue para que lo baile María con don Manuel Antonio”.
Don Manuel Antonio Jiménez, añorado amigo ya fallecido, era gordo como aquellos payasos rellenos de paja con los cuales solían complementarse las corridas de toros en los pueblos. Pero como Don Manuel Antonio era, además, un cordial parrandero, él i su alegre pandilla, por beberle el aguardiente i comerle el sancocho a esta ingenua pareja, no tenían ningún empacho en llevarles la bola hasta la “pata del mingo”, si así hubiese sido necesario.
Bailó, pues, don Manuel con Marialina, bamboleando su obesidad en medio de la sala, mientras la negrita giraba dando saltos como María Moñitos jugando una ronda alrededor de una ceiba.
Sin embargo, este segundo debut del pianito tuvo la trascendencia de establecer una especie de convención, según la cual, por más disparatadas que saltasen sus notas, debía bailarse el ritmo anunciado previamente por el ejecutante. Es decir, cuando don José advertía: “Voy a tocar un pasodoble”, todo el mundo bailaba pasodoble… ¡i punto!
Los invitados lo hacían siguiendo cada quien más o menos su ritmo interior, pero como la pobre negrita carecía por completo de oído musical i rítmico, se afanaba matando unas hipotéticas hormigas, calzadas con unas botas de media caña, mui pasadas de moda ya, pero lucidas por ella con femenil coquetería.
Era entonces cuando su marido le advertía: “Coja el compás, Marialina. Con compás Marialina”.
Esa advertencia la recordamos todavía algunos de los muchachos de entonces, porque hasta mereció su ingreso por algún tiempo al refranero del pueblo.
Pasaron los años. Murió el Maestro José i creo haber sido en la casa de Olimpia Torres donde vi por última vez el pianito, arrumbado en un cuarto, con el teloncito de tela de hamaca que cubría sus cuerdas, desvaído ya como bandera derrotada por el tiempo.
Yo me fui del pueblo i cuando volví, hombrecito ya, Marialina vivía el ocaso de su existencia con enhiesta vejez en digna pobreza… i haciendo sus “agitones”.
Mis plantas, obligadas por anhelos i necesidades, me ausentaron nuevamente, por lo cual cuando ella murió yo ni lo supe. ¡Quién se iba a preocupar por difundir el óbito de esa humildísima poblana! I sin embargo mucho merece su ya borrosa memoria este homenaje que mi desplumada pluma le rinde ahora.
Ojalá i el Gran Músico del Universo haya asignado en alguno de los conjuntos musicales del cielo, lugar destacado al maestro José, con un organillo napolitano legítimo, afinado i reluciente de puro nuevecito.
Pero, Señor ¡no pongas a bailar a Marialina! Mucho mejor sería si la destinases a deleitar a los angelitos con sus sabrosos “agitones”. Eso sí: Siempre i cuando allá en la Gloria tengan suficiente provisión de bicarbonato de sodio.

lunes, 4 de enero de 2016

Cuentos de Arrieros y del Antiguo Llano (5) La Casa Abandonada

Joven en el archivo llanero de Cojedes de Samuel Omar Sánchez


LA CASA ABANDONADA (Ramón Villegas Izquiel)

Según quienes se han dedicado a historiar la endemia palúdica nacional, ésta debió ingresar al centro del país procedente desde las inhóspitas lejanías sureñas, traída sobre todo por el constante tránsito de las guerrillas intestinas, itinerantes por todo el territorio durante el siglo XIX i comienzos del que ya termina.
Se relaciona incluso su llegada a nuestra región cojedeña con la gente de tropa del ejército liberal conducido por el General Antonio Guzmán Blanco.
Ciertamente este Presidente en campaña estuvo en 1872 con su hueste durante varios días en El Baúl, población donde fue objeto de esmeradas atenciones. Se recuerda, por ejemplo, el esplendido almuerzo ofrecido por don Juan Miguel Iturriza, no obstante su condición de destacado dirigente del Partido Conservador, en su mansión familiar – hoy en ruinas – conocida como La Casa de Alto.
Después de Guzmán i sus combatientes, dícese que el paludismo se quedó entre nosotros, como por especial afición a los organismos de los Cojedes, pues permaneció por acá con su virulencia letal hasta los años cuarenta, no tan lejos todavía.
Fue esa la época de la esforzada División de Malariología, cuya cabeza visible aquí en Cojedes lo fue Don Chucho Herrera, desterrado por cierto de la débil memoria de una colectividad en permanente deuda con el sus diligentes legionarios.
(Como recordatorio indirecto de estos benefactores de la patria i respetado hasta ahora por el tiempo i el urbanismo, se conserva aún en San Carlos donde la vieja Avenida Bolívar converge con la moderna “José Laurencio Silva” un pontón sobre uno de los tantos drenajes abiertos por ellos i cuyos brocales tienen la moldura con la leyenda MALARIOLOGÍA).
Hecha esta justiciera digresión, regresemos a nuestro pequeño pueblo, que amarillo se nos puso la piel de su gente, con parecido color al pendón liberal. Aunque justicieramente debiérase agregar que los seguidores de la enseña goda, trashumantes también por diversas regiones, debieron haber distribuido igualmente su dosis de ponzoña malárica por donde pasaban.
Sea como fuere, amarillos nos pusimos como “clavel de muerto”, hermosa cuanto humilde florecilla, adorno de la naturaleza en las tumbas de los cementerios aldeanos. Pues este omnipresente fantasma rezagado de nuestras guerras fratricidas, apoyado en las carencias i las parasitosis, actúo también aquí con la misma virulencia de allá en el Ortiz de "Casas Muertas". I no está demás la cita, pues el padre Francisco Javier Peña, según leí hace algunos años en un reportaje periodístico i acogiéndome a la fidelidad de su autor. I me han dicho, además, algunos más viejos que yo, que ese joven cura oficio su primera misa en el templo de nuestra población, la cual fue su primera parroquia, hasta que lo hicieron salir unos caciquitos lugareños tan dañinos como las propias enfermedades.
Fue por ese tiempo malárico cuando comenzó la ruina del pueblo, disimulada a veces con algunas ruidosas fiestas patronales, algo así como para espantar al miedo, i aprovechadas por algunos forasteros tramposos i protegidos del régimen gomecista imperante para sacarle a la comunidad con gallos “engomados” i dados “compuestos”, el mísero producto de la venta de vacas paridas a comerciantes inhumanos por veinticinco bolívares, lo que de vaina les alcanzaba la mayoría de las veces para comprar antipalúdicos o el género blanco para la mortaja del hijo difunto.
Solos nos fuimos quedando. Solos, pues el señor paludismo se dedico también a desarrollar su programa de “soluciones habitacionales”, como se dice en el lenguaje oficial de nuestra época. Por lo cual quienes no se iban a tiempo del pueblo, corrían el riesgo de ser reubicados desde sus propias casas para una parcelita en el condominio municipal denominado Camposanto, porque sus vecinos – pienso yo – no riñen entre sí aunque les encaramen otro encima. Mi familia – me enorgullece apostillar – fue una de las que se negaron a emigrar, no obstante haber tenido posibilidades para hacerlo, por el amor entrañable que el bauleño de cepa le tiene a su llanero terruño.

Con el transcurrir del tiempo muchas casas quedaron abandonadas. Hasta el templo se quedó sin cura residente por largos años, para tristeza recóndita de los fieles que lo atribuían a castigo del Cielo por lo sucedido con el Padre Peña. Las humildes imágenes estaban siempre envueltas para su protección de las asquerosidades de los sacrílegos murciélagos, en unas telas a manera de vendajes, como las víctimas de esos tremendos accidentes autobuseros de ahora, dicho sea con el debido respeto.

Volviendo a lo de las casas, en éstas dejaban a veces sus emigrados amos hasta unos cuantos inservibles cachivaches, lo que convertía a los muchachos de entonces en una especie de especie de espeleólogos urbanos, explorando aquellos tétricos caserones en busca de algunos desechos para surtir la escasa variedad de rústicos juguetes: Ruedas de máquinas de coser para construir carros. Una vitrola vieja para las prácticas de mecánica. El esqueleto de un revólver o el resto de un sable leproso de oxido, frecuentes en nuestros solares, etc.

Será por estos recuerdos acumulados durante mi niñez que las casas abandonadas tienen todavía para mí una nostálgica carga poética, en su enigmático silencio cargado de insospechadas vivencias extinguidas, la mata de reseda dando a los vientos realengos su perfume sin destino, o el granado enhiesto meciéndose tristemente como abandonado guardián de los patios solitarios.

***
Caía una tarde de cigarras lejanas cuando, incursionando yo en una de aquellas casas desoladas, la sorprendía a ella recogiendo de un rincón una muñeca de celuloide ya sin brazos. Se espantaron nuestras miradas, asustadas por la tímida simpatía adolescente cultivada con reojos cuando salíamos de las respectivas escuelas de varones i de niñas. Empero la soledad del momento alentó el instinto posesivo del varón ya en madurez. Le agarré las manos casi desleídas en sudor helado. Me quedé mirándole mui de cerca sus grandes pupilas verdes, como dos metras cristalinas que, por lo mismo, siempre conservaba yo en la faltriquera de la blusa. La abracé i quise besarla en los ojos: - ¡No – me dijo – Me da miedo! I deslizándose como un reptil de seda, se zafó de entre mis brazos i rajó corriendo hacia el patio desierto.
Estático me quede en el quicio de la puerta desvencijada, mientras ella, pálida i larguirucha, con los cabellos de cocuiza saltándole sobre los hombros, desaparecía por un boquete de la empalizada hacia el solar de la casa vecina.
Nunca más la tuve tan cerca de mí. Un día me marché del pueblo i tiempo después supe que ella siguió también el itinerario trazado por el destino en la agenda de su existencia.

Jamás la he vuelto a ver. Ni siquiera sé si aún vive. Sin embargo todavía la evoco en las barbas del maíz jojoto, en las cimbreantes matas de granadas, en las adolescentes delgaditas de trajes desgarbados, en los patios tristes de las casas solitarias i, sobre todo, en el recuerdo de las dos canicas verdes, pérdidas quién sabe cuándo, ni dónde, porque cada vez que me las sacaba del bolsillo era como tener en el cuenco de mi mano sus dos pupilas transparentes que ya el tiempo habrá tornado opacas esta evocación, brumosa también por tanta lejanía.