Estampa de faenas en el archivo de Llano Adentro
(cuento de: Yordalis Desiree Roche León, Elio
Rafael Rodríguez Silva y Luis Guillermo Mendoza Blanco)
Todos en El
Pao se persignan al recordar esta historia. Nació al amanecer, o eso creyó la
pobre criatura, la verdad nunca lo supo ni se interesó mucho en averiguarlo.
Era como de arcilla, su piel estaba siempre cubierta del polvo del tiempo y los
años, y este polvo le acompañaba a todos lados, desprendiéndosele con cada paso
que daba. Su creador lo contemplaba asqueado, preguntándose cómo era posible
que creara tal monstruosidad, una burla a la vida y la naturaleza.
Vivían en una
gran y vieja casona derruida, en uno de los hatos ganaderos de los señores
Tabares; un lugar donde el olvido es el amo y el silencio es el gran esclavo.
Uno, el creador, sabio y sagaz, el otro, la pobre criatura, lenta y carente de
conciencia, según creía su creador. La casa era enorme y llena de muchas
habitaciones y pasillos que la creación del sabio debía limpiar y mantener. Una
biblioteca, añeja y húmeda, llena de desorganizados manuscritos y con una
apolillada alfombra que alguna vez había sido verde, estaba ubicada en el
extremo de la gran casa. Poseía pocos muebles. Las paredes, en vez de cuadros,
tenían cabezas de venados disecadas, pieles de tigres, cueros de culebras y
cualquier cantidad de lancetas, de todos los tamaños, colgadas de la pared.
Había varios salones de estar que alguna vez estuvieron llenos de visitantes,
ahora eran pasto del polvo y la oscuridad, pues las lámparas hacía tiempo que
no funcionaban, rotas unas, oxidadas otras. Toda la imponente y marchita
estructura respiraba un aire de grandeza olvidada, paredes que habían visto
mejores tiempos.
En alguno de
los innumerables cuartos nació la desdichada criatura, rodeada de la sempiterna
carcoma del olvido, lo que primero contempló fue al sabio, y nunca olvidó su
rostro, aun décadas después recuerda su imagen de aquel entonces, pero los
demás detalles de ese día eran difusos, borrosos, empañados como un espejo
sobre el que se respira, recuerda una luz como la del amanecer, que no calienta
la piel y el cuerpo, pero sí el corazón.
El sabio, en
ese momento, contempló su creación, durante años enteros había buscado la forma
adecuada, la palabra correcta, vagando entre las páginas de la cábala, y tras
pronunciar la palabra perfecta logró que la miserable figura de barro cobrara
vida. Mucho tardó el ser de polvo y barro en aprender a caminar, sabía ver y
escuchar, pero los movimientos del cuerpo se le hacían muy difíciles, sin
embargo, aprendió, pues la criatura deseaba muy en el fondo complacer a su
creador, de quien no entendía sus propósitos, pero con quien deseaba estar,
larga y dura fue la tarea, y fatigosa para ambos, sólo, al cabo de algunos
años, creyeron alcanzar la meta. Unas pocas palabras también aprendió, por
cierto, resultaba inútil ir más allá, por más que quiso el sabio enseñarle y
por más empeño que puso la criatura en aprender, no alcanzaron logro alguno.
Los años
pasaron y larga y pálida se hizo la barba del sabio, la criatura, la creación,
el engendro de la envidia de los hombres, permaneció igual, carente de alma,
solo un amasijo de barro y carne que deambulaba por entre los salones y
pasillos desolados, polvo entre el polvo de la ruinosa mansión que degeneraba y
caía en ruinas, agujeros en el techo y el piso, escaleras rotas y derrumbadas,
la biblioteca se convirtió en una villa de polillas y los salones y los oscuros
pasillos en la morada de lo desconocido.
Entonces hubo
un día, un día entre los días, en que la criatura se topó con un espejo, en un
principio no supo lo que era, el eterno polvo le cubría por completo, lo
contempló pensativo, esforzándose por saber que era, pero sin dar con la
respuesta o siquiera una hipótesis, aventuró un temeroso movimiento y con una
mano le tocó, era liso, una cosa tan lisa como nunca hubiera visto, y era fría,
deslizó su mano por el espejo fascinado con la sensación en su palma, y
entonces un rayo de luz de sol se coló por entre los agujeros del techo y
reflejándose en el espejo le dio de lleno en los ojos acostumbrados a la
penumbra y la oscuridad, por un momento cegado lanzó un juramento al aire,
incomprensible, un simple balbuceo, y alejándose contempló al espejo con ira.
Pasó un tiempo antes que se diera cuenta de lo que miraba, había un extraño ser
allí, sucio y extraño, lo observó, notando desconcertado como la cosa imitaba
sus movimientos al otro lado del espejo, se preguntó entonces qué era esa cosa
que había encontrado, pero tuvo miedo y huyó.
No sabía que
era un reflejo, mucho menos un espejo, y durante meses se preguntó qué era lo
que había visto, temeroso de acercarse al polvoriento y destartalado pasillo.
Quiso preguntarlo al sabio, desgraciadamente, no supo cómo hacerlo. En vano se
desganaba en palabras y balbuceos y gestos sin sentido. Nada logró hacer
entender, y el sabio, nada consiguió descifrar de la agitada criatura. La
desdichada mole desistió de preguntarle nada al sabio, pero los recuerdos de
aquel extraño encuentro no le abandonaron y durante meses anduvo pensando en
ello, incapaz de reunir fuerzas para acercarse al lugar. Recordó que cada vez
que el Sabio deseaba buscar la respuesta a algo entraba en la destrozada
biblioteca, así lo hizo y se extravió entre los escombros y los innumerables
libros regados por el piso, cubiertos por un manto de polvo, la biblioteca era
inmensa, y estuvo extraviado en ella días enteros, vagando entre los altos
estantes y los cerros de libros derrumbados o apilonados, muchos libros abrió.
Aquello resultaba inútil, nunca lograba entender lo que en ellos ponía,
multitud de dibujos repetidos continuamente uno atrás de otro en largas filas y
filas sobre filas hasta llenar las páginas, pero nada logró sacar, se sintió
frustrado.
El sabio se
sintió extrañado de la conducta de la desdichada criatura, del engendro de su
envidia, pero no atinaba a dar con la razón, desde lo alto de los balcones de
la gran sala de la biblioteca le contempló extraviarse entre los interminables
volúmenes de la historia del conocimiento humano, le veía esforzarse como nunca
antes en aprender algo fuera de su alcance, y se preguntó si habría hecho mal
en no enseñarle antes. Pero, otras cosas le preocupaban, era viejo ya, y poco
salía de su habitación, lejos de la biblioteca, se sentía enfermo y cansado,
sabía que le quedaba poco tiempo y que pronto la muerte daría con él cuando el
invierno llegara. Nada podía hacer por la pobre criatura que había creado.
Murió finalmente meses más tarde, una noche, sentado frente a su ventana, allí
esperó su hora y le alcanzó cuando miraba las estrellas. Quizás no era
diferente del engendró, pues el también buscaba entender algo que estaba más
allá de su alcance.
La criatura
no se enteró de la muerte del sabio, sino mucho tiempo después. Le visitaba en
su habitación y contemplaba su cadáver inmóvil sin entender nada, creyendo tal
vez que el anciano dormía, pues la criatura no sabía que era la muerte, quizás
nunca lo supo, durante muchos años (quizás cientos, miles, nunca lo supo) deambuló
por la casa mientras el cuerpo del sabio se convertía en polvo y se dispersaba
entre los vientos del mundo. Para la criatura todo siguió igual, y decidió
esperar a que su creador algún día despertara. Lo ocurrido con el espejo seguía
inquietándole, y un día, día entre los días, logró por fin reunir voluntad para
volver al pasillo del espejo, y le contempló de nuevo una mañana de invierno
poblada de ensordecedores truenos, lleno el pasillo de charcos y goteras. Allí
estaba el mugriento ser, era exactamente igual, se acercó con cautela, posó su
mano sobre él y quitó el polvo, el ser al otro lado le imitó, y entonces le
miró a los ojos y un dolor sin medidas le ganó el cuerpo, no pudo separar las
manos, se quedó paralizado, aterrorizado, quiso huir, pero no podía quitar las
manos, algo dentro de sí mismo no quería hacerlo. Apenas le tocó esa extraña
sensación terrible y dolorosa le ganó, era a él mismo a quien contemplaba.
Durante
muchos años pensó que él era igual a los demás, a su creador, se sentía igual a
él. Nunca imaginó siquiera ser algo diferente, mucho menos aquella horrible
figura. El dolor dio paso a la cólera y de un puñetazo rompió el espejo,
odiándolo para siempre por decirle la verdad, soltó un ronco y largo gemido de
dolor y pena, sabiendo su destino.
Se refugió en
lo oscuro, buscando huir de sí mismo, quiso arrancarse la cara y los brazos,
quiso acabar consigo, no manaba sangra de sus heridas, cayó entre los escombros
y el barro y en una charca en donde dio de pronto la luz contemplo su reflejo una
vez más, y entonces el agua le mostró una verdad más terrible aún, porque no
era lo mismo mirarse a los ojos en un espejo de vidrio, que hacerlo en los
espejos de la superficie del agua. Vio sus ojos y supo que estaban vacíos, que
todo él estaba vacío por dentro, no había allí ninguna alma. ¿Qué fue de él
entonces? Nadie lo sabe, ¿Qué habrá pensado, qué aciagas ideas habrán cruzado
desesperadas por su mente?
Aún vaga, se
cuenta, por entre los escombros de la vieja y abandonada casona llanera, desde
hace siglos lo hace.
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