Esto
dijo el río a Miguel Vicente:
Mi madre es una laguna que tiene un
toro blanco en el fondo y una cobija oscura encima para que nadie lo enlace. Si
me llevan el toro se seca la laguna, y me acabo yo cuando apenas voy naciendo
al pie de este picacho. Mi madre está allá arriba, y más arriba está la nieve,
y más arriba el cielo. Soy andino al nacer y en mi niñez voy saltando entre
montañas; soy llanero en mi juventud, inmenso y fuerte y ancho; y cuando me voy
poniendo viejo llego al mar y soy océano con otros miles y miles de ríos que
llegan al mar llorando por la tierra que dejaron atrás. Tal vez por eso el mar
es tan salado y hay tantos peces que parecen lágrimas.
Pero
el cuento de mi vida no es triste la vida de un río que viaja todos los días
con aguas nuevas y les va mostrando gentes y cosas y lugares y animales tan
distintos. Vente conmigo, Miguel Vicente Patacaliente. A ti te gustan los
viajes te enseñaré lo que no has visto nunca.
-¿Y cómo sabes tú que me
gustan los viajes? –preguntó el niño.
-Los ríos sabemos todo.
-¿Y si me ahogo? Yo
todavía no sé nadar; bueno, no sé nadar tanto.
-No te ahogarás porque
eres mi invitado. Confía en mí. Ven, agarra ese pequeño tronco que está en la
orilla, tráelo y montátele encima. Yo lo guiaré para que no choques con las
rocas. Ven ahora que es de mañanita, viajaremos todo el día y al anochecer
estarás de regreso.
-¿Y cómo voy a regresar,
si tú no te devuelves nunca?
-Amiguito, si no crees
en mí no podrás viajar conmigo. Tú quiere conocer el mundo, pero al mismo
tiempo te da miedo acompañarme. Tú quieres conocer lo que se ve desde una
carretera; vete pues, pero te pierdes un viaje maravilloso.
Allí, entre los frailejones, de
hojas grises y flores amarillas, el río era un niño transparente y su voz era
como las voces de los niños cuando juegan. Así Miguel Vicente, ya soñando con
las cosas que vería, corrió hacía el tronco, lo arrastró hasta la orilla, se
montó y empujó con los pies. El río hizo un lomito de aguas y se fueron los dos
páramo abajo, como en tobogán.
-Al comienzo mis aguas
son muy frías –dijo el río–, de modo que voy a decirle a un frailejón que te
acompañe y te abrigue. ¿Ves aquel que está desprendiéndose en un recodo mío
allá abajo? Voy a hacer un remolino para que lo abraces y te cubras con él. Ya
estamos cerca. Ahora. Agárralo, así, muy bien. Ahora vas con una ruana de
frailejón tibiecito, y si la gente mira dirá que pasa simplemente una mata de frailejón
que voy llevando. No interrumpirán el viaje que quiero regalarte. Ahora te
dejaré tranquilo para que vayas viendo el mundo que atravieso. Iré a tu lado
cuidándote.
Ya Miguel Vicente no tenía miedo y
sólo tenía ojos para mirar a los lados las flores rojas y azules que
jugueteaban con el agua, y más allá, en los pequeños valles y laderas, los
trigales mecidos por el viento, las vacas lanudas, los bueyes apacibles y,
cuando ya los frailejones del páramo se quedaron atrás, unos árboles de troncos
muy lisos y morados con unas barbas inmensas colgando de las ramas y mecidas
por el viento.
-Esos árboles piensan
–dijo el río.
-¿En qué piensan?
-Sus raíces me han dicho
que quieren caminar, pero no pueden. Tal vez piensan en lo que no han visto. A
veces me mandan algunas hojas y algunas semillas para que viajen conmigo y
nazcan otros árboles más lejos.
«Qué triste es ser árbol», pensó
Miguel Vicente, estar clavado en un sitio, soñando con lugares lejanos y con
caminos que no se han de caminar jamás.
-Más triste es tener que
correr y correr todos los días –dijo el río que lo estaba mirando por dentro–.
Piensa en mí, que no tengo reposo ni de día ni de noche, que sí me gusta algo
no puedo detenerme a contemplarlo, que si una flor me besa o un pájaro me canta
yo no puedo pedirles otro canto y otro beso porque ya mis aguas los han dejado
atrás ¿Comprendes?
-Sí, pero las aguas que
vienen detrás y tú, son lo mismo. Además, me dijiste que eras viejo descansabas
en el mar.
El río suspiró de espumas y guardo
silencio. Otros ríos más pequeños llegaban y se juntaban para hacer el mismo
viaje, y cuando llegaron allá abajo y corrían por entre los cascos de dos
inmensas montañas elevadas desde una y otra orilla hasta las nubes que se las
comían allá arriba, las aguas eran espumantes y la voz del río era tan fuerte
que obligaba a taparse los oídos, cosa que no pudo hacer Miguel Vicente porque
el miedo lo aferraba con garfios a su pequeño tronco. Más veloz que una flecha,
más veloz que un carro, más veloz que un ave, el río llevaba al tronco, al niño
y a la flor como un caballo salvaje a pleno galope que llevara una mariposa
sobre sus crines blancas.
Ya no se podía mirar nada con
detenimiento, las rocas y los árboles pasaban hacía atrás como manchas apenas
entrevistas. De vez en cuando, en un remolino de aguas encrespadas, el tronco
se detenía un momento y Miguel podía ver por debajo de grandes rocas negras
unas cuevas profundas y el agua oscura y quieta al fondo y voces, grandes
voces, voces de gigantes que lo llamaban desde las cuevas, y gritos y
chillidos; y de pronto, el tronco lanzado nuevamente hacia adelante, con el
galope de las aguas, entre saltos de espuma y resoplidos del río que iba
echando neblina por las narices.
Después las montañas fueron
separándose, el mundo fue poniéndose muy ancho, el cielo despejado y la tierra
muy plana. La voz del río fue calmándose y sus aguas, que ahora eran las de
muchos ríos y quebradas y torrentes recogidos por el camino, fueron
extendiéndose de orilla a orilla era ya un río grande. Había llegado al llano y
habló con gran serenidad:
-¿Entendiste lo que te
dije arriba? –preguntó.
-No entendí nada. No
podía.
-Sí, ya lo sé. Eres
valiente y yo te quiero. Ahora el viaje es más tranquilo.
Y el río le enseño a Miguel Vicente
las llanuras, le hizo quitar la ruana de frailejón y le pidió a las garzas
morenas que volaran sobre su amigo y lo librarán del sol; pero las garzas
blancas y las coloradas quisieron también acompañarlo así formaron en vuelo,
sobre el pequeño navegante, un toldo blanco, negro y rojo. Los caballos y los
toros y los venados y los tigres corrían a las riberas atraídos por la
maravilla. El arco iris se moría de envidia y puso un puente sobre el río pero
no pudo romper el vuelo de las garzas. Los caimanes, mantenidos a distancia por
el río, lloraban con lágrimas de caimán que tiene ganas de comer niñito.
Miguel sí tenía qué comer porque el
río le dio las frutas maduras que sus aguas arrastraban. Y cuando ya estaba
cerca del mar y antes que el niño viera el mar inmenso y al río entrando en el,
batieron las garzas sus alas refrescantes y lo fueron durmiendo poco a poco,
mientras el tronco se acercaba a una orilla con sombras de palmeras.
Cuando despertó y abrió los ojos,
estaba de nuevo en el nacimiento del río, al pie del picacho en pleno páramo.
-Gracias por el viaje
maravilloso y por las cosas que me enseñaste.
Y dijo el río, con la voz de un
niño sorprendido: –¿Cómo puedes haber
viajado conmigo si yo apenas estoy naciendo y es sólo ahora, en esta mañanita,
cuando comienza mi viaje? ¿Quieres venir? No tengas miedo. Te enseñaré cosas
que nunca has visto.
Pero el tronco donde Miguel iba
montando no estaba por todo eso.
-Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado.
1 comentario:
Excelente conto
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