Los niños del mar sonreían con agrado (archivo de Fernanda García García)
Un marino con rostro milenario se le acercó
(archivo de Dulce Cabrera)
Un
barco es una casa que camina sobre el agua. El mar es una inmensa llanura de
aguas, y las olas son las espigas del mar movidas por el viento. Miguel Vicente
no había visto nunca el mar, y ahora viajaba en un pequeño barco de esos que
van casi siempre con la tierra a la vista y que hacen el comercio entre los
pueblos de las costas. Son barquitos amigos de las playas y amigos del mar, en
el cual, sin embargo, no confían mucho tal vez por miedo a las tempestades y a
las olas gigantes allá en el centro de mares y de océanos.
Son, al mismo tiempo, barcos amigos
de los ríos como el Orinoco y el Apure, sobre los cuales ya no se ven tan
pequeños y hasta se permiten, ante los ojos de los niños que los miran pasar,
darse un caminar de trasatlántico. Éste, donde el hermano de Miguel Vicente
viaja desde La Guaria a Margarita para comprar no sé qué cosas, se llama El Siete Mares, un nombre que, con todo
el respeto debido a los pequeños barcos del mundo, me parece que le queda un
poco grande a nuestro amigo barquito venezolano. ¿No creen ustedes que podrían
haberlo llamado El Siete Ríos o El Tres Lagos?, ya que los lagos son más
grandes que los ríos pero más pequeños que el mar, algo así como ahijados del
mar y padrinos de los ríos. Pero sigamos nuestros cuentos por dos razones:
primero, porque no es bueno hablar mal de quienes, a pesar de ser pequeños como
el barco donde viaja Miguel Vicente, son capaces de andar largas distancias y
vivir muchos años haciéndole el bien a los pequeños pueblos de costas y
riberas; y segundo, porque el pobre El
Siete Mares no tiene culpa que le pusieran un nombre tan de barco grande
que cruza océanos. La culpa, en todo caso, es de sus padres, y ellos no son
culpables por escoger para su hijo un nombre tan bello como El Siete Mares.
Dije que el barco es una casa que
camina sobre el agua, y así es: veánlo cómo se desliza sobre el lomo de las olas,
subiendo y bajando y embistiendo el mar como un torito de color ceniza. Es una
casa porque adentro vive gente, duermen, cocinan, comen y trabajan en compañía
y hay un jefe de familia que es el capitán. Una casa que se mueve y cada día
amanece ante un paisaje distinto: Miguel Vicente se acordó del río que pasa y
pasa, y vio que el barco es más feliz porque puede detenerse en los puertos y
dormir cerca de una playa, mirando las casas en tierra que, como los cocoteros,
no pueden caminar por el mundo, sino soñar con los montes, las aguas, los
animales y los hombres que están más allá de su mirada. El barco, en cambio, se
puede mover de un punto a otro, como el río; y se puede quedar en un mismo
sitio, como la casa y como el árbol de cuya madera está hecho: ¡qué personita
tan dichosa es un barco y qué libre y fuerte se siente uno agarrado a sus
barandas!
Anochecía. Atrás, muy atrás, como
estrellas de candela, quedaban las luces dispersas de las casitas montadas en
los cerros de La Guaira, de Maiquetía, de Macuto.
Miguel Vicente sentía una tristeza
parecida a la que sintió cuando dejó Caracas y su cerro de San Juan por primera
vez, y ya en la carretera de Los Teques se volvió para ver cómo las luces iban
desapareciendo en las vueltas del camino. Pero la tristeza de ahora tenía un
poquito más de tristeza, era una tristeza con miedo, con soledad, con piso de
agua oscura, sin la firmeza de la carretera ni la compañía de las casas a la
orilla y de los carros que pasan al lado y saludan con sus luces y cornetas.
Era el mar de noche, una cosa
oscura y grande y movediza como el lomo de un caballo negro que se sacude las
moscas. Y era el ruido de las olas encrespándose como la crin de ese caballo
galopando. Y era Miguel Vicente, tan chiquito, tan chiquito que el mar pasaba por
debajo del barco sin mirarlo y tal vez sin darse cuenta de que, agarrado de un
tubo allá en las barandas del barco, un niño lo miraba con tristeza, con miedo
y con ganas de llorar sin que lo vieran.
Cabo Codera es una punta de tierra
que entra en el mar, algo así como una nariz de la tierra metiéndose en el mar,
tan larga y tan traviesa como la de Pinocho. El barco tiene que darle vuelta a
esa nariz y pasar lejos de su punta para no chocar con ella. Y parece que al
mar no le gusta mucho que la tierra meta su nariz en él, porque a medida que el
barco se acercaba a la punta, el mar iba poniéndose muy bravo, las olas crecían
y golpeaban con furia, y el barquito comenzó a dar bandazos de lado y lado como
si fuera a hundirse ya por aquí o por allá.
Sonaban los palos del barco,
crujían las tablas del piso, rodaban las cosas, y Miguel Vicente, agarrado con
pies y manos del tubo en que se apoyaba, tan pronto veía las olas allá en lo
profundo y él arriba en el cielo, como se veía casi envuelto en los rollos de espuma
que parecían llamarlo allí cerquita en el fondo, en el abismo profundo,
mientras el cielo sin estrellas, sordo y mudo, lo desamparaba desde allá
arriba.
Ya no era tristeza, ni miedo suave,
ni ganas de llorar en silencio, sino miedo del duro grito abierto que le salía
de los pulmones por la boca, por las orejas, por los ojos y por todo el cuerpo,
hasta que llegó un marinero margariteño, a quien le costó mucho despegarlo del
tubo, y se lo llevo por una escalerita hacia el fondo del barco, a la cocina, donde
le dieron agua y lo sentaron en un banco pegado de la pared y ante una mesa,
también pegada como el banco. Le pusieron un plato con un pescado frito, pero
ni Miguel Vicente quería comer ni el pescadito se hubiera dejado agarrar, pues
con los movimientos del barco, tan pronto se ponía al alcance de las manos como
retrocedía al extremo de la mesa, para volver a comenzar el jueguito de estira
y encoge.
Afortunadamente llegó el sueño y
Patacaliente no peleó con él sino que cayó rendido hasta el amanecer del día
siguiente, cuando el mar lo esperaba para enseñarle algo completamente distinto
de lo que le había mostrado la terrible noche de Cabo Codera.
El mar de mañanita es como una
bandeja de oro con una capita de gelatina de limón; y cuando hay brisa la gelatina
se corta y se encrespa con moñitos de pollo mojado. Pero no soplaba brisa
fuerte cuando Miguel, después de levantarse de la colchoneta en que durmió,
subió a la cubierta del barco y se encontró frente a una llanura de agua
tendida y quieta. Claro que ahora el mar sí lo miraba y hasta le sonreía; como
diciéndole: «¿Te asustaste anoche? Pues bien, amigo, yo no soy tan malo como
pensaste. Si quieres ven a jugar conmigo porque yo en las mañanas también soy
niño».
Y ya Miguel Vicente quería echarse
al mar y jugar con él y mecerse en aquel chinchorro de agua, cuando su hermano
lo llamó del otro lado del barco, el que daba hacia la costa, para que viera
algo que allí estaba sucediendo.
-Estamos frente a
Tacarigua de la Laguna –dijo un marinero margariteño–; y en las mañanitas como
esta –añadió– los pescadores echan el trasmayo.
-¿Y qué es el trasmayo?
–preguntó el hermano.
-Pues un filete
–respondió el marinero.
-Ah, pues, míralo allá
como lo traen de punta y punta.
Ciertamente, una canoa avanzaba
desde la playa hacia el mar, desenvolviendo una red larga que se hundía por un
lado, arrastrada por los pesos que de ese lado colgaban, mientras por el otro,
unos flotadores la mantenían a flor de agua, de modo que la red hacía una
especie de pared dentro del mar. Cuando ya la habían echado toda, comenzaron
halarla por las puntas hacía la playa. Se comprende que aquellos peces que
estuvieran del lado adentro de la pared formada por la malla, quedaban
atrapados por ésta, a menos que fueran tan chiquitos que pudieran escapar por
los pequeños huecos del tejido.
A medida que los hombres se
acercaban a playa, la acumulación de peces saltando unos sobre otros, ofrecía a
la luz del sol naciente un baile de colores brillantes, una danza de metales,
un cabrilleo de oro, plata, nácar, y saltos de coral y acero, que el mismo
margariteño, sabio de mares y de peces, iba contando así:
-Aquellos de color
cuchillo son lebranches, los del brinco rosado son pargos, los de color negro
con luna son carites; las barrigas doradas son mojarras, aquella redondez parda
es una raya, y por encima salta el róbalo de lomo gris…
El mar lleno de vida le daba a los
hombres alimento y le estaba enseñando a Miguel Vicente, al mostrarle aquellos
peces, una parte de sus tesoros escondidos.
El mar bueno del amanecer, el mar
espumoso de mediodía, el mar terrible de aguas oscuras en la noche; el mar
feroz de las tempestades, de las olas gigantes y muy bravas; y el mar risueño
que ama a los niños y les enseña peces, corales, estrellas y caballos; el mar,
en fin, es uno solo llenando los grandes huecos de la tierra y extendiéndose
por todo el mundo con nombres diferentes. Este por donde ahora navega Miguel
Vicente es el mar de las Antillas.
Y ya, desprendido de la costa, el
pequeño barco, rumbo a Margarita se ve de pronto sin tierras a la vista, en
alta mar, y entonces ese barquito es algo más que una casa, es como una ciudad,
la única ciudad del hombre en medio de tanta soledad de agua.
Agarrado a las barandas que hacen
la borda del barco, Miguel Vicente piensa en estas cosas cuando ve aparecer,
allá muy lejos, algo así como un lomo inmenso de animal que surge, se hunde,
vuelve a surgir y avanza en ondulación calmada, mientras lanza al aire un
chorro vertical de agua, como el surtidor de una fuente de jardín:
-Es una ballena, un
«cachalote» –le dice su amigo margariteño.
Y Miguel, emocionado con tantas
cosas sorprendentes que le muestra el mar, se pregunta por los palacios y las
ciudades y los monstruos que el mar tal vez esconde allá en las profundidades
donde nosotros, los hombres que respiramos aire, no podemos habitar. ¿Qué cosas
no podría contar esa ballena si quisiera detenerse un rato a la orilla del
barco y conversar con un niño?
Allá va el surtidor de agua del
animal más grande de los mares, allá va perdiéndose en el horizonte, que es el
límite del mar y el cielo. Como el sol se está ocultando y ahora es un disco de
color de mandarina que se puede ver de frente, el niño contempla cómo la
ballena, al cruzar la inmensa mandarina del sol, parece exprimirle un chorro de
jugo que se bebe el cielo.
Al anochecer, los marineros cantan
una canción que le habla de amores, de viajes y de ausencias.
Y Miguel Vicente Patacaliente,
viajero de los siete mares y amigo de Marco Polo, se va quedando dormido, y se
duerme soñando con una ballena que lo lleva en sus lomos por todos los mares y
puertos del mundo, contándole historias de barcos, de piratas, de ciudades
desconocidas, de peces que nadie ha visto y de conversaciones del mar con el
sol y con la luna. De vez en cuando la ballena exprime sus frutas escondidas y
echa al aire un chorro de jugos deliciosos para que Miguel Vicente calme la sed
y siga escuchando historias y dándole la vuelta al mundo.
-Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado.
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