jueves, 14 de agosto de 2014

MIGUEL VICENTE Y EL MAR. Miguel Vicente Patacaliente (III cuento) Orlando Araujo

Los niños del mar sonreían con agrado (archivo de Fernanda García García)

Un marino con rostro milenario se le acercó 
(archivo de Dulce Cabrera)


Un barco es una casa que camina sobre el agua. El mar es una inmensa llanura de aguas, y las olas son las espigas del mar movidas por el viento. Miguel Vicente no había visto nunca el mar, y ahora viajaba en un pequeño barco de esos que van casi siempre con la tierra a la vista y que hacen el comercio entre los pueblos de las costas. Son barquitos amigos de las playas y amigos del mar, en el cual, sin embargo, no confían mucho tal vez por miedo a las tempestades y a las olas gigantes allá en el centro de mares y de océanos.
Son, al mismo tiempo, barcos amigos de los ríos como el Orinoco y el Apure, sobre los cuales ya no se ven tan pequeños y hasta se permiten, ante los ojos de los niños que los miran pasar, darse un caminar de trasatlántico. Éste, donde el hermano de Miguel Vicente viaja desde La Guaria a Margarita para comprar no sé qué cosas, se llama El Siete Mares, un nombre que, con todo el respeto debido a los pequeños barcos del mundo, me parece que le queda un poco grande a nuestro amigo barquito venezolano. ¿No creen ustedes que podrían haberlo llamado El Siete Ríos o El Tres Lagos?, ya que los lagos son más grandes que los ríos pero más pequeños que el mar, algo así como ahijados del mar y padrinos de los ríos. Pero sigamos nuestros cuentos por dos razones: primero, porque no es bueno hablar mal de quienes, a pesar de ser pequeños como el barco donde viaja Miguel Vicente, son capaces de andar largas distancias y vivir muchos años haciéndole el bien a los pequeños pueblos de costas y riberas; y segundo, porque el pobre El Siete Mares no tiene culpa que le pusieran un nombre tan de barco grande que cruza océanos. La culpa, en todo caso, es de sus padres, y ellos no son culpables por escoger para su hijo un nombre tan bello como El Siete Mares.
Dije que el barco es una casa que camina sobre el agua, y así es: veánlo cómo se desliza sobre el lomo de las olas, subiendo y bajando y embistiendo el mar como un torito de color ceniza. Es una casa porque adentro vive gente, duermen, cocinan, comen y trabajan en compañía y hay un jefe de familia que es el capitán. Una casa que se mueve y cada día amanece ante un paisaje distinto: Miguel Vicente se acordó del río que pasa y pasa, y vio que el barco es más feliz porque puede detenerse en los puertos y dormir cerca de una playa, mirando las casas en tierra que, como los cocoteros, no pueden caminar por el mundo, sino soñar con los montes, las aguas, los animales y los hombres que están más allá de su mirada. El barco, en cambio, se puede mover de un punto a otro, como el río; y se puede quedar en un mismo sitio, como la casa y como el árbol de cuya madera está hecho: ¡qué personita tan dichosa es un barco y qué libre y fuerte se siente uno agarrado a sus barandas!
Anochecía. Atrás, muy atrás, como estrellas de candela, quedaban las luces dispersas de las casitas montadas en los cerros de La Guaira, de Maiquetía, de Macuto.
Miguel Vicente sentía una tristeza parecida a la que sintió cuando dejó Caracas y su cerro de San Juan por primera vez, y ya en la carretera de Los Teques se volvió para ver cómo las luces iban desapareciendo en las vueltas del camino. Pero la tristeza de ahora tenía un poquito más de tristeza, era una tristeza con miedo, con soledad, con piso de agua oscura, sin la firmeza de la carretera ni la compañía de las casas a la orilla y de los carros que pasan al lado y saludan con sus luces y cornetas.
Era el mar de noche, una cosa oscura y grande y movediza como el lomo de un caballo negro que se sacude las moscas. Y era el ruido de las olas encrespándose como la crin de ese caballo galopando. Y era Miguel Vicente, tan chiquito, tan chiquito que el mar pasaba por debajo del barco sin mirarlo y tal vez sin darse cuenta de que, agarrado de un tubo allá en las barandas del barco, un niño lo miraba con tristeza, con miedo y con ganas de llorar sin que lo vieran.
Cabo Codera es una punta de tierra que entra en el mar, algo así como una nariz de la tierra metiéndose en el mar, tan larga y tan traviesa como la de Pinocho. El barco tiene que darle vuelta a esa nariz y pasar lejos de su punta para no chocar con ella. Y parece que al mar no le gusta mucho que la tierra meta su nariz en él, porque a medida que el barco se acercaba a la punta, el mar iba poniéndose muy bravo, las olas crecían y golpeaban con furia, y el barquito comenzó a dar bandazos de lado y lado como si fuera a hundirse ya por aquí o por allá.
Sonaban los palos del barco, crujían las tablas del piso, rodaban las cosas, y Miguel Vicente, agarrado con pies y manos del tubo en que se apoyaba, tan pronto veía las olas allá en lo profundo y él arriba en el cielo, como se veía casi envuelto en los rollos de espuma que parecían llamarlo allí cerquita en el fondo, en el abismo profundo, mientras el cielo sin estrellas, sordo y mudo, lo desamparaba desde allá arriba.
Ya no era tristeza, ni miedo suave, ni ganas de llorar en silencio, sino miedo del duro grito abierto que le salía de los pulmones por la boca, por las orejas, por los ojos y por todo el cuerpo, hasta que llegó un marinero margariteño, a quien le costó mucho despegarlo del tubo, y se lo llevo por una escalerita hacia el fondo del barco, a la cocina, donde le dieron agua y lo sentaron en un banco pegado de la pared y ante una mesa, también pegada como el banco. Le pusieron un plato con un pescado frito, pero ni Miguel Vicente quería comer ni el pescadito se hubiera dejado agarrar, pues con los movimientos del barco, tan pronto se ponía al alcance de las manos como retrocedía al extremo de la mesa, para volver a comenzar el jueguito de estira y encoge.
Afortunadamente llegó el sueño y Patacaliente no peleó con él sino que cayó rendido hasta el amanecer del día siguiente, cuando el mar lo esperaba para enseñarle algo completamente distinto de lo que le había mostrado la terrible noche de Cabo Codera.
El mar de mañanita es como una bandeja de oro con una capita de gelatina de limón; y cuando hay brisa la gelatina se corta y se encrespa con moñitos de pollo mojado. Pero no soplaba brisa fuerte cuando Miguel, después de levantarse de la colchoneta en que durmió, subió a la cubierta del barco y se encontró frente a una llanura de agua tendida y quieta. Claro que ahora el mar sí lo miraba y hasta le sonreía; como diciéndole: «¿Te asustaste anoche? Pues bien, amigo, yo no soy tan malo como pensaste. Si quieres ven a jugar conmigo porque yo en las mañanas también soy niño».
Y ya Miguel Vicente quería echarse al mar y jugar con él y mecerse en aquel chinchorro de agua, cuando su hermano lo llamó del otro lado del barco, el que daba hacia la costa, para que viera algo que allí estaba sucediendo.
   -Estamos frente a Tacarigua de la Laguna –dijo un marinero margariteño–; y en las mañanitas como esta –añadió– los pescadores echan el trasmayo.
   -¿Y qué es el trasmayo? –preguntó el hermano.
   -Pues un filete –respondió el marinero.
   -Ah, pues, míralo allá como lo traen de punta y punta.
Ciertamente, una canoa avanzaba desde la playa hacia el mar, desenvolviendo una red larga que se hundía por un lado, arrastrada por los pesos que de ese lado colgaban, mientras por el otro, unos flotadores la mantenían a flor de agua, de modo que la red hacía una especie de pared dentro del mar. Cuando ya la habían echado toda, comenzaron halarla por las puntas hacía la playa. Se comprende que aquellos peces que estuvieran del lado adentro de la pared formada por la malla, quedaban atrapados por ésta, a menos que fueran tan chiquitos que pudieran escapar por los pequeños huecos del tejido.
A medida que los hombres se acercaban a playa, la acumulación de peces saltando unos sobre otros, ofrecía a la luz del sol naciente un baile de colores brillantes, una danza de metales, un cabrilleo de oro, plata, nácar, y saltos de coral y acero, que el mismo margariteño, sabio de mares y de peces, iba contando así:
  -Aquellos de color cuchillo son lebranches, los del brinco rosado son pargos, los de color negro con luna son carites; las barrigas doradas son mojarras, aquella redondez parda es una raya, y por encima salta el róbalo de lomo gris…
El mar lleno de vida le daba a los hombres alimento y le estaba enseñando a Miguel Vicente, al mostrarle aquellos peces, una parte de sus tesoros escondidos.
El mar bueno del amanecer, el mar espumoso de mediodía, el mar terrible de aguas oscuras en la noche; el mar feroz de las tempestades, de las olas gigantes y muy bravas; y el mar risueño que ama a los niños y les enseña peces, corales, estrellas y caballos; el mar, en fin, es uno solo llenando los grandes huecos de la tierra y extendiéndose por todo el mundo con nombres diferentes. Este por donde ahora navega Miguel Vicente es el mar de las Antillas.
Y ya, desprendido de la costa, el pequeño barco, rumbo a Margarita se ve de pronto sin tierras a la vista, en alta mar, y entonces ese barquito es algo más que una casa, es como una ciudad, la única ciudad del hombre en medio de tanta soledad de agua.
Agarrado a las barandas que hacen la borda del barco, Miguel Vicente piensa en estas cosas cuando ve aparecer, allá muy lejos, algo así como un lomo inmenso de animal que surge, se hunde, vuelve a surgir y avanza en ondulación calmada, mientras lanza al aire un chorro vertical de agua, como el surtidor de una fuente de jardín:
 -Es una ballena, un «cachalote» –le dice su amigo margariteño.
Y Miguel, emocionado con tantas cosas sorprendentes que le muestra el mar, se pregunta por los palacios y las ciudades y los monstruos que el mar tal vez esconde allá en las profundidades donde nosotros, los hombres que respiramos aire, no podemos habitar. ¿Qué cosas no podría contar esa ballena si quisiera detenerse un rato a la orilla del barco y conversar con un niño?
Allá va el surtidor de agua del animal más grande de los mares, allá va perdiéndose en el horizonte, que es el límite del mar y el cielo. Como el sol se está ocultando y ahora es un disco de color de mandarina que se puede ver de frente, el niño contempla cómo la ballena, al cruzar la inmensa mandarina del sol, parece exprimirle un chorro de jugo que se bebe el cielo.
Al anochecer, los marineros cantan una canción que le habla de amores, de viajes y de ausencias.
Y Miguel Vicente Patacaliente, viajero de los siete mares y amigo de Marco Polo, se va quedando dormido, y se duerme soñando con una ballena que lo lleva en sus lomos por todos los mares y puertos del mundo, contándole historias de barcos, de piratas, de ciudades desconocidas, de peces que nadie ha visto y de conversaciones del mar con el sol y con la luna. De vez en cuando la ballena exprime sus frutas escondidas y echa al aire un chorro de jugos deliciosos para que Miguel Vicente calme la sed y siga escuchando historias y dándole la vuelta al mundo.

  -Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado. 

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