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viernes, 21 de agosto de 2020

Jueves de comadres y otros umbrales de Mauro Martina

 

"Campesino aroma de colores, brindis, y abrazos". 

Imagen llanera en el archivo de Santos Quiroga


UMBRAL 

“Todo umbral tiene su ojo, se mueve, cataloga la geometría que aspira conquistar”.

Umbral, la antigua madera, evaporada incertidumbre vegetal, derramado verde hecho tonel. Encrucijada en el envero, y en los ojos de los caminantes, dádivas ovales de los delirios.

Eclipsados los odres callan, tienen la mirada cerrada de frontera. Y las bocas rojas hieráticas… y la piel de los espejos. Acaso, reflejan de antemano pretéritas pendencia, alegrías o solo la confusión de los desmanes.

Anacleto, bebe ahora chicha y su jornal ilusorio ¡Oye! ¡Adivina! el horizonte de la vid, mas no, el hurto del paladar gitano. No importa la advertencia, vendrá abril en lagares y su tiempo de vendimia. Los tontos tocaran campanas. Al contrario, a los hombres frutales los veré desplomar de las manos el sabor de las tristezas,

… Remolinos de cestas, palas picos y silencios.

Destierren mis ojos la tarde evadiendo la lluvia entre espanto de palomas y cargas agobiadas. Sol furtivo, ¡bebe de las acequias!. ¡Aguas de ternura! letargos de frescuras a fatigas jornaleras.

Y Ellas… morenas, esperan como siempre en la cocina, como te espera tu María viñatero, con sus ojos de puñales haciendo tajos a la melancolía. Las especies capitularan sus anhelos en los olores del picante; disuelta sal de la rutina.

En la estación de las hojas sobre la calle, cada tanto, devanando hilos, teñirán sus ojos de claro oscuro, el cielo soñoliento y su espera.

Crepúsculos enquistados en manos ínfimas permanecen junto a la ventana. La penumbra traerá nuevas agonías cuando en rumores del viento se avecine el invierno, el dolor de las ausencias o el paso de sus hombres rumbo a la cantina.

El olvido trepana y deambulan lenguas ahorcadas, que callan su grito, abrumado. El patrón fermenta el tiempo sobreviviente, carcelario en la fragancia del roble y la alquimia de la rosa. Condena de huesos labradores a la próxima cosecha.

Y lejos… ahora ellos y tu Anacleto, en otros caminos o en la cantina,, acólitos de luna y arena en sudarios labriegos, pedirán al viento que sople, sople con fuerza y arroje del mundo las penas, hasta el umbral más alto, hasta  que se vuelvan estrellas.

 


Un amigo citadino me pide que publique un cuento y pregunté ¿Si todos somos otro ladrillo en la pared o como dice el alto poeta salteño Jacobo Regen en 

  Anécdotas

¿Dónde se ahogaron nuestras noches

de sueños para siempre irredimibles?

Sólo quedan anécdotas:

pugilatos de torva levadura

y el vino con que ayer amanecía

la confidencia del amor

al fondo de un bar decapitado. 

Sin pretensiones puedo decir, solo porque me gusta la música de Pink Floyd

You! Yes, you! Stand still laddy!

Another Brick in the Wall (Pink Floyd)

En esta ciudad, ¡cuidado!: ¡la intersección de las calles! Parecen laberintos superpuestos.

—Uno puede extraviar hasta el aliento — me dijo Federico. Yo soy menos filosófico, y lo único que encuentro allí son problemas con el tránsito, calor agobiante y puteadas entre congéneres.

Y mi madre, que taladra con su voz: —¡Vas a llegar tarde a la cita, vas a llegar tarde, como siempre! Las horas vuelan, hijo.

La radio del automóvil abordó a Pink Floyd y comenzó a sonar su canción Another Brick in the Wall. Tarareo mientras viajo, y la afirmación de Fede, no sé por qué, ronda mi memoria. Días pasados leía en la revista Cuarta Dimensión, que en los cruces puede habitar la duda, la perplejidad o tal vez la búsqueda afanosa de lo que puede ser, de lo que no es; una memoria distinta y, en algunos casos, aquello que fue. El destino, me contó la gitana, suele ser a veces hermético y azaroso, animal esquivo. Y en otras oportunidades sentenciado y voraz… o algo parecido. Todas macanas, pero me gustan.

Ahora el celular me distrae. Por un instante, girando mi cabeza, miro hacia el asiento del acompañante y tomo el maldito aparato para atender. De pronto… aquella sacudida aterradora.

Estranguladas las palabras, la confusión quiere digerir el pensamiento. Todo parece suceder en medio de imágenes veloces y a cabeza abierta.

Mi vista se desplaza para encontrar la acera de enfrente: los tacos de una bella mujer la surcan impertinentes y se llevan hasta la masculina celeridad de las miradas. Una señora gorda, bien vestida, desde una de las ventanas del bar-café a medio abrir, estampa sus gritos sobre vereda y tímpanos transeúntes.

Hace unos días, en una de las mesas de ese bar llamado La Paz, aventábamos temas de fútbol, filosofía y política, con opiniones casi siempre bordadas de ignorancia. También hablábamos, frenéticos, de mujeres, tango y algunas cosas banales.

Recuerdo como si fuera hoy cuando el mozo tardó en traer los pocillos de café y mi impuntualidad cayó sobre la mesa; y hasta la voz pausada, que siempre utilizo, fue motivo de bromas. En fin, el bar es un mundo: saludos, verborragia,  a veces saberes, recriminaciones u ocio. ¡Cuánto desperdicio sobre sillas, sin prisa

El loco Mauro, fotógrafo de ovnis, llama a esta mise en scène: “semiótica de la silla”, por supuesto, sin fundamento alguno. Tal vez solo fueran intentos de dar nombres ineptos o de iniciar una clase de Hablar sin Saber. Mauro cree que todo sucede de manera lenta y cuando nos damos cuenta de ello el suceso es pasado

No quiero distraerlos más. Ahora Juan Carlos, el mozo, está corriendo hacia la ventana con las manos en la cabeza y yo, que no colijo bien los porqués de las cosas, me digo  ¿porque nunca puedo terminar mi café?

¿La curiosidad sabrá de infortunios? El muchacho que siempre se ubica en la mesa más pequeña, está como paralizado; él no suele ser así: varias veces observé que es muy despierto. El martes, sin embargo, le gané de mano para usar el baño. ¿Por qué lavabos y excusados están casi siempre sucios? Por alguna razón extraña relaciono la suciedad con la muerte. Quizás sea porque a los muertos los tapan con tierra; no lo sé. El baño no estaba limpio, tuve indignación y dejé, a propósito, la canilla abierta, Él entró después; ¿qué habrá pensado?

A veces hay cierta inutilidad en los gestos, ¿en todos los gestos? Confieso mi ignorancia en estas cuestiones. Solo me interesa que no me tapen con tierra cuando desaparezca: prefiero ser un ladrillo en la pared, como invoca la canción. En definitiva, los ladrillos son más limpios, como el agua de la canilla que deje abierta y corriendo. La curiosidad y los infortunios van de la mano.

Ahora mis ojos despabilan contornos. No sabía que las cosas pudieran ocurrir a veces en Slow motion. ¡Qué terrible!

Sonidos de sirenas mutan las voces, mientras los hombres de algunas mesas corren y vociferan. Sus bocas prescinden de definiciones, a pesar de que el suceso, el asombro o la intuición los hará correr hacia la vereda y hasta pisar la calzada.

Ayer no fui a trabajar al diario… Hoy, de pronto, estoy elevándome, mirando todo, tengo la boca seca, ganas de correr… hacia la barra con la intención de… tomar vodka, de encontrar un cable a tierra, de reconstruir mi refugio. Estoy aislado, me intranquilizo, trato de comprender y siento escurrir mi propio dolor.

El aire está puercamente pervertido y el ruido aumenta la tensión. La ambulancia, agitada de ojos, se detuvo en la calle aullando como loca.

—¡La culpa la tienen los taxistas, los colectiveros, todos manejan como locos! —¡Así no se pude vivir!—clamorea un hombre mayor mientras su mano va y viene de la mesa a la barbilla. — la vida a menudo es como un relámpago, acota una mujer fea tratando de acomodar sus ridículos anteojos.

Debo escapar, tal vez como un pirata, buscar la salida pero allí, a lo lejos, veo que ¡está el enfermero… o es un médico, no lo sé! El batifondo me aturde, todo sucede sin dirección, sin rumbo, sin lógica. Una ráfaga de golpes a los sentidos apresa la escena. Vértigo y pensamientos que vuelan. ¿Alucino o ya comencé a transitar la locura? Luego pienso: ¡Por qué no traje la máquina de fotos, que buena nota para el diario!

Las cinco de la tarde, me dice el reloj que está en la pared. “La vida es un suspiro” exclamó ayer Federico, el jefe de redacción, y agregó con tono circunspecto: “—No sé por qué lo digo si eso no te interesa: vos crees que la vida es solo prisa y adaptación”.

— ¿Cómo dice? —repliqué.

—Ya me escuchaste bien, no te hagas el boludo. Esperá, pero tené cuidado. Verás como  la metamorfosis de todas las cosas llega y cualquier día de éstos te vas a llevar una sorpresa.

No le quise contestar ni agregar nada. Asentí con la cabeza, como dándole la razón, para evitar la lata del sermón de siempre.

¡La camilla, la camilla, demoraron mucho! ¡Pronto, el muchacho necesita urgente atención!

Hay olores que no son buenos, al de la sangre nunca lo juzgué ni tampoco al frío que siento ahora. Siento que caigo, mis ojos desean esconderse y mi lengua quiere escapar de la boca. Tengo los brazos flácidos y el cuerpo ignorado ¿Qué me está pasando? Todo este  caleidoscopio me reclama girar hasta el borde de la nada.

¿Cómo fue que sucedió? El taxi había intercambiado luces con el colectivo…, o fue el otro negro automóvil, que apareció como salido de una noche, para que todo estalle en mil pedazos, sin explicación.

Quizás vivir sea solo un juego con algunas trampas; a veces se disparan cuando uno menos lo espera: heladas, rojas y lóbregas, burlando la ventura de cada uno. Esta vez esas trampas están danzando entre el resplandor de luces alocadas.

Sobre una camilla, el cuerpo. Y aquella canción que desde la radio de mi automóvil venía repitiendo como un martillo: You! Yes, you! Stand still laddy!

La respiración entrecortada por la agitación parece no tener más hálito para mi ser. La quietud lo invade todo, hasta las llagas que guardo del amor.

Aquella esquina, sin alma, desolada, me había tragado en el impacto.

 


A veces la tristeza parece no tener fin. Catalina hada madrina y tía  Siempre en mi corazón hoy me quede sin palabras

 Arpegio de amor

                                                  A Catalina F. Lamberto.


“El amor un día imaginando

 retazos de nubes”

Gustavo Rubens Agüero


Telaraña…

Modesta, casera, belleza de binza silente.

Absurdos miedos del rincón, y la tarde soleada.

Amorosa en los atardeceres de la lluvia.

Y en los tensos hilos de la trama.

Me distraes de mis acosos, boletas, facturas

y el aumento de fin de mes.

Voy desvelado de anaranjado atardecer,

entre las sombras de la casa

y el cuadro que me mira.

Incredulidad suspendida en hilos,

Animado hálito de engaños e ingenios.

Antigua y geométrica naturaleza

que abanica gracia entre el sillón y la ventana.

Como tú, soy alma de riesgo.

Confieso, para nadie, mi propio engaño:

arpegio de amor sin ingenio ni red.

 

 

JUEVES DE COMADRES 

El viaje de la lluvia parece irremediable, como  el tiempo atardecido en una plaza. Semillas de fiesta en manos golondrinas, caerán al moreno olor de tierra mojada.

Raspa el Singani bajo el ojo del sol desgranando sombras,  gentío, piedra hecha calles, veredas  y en lo alto la celebración del deseo jugando con el papel picado y las miradas.

Más allá…  siete colores pinta el arco iris sobre cerro y quebradas. Cuesta abajo y cercanas al rió parcelas de cultivos bajo un cielo de llovizna, lisonjean al calloso arado y los olvidos.

Es carnaval y jueves de comadres en  Tilcara, campesino aroma de colores, brindis, y abrazos. Sediento arrojo de polleras en corazones de Sikus, albahaca y talco vuelan en la  serpentina  interminable de la danza.

Soplaron vientos  de cosechas, lunas empapadas de cielo galantean  al Pucará y la Pachamama.

Las gotas de agua suelen refugian espejismos. Misteriosas van las voces del ayer... y de  la gente que aman la tierra, el baile  y la comparsa.

 

PAVESA ESTELAR Mauro Martina

“De noche, a veces, suelo observar como afloran en luz las estrellas. Ellas exhaustas, silenciosas, me brindan su belleza. La ciencia voluptuosa me trae otras resonancias, repitiendo una letanía de años luz de distancias.

Creo, que las más lejanas son como el amor y quizás lo que estoy mirando fuere el hoy del ayer y ya no exista. Entre ese vuelo sin destino  y un delicado azul, es tal vez donde desertan un cielo que se apaga y nuestras voces.

Opaco claro de luna  la almohada. El cielo, destello de un pasado muy antiguo, que hoy viaja en el  presente, derivar en el tiempo. Casual perfume… la existencia.

¡Cuándo sueño, siento! ¿Voy lejano? El tiempo me apresa. A veces sucede rápido, atraviesa el presente  aunque tal vez solo retorne el pasado, ¿Qué será?, tal vez solo ¡grácil melodía y titilar! Otras veces el minutero cósmico, es lento, tan lento, que no puede suceder… Entonces ocurre el no tiempo, un vándalo del presente sin pasado. Y… ¿a mis Quipu -(espaldas)? ¡El desconocido futuro! Realidad, fábula, y la mirada fija en la  nada… y el alma, en una bocanada de infinito.

¡Cuánta locura tendrá el tiempo! ¿Nosotros? O todo será solo una cuestión de distancia”.

 


DESVÁN DE TRISTEZA 

Misterioso perfume del Más Allá, elegante y bella madera del ciprés; una antigua ritualidad, apostasía ajena de celebrar la vida, lo sembró como guardián del sitio.

Árboles altos, flexibles, embelleciendo lo áspero. Y en los aires de Buenos Aires, malos aires.

Inmovilidad en oscuras formas, gélido pórtico de entrada. Miradas e interrogantes. Cálidos, ¿Por qué? Y más preguntas, siempre las mismas preguntas.

Brisa sutil que enluta rostros y oprobios. Mañana de sol primaveral blanqueando nombres y huesos. Cita breve, familiar e inusitada y la lejanía del pago

Gruesas paredes erigen la incomprensión de lo evidente. Encierran las inquietas moscas, ánimos ocultos y monumentos; sin respuestas entre los olores dispares y la fatalidad de las flores del adiós.

Dominios del cemento y de la nada en variadas construcciones, algunas importantes, estrechas callejuelas. Geometría de la piedra y rectángulos en la tierra. Estigia en la mirada, palpitaciones y una espera atravesada en el pecho y la garganta.

¿Hay Piedad en las figuras de mármol? Cerberos de la palidez. Desván de la tristeza. Estampa de desterrados en el sendero de la fe. Un paisaje despoblado de voces y, al anochecer, cada tanto, la luz de la luna tragada por la niebla. Sombras del último aliento. Los inhumados y su ausencia.

¿Y los pájaros insomnes? ¿A dónde irán batiendo alas en este día de pesadilla? Hoy parecen torpes. ¿Habré olvidado la hermosura de su vuelo? Extrañas aves, coronas y viandantes. Descaro en las palabras y en los silencios. Y en las cabezas faltan imaginación, vuelo y movimiento.

La enterrada, ni su zarcillo, volverán a su puna. Juan Cuevas, en San Antonio de los Cobres no descifra arriba ni abajo, circulo ni recta, solo el no de un tiempo sin distancia en la distancia. Anclado al bar El Quitapenas, su laberinto perfecto.

 Al paso de los años, sin su amada compañera, el viento se le arremolina en el cuerpo y el recuerdo en los ojos; alcohol, polvo y huellas. La resignación, largo camino. Penas y, sin herida, certera puñalada.

 


María  Cuevas, guerrera de lo que fue (no está para las quejas). Alrededor, húmeda soledad, cruces y nostalgias


DERROTA ADAMANTINA

A Ella


Es medianoche, apremia el reposo. Alegrías, penas, anhelos y presencias intensas o, algunas veces, borrosas, de vez en cuando me atrapan, como esas cosas que vienen del aire. Yo no sé bien porqué: debe de ser por la audición de la radio, digo, quizás. A esta hora sintonizo el programa “Demasiado tarde para lágrimas...”.

El alero del techo me resguarda del leve rocío que cae, constante.

A mi lado, otro cómplice: el cuaderno de notas. Aun cuando no escribo, me agrada tenerlo cerca.

Desvelos implacables y la estrellada estancia poblada de antiguas voces.

En el aire, aromas persistentes de la pasada cena salen por la ventana de la cocina junto a sonidos cercanos. El croar de ranas acude desde el baldío vecino, quizás como un preludio para el sueño.

Instantes de monotonías graves, alterando silencios y tranquilizando ánimos. Tiempo escalonado y, en algún otro ruido lejano, la inquietud, el deambular en el pasado. Tal vez algún traqueteo ocurre en la calle. ¡No importa!, igual el tiempo sucede.

El silencio deshoja soledades. Todo ocurre antes del alba y, al parecer, sin un dios.

La tortuga Florencia guarda la cabeza en su coraza y se aloja, holgada, en un rincón. La observo: tengo los brazos apretados y, en la textura de mi poncho de Luracatao, un vano esfuerzo me acaricia.

Abrazo algunos pocos sueños perdidos y la idea loca de guardar, en un lugar del corazón, fe y retazos de mi felicidad pasada.

Luna y lumbre… parecen desaparecer en el ángulo más pequeño y extremo del patio, crecido en sombras. A salvo de la oscuridad, las rituales patas del quelonio y en un improvisado tablero de bordes y peldaños semi-ocultos me distraen algunos mosaicos: el rojo y amarillo de la derrota adamantina se refugian en los escaques del piso de granito.

La mirada ha cumplido su recorrido; está ahora detenida en la madreselva. Mustias y apretadas alas, danza borboleta en la fría piedra. Memoria, movimientos en las hojas, y el sabor agridulce de las cosas.

Presiento un nombre entre fragancias de enamorada del muro, pensamientos y otras galanterías que trae el viento como repitiendo una canción con antiguas hablillas.

Respiro profundo y ¡Ella ya está aquí! Me alcanzan los sonidos de su voz.

Párpados del ayer y, en mis ojos, las interminables escalinatas de la Facultad de Derecho. Y mí atormentada conciencia.

Sin poder creer, desespero, permanezco. ¿Amor, dónde estás?

 

 ·

Este relato lo publique en crudo una vez. Mi querido amigo Julio Reynaga realizo el trabajo de corrección Como siempre una labor superlativa Gracias Julito


EL MONO Y EL ORIGEN DE LA MENTIRA

(Variaciones sobre un cuento de Tolstoi)

Había escuchado todo, y bajo del árbol, como un mono. Como mono que era. Realizando una extraña pirueta y algunas monerías. En un santiamén reparó con disimulada satisfacción que el desconcierto delataba en el rostro de los otros animales, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. Dejando de lado su aparente torpeza, rascó su cabeza, y efectuó tres gestos inquietantes: primero, llevó sus manos al rostro y tapó los ojos; casi al instante abrió sus codos y cambió la posición de sus manos, extendiéndolas para cubrir también sus orejas; por último, consumando otro movimiento con sus manos, se tapó la boca. Después resolvió hablar e imitando una voz baja y cavernosa dijo: ¡Mmm..., el origen de la mentira... De alguna manera todos podrán tener razón y quizás nadie la tenga.

Otros asistentes comentaron que el mono había disparado el concepto a sabiendas de la alteración que provocaría a los presentes. Y así, paseándose con las manos entrelazadas en su espalda, por delante del ocasional círculo que se había formado como si ya fueren sus discípulos, continuó con su discurso.

La teatralización que llevaba a cabo el mono a esta altura de los acontecimientos oscilaba entre graciosa y académica. Titubeante, intentaba convencer a todos de que cada una de las calamidades que se puedan mencionar son parte de un todo, que hoy llamamos el origen de la mentira. Pero como todo es relativo y nada es absoluto, y en el universo el uno y las partes son lo mismo, interrogó. Dicen que sus palabras fueron: ¿No consideran ustedes que el bien también sea parte del origen de la mentira, como un todo? Así las cosas, algo que representa la mentira mañana podría ser bueno y viceversa. Dios necesitó de la ira. Y por ello ¿fue malo? ¿mintió?

Cuentan también que daba vueltas al ocasional círculo y que, en seco y sin titubear, afirmó: Si alguien expresa que sufre hambre de amor, ello puede ser verdad o mentira. Quizás nada es en sí mismo. Hizo una extensa pausa, y mientras se rascaba la barbilla habló de nuevo. No, no tienen razón. No han considerado el tiempo o el movimiento y además las cosas o la naturaleza, que está en equilibrio inestable, no tienen origen en la verdad o la mentira. Solo parecen o suelen ser transformaciones de una misma cosa nombrada energía. Y la energía no tiene ser. De alguna forma extraña se necesita la misma energía para la verdad o la mentira. Además, la hipótesis de que todo en definitiva es energía contradice la esencia del concepto de energía. Por ello, tal vez la verdad, la mentira, el miedo y el valor o el amor y el odio, deban ser solo apariencias. Caras de una misma moneda.

Así pareció dar por finalizada su intervención. Pero, al trepar y hamacarse en la primera rama del árbol con una actitud algo oronda y satisfecha, lanzó la última frase provocadora: ¡Distraídos!, están inmersos en sus problemitas y no se dieron cuenta de que les di tres pistas sagradas del conocimiento, como si fueran las sagradas negaciones de Pedro. Y entre risas exclamó: ¡Si no entendieron, busquen a un hombre, el ermitaño del bosque Y si no, esperen a que vuelva de la montaña el nombrado, Zaratustra!

Hay variadas versiones del encuentro, algunas contradictorias. Otras aseguran que el mono trazó con claridad todas sus respuestas. Aunque los concurrentes nada comentaron.

Bueno..., tal circunstancia no está mal ni bien. Los hombres muchas veces nada contestan cuando son interrogados en estas cuestiones, pero algunos alegan que cuando Dios murió, al menos algunas respuestas o todas las claves les fueron entregadas para que entiendan y hablen.

Lo cierto es que el mono continuó su discurso: Animalitos míos, la búsqueda siempre es infinita, tal vez puedan responder al interrogante. Pero ahí, en el acto nacerá otro interrogante. El desconcierto, era notorio. Nadie habló y los cuatro animales estaban allí, como petrificados. De manera decidida y quizás para aumentar la turbación en el discernimiento de sus oyentes, que lo observaban perplejos y casi todos con el entrecejo fruncido, argumentó: La mentira y la verdad, son tan solo como la sombra que uno proyecta. Todo está en el camino, sin origen o fin, junto a las demás cuestiones nombradas. Al percibirlas sentimos que existen, pero ¿existirían sin nosotros? Es un enigma difícil de resolver. Y sin decir más, con la boca abierta, saltó hacia la rama más alta. 




Muchas gracias por su visita 

Isaías Medina López (Coordinador)


sábado, 16 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (44) Varios autores

Joven llanera en el archivo de Monofot.




EL MITO DE AMALIVACA (Arístides Rojas)
Debemos la tradición de los Tamanacos sobre la formación del mundo, después del diluvio, a un célebre misionero italiano, el padre Gilli, que vivió mucho tiempo en las regiones del Orinoco. Refiere este misionero que Amalivaca, el padre de los Tamanacos, es decir, el Creador del género humano, llegó en cierto día, sobre una canoa, en los momentos de la gran inundación que se llama la Edad de las Aguas cuando las olas del océano no chocaban en el interior de las tierras, contra las montañas de la Encaramada.
Cuando les preguntó el misionero a los Tamanacos cómo pudo sobrevivir  el género  humano después de semejante catástrofe, los indios le contestaron al instante que todos los Tamanacos se ahogaron, con la excepción de un  hombre y una mujer, que se refugiaron en la cima de la elevada montaña de Tamacú, cerca de las orillas del río Asiverú, llamado por los españoles Cuchivero. Que desde allí ambos comenzaron a arrojar por sobre sus cabezas y hacia atrás los frutos de la palma moriche, y que de las semillas de ésta salieron los hombres y mujeres que actualmente pueblan la tierra.
Amalivaca, viajando en su embarcación, grabó las figuras del sol y de la luna sobre la loca pintada (Tepureme) que se encuentra cerca de la encaramada.
En sus viajes al Orinoco, Humboldt vio una gran piedra que le mostraron los indios en las llanuras de Maita, la cual era –según indígenas- un instrumento de música: el tambor de Amalivaca. La leyenda no queda, empero, reducida a esto según refiere Gilli. Amalivaca tuvo un hermano, Vochi, quien le ayudó a dar a la superficie de la tierra su forma actual. Y cuentan los tamanacos que los dos hermanos, en su sistema de perfectibilidad quisieron -desde luego- arreglar el Orinoco de tal manera que pudiera siempre seguirse el curso de su corriente, al descender o remontar el río. Por este medio, esperaban ahorrar los hombres el uso del remo… idea que no llegaron a realizar… Amalivaca tenía además dos hijas de decidido gusto por los viajes; y la tradición refiere, en sentido figurado, que el padre les fracturó las piernas para imposibilitarlas en su deseo de viajar, y poder de esta manera poblar la tierra de los Tamanacos.
Después de haber arreglado bien las cosas en la región abnegada del  Orinoco, Amalivaca se reembarcó y regresó a la opuesta orilla, al mismo lugar de donde había salido. Los indios no habían visto, desde entonces, llegar a su tierra ningún hombre que les diera noticia de su regenerador sino a los misioneros. E imaginándose que la otra orilla era la Europa, uno de los caciques Tamanacos preguntó inocentemente al padre Gilli: “Si había visto por allá al gran Amalivaca, el padre de los Tamancos, que había cubierto las rocas de figuras simbólicas…”
No fue Amalivaca una creación mítica, sino un hombre histórico; el primer civilizador de Venezuela deja su nombre perpetuado en la  memoria de millares de generaciones.
Estas nociones de un gran cataclismo, dice Humboldt, estos dos entes libertados sobre la cima de una montaña, que llevan tras sí los frutos de la palma moriche, que llega por agua a una tierra lejana, que prescribe leyes a la naturaleza y obliga a los pueblos a renunciar a sus emigraciones; y estos rasgos diversos de un sistema de creencia tan antiguo, son muy dignos de fijar nuestra atención.
Cuanto se nos refiere en el día, de los Tamanacos y tribus que hablan lenguas análogas a la tamanaca, lo tienen, sin duda, de otros pueblos que ha habitado estas mismas regiones antes que ellos.
El nombre de Amalivaca es conocido en un espacio de más de cinco mil lenguas cuadradas, y vuelve a encontrarse como designando al Padre de los Hombres (Nuestro Grande Abuelo) hasta entre las naciones Caribes
Ningún pueblo de la tierra presenta a la imaginación del poeta leyenda tan bella: es la expresión sencilla y pintoresca de un pueblo inculto que se encontró poseedor del oasis americano, coronado de palmeras, de majestuosos ríos poblados de selvas seculares, de dilatada, inmensa pampa, imagen del Océano.



EL DR. RODRÍGUEZ (Eduardo Mariño)
I
La voz en el teléfono quería dar la impresión de apremio que siempre tienen las voces telefónicas, pero lo que translucía era un indecible hastío. Supuso que era la decimocuarta vez que intentaba comunicarse en vano, y por consiguiente, le cedió generosamente la oportunidad de intentarlo por decimoquinta vez.
—Lo siento, el doctor Rodríguez no está.
—Pero…
—Intente más tarde, no debe tardar.
Y la colgó, sin más. A fin de cuentas, era sólo otra voz en el teléfono, una más en una lista indefinida y nebulosa que flotaba más allá de la pequeña ventana en la que alguna vez se veía un apamate y ahora sólo la fachada enrejada y fría de un centro comercial.
II
El doctor Rodríguez subió en tramos lentos la escalera que en una ligera curva le llevaba hacia su despacho. Lunes —pensó el doctor Rodríguez. Y el lunes se hizo en su rostro y la sequedad de la palabra le apretó la garganta y le hizo expirar, con benevolencia, el recuerdo fugaz de un domingo menos particular que en su acendrada búsqueda de melancolía le había dado un reposo y el milagro tácito de un beso al despedirse.
—Te llamaré en la mañana, esta noche todo se solucionará.
—Estaré esperando, ojala así sea.
—Será…
Y el doctor Rodríguez abre la puerta de la engrisecida oficina y un pálpito como de olvido le camina la sangre.
III
¿Dónde estaba? Todo había sido tan rápido y tan impersonal como una escena de teatro o una película contada al salir del cine. Todos los sucesos, en vertiginosa y difusa secuencia se afinaban entre si y le dejaban la impresión de haber sido testigo más que actuante, en una representación de saltimbanquis y cabriolas del destino.
Se aferra una vez más al teléfono, como aferrarse a la vida que se supone después. El amor, como toda fe del espíritu, también tiene sus ritos y sus imprecisas oraciones.
IV
Si sus ojos no estuviesen sólo abiertos, tendría una magnífica vista de su esposa aferrada al hilo en el que supone también aferra su vida. Podría quizás detallar su ilusión que va deviniendo en angustia.
¿Pero quién sabe lo que pueden ver los ojos abiertos de los muertos?
Quizás, doctor Rodríguez, el puñal te obstruía parte de la escena.



EL TÁRTARO  (Marcos Agüero)
El cura del pueblo acaba de despedirse de Pedrito, el monaguillo, y le recordaba despertarlo a las 6:00 a.m. como era de costumbre para dar la misa. El Sr. Cura encendió una vela, se arrodillo, Oró y luego se acostó. Las horas pasaban bajo aquella tenue luz velatoria que lo hacía ver como un muerto. Un profundo silencio se dejó oír y ya no supo más de si…
El doblar de las campanas no se hizo esperar y sobre los hombros de los feligreses fue llevado hasta su última morada, un lugar pequeño, oscuro y frío, pero seguro y eterno.
Solo la tierra húmeda cubría el féretro del recién enterrado. Y fue allí, en semejante instante, cuando el santo difunto abrió sus ojos con incalculable espanto. Comenzó a empujar y golpear la madera que tenía ante su rostro. El esfuerzo era en vano debido a su avanzada edad y esta lo dejaba cada vez más débil. Sudoroso ya y con la respiración entrecortada, recordó que en uno de los bolsillos de su sotana, tenía un cuchillo, el cual sacó y con esfuerzo hercúleo y empezó a sacar los clavos de la urna escapando así del estómago de la muerte.
Ahí iba el pastor, arrastrándose por aquel infierno de desolación. Este era el pastor, el último pastor caído sin seguidores y sin nadie a quien seguir.
Mientras se arrastraba, surgió a su paso un viejo y apestoso burro lleno de gusanos y moscas verdes. Con una agria sonrisa montó el cuadrúpedo y sin rumbo alguno, el hombre y la bestia seguían la huella de la soledad la cual mostraba a su paso un paisaje agresivo de muerte.
Con la misma inclemencia que el sol quemaba su piel, así también el hambre quemaba su estómago. Ante tal adversidad, y con asco profundo, el hambriento pastor sacaba con sus esqueléticas y mohosas manos los gusanos que le salían a aquel viejo y enfermo animal. Tratando de socorrer semejante hachazo que la vida le signaba, se dispuso a orinar  en sus manos y beber tan preciado líquido.
Salido de quien sabe dónde, un nuevo animal aparece en escena, se trata esta vez de un zamuro que vuela a duras penas debido al hambre pegada en su estómago, mostrando la flacura en relieve de su implume cuerpo. Súbitamente, el zamuro percibe un olor nauseabundo que provenía detrás de una montaña. El ave alzó vuelo –como pudo- mientras el pastor con su sabiduría atormentada por lo que había comido y bebido siguió al carroñero. A medida que se acercaban al lugar, el olor se hacía insoportable, tanto así que quiso maldecirlo, pero su voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. Casi asfixiado, el pastor llegó a la cúspide de la montaña y vio un lugar aterradoramente amorfo. Hombre bestia y zamuro entraron en aquel fétido sitio. La turbia e inexpresable mirada del pastor, se aclaró en la oscuridad de aquello. De repente, se oyeron quejidos, llantos y alaridos. Para ese entonces el hedor ya era insoportable.
Luego la sensible mirada del pastor se vio atraída por algo que surgía entre penumbras. Era un ser asombroso, mitad hombre mitad caballo, así era su cara, con voz trémula el pastor pregunto: ¿Qué es todo esto; quién eres; por qué estás aquí? Levantando sus patas traseras el anfitrión respondió: Los lamentos que escuchas son los frutos del árbol de la ignorancia que se pudre en el lodo que cubre la raíz de la inteligencia de los dioses mundanos. Y el hedor que sientes son tus pensamientos y el lugar donde te encuentras es El Tártaro, lugar donde viven solo los que están muertos y el que aquí entra no sale jamás.
El aun aturdido pastor, clavó los ojos de angustia en tan fabulosa criatura diciendo: Por salir de aquí soy capaz de cualquier cosa, por muy imposible que parezca. ¡Yo, pastor de nadie, el último pastor recto!
Los ojos del misterioso ser huyeron de la insistente mirada del pastor, mientras le decía: ¿Ves este riachuelo, allí se encuentra un pez lleno de gusanos venenosos y el agua que ves, es la sangre venenosa de los dioses mundanos. Si logras comerlo y beberlo y quedar vivo, podrás salir de aquí y vivir para siempre.
Respondió el pastor: He esperado con angustiante tranquilidad el correr de los años acercándose lentamente a pasos agigantados hacia el final de este encuentro. Mientras tanto, el zamuro descansaba sobre una rama de espinas esperando  impaciente la muerte del pastor y poder así saciar su hambre. El pastor metió su mano en la sangre de los dioses mundanos, saco el pez lleno de gusanos y con la poca sabiduría que le quedaba meditó por un momento y le dio de comer primero al zamuro. Este lo devoró en un dos por tres y al instante murió. Seguidamente, el pastor tomo al zamuro muerto y se lo dio a comer al burro. Este lo masticaba lentamente y cuando se lo terminó de comer, el burro también murió. Viendo esto, un rotundo olfato de triunfo lo embargo. Desenvaino su viejo cuchillo y lo clavó en la yugular del recién muerto animal.
Un fuerte tibio chorro de sangre baño su rostro, procuró entonces beberla con desesperación. Totalmente lleno, se incorporó el pastor totalmente transformado y con el burro convertido ahora en un hermoso corcel blanco mientras de su cuerpo, salían dos enormes alas negras. El pastor montándose sobre el alado animal diciendo estas  palabras al guardián del Tártaro:
Todos somos como burros con gusanos, guiados por nuestra ignorancia hacia el tártaro. ¡Utilicen la espada de la sabiduría para que sean transformados! Dicho esto salió volando a la eternidad…
A las 6:00 de la mañana, Pedrito  llegó a la iglesia y acercándose el cura le dijo: ¡Levántese, señor cura, que ya va a ser la hora de dar la misa!


PICA LA PELUCA (Enrique Enríquez)
Dedicado a todos los Clint Eastwood del mundo
El Sicario se frotó los dedos para eliminar cualquier residuo de masa de gnocci mientras empujaba su silla de ruedas hacia el fregadero de la cocina, donde se lavó las manos, secándolas luego con un paño blanquísimo que volvió a plegar por sus dobleces exactos. Así, con las manos impolutas, buscó entre sus bolsillos la llavecita chata y cautelosamente gris que abría la segunda gaveta del armario, de donde sacó una bala calibre 25 que puso frente a la fotografía de una chica con cara de “empleada del mes”, dejándola husmearle el rostro por varios segundos antes de meterla en un sobre y cerrarlo pasando la lengua por el filo engomado.
Quienes no tienen el valor de chapotear en las miserias de la vida se suicidan. Si resultan cobardes incluso para eso, llaman al Sicario y la muerte le llega a vuelta de correo. El Sicario pone una bala a mirar una foto de la víctima y luego la mete en un sobre con su dirección. Cuando el “cliente” abre el sobre, la bala le parte el pecho. Fácil y rápido. Infalible llueva, truene o relampaguee. El correo jamás falla y el Sicario menos.
Del Sicario no hay mucho que decir. Seis años atrás su primo Cósimo lo invito a cenar. Tres platos de osso bucco con Regina fagioli después, entraba a la sala de emergencia del hospital de Terrasini con una indigestión que lo dejo paralítico y le confirió el poder de eliminar las balas usando la mente como pistola, todo por el mismo precio. Si Cósimo le había tendido una trampa o no era incierto, pero por las dudas el Sicario le abrió una segunda sonrisa más debajo de la quijada. Descanse en paz.
Hablemos mejor de su cliente, Melinda, la chica de la foto. Melinda quería ser actriz. Algunos pensaban que tenía todo para triunfar porque era alta, rubia, atractiva y un poco tonta, así que hizo lo que todas las mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tonta hacen cuando quieren ser actrices: fue a una audición.
La audición estaba llena de mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas esperando ser descubiertas. Ninguna hablaba, y Melinda pensó “¡qué pretenciosas!”. Luego de un rato dos hombres vestidos con uniforme azul entraron a la habitación, cargaron cada uno a una de las chicas y se fueron. Volvieron al poco tiempo y repitieron la operación. Melinda no notó nada extraño hasta que a una de las chicas se le cayó la cabeza cuando la levantaban. “Vaya, ¡esa es más tonta que yo!” se dijo. Da vergüenza decirlo, pero aun tardó diez minutos en enterarse de que se había sentado en un depósito de maniquíes. Ni siquiera lo descubrió ella misma, sino el sujeto que, al levantarla no encontró las etiquetas con los precios en su ropa.
De ahí en adelante, y con una constancia pasmosa, fracasó en cada papel que le asignaron. Si le hablaban del Método Stanislawsky, ella respondía que siempre había confiado más en las píldoras. Era un fracaso y todos lo sabían. Peor aún: ella lo sabía. Por eso contactó al Sicario, le envió su foto y se sentó a esperar que el cartero le trajera la muerte. Lo que no sabía Melinda es que ha podido ahorrarse el dinero, pues el Asesino de los Jueves entró esa noche en su casa.
El Asesino de los Jueves se metía a la casa de sus víctimas los jueves, usurpaba su identidad por siete días y las mataba el jueves siguiente. Según él, se entregaba a las costumbres de una persona extraña y luego se liberaba de ellas asesinándola. Algo muy coherente si te patina el coco. Había sido peluquero en Los Ángeles pero un tumor cerebral lo sacó del negocio. Los médicos decían que más de un corte de pelo al día lo habría hecho tener un derrame y eso le destruyó la carrera. No pudiendo ser quien quería ser, decidió ser cualquiera. Se volvió loco. En cualquier país del mundo los locos se contentan con deambular por la calle, pero en Los Ángeles los locos matan gente. Por algo es tan callado el primer mundo.
Melinda no notó nada raro en el hombre sin cabellos ni cejas que la siguió hasta su casa conduciendo un escarabajo rosado en cuyo guardafangos podía leerse “Born To Kill”. Tampoco le pareció raro que estacionase su auto junto al de ella y la siguiese por el jardín. Iba a comenzar a extrañarle todo aquello cuando recibió un mazazo en la nuca. Lo siguiente que supo es que estaba en la cama viéndose a sí misma parada a sus pies.
¿Quién eres tú?- preguntó.
Soy Melinda -contestó el psicópata con voz de muñeca taiwanesa- esta semana verás qué tan Melinda soy. Luego te mataré. ¡Ah! Y no intentes escapar. No tienes modo de engañarme. Tengo el coeficiente intelectual de un genio.
¡Ay sí! Contestó la verdadera Melinda, serás muy genio, pero te apuesto, a que a mí me invita más gente a salir.  Por fortuna sonó el timbre. En este tipo de historia la persona que toca a la puerta suele morir, pero el cartero se fue ileso tras dejar su encomienda en manos de Melinda que supo ocultar muy bien sus nervios. Con la misma sangre fría cerró la puerta y dijo a su doble:
--Llegó el correo.
---Muy bien-- dijo el Asesino de los Jueves---
Abre una carta y yo abriré las demás exactamente igual a como tu abras la primera.
Siempre somos mejores cuando ya nada importa. Nuestro rehén fue pasando carta por carta con parsimonia, notando divertida que su captor miraba con atención de antropólogo cada uno de sus gestos. Ella que había sido tan mediocre frente al público, actuaba muy bien ante la muerte. Aquel fajo era bastante tedioso: cuentas… cuentas…publicidad… cuentas…cariños desde Italia…cuentas ¿Cariños desde Italia? El sobre pesaba más de lo normal y Melinda entendió todo. Esa fue la carta elegida.
-¿Sabes? -le dijo al demente usando un histrionismo del que jamás gozó en escena- me encantaría quedarme a que me mates, pero acabo de recordar que tenía un compromiso previo.
Melinda abrió el sobre del Sicario, la bala hizo lo suyo y ella murió en el acto sin que el Asesino de los Jueves tuviese nada que ver. No habiéndola matado él, la liberación era imposible y el Asesino de los Jueves se vio obligado a ser Melinda para siempre. 
Lo bonito de esta historia es que a partir de entonces la actuación de Melinda mejoró. Nadie sabía cómo, pero, ahora era estupenda. Pronto comenzaron a lloverle los contratos, las ofertas, los halagos. Todo el mundo tenía un papel escrito para ella, todo galán le ansiaba entre sus brazos. El Tony llegó seguido del Golden Globe y finalmente del Oscar. Cuando Melinda recibió la estatuilla de manos de Anthony Hopkins lloraba. Nadie supo nunca que aquel era un llanto prisionero, no de estrella.