Imagen del archivo de Kelly Manuel
LOS CARRETEROS (Ramón Villegas Izquiel)
Tú eras mui
joven entonces, Vale Joaquín. Diez i siete años apenas i ya andabas ganándote
la vida en el durísimo trabajo de carretero. Eras “culatero” en las dos parejas
de mula de Julio Villegas, mi papá.
El Vale Víctor
Castillo era mayor. Unos treinta años i con experiencia en esas faenas. Por
esto era el caporal de esas carretas, transporte forzoso en nuestros llanos
entonces, donde los caminos los hacían los caminantes i las llamadas carreteras
las propias carretas. El camión apenas se atrevía a meterse cuando ya las
sabanas estaban secas i los trillos abiertos.
Yo era un
muchachito. Una impedimenta que unas dos veces ustedes cargaron con mucho
agrado. Así lo comprendía yo. No porque fuese hijo del amo, sino por el aprecio
que le tenían al viejo don Julio, como afectuosamente lo llamaban.
Desde el primer
momento me demostraron su aceptación con la comprometedora sencillez que tiene
el trato de los humildes de corazón. Para insuflarme ánimo ante la dura
experiencia que iba a comenzar, me aplicaron la fórmula eficaz de convertirme
en un igual en el viaje, hombre a hombre, sin melindrosas consideraciones de
“hijo de papá”.
Me hicieron
“Valecito”, porque entre ustedes se llamaban vales, es decir, valedores,
compañeros en toda la significación efectiva del término. Mas esa deferencia
tenía que merecérmela asumiendo el rol de aprendiz de hombre en el concepto de
valiente frente a las rudas exigencias de tales travesías para un carajito
raquítico i casero como lo era yo.
El primer día
pernoctamos en Buena Vista, no mui lejos de El Tinaco. Allí recibí las
lecciones preparatorias para el trayecto. (Narro al detalle, Vale Joaquín, para
aclararme la memoria i para que los jóvenes de ahora aprecien algunos rasgos de
las vidas de los años de nuestra época. Son experiencias acendradas por largos
años en mi alma de llanero, como noble vino en odre bien curtido).
Primero, como yo
estudiaba en una escuela católica i vivía en la casa de unas honorables beatas,
cuando me santigüé i di gracias a Dios por la cena, el señor Gualdrón, dueño de
la posada, me advirtió en tono grave: “I al amo de la casa también, amiguito,
que fue quien se la sirvió.”
Luego cómo me
hizo sudar el Vale Víctor cuando me indicó: “Valecito, cuelgue por allí i tenga
en cuenta que el hombre completo no deja arrastrar su mosquitero, ni cuando lo
guinda ni cuando lo recoge.”
Después cuánto
gozaban ustedes viendo mis sudores para manejar el mosquitero sin que tocara el
piso. Pero lo logré. Cuando llegamos al final del primer viaje ya era un
experto en esa practica, a pesar de mi baja estatura que me desfavorecía.
Así cultivaban
la reciedumbre estos hombres de brega, aun doblando un mosquitero. Hasta serian
tradiciones marciales, pues el Pabellón Nacional también hai que plegarlo i
desplegarlo sin que tropiece el suelo.
No obstante,
faltaba la advertencia primordial. A la una de la madrugada, cuando ya salíamos
de Buena Vista, Víctor Castillo me advirtió: -“Valecito, como usted me lo
confió su papá, no lo voi a montar encima de ninguna carreta, porque le puede
dar sueño i si se cae lo atropella la de atrás. Tampoco dejarlo caminar
apareado a los carros. Es mui peligroso, puede espantarse una bestia de golpe.
Así que véngase conmigo adelante i coja con la mano izquierda la rienda derecha
de la puntera para que lleve el mismo paso mío”.
En ese momento
comprendí claramente que esto era sumamente distinto a todos los viajes que
antes había hecho en pleno verano por la misma ruta en la limosina de mi
padrino Faustino Padrón. Que tenía por delante cinco días de viaje andando de
noche i de madrugada, montándome en los carros solamente a ratos durante los
cortos lapsos con sol que permitían las mulas.
-Fueron dos
viajes nada más los que llegué a hacer con ustedes, Vale Joaquín. Dos recuerdos
que he cultivado con nostálgico cariño entre la rosaleda, todavía fragante, de
mis vivencias infantiles.
Me acuerdo aún
con claridad juvenil de las excepcionales jornadas que ustedes cumplían.
Enjaezadas las mulas con los complicados aperos de su clase i uncidas a las
carretas, se salía de la posada cuando apenas el lucero del día -“el
Becerrero”- asomaba su lamparita titilante por sobre el telón oscuro del
horizonte sabanero.
Partíamos con
lentitud resignada, barajustando perdices i reptiles, despertando guacharacas i
alborotando perros en los vecindarios, con el estirado traqueteo de las bocinas
en las puntas de los ejes lubricados apenas con “sebo de Flandes”.
Un tren de
carretas cruzando la oscuridad semeja en la distancia una fantasmal procesión
de otras edades, con su farolito encendido debajo de la caja entre las dos
ruedas i el persistente tabletear como de matracas lúgubres de Viernes Santo.
Empero animada
los espíritus el contacto tierno de la mañanita fresca, empapadita de rocío
enmastrantado i con el perfume achocolatado de las matas de palotal. Las
bestias, avispadas por el frescor i el descanso, marchaban animadamente,
guiadas por el farol de la precedente. Los chistes saltaban chispeantes desde
el caporal hasta el “culatero”:
-¡Mula peorra
carajo! ¿Fue que se te descosió el culo?
-¡Si es pa’mi no
le eche auyama, compañero!
-¡No te echaron
esta noche en Malpaso a la vieja Melitona entre el chinchorro!
La vieja
Melitona, como hasta el nombre sugiere, era una posadera bastante entrada en
años, mui trabajadora, pero mui fea también. Parecía una visión de otro mundo,
vestida como los arrieros de burros para sus faenas: Un percudido batolón de
liencillo crudo, si talle, que llamaban “camisa de mochila”.
Así transcurría
la primera media jornada hasta las diez u once de la mañana, cuando había que
hacer un alto para evitarles a los animales el peso adicional del mediodía.
Siestas largas i
tediosa, entretejida de zumbidos de insectos, del canto monótono de las palomas
montañeras i por los deprimentes silbidos del “sauce”. Sueño pesado de los
carreteros, sostenido por la fatiga i el copioso almuerzo. Pegajosas
emanaciones de los aperos hediondos a sebo con sudor de mulas. I para mí, un
largo fastidio de ocio i ansiedad reprimida. . .
Después la otra
media jornada desde la tres de la tarde hasta las ocho o nueve de la noche.
Esta más pesada por el cansancio ya acumulado i el bochorno de esas horas del
día.
Cansina la
marcha. Las mulas cabizbajas, como olfateando el camino. Descanso obligado de
los trabajadores encima de las cargas. Tardes con sol filtrando sus rayos como
los de una rueda inconmensurable atascada entre nubes en el confín de
occidente. O cielos encapotados en los cuales restallaban los intimidantes
latigazos ígneos del auriga de un carretón fantástico, cuyos tumbos iban
apagándose sordamente hacia la lejanía.
Al fin la
llegada al nuevo hospedaje i la rutina de soltar los animales en el potrero,
hasta la media noche, cuando había que recogerlos de nuevo i aparejarlos para seguir
viaje. La cena cordial i abundante, aderezada por el hambre caminera. Luego los
cuentos del chinchorro a chinchorro hasta el inmediato sueño fatigoso.
Como yo no
estaba acostumbrado a esa vida, me dolía entrañablemente contemplar los
esfuerzos inauditos a que eran obligados aquellos nobles brutos. Sobre todo en
pasos como La Corcovada, Malpaso, el Ave María, donde las ruedas se hundían en
el barro una o dos bestias más a cada carro, para poderlos pasar uno por uno. A
fuerza de gritos, maldiciones y garrotazos aquellos sufridores seres
arqueábanse en un empeño supremo para arrancar la pesada carreta de los
atolladeros.
-Dura, Vale
Villegas, era esa vida. No solamente para las mulas, también para nosotros,
pero como dicen que los tiempos pasados siempre han sido mejores, yo ahora en
mi vejez los recuerdo con tristeza. Sobre todo a don Julio. Como el se formó
bregando también en los caminos comprendían perfectamente los trabajos que
nosotros pasábamos.
-No recuerdo
bien Vale Joaquín, cual es el sitio exacto donde ustedes me contaron el suceso.
Creo que fue entre Buena vista i La Chivera. Eran como las cinco de una tarde
lánguida cuando Víctor Castillo me llamó la atención: “Mire, Valecito, hacia
aquella ceja de monte. Allí fue que se nos espantaron las mulas cuando se murió
su viejo. Eso es mui feo, manito. Una mula espantada echa a corre sin
importarle que lleva una carreta pegada. A veces, cuando no se pueden detener a
tiempo, se les voltea el carro, lo quiebran i se matan o quedan malogradas para
siempre. I lo peor es cuando las otras siguen el ejemplo de la primera, porque
entonces uno no se alcanza para atajar carretas regadas en todo un claro de
sabana.
Yo le había
dicho al Vale Joaquín, al salir del Tinaco que don Julio había quedado mui
grave en Valencia. I esa tarde cuando se barajustaron las mulas le grité: ¡Se
nos murió el viejo, Vale!
Desde entonces
damos este rodeo, porque mula que se espanta en un sitio difícilmente pasa otra
vez, por ese mismo lugar”.
Era cierto. Tal
día i a esa hora, aproximadamente, había muerto el amo. Quizá su alma, ya
viajera en la etérea infinitud, quiso acercarse hasta ello entes de dirigirse
definitivamente hacia la eternidad desde donde nunca regresan los caminantes.
-Cosas, Vale
Ramón, que suceden en el mundo i que uno no debiera andar averiguando tanto.
-Así será, Vale
Joaquín i me llevo una perenne gratitud por tu auxilio en estas evocaciones.
Me despedí con
saudades juveniles en mi alma i él continuó melancólico en la esquina de su
casita, mirando al río en sus discurrir incesante i silencioso como las vidas
de los humildes.