miércoles, 29 de marzo de 2017

La Lavandera (cuento premiado de Héctor Cardozo Lucena) y fotografías

Desde ese día nunca más se supo de Alicia (Archivo de Deiby Díaz)

Obra galardonada en el Concurso Nacional de Cuentos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (UNELLEZ –San Carlos, Cojedes)


 


Alicia miró al cielo. Es casi medio día –Pensó. Hacía como tres horas que había llegado al río a lavar. Siempre buscaba el mismo sitio, le gustaba aquel recodo porque formaba una poza donde podían jugar, sin peligro, sus dos hijos: Juana y Alexis, unos morochos de cinco años que la acompañaban a todos lados y que eran la luz de sus ojos.

Duro oficio  (archivo de Lilian Esteves Rivero) 

A pesar de la dura faena de lavar tanta ropa, Alicia sentía placer, le agradaba sentarse en una piedra negra en forma de sapo por donde bajaba el agua, quedando sumergido los pies en la orilla de la poza.


Imagen en el archivo de Perdomo Janeth

Ese día a Alicia le extrañó no oír a los pericos ni a los loros que usualmente armaban su escandaloso concierto entre los árboles de la ribera. Había un raro silencio sólo interrumpido por el susurro del río, un canto monótono aprendido desde el principio de los tiempos. Esa música mezclada con el golpeteo de la ropa sobre la piedra, la hipnotizaba. 


Lavanderas llaneras en pleno río (archivo de Ofelia Rodríguez Pérez) 

Alicia esperaba ansiosa los días de lavar para disfrutar de la mágica seducción de la soledad, sin preocuparse por nada, solo ella, el río con su canto y sus hijos retozando en el agua. Flotaba en esa atmósfera cautivadora cuando percibió a lo lejos voces de otros niños. Al principio frunció el ceño porque se imaginó la llegada de otra lavandera que vendría a romper el encanto con la infaltable conversadera. Pero luego se resignó pensando que sus hijos disfrutaban la compañía de otros niños. ¡Qué equivocada estaba!

Imagen en el archivo de Lucerito Jiménez Soler

Alicia continuó restregando. Le pareció raro que aún no llegaba la otra mujer. -Mejor así. Quizás se quedó río abajo- Dijo en voz baja. De pronto sintió un escalofrío, un presentimiento que le erizó la piel. Con sobresalto caminó hacia la vuelta del río, de donde provenía el bullicio. Pudo ver a sus hijos tirándole piedras a otros cuatro muchachitos. Los observó fijamente tratando de reconocer algún vecino, pero los pequeños recién llegados siempre le daban la espalda. Muy pronto se arrepentiría de no haber insistido en tratar de descubrir la identidad de aquellos forasteros. Aún sin ver sus caras, se sorprendió del tamaño de sus manos y pies, que resultaban desproporcionados para sus menudos cuerpecitos.


Imagen en el archivo de José Luis Castillo

Muy intranquila, Alicia decidió terminar la faena ese día. En cada paso que daba retumbaban las preguntas.

-¿De dónde salieron aquellos niños?- -¿Dónde estaba su madre?- -¿Por qué no la vi?- Con esa angustia enjuagó lo que faltaba y recogió rápidamente la ropa. La sensación de peligro era mayor.



Imagen en el archivo de Llano, Joropo y Leyenda

No oigo a los niños -Dijo. Levantó la pesada cesta y corrió a buscar a sus muchachos. Un frío indescriptible se apoderó de su cuerpo. NO HABÍA NADIE, LOS NINOS DESAPARECIERON. De su garganta salió un alarido penetrante, desgarrador que inundó la ribera. Fue el único grito que pudo exhalar de sus pulmones. El hermoso rostro de Alicia se desfiguró con una mueca de espanto y los ojos se desorbitaron cuando, en los últimos momentos de cordura que le quedaban, comprendió lo ocurrido. La mujer corrió sin rumbo, detrás de lo invisible. Las piedras del río se encargaron de lacerar su cuerpo con cada caída y la sangre cubrió su vestimenta.



Imagen en el archivo de Elkin Cardozo

La pobre mujer vagó por muchas horas. Los vecinos del pueblo que estaban en la calle principal quedaron asombrados al ver a una mujer con la ropa ensangrentada y la cara llena de terror. Es Alicia, la esposa de Julián -gritó el bodeguero-. Se fue esta mañana con sus hijos a lavar al río-. Todos estaban desconcertados, sin entender lo que pasaba. Los más viejos del pueblo comprendieron rápido la verdad que traía la desdichada mujer reflejada en sus ojos: LOS DUENDES REGRESARON AL RÍO A BUSCAR MÁS NIÑOS.


Imagen en el archivo de Perdomo, Janeth

De la loca Alicia no se supo más nada. Cuentan que la vieron por el río, en la poza, buscando a sus hijos. Después de muchos años nació otra leyenda: La de una mujer fea y cubierta de sangre que aparecía en el río lavando ropa asustando a los muchachos que iban a bañarse solos.



*Texto publicado en “El Llano en Voces; Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña  y de otras latitudes”. Compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno (San Carlos: UNELLEZ. 2007)


Héctor Cardozo Lucena (Barquisimeto, Lara, 1957 y residente en Cojedes). Egresa del Instituto Pedagógico de Barquisimeto en la mención Química (1980), con estudios de especialización y maestría. Dirigió el Instituto Universitario de Tecnología Agropecuaria, IUTEAGRO. Su obra está inédita.


martes, 28 de marzo de 2017

Sombras que viajan por el río (cuento premiado de Eduardo Mariño)

Mucho de lo que no quieres ver está en la sombra (archivo de Juan Zerpa)

Obra galardonada en el Concurso Nacional de Cuentos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (UNELLEZ –San Carlos, Cojedes)



Vengo para conduciros a la otra orilla donde reinan las eternas tinieblas...” 
Dante, Infierno, III

A María Quiroz

Hacía rato que había escampado. El río sonaba como una recua de ganado escapando de los jinetes del infierno. La quinta noche de mayo, carajo... la luna se llevó los bagres y se trajo guindado este invierno que parece no acabarse nunca.
Yo estaba recostado en la puerta del bar de Pedro, Brisas del Río, y ahorita que lo pienso, no creo que esa noche hubiese brisa del río, si no más bien un silbido mojado que bajaba del cerro y se le pegaba a la gente en el cuerpo, como una camisa emparamada del sudor del miedo. Estaba ahí recostado del quicio, igual que todas las noches, mascando chimó y viendo pasar a la gente. Recordando.



Él llegó como a las ocho de la noche. Era evidente que venía de San Carlos. La gente de San Carlos sólo viene a El Baúl por dos cosas: a beber o a preguntar pendejadas que ya casi nadie recuerda. Mayormente sólo pueden preguntármelas a mí, a este viejo hediondo. Pero deben interesarles mucho esos cuentos de antes, porque aceptan tranquilos mi olor y ocasionalmente me regalan una cajeta, o me brindan unos palos de cocuy, que sin embargo, nunca me quitan este temblor, este escalofrío.
Dije que llegó o que más bien lo trajo el agua, porque venía emparamado y azulito del frío. Se echó un palo y los ojos se le aguaron como a un carajito. Cuando la gente le pierde la costumbre, o nunca la ha tenido, el cocuy los regaña y los patea. A mí, ya el aguardiente no me sabe a nada. Tan sólo el chimó me amarga la lengua un rato, y me hunde en ese velar apendejeado que es el recuerdo. Le preguntó a Pedro por mí. Este se le quedó viendo y me lo mandó para acá, apuntando con el tuco de dedo que le dejó el caribe hace no sé cuantos años. Hablaba apuradito, como si yo me fuera a ir de aquí o si la lluvia lo regresaría pa´i mismo de donde vino. Cuando lo agarré por el brazo tembló como una mujer, y luego se quedó quietico mientras lo llevaba para la mesa.
Cuando se quitó los lentes le vi unos ojos oscuros y asustados. Seguro que una barba como esta debe asustar a cualquiera. Me preguntó si era posible limpiar una montaña y amontonar leña como para un mes en una sola noche, que si era verdad que habían “familiares” rondando en estas calles, en noches como estas. Todo esto lo iba diciendo poco a poco, soltando el cuento como si quisiera echarlo el mismo. Me le quedé callado un rato, esperando a ver que hacía después de hablar. Clarito se le veía el miedo en los ojos. Pero no era que me tenía miedo a mí, sino a mis respuestas. Como si no quisiera que esos cuentos fuesen verdad. Cuando vio que me empujé el palo que me había traído y le iba a contestar, se echó para atrás y se recostó, buscando seguridad en la silleta.
Mire amigo -le dije- aquí se oyen muchos cuentos de esos. A mi me parece que a usted le contaron fue de Jorge Noche. Si va donde Pedro y le dice que me le de una caja de Tarazona y esa botella de aguardiente que tiene en la repisa, yo le puedo conversar un rato de Jorge Noche, porque nadie más que yo le puede echar el cuento por aquí. Vaya pues pa´ que hablemos. Cuando vino, me carraspee la garganta, me eché un trago para enjuagarme la lengua y le empecé, con esta misma voz ronca y agotada, a hablarle de Jorge Noche. De esa sombra que camina de cuando en cuando por estas calles y a quien todos alguna vez le han tenido miedo.
Le dije que para pelar una montaña sólo hacía falta una noche si el brazo estaba bueno y el machete bien amolado. Le conté del cerro que le mandaron a limpiar y que amaneció peladito al día siguiente, con toditica la leña amontonada en una orilla. Que los familiares no rondan calles sino las almas de quienes los llaman a estas noches. Le conté de los desaparecidos en el río y en otros lugares que no es conveniente nombrar ahora. De cómo su negra canoa remontaba el río nada más de mandarla como a una bestia; “pa´lante, vamos pa´lante”. Le repetí, casi susurando, las terribles palabras que Jorge Noche pronunció en la cruz de la pica que queda al otro lado del río, más allá de la carama que dejó el invierno cuando el río bajó por la calle del medio, y que mucha gente todavía dice que se escuchan cuando el río anda arreblestao y han enterrado a alguien en el cementerio del cerro. Nombré las personas que le habían visto bajarse un día de la canoa, en medio del río, y salir sequito pa´ la orilla, como si viniera caminando por una trocha en el agua. Me afincaba en las palabras para ver como le temblaba el ojo, porque afuera, estaba volviendo a desbarrancarse el palo de agua, y los centellazos se reflejaban en la botella y en sus lentes. Le dije que no era bueno preguntar demasiado sobre esas cosas, y mucho menos escribirlas para que otros las conocieran. En eso guardó el cuadernito y se me quedó viendo, como esculcándome los ojos.
¿Y está muerto Don? Fue lo que me preguntó. Yo le dije que las sombras nunca se mueren del todo pues hasta en plena resolana, queda una rendijita de oscuro por donde se cuelan de la otra orilla, a recordarle a uno que también somos sombras, fantasmas perdidos en estas sabanas que en el verano son ardientes peladeros y en el invierno, oscuros pozos de muerte, negras lagunas donde hierven luces misteriosas.
Escuche -lo miré a los ojos- cuando dijeron que se había muerto ese hombre, yo fui el primero en llegar a su casa. Ahí lo que había era una urna en medio de la sala, trancada con clavos, como en los tiempos de antes, no como ahora que eso más bien parece un escaparate de señorita. Me quedé ahí esperando, esperando a que llegara la gente a ver si en verdad Jorge Noche era difunto. Cuando llegó Petra a rezarle, acompañada de un bojote de viejas y curiosos -hasta los borrachitos de los botiquines vinieron- yo me aparté pa´un rincón y me puse a mirar. Ahí no lloró nadie m´ijo, eso era un silencio muy hondo. Luego vino el Jefe Civil a ver lo del muerto, y a preguntar pues, y pidió que abrieran la urna para ver si en verdad ahí había un muerto. Pedro, sí, ese mismito que está ahí, le dijo “cuñao, pero espere que terminen el rezo, mire que eso es malo...” pero nada, ese hombre abrió esa caja con un pedazo de cabilla y ahí fue que vino lo feo mire, ahí salió un mariposero negro, de esas que tienen un como ojito así en el ala. Toda la sala se llenó de esas bichas, que aleteaban y apagaban las velas. Se formó un desbarajuste y ese viejero corriendo y persignándose. Y cuando se medio espantaron las mariposas y se pudieron asomar a la urna, ja!, ahí lo que había era un esqueleto pelaíto, como de muchos años, pero en la boca, en la encía le relumbraba el diente de oro que según y que Jorge Noche le había arrancado con los dedos, a un hombre en San Fernando de Apure. Ahí mismo yo me fui de esa casa, me vine para acá y me recosté del quicio de la puerta del bar, como ahorita que usted llegó.
Cuando terminé de echarle el cuento, ese hombre estaba pálido. Se paró y me dijo, acompáñeme para la puerta. Me preguntó ¿Quién es usted amigo? ¿Por qué usted sabe esas cosas? ¿Cómo sabe todo eso y lo cuenta de esa manera que mete tanto miedo? Yo le dije, eso no importa ahora, váyase ahorita que está escampando antes que lo agarre otra vez el aguacero, mire que ya es muy tarde y no es bueno que ande por ahí a estas horas.
Y me salí, me fui buscando la orilla del río, caminando pasitico a poco. Cuando me di cuenta venía atrás mío corriendo. Me jaló por le hombro y me dijo: “Usted tiene que decirme quién es, a eso fue que vine”.

En eso voltié y le contesté, gritando porque estaba lloviendo y el río sonaba como si estuviese arrastrando al infierno con él: “ya le dije que no era bueno preguntar demasiado sobre esas cosas”. Y lo miré directo a los ojos, y le vi el miedo brillándole como esas luces de la sabana. Entonces me di cuenta que aunque me le fuese iba a seguir buscándome siempre. Véngase conmigo –le dije- y lo agarré por un brazo, y lo jalé hasta la orilla y le señalé un reflejo que venía subiendo el barrial furioso que era el río, remontando esa corriente. Con el centellazo se vio clarita la canoa negra de Jorge Noche, que venía subiendo sola, que venía mansita buscando su nuevo dueño.

Eduardo Mariño (San Carlos, Cojedes 1972). Ha publicado el libro de relatos Del diario de un Cautivo (1995); el experimento narrativo Por si los Dioses mueren (1996); el libro de cuentos Cacería (2000); y La vida profana de Evaristo Jiménez (2002); obra ganadora en el prestigioso premio de poesía “Fernando Paz Castillo” del año 2002.


*Texto publicado en “El Llano en Voces; Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña  y de otras latitudes”. Compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno (San Carlos: UNELLEZ. 2007)

lunes, 27 de marzo de 2017

La Noche de: El Canillón (cuento premiado de Juvenal Hernández)

Desde niño su estatura le hacía resaltar entre la gente del Llano
(Archivo de Daniel El Apureño de Hoy)


Obra galardonada en el Concurso Nacional de Cuentos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (UNELLEZ –San Carlos, Cojedes)


El último botiquín que en el pueblo permanecía abierto, situado en la esquina de la avenida Bolívar, cruce con calle Flores, estaba a punto de cerrar por lo avanzado de la hora. Eran casi las once de la noche. La mayoría de los pobladores dormían. Los amplios portones hacían las veces de celosos guardianes, mudos e imperturbables, reforzados en el cuido de sus dueños por la tranca segura y aldaba inseparable.
Las ventanas, mostrando sus alegóricas mamparas, dejaban entrever, a la luz de encendidos velones, ofrecidos al santo de la devoción, una pequeña cuota de la intimidad de la casa.
Los tejados rojos, unos, pajizos, otros, tejidos por las manos de albañiles, o alarifes antañosos, eran graciosos corredores de noctámbulos gatos y pensión de sempiternos murciélagos que agitaban el aire con sus grandes alas.
Las aceras, sobre las que la brisa pasa su escoba recogiendo lo que otros han dejado atrás, eran hilos de cemento y piedra por donde se van los pasos de los pobladores, en los días, con perfiles de sol, y en las noches con luces de luna, o ligero alumbrar de luceros, extendidas bajo el zócalo de la casa, eran cintas plateadas como si la calzada de la calle se prolongara buscando subirse a los techos por las paredes del poblado.
La brisa, paralítica las más de las veces, muy poca se sentía. Sin embargo, de vez en vez, una escuálida racha se colaba y apenas movía las hojas de los árboles, llevando consigo un grato olor de mastranto lejano o el ácido aroma de los orines de la vacada que en la calle tenían sus lechos tan igual al potrero que les era común.
El dueño del botiquín, quien a la vez era el dependiente, atendía a la clientela de acuerdo, a cómo se lo permitía, el carácter bilioso que le configuraban sus funciones hepáticas, había corrido la voz de cierre a los pocos parroquianos que se encontraban en el interior del negocio.
Las luces del pueblo se habían apagado desde hacía rato, a la hora nona de la noche. Esas no volverían hasta el siguiente atardecer, ya casi pasaditas las seis de la tarde, cuando unos tambores, empujados por manos laboriosas, preñaran de combustible y lubricante la panza del motor que debía generar la luz al pueblo, encendiendo muy tímidamente unas cuantas bombillas de muy poco voltaje. Luz que cotidianamente era lánguida, mortecina, triste, era como apenas un cocuyo en la noche.
- Amigos míos, es hora que se vayan- dijo el hombre del bar, un negrito de mediana estatura, pelo ensortijado, ojos agrizados, lucía una camisa marrón manga corta, pantalones que una vez fueron blancos y viejos zapatos de dos tonos.
Luego, con voz ácida les espetó:
- Mi negocio es vendé y vendé... -guardó un mínimo de silencio y agregó... pero no aguanto más.
Seguidamente se pasó las manos por la cara, estrujándose los ojos, en señal de tener mucho sueño. Después, las dejó correr de la cabeza hasta la cintura, dándose una fuerte frotada con la que quiso indicar que el cansancio, también, lo dominaba.
-Servínos un palo más, vale, y nos vamos- dijo uno de los consuetudinarios clientes, a la vez que mostraba una hilera de dientes que reflejaron, en sus abundantes orificaciones, la escasa luz que se bamboleaba, prendida al extremo de una vela, aplastada sobre un pequeño tarro invertido colocado en el mostrador que hacía las veces de barra.
-El botiquinero refunfuñó algo, pero, sin embargo, tomó por el cuello una botella, de las que estaban en la armadura, le quitó la tapa sirvió tres palos largos de aguardiente claro, y luego abrió una caja llena de hielo conservado con aserrín, sacó de allí un botellón de cerveza que destapó y colocó con dos vasos de casquillo, para aquellos bebedores.
Luego, como se demoraban en irse, les apremió a que lo hicieran. Inmediatamente les soltó un adiós que nos les auguraba ni siquiera un sueño feliz, a la vez que les exigía el pago en moneda constante y sonante de la consumición.
Uno de los hombres alzó su copa. Vació el contenido de ellas en lo más profundo de su garganta, como si se tratara de un gargarismo, tragó violento , tosió, carraspeó duro, devolvió el vaso al mostrador, canceló y salió por la única puerta que a medias se encontraba abierta.
Los demás quedaban allí, parecían indiferentes. Los de las cervezas ya casi la vaciaban. Los otros, tomaban despacio como si estuvieran dispuestos a permanecer más tiempo allí.
El dueño del bar recogía peroles, aplastaba cucarachas, mataba zancudos con las manos, perseguía ratones incursionadores en la vieja armadura, dando tiempo a que remataran el palo aquel. Ya le parecía interminable la presencia de aquella gente en el bar.
Bueno vale, qué vaina es esa -fue la áspera advertencia que les hizo acercándose al grupo, para continuar diciéndoles- No quiero amanecé aquí, vamos pues, eso es saliendo- y palmoteó con las manos como quien arrea manada de animales.
Al rato, empujando a uno, halando a otro, a tiempo que le inquiría a los restantes que se fueran, dio una gran soplada a la vela.
La llama bailó una danza de resistencia, las sombras giraron al compás de la misma, y al final se apagó comenzando a despedir el olor suigéneris de la combustión interrumpida, y candado en mano, con la gente ya en la calle, cerró la puerta.
Seguidamente se fueron. Unos acompañaban al botiquinero, pues eran vecinos y las calles a seguir eran las mismas. Estos alborotaban. Voces altas y fuertes risas iban regando en su trayecto sobre la quietud de la noche.
Otro, se fue con su carga de soledad en sentido contrario a los anteriores. Irá hasta su casa, como los demás, a pasar el éxtasis etílico de su parranda sobre el nuevo catre, que quería estrenar con la hermosura de su negra, que seguramente no había pegado un ojo esperándole entre asustada y con la esperanza del gozo que le significaba el nuevo mueble.
Quedó uno solo de ellos. Este permaneció parado en la esquina del bar pensando por donde irse mejor. En más de una ocasión había dicho que el aguardiente le daba valor y fuerzas para enfrentarse a cualquier cosa. Sentía como le invadía una cierta embriaguez.
La verdad era que en ninguna oportunidad de su vida había caminado solo en la noche. Recordó que, siempre, sin necesidad de proponérselo, andaba acompañado de alguien en sus juergas nocturnas.
Pero, ahora era diferente. Sumergido en aquella soledad del pueblo, en una noche oscura en la que apenas se podían distinguir las cosas, sobre todo las lejanas, por su mente pasó el recuerdo de aquellos cuentos que oyera cuando niño: “El Carretón”, “La Llorona”, “El Enjustanao”, “La Procesión”, “Las Ánimas”, “El Tirano Aguirre”, “Asmodeo”, “La Bola de Fuego”, “El Ahorcao”, “El Canillón”, “El Silbón”, “El Niñito Llorón” y muchos más. Sentía que una gran intranquilidad le comenzaba a dominar.
Recordó, además que él en alardes de nada temer, para asustar a niños y mujeres, temerosos de fantasmas, había inventado muchas aventuras de ese tipo y echado cuentos de la misma calaña.
Él, que había dado rienda suelta a su imaginación creando criaturas fantasmagóricas, tétricas, alucinantes, de pesadilla, sentía ahora algo así como una premonición que le indicaba que algo serio y terrible le iba a ocurrir.
Alguien le había dicho, una vez, que de tanto inventar esas historias de fantasmas y aparecidos, iba a caer en el asombro de sus propios fantasmas.
Se recostó de la pared. Inspiró un poco de aire que le robó a una leve ráfaga, que rauda pasó por su lado, y luego la expulsó contaminando la poca brisa que seguía a la otra con su podrido vaho alcohólico.
Alzó los ojos buscando compañía en los alrededores, pero únicamente encontró soledad, penumbra y silencio. Un movimiento de algo, a una cuadra de distancia, le hizo pensar en la presencia de alguien, pero, luego de una nueva ojeada logró distinguir la figura regordeta de una vaca echada cerca del portón de una de las casas.
Sin embargo, sintió valor después de deducir que al faltarle compañía de una persona bien valía la pena la presencia de un animal. El trance le era difícil. Así, pues, haciendo de tripas corazón, trató de irse por la calle con la ilusión de encontrarse con un animal, aunque fuese, para darse algo de valor.
Dio varios pasos, caminó apenas unos poquísimos metros. Se detuvo. No sabía qué hacer si irse o esperar allí la llegada del amanecer. Quedarse era necio, absurdo. Irse era, tal vez, salir en busca de lo que le esperaba, pero no le quedaba otro camino. Así que con su bagaje de miedos se decidió a salir para su casa dándose ánimos.
- Por aquí me voy, ni me quedo, ni me devuelvo - se dijo - salga sapo o salga rana, así será- continuó aseverándose muy íntimamente.
Sentía miedo. Nunca le había ocurrido. Pero, siempre, hay una primera vez. Pensó en un amigo que, una vez, hablando con él, le dijo que en casos como éste, que él estaba viviendo, cuando se tenía miedo de permanecer solo, nada mejor que ponerse a hablar consigo mismo, o cantar una canción en voz alta, o silbar una melodía, o hacer ruido con algo que se llevase a mano.
Con esta idea que le había llegado, así tan de repente, se dispuso a partir. Agradeció mucho el consejo de aquel amigo que no sabía donde estaba por estos días, y sopesando las alternativas se decidió por la más convincente, de ellas. Y se fue caminado por la calle donde se encuentran la “Casa del Santo”, llamada así por ser la casa habitación de los guardianes del Nazareno, y la Casa del Concejo Municipal, llamada la “Casa de Gobierno” porque allí, además del Consejo Municipal, funcionaba la Jefatura Civil y el Juzgado de Distrito. Otros le decían la Cárcel Pública, debido a que en sus instalaciones estaba ubicada la Policía del pueblo.
A los lados de su caminar divisó aleros, paredes, árboles de vieja data. Al frente veía como se le iban acercando las rejas de aquellas Plaza Bolívar que, llevando el nombre del Padre de la Patria, lucía un busto de otro Héroe de la Independencia: el Gral. en Jefe José Laurencio Silva, hijo de este mismo pueblo. Todo ello lo distinguía en una escasa visibilidad que la oscuridad le permitía.
Aplicando una de las fórmulas que le podían inyectar ánimo, comenzó a hablar en voz alta consigo mismo. Se hacía preguntas y les daba rápida contestación. Se daba consejos. Se hacía recriminaciones. Cuanta cosa se le ocurría escapaba de sus labios. Pensaba en voz alta. Pero, no, el subconsciente, trabajando a todo dar, le traicionaba. Los ojos le iban de uno a otro lado, buscando en sus travesuras algo que no quería encontrar.
Oteaba en las distancias. Escudriñaba en las cercanías. Miraba y remiraba en su entorno. Vigilaba la ruta que seguía. Esta actitud le molestaba porque le distraía. Le hacía perder el hilo de la conversación íntima que pretendía sostener. Por más que trataba de volver a ella no le era posible la recuperación firme del pensamiento Desistió de esto cuando apenas llegaba a la esquina de la plaza.
Quiso cruzarla en diagonal, pero, no pudo porque sus puertas permanecían cenadas. Se aferró a ellas con vehemencia. Al final, un suspiro de impotencia se le escapó disolviéndose en el aire de la media noche.
El aguardiente comenzaba a hacer sus exigencias. Una sed inmensa comenzaba a martirizarle la boca y la garganta.
-¿Dónde beber agua? ¿Dónde tomar algo? -se preguntó y el mismo se dio la respuesta- No encuentro nada.
Se fue por la acera norte de la plaza. Ya no conversaba. Se dedicó a silbar. Pero, miraba insistentemente hacia adelante. No se atrevía a bajar la mirada, atento a lo que se le pudiera acercar sorpresivamente, para tratar de correr. Escaparse. Huir. Tropezó con un piedra, tirada en la acera, y perdió el equilibrio, no cayó, pero se le fue el silbido de los labios y sólo pensaba en los fantasmas de la noche.
Perdida la serenidad para conservar consigo mismo, o para poder silbar, sacó de sus bolsillos un grueso manojo de llaves. Comenzó a sonarlos, primero, en las manos, luego contra sus muslos, más tarde contra el enrejado de las plazas, y después, las zarandeaba al aire. Aquella idea que era aguijón de miedo, de temor y de pánico, no le abandonaba con sus tétricas punzadas.
Se detuvo un instante. Quiso regresar y no lo hizo. Quería hablar, silbar, correr, hacer ruido, pero el miedo se lo impedía.
Justo entonces sonaron doce campanadas en la iglesia. Sintió sacudirse a su lado los muertos que transitan al filo de la media noche. Sabía que las campanas no suenan solas, mas imaginó que habían sido tocadas por el sacristán cumpliendo con la tradición de, en funciones de sereno, avisar la llegada de las doce de la noche con igual número de campanadas.
-Sí, claro, han sido tocadas por el sacristán- se dijo mentalmente.
Sintió un poco de ánimo con ese pensamiento. Pensar que había alguna persona cerca le dio coraje y con decisión se fue siguiendo su camino.
Llegó a la esquina nordeste de la plaza. Cruzó hacia el sur y con unos pocos pasos quedó frente a la iglesia. Volvió al recuerdo de los fantasmas y tuvo miedo de levantar la vista. Tenía los ojos fijos en la punta de sus zapatos, hasta entonces no se había dado cuenta que estaban raídos y desconchados en las puntas, con mugre barro y bosta de la calle. Sólo se veía él, es decir; su parte inferior, de la cintura para abajo. Le pareció que parado allí se encontraba incompleto. Apenas movía los ojos, de un lado para otro, y en un reducido espacio que, poco a poco, fue alargando a medida que sus impulsos dominaban la situación. Por eso, los fue deslizando lentamente hasta tropezar con el centro de la calzada, luego con la acera de enfrente y allí los dejó posados.
De repente sintió un escalofrío que estremeció todo su ser. Los pelos se le pusieron de punta, la epidermis se le volvió un erizo. Un frío, no sabía de dónde, se le estaba calando hasta los huesos. Presentía que algo no muy distante le acechaba. Era una terrible sensación. Trató de rezar, mas no pudo. Sintió la desesperación de no saber rezar. Recordó que nunca quiso, desde niño aprenderse las oraciones que su madre se empeñaba en enseñarle. Cuando, en su casa, trataban de enseñarlo, ya adolescente, salía con una bravuconada. Ahora, lamentaba no haber aprendido aquellos rezos.
Rebuscó en su interior un tanto de valor y cambió su comportamiento. Se sintió diferente, había pasado la crisis, el pánico se había ido. Recuperado, deslizó su mirada hacia la pared frontal de la Casa Cural. Vio su amarillo colonial, y entonces, cosa curiosa, comenzó a recordar todas las casas amarillas que había conocido. Ello le sirvió para abstraerse, un poco, de la angustiada del momento.
Dio varios pasos más y al cambiar su mirada hacia el lado opuesto fijó los ojos de la parte sur de la fachada de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de la Chiquinquirá de El Tinaco. De pronto no quería avanzar más, ni con la mirada, ni caminando. Le parecía que algo lo detenía.
Volvió el escalofrío. Otra vez el miedo en forma de erizo sobre la piel. Una brisa pasó fugaz, parecía que le halaba los pantalones. El miedo se le arrinconaba en todas las partes del cuerpo. La mente se le plagó, nuevamente, de recuerdos asustadizos.
Vuelta a pensar en las oraciones y nada. Le vino a la memoria, nuevamente el sacristán. Quiso encontrárselo para abrazarlo, hablarle, tenerlo a su lado, que le hiciera compañía y con su ayuda terminar aquella agonía. Así cobró fuerzas otra vez. Lo buscó cerca, pero no lo encontró.
- Si tocó las campanas, está en el campanario- se dijo para sí.
Alzó los ojos para tratar de verlo en lo alto, donde están las campanas y los que vio le heló la sangre. Un hombre inmenso, semejante a un gigantesco muñeco, de largas piernas, que montado en el campanario las estiraba hasta el suelo. Perdió el aliento. No podía hablar, menos gritar, ni dar un paso, tampoco correr. La impresión le dejaba en el pecho un terrible susto cardíaco. Era un ser grandote, delgaducho, fumándose un tabaco tan descomunal como él mismo.
Las piernas las bambuleaba de una puerta a otra, en la entrada de la iglesia, y las chocaba, luego, arrancando chispas de candela con sus tobillos y talones. Aquel ser reía diabólicamente.
Ja. Ja. Ja. Ja. Jaaaaaaa... Ja. Ja. -Era risa satánica.
Aquella risa grave, profunda, estentórea, invadía sus oídos, mientras un vaho de sulfuro le llegaba a la nariz.
Los brazos los extendía el fantasma y le quedaban sobre la techumbre de la iglesia y cuando recogía sus manos aparecían amontonadas sobre los balcones de la fachada.
Sentía que la muerte le llegaba en forma de fantasmas, de noche oscura, de pueblo solitario, de angustia sin compasión. Estaba inmóvil. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo y sus ojos, que parecían dominados por aquel extraño ser de ultratumba, comenzaron a girar como lo dictaba su voluntad.
Apenas les dio vida trató de desviarlos de aquel sitio y, muy poco a poco, lo fue logrando hasta que ¬comenzó a sentirse con libertad de movimientos, capaz de caminar y sobre todo correr. Dio la espalda y salió a todo escape. Ya no le importaba hacia donde dirigirse. Correría y correría, hasta perderse de aquel lugar y llegar a su casa, para pasar aquel asombro.
Alcanzó la esquina norte de la iglesia y cruzó hacia el río, hacia el este del poblado. No había andado ni una cuadra cuando desde el alero de una casa le llamaron.
- ¿Señor, señor, qué le pasa? -le dijeron- -¿Por qué corre tanto?- le volvieron a interrogar con vivo interés.
Detuvo la carrera, descansó por breves segundos. Nuevamente se sintió seguro. Hizo cortas inspiraciones. Expulsó fuertes bocanadas de aires. Recuperó la confianza en sí mismo. Extrajo un pañuelo, amarillento por el sucio, del bolsillo del pantalón y se lo pasó por la frente secando el sudor, que parecía siglos, que le estaba corriendo y cogió aliento para responder al interlocutor que aún no había visto.
-Vengo asombrado de la otra calle, compañero- contestó jadeante.
-¿Qué hay en esa calle? -fue la nueva pregunta.
- Algo horrible- replicó casi sereno ya, por la presencia de alguien junto a él -¿Pero, que es eso tan horrible?- le insistieron en la pregunta.
- Me ha salido “El Canillón”, sentado en la torre de la Iglesia -le dijo, y le agregó- es un aparecido con las piernas y brazos muy largos.
Seguidamente oyó una risita muy fina -Jii Ji Jiji-.
Ésta le pareció conocida. Un ligero sacudimiento le estremeció al compararla con la que anteriormente había oído en la iglesia. Esta vez era una carcajada cargada de humor malsano. Con un rintintín de mofa.
Intrigado buscó al que le hablaba y lo divisé viéndolo como un hombre pequeño sobre el tejado. Entonces el hombrecillo se removió, a la vez que burlonamente le decía:
- ¿Serán tan grandes como las mías? - mientras extendía sus piernas y las posaba en el alero de la casa de enfrente, haciendo un puente entre los dos techos y moviendo sus manos sobre las rodillas, a la vez que reía grotescamente, murmurando:
- ¿Será posible, que tú que me has descrito infinidad de veces, te asustes al encontrarme?.
Ya era demasiado. Entornó los ojos. Cayó al suelo violentamente y se sumió en la inconsciencia hasta el siguiente día en que fue recogido por lugareños que a horas muy tempranas se aprestaban para ir a sus diarios haceres.

Después, ya recuperado y con el amargo sabor de tal experiencia, juró no beber más en su vida, no seguir siendo el noctámbulo empecinado, aprender a rezar y olvidarse de chistar con los fantasmas, sean imaginarios o los de purita verdad. 


*JUVENAL HERNÁNDEZ (Tinaco, Cojedes, 1933, recientemente fallecido). Cronista de su ciudad natal. Entre sus libros se cuentan los poemarios: Exclusas de Confesión (1994), Palabreo del Adiós (1979), Ocho Cantos de Amor (1981), Poemas de Incertidumbre (1991) y otros seis textos de historia regional.


*Texto publicado en “El Llano en Voces; Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña  y de otras latitudes”. Compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno (San Carlos: UNELLEZ. 2007)

lunes, 20 de marzo de 2017

LA TOMA DE SAN FERNANDO DE ATABAPO (José Alberto Pérez Larrarte)

De la laboriosa gente llanera partieron muchos líderes de esta batalla. Imagen en el archivo de Beto Mirabal.



“La toma de San Fernando de Atabapo, se dio en 1921. Fue hecha por un puñado de hombres sedientos de Libertad. El 30 de enero fusilan en medio de la plaza al tirano de Río Negro, como llamaban al coronel Tomás Funes y a su lugarteniente Luciano López.

Al coronel Funes no se le puede negar que fue guapo y de recia personalidad, llegó a dominar esas tierras del Amazonas por más de ocho años, por su controversial vida se cuentan muchas cosas, positivas y negativas. No todos lo odiaban.

Una de las cosas positivas que se cuentan de él, en esa pequeña y escondida comarca del Amazonas, es que cuando mandaba a la selva a su personal a hacer exploraciones para obtener el preciado recurso del caucho, mientras ese personal estaba en la selva, él religiosamente visitaba a las familias de esa gente que le servía, pendiente de sus carencias; era un celoso guardián de la situación económica de esas familias y otra cosa: que si alguno se aprovechaba de la situación para cortejarle  la mujer a otro, era ferozmente castigado y hasta fusilado como escarmiento. Todo hombre por muy bárbaro que sea tiene un lado de bondad y él la tenía, indudablemente.

Durante sus ochos años que mandó en el Amazonas, puso unos impuestos muy elevados, con la intención de ahogarlos económicamente y poder obtener más recursos, dinero, morocotas o cualquier otro bien; en ese tiempo lo que circulaba eran las morocotas de oro, eso era normal y más en una tierra con tantas riquezas extraídas de su suelo.

No podía haber disidencia, tampoco hablar mal de Funes, sino en bien y pobre de aquel que lo acusaran de expresarse mal de él, era fusilado o encarcelado con un par de grillos, sin derecho a comida, hasta morirse de hambre”.

Estaba de lo más animado y imbuido en el recuerdo de aquel hecho, de tanta significación para lo que fue la gesta libertaria de aquellos hombres que lucharon por derrocar la tiranía gomecista, principalmente el legendario general Emilio Arévalo Cedeño, quien dirigió tan aventurada acción heroica.

Le interrumpo para preguntarle cómo o qué le anima al general Arévalo Cedeño realizar dicha operación, que para cualquiera era algo inverosímil, más cuando al que iba a enfrentar era ya toda una leyenda de valor y pánico.

Noté que hice que su verbo se encendiera. Con absoluta convicción me respondió sin perder detalle alguno en su narración novelesca:

“Él sabía que por allá, por la llanura del Casanare, tenía fama la figura de un guerrillero antigomecista, ya convertida en leyenda, era el general guariqueño, Emilio Arévalo Cedeño.

A mí, quien me comunicó la acción que pretendía llevar el general Arévalo, fue mi hermano Cincinato, quien era su secretario de confianza. Le llegó la noticia que en el Amazonas había un hombre, un dictador, un tirano que tenía subyugado al pueblo y además de eso, que tenía morocotas de oro y sobre todo armamentos y municiones; era lo que más interesaba para fortalecer la lucha antigomecista.

El plan de Arévalo de invadir San Fernando de Atabapo no duró mucho en llevarse a cabo. Después de conferenciar y dividir el campamento revolucionario de Cravo Norte, entre Emilio Arévalo Cedeño y Pedro Pérez Delgado, dos grandes jefes de esa revolución, yo me quedo con mi general Maisanta y Cincinato se va con su general Emilio Arévalo Cedeño. Parten para el Amazonas 192 hombres con Arévalo Cedeño a la cabeza, lo recuerdo clarito, el 31 de diciembre de 1920.

Fueron muchas las penurias y calamidades que vivieron por esos selváticos caminos, mayormente marchaban de noche, enfrentando un mundo de peligros por esos pajares inhóspitos e inexplorados, rogando no ser descubiertos por esas tribus salvajes que minaban esos montaraces caminos de soledad.

Atravesaron en la noche el Orinoco, llegaron en silencio por la Pica del Tití; en la madrugada del 28 de enero de 1921 sitiaron a San Fernando de Atabapo; pero el coronel Funes respondió. Guapo era el hombre, 48 horas estuvieron combatiendo. Arévalo, al darse cuenta que estaba quedando sin pertrechos, mandó a petrolizar la casa para no perder ese viaje tan largo infructuosamente. Dándose cuenta que era poca la gente que le quedaba a Funes, estaban bien reguarnecidos detrás de las paredes de la casa; pero los hombres de Funes se dan cuenta que están petrolizando la casa y le avisan a su jefe, quien de inmediato mandó a sacar una bandera blanca y lo invitó a parlamentar.

Luego de la rendición José Tomás Funes es llevado a presencia del general Emilio Arévalo Cedeño. Al llegar, mirándole a los ojos, le dijo: -mi general Arévalo Cedeño- y Arévalo le responde -su servidor-, aprovecha Funes y le dice –oiga general, ordene, que me devuelvan mi revolver y yo me retiro para el Brasil y no vuelvo más para acá. A lo que Arévalo responde, -óigalo bien, coronel Funes, usted es el vencido y el vencido no impone condiciones. Nosotros le vamos a hacer un Consejo de Guerra y si usted aparece inocente podrá disponer de sus bienes y de su libertad; pero, si aparece comprometido será sancionado por lo que determine el Consejo de Guerra. Lo encontraron culpable de 440 muertos, le aplicaron la pena de muerte, como también a su segundo, Luciano López, tan sanguinario como él”.

Don Hilarión; pero son muchas las cosas que se han dicho sobre ese asunto, unas en contra del general Arévalo y otras a favor del coronel Funes.

No me dejó terminar de inmediato; de manera airada me respondió con su característica firmeza y con su elocuente verbo de excelente narrador.

“Doctor Tapia, cuanta vaina no se ha dicho para enlodar la vida de mi general Arévalo y eso lo sabe usted. Recuerde que también se dijo que Funes trató de sobornar a Emilio Arévalo Cedeño, pero éste, demostrando su honestidad revolucionaria, le rechazó el ofrecimiento, que se asegura consistía en varios cajones de morocotas de oro.

De este supuesto episodio hasta surgió una copla que por muchos años anduvo de boca en boca, creo recordarla:

En 1921 una mañana de enero

fue que amaneció de fiesta,

el pueblo de San Fernando

pues condenaron a muerte

al tirano de Río Negro

gritaban con alegría

¡Viva Arévalo Cedeño!

Le ofreció dinero a Emilio

este dijo no lo quiero

yo solamente haré

lo que decida este pueblo.


El 30 de enero de 1921, como a las nueve de la mañana, fue sacado Funes en presencia del pueblo y de un pelotón de fusilamiento que le esperaba.

El comandante del pelotón de fusilamiento dijo 20 pasos al reo, e iba contando en voz alta uno, dos, tres… y eso sonaba como lumbre en aquella plaza silenciosa, lo que se oía era la voz del cantante de los pasos, quien, ante la mirada atónita de los presentes, iba a ejecutar la orden del Consejo de Guerra.

Marcos Porras, quien era el comandante del pelotón de fusilamiento, se le acercó a Funes y le dijo: Lo vamos a vendar coronel. Funes con su incendiada mirada respondió -a los hombres como yo no se vendan. Quiero ver la cara de mis asesinos-. Dicen que entregó a uno de los oficiales del pelotón de fusilamiento un anillo de oro con brillantes y le dijo en voz alta, - use este anillo en nombre de Tomás Funes-. El anillo y que originó la muerte violenta de todos los que lo usaron.

Luego de entregar su anillo al oficial, grito a todo pulmón. – Maldito sea el traidor de Antonio Levanti, quien me vendió a Arévalo- y sin bajar su rostro se quitó el sombrero, lo lanzó al público aglomerado en la plaza y se despidió:- Adiós amigos míos.

Dispuso el capitán Elías Fuente Hernández, quien era el capitán del Cuerpo de Parada, a ordenar, firme y a discreción; el capitán Marcos Porras dio la orden de fuego, procediendo a ejecutar el fusilamiento, cayendo abatido sobre la arena que circundaba la plaza; allí cayó inerte, todo vestido de negro y su cuerpo ensangrentado, enseguida llegó un médico a constatar si estaba muerto”.

Caramba, don Hilarión, no cree usted que ese hecho magnificó la vida del coronel Funes, convirtiéndolo en un mártir, un mito, en una leyenda que reanima la inventiva del venezolano a tenerlo presente entre la realidad y la ficción.

“Eso es muy sencillo de entender, doctor Tapia. Funes era una leyenda en vida y luego de su muerte se propagó por todos esos montes de Venezuela, Brasil y Colombia. Se habla de una lista de muertos, a quienes iba anotando en su cuaderno de víctimas.

Muchos dicen que aún lo ven desandando en esas selvas y que hasta que no consigan una gran vasija que enterró repleta de morocotas de oro no va a descansar en paz.

Después del fusilamiento de Funes, Emilio Arévalo Cedeño y sus hombres se fueron, no se llevaron dinero, pero si unas pocas armas y municiones que había, dejando un encargado en el gobierno revolucionario que instaló en el Amazonas; pero fue por poco tiempo por cuanto Gómez, mandó una expedición y volvió a apoderarse del Amazonas.

Son muchos los comentarios que se tejen, contados por esa peonada de hombres que estaban a su mando. Aseguran que él se preocupaba por conservar el bienestar de los que le servían, en lo moral y económico de sus familias; pero no temía para atentar contra la vida de los que le adversaban.

Allá en esa intrincada selva quedan muchos de sus descendientes, unos son de apellido Betancourt, otros han muerto.

San Fernando de Atabapo ha sido siempre un pueblo reducido, limitado a cuatro calles nada más, la plaza, iglesia y casas de bahareque. Se comenta que cuando cae el cuerpo inerte de Funes, se acercó una señora, ayudada por otra persona, lo envolvió en un manto y se lo llevó al velatorio y luego lo enterró; se sospecha que era su mujer. Esa señora se llamaba Josefa Mirabal, en las actas de bautismo de esa época siempre aparecen como padrino Tomás Funes y madrina Josefa Mirabal.

No dejó hijos allá, solo una hija que trajo con él llamada Gumersinda, casada con Pascual Betancourt. También se dice que en la época del caucho hubo empresarios que mataron más gente que Funes. Allá se vivía en la barbarie. Cuando se abrieron esas comarcas para explotar el caucho, con Brasil, Colombia, Perú y Venezuela, en 1840, asesinaron a más de diez y seis mil indígenas y en el año 1913 cuando bajó el caucho, con el boom de los ingleses e Indonesia, llegaron a quedar solo diez y siete mil indígenas; a unos los mató el hambre, a otros las fieras, los patronos y explotadores del caucho.

Lo que sucedió fue que Funes pasó por las armas a la gente ligada a la sociedad de Ciudad Bolívar, esos si reclamaban, tenían quien los cobrara, tenían dolientes, Funes no tocó a los indígenas.

Doctor Tapia, después de terminada esa condenada guerra y volver a la paz solariega de mi hogar, empezó a regarse de boca en boca un corrio por todos estos llanos de Colombia y Venezuela; aun lo recuerdo, la memoria no me falla, decía así:

Tomás Funes se llamaba

el tirano de Rio Negro

¡Ah, malhaya la justicia

de un Arévalo Cedeño

el protector del lisiado,

el amigo de los buenos,

el que siempre tuvo espada

al servicio de los pueblos!

Allá viene don Emilio

el del semblante sereno,

caballero de una nube

porque no le gusta el cielo

que esté contento el que sufre

estén seguro los buenos,

que los tiranos se acuerden

de la lección de este ejemplo

que entre mala gente inicua,

la lanza de este llanero

se asoma de puerta en puerta

todo el mundo para verlo

caballero en corcel brioso,

es del llano y es del cielo

lleva en la mano laureles

y luceros en el pecho

Tomás Funes se llamaba

el tirano de Río Negro

ah malhaya la justicia

de un Arévalo Cedeño.


Caray, doctor esas son las cosas de la vida, cada quien las cuenta a su manera, lo cierto que ambos personajes hicieron historia y lucharon a su manera por lo que creían”.

No quise interrumpirle, su memoria estaba tan fresca que fluían sus diáfanos recuerdos; solo me dediqué a atender su narración sobre la toma de San Fernando de Atabapo.

Al solo escucharle sus cuentos me di cuenta que don Hilarión Larrarte La Palma, el viejo capitán de las luchas guerreras antigomecistas; era un cronista de la emoción cotidiana, un excelente narrador, un soñador trashumante, un atormentado por tantas cosas que tenía que contar y le ahogaban la conciencia; pero para nadie es secreto que la vorágine del petróleo está socavando el alma del pueblo y trasgrediendo su cultura.

Cada día se borra más la memoria histórica, se atenta contra la autenticidad del venezolano. Lo nuestro vale menos y disminuye el amor por lo trascendente, sencillamente se desprecia a lo nuestro y prevalecen los intereses foráneos y la adoración por nuevos héroes que nos deja la cultura del petróleo que se impone en la conciencia nacional.

No sabría apreciar cuál de los dos interlocutores estaba más poseído por la emoción nostálgica, tal vez haciendo un juicio de valor podría concluir que cada uno, a su manera, los embargaba una mágica conmoción que de una u otra manera la manifestaban en su verbo creador y en la máxima capacidad de entremezclar la realidad con la ficción.


José Alberto Pérez Larrarte Cronista Oficial de Barinas (de su libro Inédito  El último soldado de Maisanta). Este intelectual, además tiene una amplia obra de textos publicados en en historia, crónicas, ensayo y poesía. "De sangre caribe y obispeña".