domingo, 17 de julio de 2011

CUENTOS DE ARRIEROS Y DEL ANTIGUO LLANO (relatos de Ramón Villegas Izquiel)

Trepando "la palma de de dos vías" (archivo de "Viajando por el Llano")

Casi con rango de deber ineludible, la narración de historias es el oficio favorito del llanero y le acompaña en toda fase de su vivir. Emana como un llamado profundo de su estructura espiritual.  No se trata, simplemente, de asumir las voces ancestrales de su herencia, implica, además, una explicación misma de su mundo. No importa donde sea su lugar de nacimiento, todo llanero es de  nacionalidad cuentera. Español, indio y negro a la vez,  la llaneridad que lleva por dentro,  fluye al  relatar (o cantar) historias, leyendas y mitos, lo cual le permiten su asomo a lo universal. Es así como nos signan estos Cuentos de Arrieros de Ramón Villegas Izquiel; vivencias muy sentidas y narraciones adquiridas de los propios protagonistas; personajes de carne y hueso en El Baúl, estado Cojedes. Sus relatos poseen ese sabor barroco latinoamericano del pequeño suceso que teatraliza la vida misma. Hablan de seres cotidianos inmersos en el realismo mágico de la sobrevivencia material y sentimental en este Mundo, ya no tan nuevo. Estos relatos se tomaron de El Pianito de Marialina i otros relatos del vivir i recordar (1986), realizada por el desaparecido Fondo Editorial de las Letras Cojedeñas.
ISAÍAS MEDINA LÓPEZ 


La narración musical es base de la cultura llanera. 
Imagen de José "Popo" González.  Archivo de Héctor Alonzo Ochoa López





DE CUANDO UN CHICHARRÓN 
ACABÓ UN PARRANDÓN


Aunque la producción de cerdos sigue siendo una rama importante de la explotación pecuaria en nuestro sector geográfico cojedeño-barinés, hoi no tiene la relevancia de tiempos aún cercanos, como hasta la década de los años cuarenta de nuestro siglo, más o menos.
Se reproducían con tal abundancia que los lechones ya grandes eran señalados con determinados cortes en las orejas, tal como el ganado vacuno, para comprobar la pertenencia cuando la cochina los destetaba en el monte.
Vivían libremente, como ya dije, en los predios rurales. Pero, eso sí, distante de los conucos, para los cuales se convertían a veces en devastador azote. Su único vínculo con la casa de los amos era el regreso durante los atardeceres, convocados en algunos sitios por el desolado clamor de un cacho. Venían a dormir entonces a la zahúrda domestica donde recibían raciones extras de alimentos, con las cuales i por razones obvias, los mantenían seguros. De esta manera, además, los dueños eludían el peligro, presente siempre, de la cerrilería. Esto es cuando el cerdo regresa como por un túnel atávico a su condición primigenia de fiera temible por su ciega acometividad i largos colmillos acerados como dos puñales de marfil.
Cuando los lechones estaban de provecho, les sacaban los cojones i luego de esta innoble emasculación los reducían a la vida sedentaria de la pocilga para su engorde i comercialización consecuente.
Esa abundante producción de cerdos produjo a su vez una corriente comercial activísima en la región. Los camiones, cuando las condiciones de los caminos lo permitían, eran -como hasta hoy siguen siéndolo- el transporte más adecuado.
Empero anualmente ocurrían que los comerciantes mayoristas, proveedores durante el tiempo muerto de los requerimientos existenciales de los criadores, se veían obligados a recibir frecuentes entregas de la cosecha animal.
Esta honesta puntualidad de los campesinos los obligaba, en consecuencia, a mantener grandes porquerizas antes de la entrada de los camiones. I como el mantenimiento de tales concentraciones de semovientes les resultaba antieconómico i peligroso a la vez por las huidas i los robos, optaban por sacarlos caminando hasta la población más cercana donde hubiese buena vía carretera para su traslado a los centros importantes de distribución i consumo.
Mui provechoso para la economía rural i de mucho sabor folclórico era ese tráfico de hasta de hasta doscientos animales caminando durante días distancias de vente o de más leguas.
Tal vez el lector no conocedor de las costumbres i tradiciones de esta región considere dudoso el aserto anterior i mucho más todavía cuando le agregue que no solamente resisten grandes caminatas de los cochinos -no mui gordos, por su puesto-sino que son –léase bien-excelentes nadadores, a pesar de sus cortas piernas i pesada apariencia. Capaces de atravesar limpiamente caños i ríos crecidos, flaqueados con canoas por sus peones conductores, sin perderse, ni uno solo, arrastrado por las corrientes.
Días antes de emprender viaje los amadrinaban paseándolos por las calles, precedido de un trabajador que los llamaba haciendo sonar una totuma con maíz, tal como antes sus criadores lo había echo en el patio trasero. Esta totuma de maíz solía reemplazarse para la marcha verdadera por una maraca grande con cuyo sonido les mantenía la expectativa del alimento hasta llegar al chiquero correspondiente a la jornada.
No debo omitir en este punto. Por su curiosa importancia, una regla mui observada en eso de arrear los cochinos a campo traviesa: Nunca se permiten hembras en el rebaño, pues como entre los grupos humanos, suelen introducir en la grei un seguro factor de perturbación, capaz de alterar seriamente las relaciones entre los machos, por mui castrados que estén.
Guiados por el sonido de la engañosa maraca, marchaban custodiados por sus conductores, esto de largo mondadores (tira delgada de cuero crudo sujeta a un mango de madera), así como por unos cuantos perros llamados entre nosotros “cochineros”, por ese oficio precisamente.
Este mencionado perro bien merece sus párrafos especiales en esta estampa con la cual pretendo fijar, digamos que en tiempo, esta junto con otras costumbres i episodio regionales, de vahídos ya por el esfumino de la natural evolución socio-cultural del medio.
I siguiendo con el perro en referencia, no se imaginen, lectores amigos, a un animal de mucha estampa ni exótico pedigree. No, él es criollito por ascendientes i nacimiento producto del connubio de perro y perra del mismo lugar, sin más referencias clasistas que el haber nacido en cualquier rincón polvoriento de la casa i a veces “cundido” de pulgas cuando chiquito. Sin embargo llegan (por que todavía se forman algunas), al lograr una maestría admirable como pastores.
En estos casos marchaban a la vea de la piara, vigilantes para reducir con un ladrillo o una suave tarascada al díscolo que tratase romper la formación. Mas esto no lo era todo, su imprescindible ayuda requiriese mucho más si por algún motivo ocurría una desbandada general en plena marcha, o se escapaban los bellacos una noche del redil pasadero. Era entonces cuando se poblaban los parajes solitarios de ladrillos, chillidos, gritos i maldiciones, porque hombres i canes echábanse al monte sin impórtales lluvias, pantanos y oscuridades. Había que recoger todos los cerdos de nuevo. Cada perro se ponía tras la huella olfativa de algún fugitivo hasta darle alcance. No los maltrataban. Cercábanlos solamente con una ronda de ladridos hasta la llegada de un peón. Entregado uno -dígase así- continuaban sus persecuciones tras los otros hasta integrar de nuevo el rebaño completo.
Pero no vaya a creerse que estos animales trabajaban graciosamente como simples ayudantes de sus amos. No, éstos los explotaban ciertamente, fungiendo algo así como de apoderados i administradores, ya que ellos -los perros- estaban amparados por un status que les otorgaba cierto pie de igualdad con sus dueños cuando a jornales i atención en las posadas.
El salario lo percibía el amo, se entiende, ya que perro no usa bolsillos ni porta capotera. I mientras los alrededores comían alegremente en la mesa colectiva de las fondas camineras, a los canes se les servían iguales raciones en vasijas apropiadas, debidamente limpias.
Luego de la hora del reposo nocturno se cuidaban sus beneficiarios de evitarles trasnochos cuando la plaga de zancudos era excesiva. En esos casos cada quien guarecida el suyo debajo del propio mosquitero. (Lector que me estás leyendo, Dios te cuide de tener que dormir como un perro harto de comida rustica encerrado en una misma habitación ¡cuantimás dentro de tu propio mosquitero!)
Las jornadas eran cortas i espaciadas, pues los marranos no resisten mucho el calor del sol i de la noche es mui riesgoso conducirlos por su tendencia latente a la huída. Por tal motivo eran largas i agotadoras las travesías. Pero cuando regresaban los trabajadores de sus grandes viajes venían cargados de mercaderías novedosas, adquiridas en las ciudades para el propio disfrute i el de sus familiares. I rebosantes, también, de anécdotas sobre las peripecias del camino, que cada quien abobaba según su ingenio, para la propia exaltación o zumba cordial hacia algún compañero por algún chasco digno de recordación.
***
Julio Pérez fue uno de los hombres de aquellos tiempos más distinguido por su disposición para el trabajo, su responsabilidad ante las obligaciones asumidas i, además, por sus inolvidables travesuras i el gracejo con que después solía referirlas.
De él se cuenta que en una oportunidad iban conduciendo un rebaño de marranos mui ariscos, por lo cual exigían mucha brega. I aconteció que una nochecita cuando llegaron al final de la jornada agotados por el cansancio, se encontraron en la posada, para su desgracia, con un rumboso baile. Como por tal motivo no pudieron utilizar el salón para colgar sus chinchorros, hubieron de conformarse con hacerlo en el alero hacia donde estaban enchiquerados los cochinos.
Se acostaron molestos, porque ni comida les prepararon, pues los dueños de la fonda lo eran también del jolgorio. I para aumentar la cuita, por el calor del mosquitero, los chillidos de los marranos, el hambre i el bullicio de la fiesta, no podían ni pegar los ojos para echar un sueñito.
Tendido en su colgadura boca arriba, con los brazos de almohada, Julio Pérez ardía en su “calentera”, cuando de repente encendiéndole la maquina de su ingenio. Recordó que en el morral de su bastimento le quedaban algunos chicharrones. Se levantó sigilosamente la parte carnosa dejando al descubierto la telilla de grasa adherida a la concha.
Lo demás fue esperar un intervalo de la música i que la gente se congregaran en la improvisada cantina a echarse tragos i obsequiar a las mujeres.
Así sucedió definitivamente. Los músicos recostaron los instrumentos en la pared i salieron también a entonarse el espíritu con el espirituoso trago. Eso fue el momento aprovechado de nuestro amigo para desplazarse con sagacidad de gato hasta el violín. Tomo el arco i ¡zás! talló rápidamente en sus cerdas la manteca del chicharrón. De inmediato se acostó de nuevo junto a sus compañeros haciéndose el inocente dormido.
Concluido el paréntesis cordial, regresaron las parejas a la sala los ejecutantes asieron sus instrumentos para la consabida afinación previa. El violinista pellizco cuerdas, ajusto clavijas… I listo. Hizo la señal del rigor al cuatrista, alzo el arco i arranco con un movido joropo… ¡mudo! Porque ningún sonido emitió el cordaje. ¡Sorpresa! ¡Sospecha! El músico olió las cuerdas: ¡manteca! I engrasada ya cerdas i cuerdas no quedaba otra alternativa que cambiarlas todas. ¿Pero a esa hora? ¿En pleno campo desprovisto de todo recurso de este tipo?
Innecesario por imaginada es detallar la enorme trifulca que se armo entonces. Las insolencias volaban como flechas i las trompadas como plomo tigrero. Unos culpaban al músico por descuido i otros indirectamente a unos mirones que no cargaban plata para sacar pareja, a lo cual se agregaba que en el vecindario habían matado cochino ese día.
Al cuatrista lo pilló un iracundo cuando ya se escabullía, le quito el instrumento i se lo pegó de plano en la cabeza dejándoselo de gorguera en el pescuezo.
Había un arpa vieja en un rincón i un echador de vainas que estaba al margen del saperoco gritó:
-¡Afine esa arpa!
-¡Qué arpa del carajo¡ Ripostó el violinista i poniéndole el pie a la caja del arrumbado instrumento, le arranco con todas sus fuerzas el madero frontal para blandirlo, por si acaso, en defensa propia, pues el mismo conocía su fama de tramposo para no tocar más cuando comenzaban a dominarlo el alcohol i el sueño.
Menos mal que el posadero era también Comisario Mayor del caserío, con cuya autoridad logro dominar la situación i aplacóse la gente. Pero el no estaba engañado, pues sabia lo tío conejo que era Julio Pérez. Debió callarse, claro, pues de haberse enterado de que había sido él, mi paisano no hubiese salvado de una superlativa paliza ¡ni con la oración del Justó Juez!
A todas esas, los cochineros, con más miedo que voluntad, comenzaron los aprestos para reemprender el viaje, pues ya era de madrugada. No decían ni jota según era el recelo que sentían. Se fueron con la turbación de quien sale con felicidad de un difícil trance. Pero nuestro héroe pago, sin embargo, bien cara su imprudente gracia, viajando desde allí sin ningún avío, pues cuando la trifulca estuvo en pleno apogeo le echó a los cochinos el resto de su bastimento con morral i todo, no fuera a ocurrírsele a cualquiera a revisar los macutos de los viajeros.
Verdaderos o no, poco importa. Son cuentos con sabor al terruño, propios de los pueblos lejanos escasos de diversiones, con los cuales se amenizan los coloquios esquineros en los días monótonos de atardeceres tristes.

I bueno es, digo yo ahora, ya lejano de aquellos tiempos, que las generaciones sucesivas los recojan como legado cultural del pueblo, de gente sencilla i bregadota que hasta de los propios sufrimientos hace mofa, quizá i sin pensarlo, para sentirlos menos.


Otros enlaces relacionados son: 

* A SAN MIGUEL DE TINACO: El Baúl en la poesía (para una lectura de "Panegírico de mi pueblo" de Ramón Villegas Izquiel) 
  
** LEYENDAS DEL LLANO