Viajamos con la noche en los sueños de la gente
y nos detenemos a veces, en el silencio de los muertos
Miriam Rodríguez,
Ofrenda de Beatriz
ALEJANDRA
I
Alejandra se levantó pesada. Miró alrededor como buscando algo, sólo para descubrir por enésima vez, que ese algo termina siempre desvaneciéndose con el sueño bajo el sudor de la almohada y el amargor de la resaca.
Sintió brevemente que dado lo poco que podía recordar de la noche anterior, no tiene nada de extraño que en las Mil y Una Noches el desamor se parezca tanto a un vaso de vino. Se desnudó con desmesurada parsimonia y se metió en la diminuta ducha, tratando de recuperar su identidad (cualquiera que fuese, cualquiera que le permitiesen las hormonas, los años y el hastío) bajo el agua fría, quizás, demasiado fría.
II
Salir y enfrentarse a la calle era ya haber decidido un nombre, un alias contra el sol. «Soy una lagartija» se dijo con convicción. «Una lagartija pegada a una roca en un desierto lejano y desconocido, tengo colores brillantes y una lengua bífida que sabe reconocerme en las mañanas». Cerró con lentitud la reja y empezó a caminar lenta y despreocupadamente, como se supone debe hacerlo una lagartija la mañana del lunes menos particular. «Soy una lagartija», dijo, y de pronto sonrió sacando apenas la punta de su lengua, oliendo desenfadadamente a lunes, viviendo un rato sin pensar.
MARIANA
I
¿Puedo impunemente volver al año de Dios de mil novecientos noventa y nueve? ¿Puedo nombrar los miedos milimetrados, el asombro, la intensidad de cada uno de sus días?
Seguramente no. Porque nunca, en ninguno de sus días fue un asunto de pose el ligero movimiento, su preciso detalle de tocar el borde de metal en el descansillo de la escalera la mañana del lunes, como si la ausencia de los domingos mellase algo en su espíritu que sólo esa serie de guiones y gestos pudiese recuperar. Toda Mariana era ese arabesco delicioso, la curiosa voluta de la elegancia antigua que casi llegaba a la ternura de un ojo que se entrecierra o al énfasis de una letra dedicada en la punta del dedo que en sí mismo, era un Todo.
II
A veces, sueño en una Teología de la piel mínima de Mariana, que aproximándose a lo profético, deshaga el deja-vu de su pálido tobillo derecho.
NELLY
I
«Una ventaja de caminar: Ya tienes a quien atribuirle el cansancio» —se dice Nelly mientras llega a su oficina.
Y no es que le quede lejos, apenas cinco cuadras de su casa. Pero hay algo en su modo de caminar (alguien lo había descrito como «una mezcolanza curiosa, como su forma de hablar: se afincaba y se dejaba caer a un tiempo, dando la impresión de que forzaba sus pasos, es decir, sus palabras» lo cual, lejos de describirla, acaso contribuía un poco más a su confusión… podemos imaginarla tratando de hallarse a si misma en esa descripción, más adecuada a una niña coqueta que a una mujer de su edad) que invariablemente la cansa pronto, como muchas otras cosas.
Para Nelly, la vida es el intervalo de respiración entre cansancios sucesivos.
Para Nelly, la vida es el intervalo de respiración entre cansancios sucesivos.
II
Empuja hacia delante la silla, juega a organizar levemente el microcaos de su escritorio y se dispone, ligera de ganas y ausente de intentos, a enfrentar de nuevo al día. Por un brevísimo instante, un recuerdo fugaz la interrumpe con un pequeño desfile de aromas, frases y silencios repetidos. Sacude la cabeza, se retira un oscuro mechón de cabello de los labios e inicia la consabida rutina del «buenos días Señor-Señora-Señorita».
INGRID
En sus sentidos la avispa del día y la querella del tiempo que podría llegar desde la una o la otra ausencia. En su tiempo deslizante se posaba el labio, luego la espina. En su aletear inconstante, el zumbido de la arena que se va, los días quizás.
Pero en su pecoso hombro desnudo puso Dios el sol y la sombra.
(Y entonces, la divinidad fue como un resquicio acariciable de piel donde recostarse al final del día; pero esa piel —violeta pálida a la memoria— ya es un horizonte frío, lejano, distante)
CLAWDIA
I
Siempre le acompañó la sensación de que todo era prestado. Pero los últimos meses ha ido cambiando sensiblemente de parecer. Y es que de alguna manera le ha ido ganando la convicción de que nadie presta algo —algo como su vida, por menos interesante o insustancial que parezca— sin percibir nada a cambio. Por eso, en su corazón, Clawdia cambia el adjetivo calificativo: «No es una vida prestada«, asume, «es de alquiler, como dice Dido y en algún momento alguien vendrá a cobrar».
II
Ayer cumplió 33 años, en diez minutos estará de nuevo varada en una oficina frente a un estúpido fax y un afiche que dice Margarita: una perla escondida en el Caribe. Nada la confortaría más —piensa esta tarde— que ver hundirse esas cuatro paredes, verlas colapsar hasta desaparecer en una opalina y calcárea esfera, ser una prístina perla aunque terminase colgada en el cuello más anodino, aunque nunca nadie la encontrase al fondo mismo de la nada, aunque de nácar y olvido fuese la eternidad.
III
Garrapatea unas frases en la libreta. La guarda y cierra con ligera violencia su diminuto bolso. «Vida de alquiler» —murmura y se levanta del banco, «que gente se consigue uno en la plaza, hasta me quitó la mirada, en verdad que ando transparente hoy». Se ríe para sus adentros cuando generaliza: «Inquilinos, todos inquilinos en su nefastísimo alquiler, con sus propias deudas y sus propios cobradores, acaso el mismo para todos si es que como decía Emilia, Dios existe y existe cerca». Aún no llega a la oficina y ya se siente pegada al auricular. Una vez más se pierde —se refugia— en sus impersonales atenciones y los trescientos catorce formalismos adicionales.
Para alguien tal como un Dios —piensan Clawdia, sus veinte dedos y sus innumerables lunares— semejante destino debería ser suficiente pago.
MARÍA R.
Y tan lejos como ninguna parte. Como si desde siempre esperar fuese una opción. Luego las vueltas, los hijos, los libros, las fatigas, las personas, la parada imposible de ese autobús amarillo que nunca llegó para dos.
En fin, el escape a la sucedida, confusa decisión de la resaca y la molicie.
Pero viene un lunes cualquiera y todo es igual, al menos, los veinte años de incertidumbre y la enamorada melancolía de las mandarinas.
JUDITH
I
Se aletarga en el placer de recordar. Cierra los ojos y puede ver la calle, la esquina necesaria multiplicándose como el pulso en el anhelo… «Soy una pendeja y ni siquiera sé dónde está mi casa…» Aprieta un poco el pequeño hueso que cuelga de su cuello a manera de amuleto y con la necesidad pesarosa de irse a otro lado va contando en voz baja las pausas de la acera, las marcas en los postes de luz. Piensa en el milagro de ver encenderse las luces de la calle y recuerda a otra que como ella, acaso soñaba con los mismos inútiles, gastados milagros.
Empuja la puerta del lugar que ya la espera y busca su sitio entre las mesas y el humo.
—Light.
—¿En vaso o botella?
—¿Dejarás de preguntar algún día?
—Yap. Botella.
Limpia con la manga de su blusa el borde transparente de la botella y en el primer sorbo recuerda todas y cada una de las cervezas de la noche anterior; cierta nausea le hace suspirar y con los ojos aún húmedos se apoya en un codo sobre la mesa y se deja ir, suave, macilentamente…
II
—¿Cuándo volviste?
—No hace mucho, de hecho, apenas tengo un mes en el trabajo.
—Me da gusto verte otra vez por aquí.
—A mi también. En verdad.
— Y bien ¿has estado escribiendo?
—Sí, algo. Intentando un cuento. Pero no me sale nada. A lo sumo, frases al azar, imágenes ya usadas, viejas.
Pero la conversación nunca ocurre. Nunca hay a quien preguntar por el argumento o las atmósferas, nunca a quien sugerir y mucho menos, alguien con quien abrir el abandonado corazón y la piel reseca bajo el sol. «Salamandra —murmura— casi una salamandra abrasada por el fuego. Una culpable y venenosa salamandra en medio de un brasero ardiente donde nadie querría meter las manos». Una historia sin personajes, sólo borrones difusos, entresueños macilentos que la dejan —cada día más— al desamparo de la sed.
Esto es como escupir hacia adentro —se dice con desprecio, y entonces, sólo entonces, se empuja un trago largo, como larga y desamparada su soledad.
Textos transcritos de: Aprendizaje del paraíso inferior (narrativa 1994-2008) de Eduardo Mariño, editado por Monte Ávila Editores Latinoamericana en Caracas (2011).
Textos transcritos de: Aprendizaje del paraíso inferior (narrativa 1994-2008) de Eduardo Mariño, editado por Monte Ávila Editores Latinoamericana en Caracas (2011).
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