Un hallazgo, un cambio de vida, una sorpresa latente: esa es la Navidad
NAVIDAD
NEGRA (Carlos Mujica)
Los potros de la tarde, como “hasta
luego” de siempre, saltan en mil colores de la luz al ataque de las manadas
grises de los últimos momentos del día.
La brisa es fresca, hinchada de roció,
casi blanca diríase; como un velo de huidizas nubes que, por oleadas
intimidantes, roza envolvente y sensual los cuerpos que a su paso tropieza.
Ahora, él está allí una raída camisita y
unos pantalones incoloros que caen un poco más abajo de la rodilla cubren su
negra piel; calza alpargatas. Contra su costado, debajo del brazo derecho, por
el cuello, sujeta un cuadro. De la ciudad, del más allá, el viento trae teñidos
de campanas.
La alegría de los niños que vinieron a
pasar la Navidad en la casa grande de la finca, le atrajo. En sus largos y
anchos corredores de sólidos horcones y piso relucientes de cemento juegan
animosos mientras la música de discos, las golosinas y el árbol de Navidad
hacen el ambiente. Esperan, como de costumbre, que sus papás saquen del
escondrijo los paquetes de regalos que en nombre del Niño del Dios darán a cada
uno. Un extraño influjo lo detuvo.
De su choza de bahareque y de palma
ubicada en lo alto de la giba de una loma cubierta por la colcha verde de pajar
sabanero, cuyo espacio adornan vibrátiles y multicolores mariposas viajantes,
suspensas como prendedores que movieran invisibles hilos; por el camino oro
rojizo que se descuelga al encuentro de otros para desguazar la verde uniformidad
de Rincón Hondo, había bajado para llegarse a la choza del amigo campesino con
quien gustaba reunirse para cantar.
Es Navidad y en los hijos se renueva la
costumbre de los padres de llevar improvisados cantos a las chozas de la
vecindad.
Es de gusto ver cómo, cuando el cielo de
la noche navideña se posa sobre la sabana, macilentas llamitas, como luceros
enclenques desde las dispersas casas rutilan acá y allá. En ellas viven los
hombres y las mujeres más laboriosas, sencillas y sanas que campo alguno pueda tener.
En ellas, al compás de música y
cánticos, de cuatros y de maracas y el embriagante criollo, sin ostentación, se
celebra otra Navidad. Es una, que de generación, aprendida por comunicación
oral renueva el recuerdo de las ideas que impusieron los conquistadores y que
hoy revenida por la amalgama de las sangres la han hecho tan suya que parece
como si festejaran más bien el hecho real que a cada instante en los 365 días
de Navidad del año, las chozas, convidadas de piedra, como pesebres, acunasen
el alumbramiento de las Marías en el campo; el advenimiento admonitorio de
niños “Jesús” que denuncian diariamente la arbitrariedad de los empadronadores
y caseros de todos los tiempos transcurridos.
Pedrito Firpo es uno de ellos; viene de
una choza y va hacia las chozas del camino, estrecho como su vida, que dejan
las huellas. Con la luna, amiga de la cercana lejanía que le habla un lenguaje
de sombras, Pedrito suele jugar. Rueda de sombra negra, negativo de luna sobre
zenit, duendecillo deforme, sombra de luna blanca, ondulante silueta al
capricho de la hierba sabanera; larga sombra de negro perdida en las
ondulaciones del terreno; Guliver al capricho de sus rayos al ras del
horizonte.
Hasta hoy, para él la Navidad había sido
otra cosa. Ahora palpaba la comercializada de la gente de las ciudades. Los
niños de la casa de la hacienda en su inocente alegría la enseñaron a
conocerla. Ahora él también quiere un regalo. Pretende que ese Dios que hace el
milagro a través de los gustos de los padres cumpla con él. Pero prefiere
callar.
El viento acariciante, la alegría de los
niños, el anhelo que lo invade, el frio de la tarde le van provocando el sueño
hasta que busca acomodarse recostado a un tallo bifurcado, de una mata del
patio. Imágenes, confusas configuran su sueño; una espalda doblada, un sol
lacerante, un machete que desguaza malezas, un pequeño claro en el bosque, una
cosa que se desplaza, unas matas que emergen, una escarda que limpia, una mano
que aporca, unos frutos hermosos, un pequeño montón, unos cascos que avanzan,
unos sacos que andan, un rebuzno de pronto, una tarde que pasa, una noche que
llega, un troje que espera, una cara de joven, un hembra marchita, unas parcas
palabras, un dolor que se siente, la cintura que aguanta, unos ayes que
emergen, una tarea que acaba.
Un tractor de repente, que va y viene en
el campo y una tierra que se hace despejada e inmensa; confusión que se
extiende y no entiende y que palpa. Un rincón donde duermen el machete y la
escarda y una choza que se hace de repente, una casa y una madre que asoma sano
y joven su rostro y un hombre que se mira nuevo, rehabilitado.
Un brusco despertar y un papel que a su
lado estas letras contienen:
Pedrito, Firpo.
Rincón Hondo.
Recibí tu mansaje, el tractor que me
pides como regalo de Navidad para tu papá Juan es imposible dártelo porque su
peso me dañaría el trineo.
CRÓNICA
DE AÑO NUEVO. Media Noche
(Salvador
Jiménez Segura)
-¿Por
qué ese afán, amigo, mío. De vestir nuestra alma con un traje nuevo para
recibir al año? ¿Por qué vestirla con cascabeles y mentirle regocijos?
Era la Nochebuena de año nuevo, y
probablemente por un capricho de mi temperamento, el buen humor habitual en mí
había huido de este mi rostro de Bilìquin.
Todo en la ciudad palpitaba con ritmo de
fiesta, como un gran corazón henchido de alegría. Y mientras la multitud
galante llenaba de entusiasmos las avenidas de la plaza, otra muchedumbre
gozadora esperaba en el café que el reloj de la Catedral cantara los doce
versos de la media noche. Los mozos iban de un lado a otro, tras el rumbo de
las palmadas que sonaban de todas las mesas, repletas de copas y rodeadas de
caballeros.
Mi amigo me miró sorprendido, como
admirado de mi pregunta y de mí.
-¿Por qué se afán de mentirle al alma
regocijos, cada vez que nace un año? ¿Por qué no vamos a estar hoy, como cualquier otro día,
normalmente alegres o normalmente tristes, para que decir al oído de la vida
que aquel que llega le trae rico presente de venturas, cuando esas venturas
acaso no llegan nunca? ¿ No te parece que es algo parecido al dolor de los
niños, cuando en el curso de sus años van aprendiendo que los reyes no les
traen juguetes para sus zapatos y que personajes de “Las mil y una noche”
apenas son bellos tipos de ilusión?.
-Sencillamente –replicó mi amigo,
alzando su bok de cerveza sencillamente porque no existe nada más innoble que
asesinar la vida. Todos los hombres
llevamos enclavados en el pecho el puñal de los más grandes dolores. La corona
de espinas no sólo se hizo para Jesús, y sería singular el caso de alguno que
en el vino de la vida no hubiese advertido la gota de amargura. Pero, dime,
amigo mío, ¿Qué ganaríamos con arraigar en nuestro cerebro la convicción de
nuestra miseria, de que estamos condenados a reír una vez, por cada mil sollozos?.
Más humanamente bello que en turbia copa de angustia, es recibir la sangre de
nuestra herida en azul cáliz de ilusión… ¿verdad que tú nunca dirías a esos
niños de que hablaste ahora, que no son reyes, magos de ilusión, quienes
depositan por las noches es sus zapatos pequeños, los juguetes y las golosinas?
-En esta noche no hacemos otra cosa que
echar rosas sobre las penas muertas y aromar con ellas las penas -¡quién sabe
si más amargas!- que nos reserva el provenir…
-Quiere decir –interrúmpele- que
nuestras almas son esta noche los zapatos que los hombres colgamos de nuestros
lechos para recibir lo que nos traiga el mago Rey año… Esta noche alquilamos
esperanzas, más o menos...
-¿Y por qué vamos a negarle una noche a
la Esperanza?. Ella ha puesto muchas veces acordes nuevos en la lira, afán de
besos en nuestros labios y perfume exquisito en nuestra humana podredumbre…
-Mal haces tú, querido, en recibir esta
noche en tu espíritu a la vieja amiga melancolía. Di a tu alma que en el año
que llega -¡Oye las doce!- es mensajero y ángel de amor, de bien y de ventura…
Alcemos estas copas y brindemos por la vida, por este huésped, príncipe azul
que es señor de esperanza!... No seas nunca el verdugo de tus propios sueños y
de tu propia juventud…
El entusiasmo se colma en aquellos
instantes. La multitud entraba y salía del café, y la alegría volaba,
triunfante y soberana.
En la plaza se ejecutaba el Himno de la
Patria. Mi amigo y yo alzamos las copas y nos abrazamos con efusión y regocijo.
Mi rostro de Biliquin sonreía…
Y el reloj cantaba los últimos versos de
la media noche.
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