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viernes, 21 de agosto de 2020

Sobre la invención del asesinato y otros cuentos de Julio Romero Parra

 

La fiesta fue interrumpida por el accidente en la autopista. 

Imagen en el archivo llanero de Santos Quiroga




SOBRE LA INVENCIÓN DEL ASESINATO 

Un señor flaco como palo de escoba y cuyo nombre era Thomas De Quincey, de humanidad microscópica y de andar desgarbado, cuando el tiempo se lo permitía, solía desplazarse entre las calles de Londres. Su tocayo Thomas Carlyle lo llamaba El enano.

A De Quincey le gustaba el aliño, es decir, meterse opio hasta en los forros. Si hubiese vivido en nuestros tiempos, este señor seguramente habría sido otra víctima del narcotráfico y en lugar de opio habría utilizado otras sustancias peligrosas como la marihuana, el LSD, la cocaína, el basuco e inclusive hasta la misma piedra.

Cuando sus amigos le preguntaban el motivo por el cual se metía tanto opio en la nariz, de inmediato contestaba que su adicción atendía a un constante dolor de muelas que lo atormentaba. Si alguno de sus amigos argumentaba que optara por extraerse la muela, de inmediato lo enviaba al carajo. Quizás le gustaba tanto el dolor de muelas como el consumo de opio.

Esta situación sacaba de sus cabales a su mujer. Ella se llamaba Margareth y tanto la angustiaba el estilo de vida de su marido que en algunas ocasiones intentó suicidarse. Lamentablemente no logró su cometido y su extraño consorte continuó sus sesiones opiáceas que trataba de justificar con su dolor de muelas. Por instancias de su mujer, algún día las autoridades lograron detenerlo y lo instigaron para que se extrajera la muela y por ende el vicio de atosigarse con el opio. Pero De Quincey, en lugar de arrancar de su vida el dolor de muelas y el consumo de la droga, prefirió arrancar de su vida a su mujer.

Margareth fue la esposa de un hombre genial que, como todos los genios que han circulado por el mundo, muchas veces fue ganado por un poco de excentricidad, por un poco de locura y por un deseo inusitado de inventar cosas atípicas. Quizás Margareth descansó cuando De Quincey la abandonó. Para cualquier mujer no resultaría fácil convivir con un hombre demasiado inteligente, con un encumbrado del pensamiento, con un desalineado. Ella no soportaba permanecer al lado de un tipo que deliraba en las horas nocturnas, con alguien que jamás tuvo solvencia con sus acreedores, un paradigma lleno de abulia para lo pragmático y a quien poco le importaba la infidelidad, el hogar y el honor. Se ha comprobado que ninguna mujer es feliz viviendo al lado de un maniático consumido por un exceso de horas dedicadas a la lectura y a la meditación. De Quincey era una perenne víctima de la bancarrota total y en su eufemismo solo buscaba crear algo que no hubiese sido creado. Como lo hizo Honorato de Balzac, cuanto más lo perseguían las deudas, menos le preocupaban los acreedores. Su objetivo se centraba en el pensamiento, en la creación, tales eran sus riquezas, y en lugar de intentar acumular una fortuna en oro dedicó su vida a atesorar sus reflexiones. Sus libros eran los únicos artículos de propiedad con los cuales podía ser más rico que sus vecinos. La pobreza solamente era una circunstancia.

Además de eso, el estilo literario de Thomas De Quincey fue muy original. Subvertía la lógica y el buen sentido burgués de los británicos. Se reía de las religiones y de los autores serios. La literatura no era más que un juego. ¿Para qué tomarla en serio? Más que tratar de escapar de su dolor de muelas se drogaba tratando de escapar de su inteligencia superdotada.

Durante algunos días fríos y tediosos, en el suburbio neoyorquino de Queens, releí uno de los más hermosos libros de Thomas De Quincey, El asesinato como una de las bellas artes, y en ese ensayo el opiáceo afirma que Caín debió ser un genio de primera clase pues fue Caín, y nadie más, quien inventó algo tan genial como el asesinato. El cuerpo del delito estuvo conformado por su hermano Abel. Por tal motivo, Abel también debería ser considerado como el primer cadáver de plástico de la historia. De haber sido así podríamos afirmar que las narraciones policíacas no fueron inventadas por un desesperado llamado Edgar Allan Poe, ni siquiera por un remoto chupatintas del oriente, sino por quienes redactaron el Antiguo Testamento.

Sin embargo, la mayoría de los entendidos se empecinan en asegurar que fue Edgar Allan quien inventó el relato policial. Quizás podamos aceptar tal idea para no caer en polémicas de callejón, pero de lo que no me queda la menor duda, luego de leer el sublime ensayo de Thomas de Quincey, es que el mono que cometió los asesinatos de las Lespanaye en Los crímenes de la calle Morgue, acción que dio lugar al relato policial en occidente, no fue el inventor de los cadáveres de plástico. En síntesis, también me ha dado por pensar que el inventor de los cadáveres de plástico fue uno de los antiguos redactores del Viejo Testamento.

Este cuento, lo escribí hace más de un año, un día cuando fui a buscar a Urania en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar y de regreso encontramos una tranca en la vía debido a que estaban saqueando un camión que transportaba carne.



EL PECADO DE AMELIA DUARTE 

Amelia Duarte vio llegar al ángel de su vida durante el transcurso de una Semana Santa. Entró por la nave de la iglesia San Roque, se acercó a ella durante algunos días y luego, por una extraña jugada del destino, pudo ver como se alejaba para siempre.

Su vida estaba marcada por Dios. Sus obligaciones en ese sentido consistían en mantenerse pura y aislada del pecado. Siendo muy pequeña, alguna vez le preguntó a su madre qué era el amor. Su madre le contestó:

-Es un pecado.

Por ese motivo, sólo tenía conciencia de dos lugares infalibles hacia los cuales tarde o temprano debería encaminarse. Estos sitios no podían ser otros que el cielo y el infierno. Su madre, viuda y bienaventurada consagrada a los oficios del santuario, no le había inculcado otra creencia. De igual modo, las Hijas de María, el padre Marini y el resto de las beatíficas del templo le habían advertido que el infierno era una caverna negra y pestilente en forma de embudo que ramificaba sus tormentos hacia el centro de la tierra. Ese lugar estaba destinado al sufrimiento de los pecadores. En cambio del otro lado se encontraba el premio, el paraíso, el cual era un espacio límpido, abierto, sin contaminación alguna y oloroso a desinfectante. Entre sus pasadizos caminaba Dios con sus grandes chancletas de peregrino. Allí se reunía con los elegidos quienes eran atendidos por ejércitos de arcángeles como si fueran turistas de primera clase.

Amelia ya estaba por los diecisiete años. Era una muchacha de carnes tentadoras. Poseía alargados ojos de ébano, rasgados y bonitos, y su cuerpo, en lugar de estar diseñado para el cielo, parecía estar apto para concursos de belleza. Desde muy pequeña, su madre la enseñó a leer las Sagradas Escrituras y, para variar, le permitió los cuentos de Perrault y de Hans Christian Andersen. Influida por las personas que la rodeaban y por el peso de sus lecturas, sus sueños tenían mucho que ver con Dios y con la llegada de un príncipe azul.

Su madre enviudó muy temprano y luego de quedarse sin marido se convirtió en una mujer católica y autoritaria. Su norte era seguir el camino que conduce al cielo. Seca y amarga como la hiedra, la principal finalidad de sus ayunos consistía en evadir las constantes trampas del demonio que conducen al pecado. Entre esas triquiñuelas pecaminosas no dejaba de incluir al amor.

Durante mucho tiempo, Amelia no hizo otra cosa que cumplir las órdenes de su madre. Pero a principios de una Semana Santa, su anhelo por Dios fue sustituido por la figura de un príncipe azul. Lo vio entrar al templo de San Roque un día domingo de ramos cuando la nave se encontraba congestionada debido a la inminente llegada de la Semana Mayor. Entre cientos de feligreses que acudían a la misa de mañana para dar inicio a la vida, pasión y muerte de Jesús, descubrió al ser prometido de los cuentos infantiles. Allí se encontraba cerca del señor cura. Parecía un ángel prestado a la parroquia. Ayudaba a repartir entre la congregación los ramos de palma bendita.

Al siguiente día, Amelia se sorprendió al encontrarlo en la procesión. Estaba vestido como Nazareno y al frente de la multitud se escudaba de los ataques del infierno y arremetía contra el demonio con un candelabro y un braserillo que regaba humo de incienso. Entonaba cantos a Jesús Atado que eran coreados por la multitud.

Perdona tu pueblo, Señor,

perdona tu pueblo,

perdónalo, Señor …

La madre llevaba a Amelia Duarte tomada de un brazo y ella se ruborizó cuando un pensamiento de amor logró colarse entre sus cánticos. Fue un sentimiento repentino y fustigante idealizado por su profunda fe. En él, el mancebo inmaculado, centro de su instantáneo fervor, exhibía blanquísimas alas sólo comparables a las del arcángel Gabriel.

Por las espinas que te pincharon,

por los tres clavos que te clavaron

perdónales, Señor…

En algún momento, Amelia Duarte se persignó al creer que caía en una trampa del demonio. Pero al día siguiente, durante la procesión de La Dolorosa, el mundo se le vino encima cuando descubrió que los ojos del arcángel vestido de Nazareno se fijaban en los suyos. Fue como un choque de trenes, como dos galaxias fundidas en un solo cataclismo.

El día Miércoles Santo, Amelia Duarte intentó escapar del pecado buscando la cercanía de un Jesús melancólico que llevaba una cruz a cuestas. Pero el joven Nazareno abandonó el frente de la comitiva. Echó a un lado el braserillo y el candelabro y caminó a su lado replicando a los responsos del padre Marini. Amelia no pudo hacer otra cosa que temblar y darse golpes de pecho a causa del amor que parecía estarla matando.

Pero el pecado tomó fuerza el día Jueves Santo, fecha en la cual no salió la procesión. Los feligreses se dedicaron a la adoración del Santo Sepulcro. Ese día, el demonio logró su cometido.

La madre de Amelia Duarte salió ese día a visitar los siete templos y ella se dirigió a la iglesia San Roque para dar inicio a la vigilia. En ese momento, el padre Marini se encontraba en su siesta matinal. En la sacristía encontró al hermoso Nazareno. Ella le entregó unas flores que llevaba y en el acto de entrega él la tomó de las manos.

-Pareces una virgen-le dijo él.

-Y tú eres tan hermoso como el arcángel Gabriel-replicó la muchacha.

No fue más que un agarrón de manos. Pero el pecado de amor se consumó el Sábado de Gloria. En el preciso momento cuando el cura italiano bendecía al fuego, ellos se quemaron en un beso ardiente que hizo temblar a la sacristía.

El día Domingo de Resurrección, el hermoso Nazareno se marchó del templo de San Roque. Jamás volvió a saberse de él. Dicen que fue un forastero que llegó en esa Semana Santa para cumplir una promesa. La madre de Amelia Duarte la condenó a convertirse en otra beata de la iglesia.

 

RAPIÑA 

El cabo segundo de la Policía Metropolitana, Pascual Alejandro Mantilla, se encontraba sentado ante la mesa de pantry saboreando un café negro y leyendo la página de sucesos del diario Últimas Noticias. En un anexo de la casita se escuchaba el ruido de un televisor. Esperaba la arepa frita con huevos y mortadela que en la cocina le estaba componiendo su mujer Delia Figueroa de Mantilla con quien llevaba casado veintitrés años y cuatro meses y medio. Delante de él, sobre un mantel plástico, rojo y a cuadros, reposaban unos periódicos, un yesquero y una caja de cigarros. Vivían en la cumbre de un cerro aledaño a la autopista Caracas-La Guaira y a través de la ventana podía ver el movimiento de la vía. Comenzaba a caer la tarde, bajaban las brisas del Ávila y el tráfico se hacía más pesado.

Mantilla traqueteó la lengua. En aquel momento leía la crónica sobre un hombre que fue asesinado a machetazos por su propio hijo porque no quiso compartir con él un trago de aguardiente. No era la primera vez que leía una noticia así. El suceso ocurrió la noche del sábado en Naguanagua, luego de que el presunto homicida regresara de una fiesta a las tres de la mañana con su cuerpo lleno de alcohol y marihuana. Sacó a su padre del cuarto y puso la botella frente a él para que se empinara un trago. En vista de que el viejo se negó se transformó en un energúmeno, buscó un machete y le tumbó la cabeza. En la misma página del periódico aparecía una fotografía de la madre del asesino, desgreñada, llorosa y desesperada dando fe de la ética de su hijo y asegurando que todo fue un accidente. El cabo segundo Pascual Alejandro Mantilla probó otro poco de café, chasqueó la lengua, mojó el dedo índice con saliva y pasó a revisar otra noticia: A un fiscal de tránsito terrestre le dieron una puñalada por estar de matraquero. Cayó la banda Los menudos con doce paquetes de basuco. Aquel fin de semana hubo un récord de crímenes en la ciudad de Caracas, se contabilizaron doscientos setenta y cuatro cadáveres en la morgue de Bello Monte. Pero el cabo tenía mucha hambre. Percibió el olor de la mortadela frita. La arepa y los huevos estaban chirriando en otro sartén. Chasqueó la lengua y pasó a leer otra noticia. Eso de chasquear la lengua era una maña que tenía el cabo, una mala costumbre que a veces lo hacía reñir con su mujer y a veces con sus superiores cuando se encontraba de guardia.

***

Al cabo segundo de la Policía Metropolitana, Pascual Alejandro Mantilla, le gustaban los malos hábitos alimenticios. Tomó el cuchillo, le abrió la barriga a la arepa y la untó con mantequilla y mayonesa. Luego metió entre los dos pedazos los huevos y el pedazo de mortadela frita. Eso seguramente no lo debió hacer. El cardiólogo le había prohibido aquella práctica alimenticia. La última vez, su mujer lo llevó de urgencia al hospital, se sentía mareado y con un dolor en el lado izquierdo de su pecho. El mismo cabo le dijo al médico lo que sentía. Doctor, parece que fuera un preinfarto. El médico lo miró con una sonrisa sardónica. Los preinfartos no existen, le dijo, así como tampoco existe el semicuero. O es cuero o no es cuero. O es infarto o no es infarto, pero las cosas no pueden ser a medias. Tampoco existe la semivaca. O es vaca o no es vaca. Así les dijo el facultativo burlándose de su enfermedad. Lo examinaron, le hicieron un electrocardiograma y le diagnosticaron una fisura en el miocardio. Sí, era un infarto. De vaina está vivo, dijo el médico. Si quiere vivir algunos añitos más, debe dejar de beber café, debe dejar de fumar y de comer frituras. Nada de mayonesa, nada de mantequilla, nada de aguardiente, nada de embutidos, nada de arepas ni de huevos fritos, nada de refrescos ni de tabaco. Pare la caña, ciudadano. Si no la para es porque usted mismo no se quiere.

Mantilla estaba sobrepasado de peso, le costaba respirar, tenía tapadas las coronarias. Además del grasero que se tragaba, todos los días se bebía diez tazas de café retinto, se fumaba dos cajas de Marlboro y apenas salía de guardia en el comando se metía doce o catorce tercios. Cuando comía ponía el frasco de mayonesa frente al plato de comida. Una cucharada de comida, una cucharada de mayonesa. Se estaba matando. Medía uno sesenta y siete y pesaba ciento cuatro kilogramos. Estaba pasado de peso. Antes anduvo en moto, pero ya no podía. Ahora lo cargaban en la patrulla. Era una bomba de tiempo a punto de explotar. Contaba cincuenta y un años de edad y todavía le faltaban tres años para la jubilación. La mujer no discutía con Mantilla porque Mantilla era una autoridad en la calle, en el comando, en el cerro y hasta en el rancho donde vivían. Mantilla mandaba más que un alternador. Apenas era un cabo segundo, pero mandaba más que un general en jefe. Cuando el médico lo mandó a hacer dieta, de inmediato su mujer fue a una feria de hortalizas y compró espinacas y zanahorias. Mantilla le dijo que él no era Popeye para estar comiendo espinacas. Cómetelos tú si te da la gana. Cómetelos tú, es una orden. Mantilla era una autoridad. Las órdenes de Mantilla se cumplían. Entonces Delia Figueroa de Mantilla, su sometida mujer, se comió las espinacas y las zanahorias y él se siguió atragantando de café, de aguardiente, de grasa y de tabaco.

***

Cuando el cabo segundo de la Policía Metropolitana le pegó el tercer mordisco a la arepa rellena con mantequilla, huevos y mortadela, sintió que la manteca se le chorreaba entre las encías y que algunas virutas de masa se depositaban en uno de sus premolares cariados. Chasqueó la lengua, se aspiró la muela picada y al mismo tiempo se metió un buen buche de café. Entonces, cuando estiró su mirada que cruzó como un rayo la ventana para ir a caer en la autopista, se dio cuenta de que el destino se le torcía a un pobre conductor. Un camión con cava frigorífica perdía el control y se estrellaba contra las defensas de un puente. Por poco no se fue hacia el fondo del barranco. Mantilla lo pudo ver todo, como si se tratara de una película. La cabina de mando se torció con el impacto. El cargamento se ladeó y casi en cámara lenta comenzó a caer a un lado del viaducto. Salía un poco de humo y un poco de polvo. De inmediato comenzaron a detenerse los motorizados. Era como un enjambre de abejorros esperando la orden de la reina. Y la orden no se hizo esperar. Fue precisamente una mujer que venía de parrillera la que pegó el primer grito: “! Vamos a saquear esa mierda!” De inmediato comenzó el festín. Desesperada, la muchedumbre saltó sobre el voluminoso vehículo y forcejeando unos contra otros comenzaron a apoderarse de las cajas de carne congelada. Mantilla sintió que el corazón se le comenzaba a acelerar. Delia Figueroa de Mantilla, su mujer, una vieja pelo cano que quizás lo sobrepasaba en edad, le pidió que llamara al comando. El cabo tomó el teléfono y llamó de inmediato, pero le informaron que ya conocían del caso y que hacia el sitio del siniestro se desplazaban unidades policiales. La muchedumbre que saltaba sobre la cabina de mando ni siquiera reparaba que adentro de ella el chofer se encontraba moribundo. Prácticamente terminó de morir pisoteado por los saqueadores. Pocos minutos después, Mantilla y su mujer, desde la ventana de la casa, pudieron constatar que, por fin, la policía entraba en la escena tratando de impedir que el saqueo continuara. A partir de ese momento comenzó lo peor. Cientos de motorizados que desvalijaban el camión se enfrentaron a pedradas contra los funcionarios policiales. La policía repelió el ataque con bombas lacrimógenas y los motorizados saltaron sobre sus máquinas como cowboys sobre caballos salvajes. Muchos de ellos, para magnificar la proeza, comenzaron a atracar uno por uno a los ocupantes de vehículos que se hallaban detenidos por la tranca que se había formado. Caía la noche y ellos se marchaban felices exhibiendo sus trofeos: cajas de carne congelada, cadenas de oro, carteras, celulares, dinero en efectivo… Mantilla no pudo con la escena. Sentía el corazón muy acelerado.

-Mujer, ayúdame. Llévame a acostar un rato. Yo creo que no voy a cumplir guardia esta noche en el comando. Siento que tengo alta la tensión.

Se escuchó una sirena. Se hicieron presentes varias ambulancias y patrullas policiales y se llevaron el cuerpo del chofer. Las autoridades cargaron con el resto de la carne congelada. Había llegado la noche y el silencio. El camión siniestrado parecía un buque fantasma encallado en el misterio. 


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