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viernes, 21 de agosto de 2020

El crimen perfecto y otros cuentos de Julio Romero Parra

 

La detective estaba cerca de resolver el crimen. 

Imagen en el archivo de María Eliza Duque, San Carlos Cojedes


UNA VISITA AL CONSULTORIO 

Urania quiso hacerse un chequeo cardiovascular y la llevé a una clínica situada en forma diagonal a la antigua funeraria La Equitativa. Muy cerca de Farmatodo y de Burguer King.

Entrar a la antesala del consultorio me causó una gran sorpresa. El lugar se veía muy despejado. Un montón de muebles estaban recostados a las paredes, pero quienes deberían estar sentados allí brillaban por su ausencia. Pensé: en este pueblo nadie se enferma o nadie tiene dinero para pagar una consulta.

Solamente al fondo se encontraban dos mujeres, face to face, una frente a la otra, sentadas en sus respectivas sillas alrededor de una mesita cuadrangular. Sobre la superficie de la consola podía verse un equipo de manicurista, cortaúñas, corta cutículas, hisopos y un conjunto de diminutos recipientes que contenían esmaltes de colores brillantes y chillones. Una de las mujeres usaba una bata blanca y de su cuello colgaba un estetoscopio. La otra mujer vestía de lo más normal, pantalón oscuro y blusa color crema. Supuse que la primera dama debería ser la doctora y que la segunda debería ser su secretaria. No se necesitaba ser un genio para deducirlo de esa manera.

Quien debería ser la doctora llevaba el cabello pintado de un color alambicado y raíces blancas y oscuras surgían de su cráneo, seguramente producto de un no convincente tratamiento capilar. Por su parte, quien debería ser la secretaria llevaba el cabello pintado como con crema negra de zapatos. De inmediato sonrió al percatarse de nuestra presencia.

-Al fin-dijo como diciéndose a sí misma “! Al menos nos visita algún paciente!”

-¿En qué podemos servirles?-nos preguntó amablemente quien llevaba bata blanca y cabello alambicado.

-Quiero hacerme un chequeo cardiovascular-dijo mi mujer.

-Muy bien-respondió la doctora sacudiéndose las manos para que se le secara la pintura de uñas recién colocada-. Les advierto que no se aceptan cheques. ¿Cómo piensan pagar? ¿En efectivo o por transferencia?

-Por transferencia-dijo Urania.

-En ese caso debe hacer la transferencia por anticipado y debe enviarnos el capturer.

Mi mujer hizo de inmediato la transacción, de banco a banco, de teléfono a teléfono, y la profesional, luego de chequear el pago, se dispuso a chequearla a ella.

-Perfecto, muy bien, pase usted a mi consultorio, señora.

Ya para entonces la mujer de blusa color crema y de cabello color crema oscura de zapatos había tomado los datos en una pequeña libreta.

Apenas Urania y la cardiólogo cerraron la puerta del consultorio fui a sentarme a tres metros de la secretaria. Ella, displicentemente, comenzó a limarse las uñas y a entablar una conversación conmigo.

-A veces vienen-dijo como distraída.

-¿Quiénes? ¿Los pacientes?

-No, mis amigas-dijo ella.

-¿Y vienen a hacerse chequeos cardiovasculares?

-Generalmente no-dijo la mujer-. Vienen a pintarse las uñas.

Respiré hondo y, como sin querer, insistí:

-¿Y los pacientes?

-Ya vienen pocos pacientes por aquí. Ya a nadie parece interesarle que le explote el corazón. Se interesan más por las uñas que por las venas coronarias. Les resulta más barato hacerse la pedicura que chequearse el reloj. Una consulta cuesta un ojo de la cara. En cambio para pintarse sí les alcanza el presupuesto.

Y luego de una pausa aclaró:

-Ah, y es unisex. No importa que el cliente sea macho o sea hembra. Si está interesado le hago el servicio. ¿Quiere acomodarse las uñas?

-No, gracias-le dije.

La mujer comenzó a limpiarse sus propias garras con un algodón húmedo. El olor de la acetona era muy penetrante.

-Ya no vale la pena estudiar-dijo al tanto que se hacía el autoservicio-. Lo digo por la pobre doctora que está viendo a su mujer. Tantos años en la universidad y tantos postgrados en cardiología para luego estar pelando. De esta crisis no se salvan ni los muertos.

-¿Ni los muertos?

-Ni los muertos-ratificó ella-. En una palabra, ni los vivos ni los muertos. Fíjese usted: Al frente de este consultorio funciona una funeraria y yo llevo más de diez años trabajando en esta clínica. En esa funeraria velaban cadáveres todos los días del mundo y hasta una aprovechaba. Cuando me daba hambre no iba para Burguer King, que queda al frente, si no que me acercaba al cafetín de la funeraria y allí me ofrecían un Sándwich, un jugo y un café. Ahora ni siquiera eso. Ahora velan un difunto cada dos o tres meses y de paso cerraron el cafetín. Así que hasta eso debemos aguantar gracias a la pelazón que nos somete este gobierno.

-¿Y a la doctora no le molesta que usted arregle uñas aquí?-le pregunté.

-¡Qué carajo puede molestarle!-exclamó con una sonrisa leonina-. En eso de las uñas hasta somos socias. Si no vienen pacientes vienen clientes lo cual a la larga viene siendo lo mismo. Fíjese, la doctora está pensando en cerrar el consultorio para abrir un salón de belleza. Ya se lo dije. La gente piensa más en sus uñas que en su corazón. Le interesa más verse bonita que morirse de un infarto. Ah, y como también le comenté, hasta somos socias. Cada vez que le arreglo las uñas a alguien le debo pagar a ella el cincuenta por ciento.

-Seguramente ella debe reponerle a usted el cincuenta por ciento de las consultas.

-¡Qué va!-exclamó la secretaria-. La doctora fue quien estudió. Yo no soy ni bachiller. Además el alquiler lo paga ella sola.

En ese momento la facultativa y mi mujer salieron del consultorio. Según detectaron los instrumentos cardiovasculares, su corazón funcionaba bien y sus conductos sanguíneos estaban despejados.

Nos despedimos amablemente y cuando ya salíamos del recinto estaba entrando una joven a la antesala del consultorio.

-¿Están prestando servicio?-preguntó con melosa voz.

-¿Servicio de qué?-preguntó la secretaria-. ¿De cardiología o de manicure?

 

 

CONAN DOYLE Y SU CRIMEN PERFECTO

Sir Arthur Conan Doyle experimentó cierto desasosiego al escribir la frase lapidaria de su última novela. Las argucias de un asesino en serie escapaban a su raciocinio, al comprobado olfato de sabueso de su infalible detective Sherlock Holmes y a la inteligencia que caracterizaba al doctor Watson.

Luego de tres o cuatro años desde el momento cuando había captado esa imagen, al fin, daba por terminada aquella trama policíaca. Le pareció que durante toda una eternidad permaneció sentado, entumecido en una silla de escritorio, tecleando sobre la vieja Olivetti y en completo estado de hipnosis. Mares de tinta derramó en un misterioso carnaval de crímenes que se suscitó en algún perdido axón de su cerebro. El germen de aquel astuto asesino en serie y de aquel cúmulo de ideas en busca del crimen perfecto, creció como un árbol, experimentó un extraño sortilegio y ahora se trasmutaba en fruto del intelecto. La trama era impresionante, el estilo perfecto, el lenguaje impecable. Solamente el homicida en serie y la ineptitud de sus protagonistas habituales le incomodaba.

No era para menos. Aquel verdugo en cadena de su novela escapaba al dominio de su técnica. Era dueño de una suspicacia fuera de lo común que dejaba estupefactos y anulados a sus meticulosos investigadores. Para comenzar, su inteligencia en avanzada había dado con un asesinato pulcro e inextricable. En sus correrías de malhechor dejó incontables víctimas e incontables enigmas de procedimientos. Junto a los cadáveres, tanto Sherlock Holmes como el doctor Watson se devanaron inútilmente los sesos, no pudiendo detectar una huella digital ni un pelo de cabeza y menos un fragmento de cutícula. Nada. Ni siquiera había quedado en las escenas criminales la más remota evidencia. Se trataba también de cangrejos en series. Era como intentar descifrar sopas de letras en idiomas extraterrestres, jeroglíficos elaborados en otras galaxias, enigmas del último resquicio de la Osa Mayor. “Por suerte, el asesino sólo pertenece a una obra de ficción.”, pensó el afamado autor de novelas policíacas.

Ganado por esta feliz idea, se levantó. Al hacerlo, pudo escuchar el crujido de sus huesos. Se sentía satisfecho, luego de su arduo trabajo, de haber concluido la novela. Sin duda, era una excelente ocasión para celebrar aunque sabía del malestar que levantaría entre sus lectores acostumbrados a sus acertados procedimientos para dar con los malandrines. Aquella noche, que por suerte era de viernes, se encontraría con sus colegas-todos escritores policíacos- en el famoso bar Las mil y una noches, estarían de farra, derramarían raudales de botellas, rumiarían pasapalos y comentarían lo que sólo saben conversar aquellos que comparten ciertas suspicacias de la imaginación.

Caminó en busca de la toalla y el jabón. Se hallaba metido en una bata de color azul acrílico. Sentía oxidadas sus articulaciones. Esa sensación se hacía presente cada tres o cuatro años, en los momentos precisos cuando daba punto final a una nueva novela policíaca.

Conan Doyle se desnudó. Tomó el discman y lo enchufó cerca del jacuzzi. Escuchó música clásica. Verdi, un poco de Beethoven, Vivaldi y Stravinsky. Luego del baño, usó un aceite especial que le concedió la elasticidad necesaria para salir a celebrar. Antes de tomar la calle, llamó a su editor. “Mañana puedes pasar buscando mi última novela”, le dijo. La voz del editor se escuchó harta contenta:

-¡Vaya! Era tiempo de que la terminaras. Los lectores están inquietos por tu silencio. Envían cartas, quieren saber de otra de tus obras. A propósito, ¿de qué se trata?

-De un asesino en serie cuyos crímenes son perfectos.

No quiso entrar en detalles y colgó. Silbó una composición italiana. Cada vez que podía dar por terminada una nueva narración, le daba por echar al aire La traviata.

Llegando la hora, corrió hacia el bar Las mil y una noches y en la barra se encontró con sus colegas. Eran unos tipos excelentes y dichosos, cínicos y dicharacheros, que escribían media página y corrían hacia la barra a celebrar. “Felices hijos de perra”, pensó él cuya única oportunidad de jolgorio la veía presente únicamente cuando terminaba una novela.

Consumieron gran cantidad de botellas de licor metidos en una conversación que sólo era posible en tipos obsesivos como ellos. Hablaron sobre personajes excéntricos, sobre argumentos convencionales, sobre las manías de Poe o de C. Auguste Dupin. De aquella conversación no pudo escapar el raciocinio sincrónico del doctor Watson y Sherlock Holmes. Las precisiones de afilados bisturís utilizados por los detectives médicos para desentrañar casos y dar con los criminales cerraron con broche de oro aquella charla de novelistas policíacos. Ya era avanzada la madrugada cuando Sir Arthur Conan Doyle, luego de despedirse, abandonó el bar. Un poco bebido, trastabillando, tomó un taxi que lo llevó directo hasta su cama.

Al amanecer del día siguiente, el editor lo llamó por el asunto que había quedado pendiente. La resaca nocturna le alborotaba las tripas. Su cabeza parecía una caja llena de ratones. El tiempo se destilaba como en un reloj de arena. A pesar de aquel malestar etílico, buscó el manojo de páginas que conformaba su nueva obra. Tomó una aspirina y comenzó a realizar el recorrido de aquel intrincado camino de palabras. Era un escritor experimentado que nunca erraba en su empeño de envolver a los lectores en una telaraña de intriga y de misterio.

Sin embargo, no dejaba de preguntarse por qué sus afamados investigadores no podían dar con el asesino de su última ficción.

La ola de crímenes suscitados en los jacuzzi de apartamentos, casas, bares y hoteles empujaba a sus deductivos sabuesos tras la pista. Análisis del móvil, circunstancias, eliminación de sospechosos. A través de la trama podía tropezar con episodios de violencia y con nuevos casos de asesinato. Pero no fue sino hasta la última página cuando constató que los homicidios en serie habían sido cometidos por alguien que escapaba al raciocinio deductivo de sus personajes principales, es decir, que su última obra era la diagramación infalible de un crimen perfecto. Ni siquiera él, quien era el novelista, pudo atar cabos para dar con el autor de aquellos hechos.

Comenzaba a caer la tarde y el editor no llegaba por su manuscrito. El calor y la resaca lo atormentaban. El ruido de su cabeza se hacía insostenible. Quería darse una ducha y acostarse hasta el día siguiente para así poner en orden sus ideas acerca del próximo caso policial que debería afrontar. Así lo hizo. Se desembarazó de su bata y se metió en el jacuzzi entre una inmensa nube de jabón. Conectó el discman. Impulsó el botón para encenderlo. De inmediato se suscitó una explosión.

Los vecinos avisaron a la policía. Antes de apartar el cadáver, se retiró el último sabueso. Conan Doyle se hallaba encogido en su sobretodo como un gusano en su capullo. Impotente, lleno de frustraciones, indignado consigo mismo, Sherlock Holmes hizo mutis ante la evidencia de un nuevo crimen perfecto.

 

SOBRE DOS CIEGOS 

A veces me asaltan pesadillas y entre ellas encuentro a Homero escribiendo La Odisea con mucho esfuerzo a causa de la ceguera que lo atormenta. Al ver allí al pobre, sudando por no poder ver lo que borronea, me traigo de las greñas a Jorge Luis Borges quien, también atormentado por el problema visual de Homero, intenta, a su vez, redactar una de sus últimas ficciones, El informe de Brodie. Del segundo no siento tanta compasión como del primero. ¡Pobre Homero! Al menos en los tiempos cuando le correspondió vivir al autor de Ficciones ya existían los oftalmólogos y seguramente uno de los especialistas más destacados de Buenos Aires o de Ginebra lo haría seguir un régimen para contrarrestar su glaucoma. En realidad no era falta de visión sino ceguera. En cambio el autor de La Odisea debió aceptar las sugerencias de adivinos y camareros, debió invocar a Marte y Afrodita intentando ganar el camino hacia la luz. Lo de Homero era poesía cruda, lo de Borges era erudición ya cocinada. Por supuesto, Homero escribía de manera más desesperada y original al tanto que Borges se tomaba todo su tiempo y se valía de miles de libros que se encontraban al alcance de su mano. Decía él que de los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso venía siendo, sin lugar a dudas, el libro. El resto eran extensiones del cuerpo. El microscopio, el telescopio son extensiones de la vista. El teléfono es extensión de la voz. El arado y la espada son extensiones de la mano. En cambio el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. Antes y en los tiempos de Homero, los grandes maestros de la humanidad poco se preocupaban de la palabra escrita. Ya para entonces estaba inventado el papiro y las tablas alabastrinas, pero los grandes sabios de la antigüedad prefirieron la oralidad. Pitágoras no dejó manifiesto escrito. Lo mismo ocurrió con Sócrates y con Buda. A Cristo lo imaginamos tomando vino, multiplicando el pan y los pescados, devolviendo a Lázaro de la muerte, predicando en las xerófilas callejuelas de Jerusalén, pero nunca lo imaginamos escribiendo. Si alguna vez lo hizo fue en la playa y las olas se encargaron de borrar su escrito sobre la arena. Al igual que Shakespeare, Borges sufría de cierta cleptomanía intelectual y a veces le echaba zarpazos a obras que no le pertenecían. El primero de los ciegos vivió la guerra de Troya y escribió apurado sobre los campos de batalla. Entre tantos vaivenes bélicos seguramente no tuvo tiempo de leer buena literatura, además que las grandes obras clásicas que hoy conocemos aún no habían sido escritas. Homero, por ejemplo, no pudo leer a Kafka ni a. Chesterton, ni a Proust ni a Dostoievski ni a Joyce. Menos al resto de grandes autores que Borges solía citar de memoria. Tampoco debió tener tantos libros a sus órdenes como los que contenían los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y ni siquiera pudo sentarse ante el crepúsculo a leer El Quijote. El segundo ciego fue director de la mencionada biblioteca, pero al recibir el cargo, paradójicamente, ya estaba ganado por la ceguera. Por eso quizás se apasionó por una joven nipona llamada María Kodama quien le servía páginas que ya no podía recorrer con sus ojos. Pero como era un histrión y sabía que la vida es corta se refugiaba en aquella mujer que le prestaba los ojos para devolverle lecturas de la Enciclopedia Británica y de ella extraía al dedillo todas las citas de los grandes literatos. Borges no era un escritor serio. La seriedad la exigía a los lectores, pero él era un cínico bufón que se reía de Poe, de Lamartine y de Alexander Soljenitsen. En una entrevista para la televisión española afirmó que jamás había leído los chistes de Gabriel García Márquez. Inclusive se reía de los cánones de la novela policíaca y por eso, en forma de burla, a cuatro manos con su cómplice de fechorías literarias (Adolfo Bioy Casares), estuvo redactando Seis problemas para don Isidro Parodi bajo el seudónimo de Bustos Domecq. Cuando escribía La Ilíada, Homero era un joven y talentoso escritor que se encontraba en plenitud de facultades intelectuales. Por eso en esa obra predomina un tono dramático y combativo. En La odisea predomina un acento narrativo más sosegado, rasgo típico de la vejez. Homero escapó a las influencias literarias por el simple hecho de no estar en contacto directo con los virus de la literatura. En cambio Borges sólo pudo respirar el polvo y las polillas de los libros y al igual que Shakespeare no se cansó de fusilar a otros autores. El informe de Brodie lo tomó directamente de Informe para una academia, de Kafka. Basta remitirse a ambas lecturas para comprobar que es cierto. Si Homero hubiera vivido en nuestro tiempo quizás no se habría consagrado a la literatura sino a la oftalmología y hoy sería un gran oftalmólogo en lugar de ser un gran poeta.


Otros cuentos de Julio Romero Parra en: 

El Nazareno (Leyendas, cuentos y teatro) Varios autores http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/el-nazareno-leyendas-cuentos-y-teatro.html


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Muchas gracias por su visita 
Isaías Medina López (Coordinador)

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