sábado, 22 de agosto de 2020

Navil Naime. Bendito el sorbo que ignoró tu sed (poesía y prosa)

 

Nuestra bienvenida llanera  a Navil Naime a Letras de Cojedes (http://letrasllaneras.blogspot.com/)

.



AUTOLISIS

Benditas las manos

que vuelven a ser tuyas,

la mueca de tus párpados

en la convulsión de sus verdades,

cada instante que ya no te acontece,

tus ojos que persiguen

algún lugar sin mundo.

Esa migraña rota en la niebla

de marcharse.

Bendito el sorbo que ignoró tu sed,

el coágulo de miedo

usurpando el encéfalo,

la burbuja intrusa en medio de la sangre.

Me acomodo al sesgo de tu herida,

a la pócima que traiciona

la ruta de encontrarte.

¿Existirá un atajo más firme que tu ausencia,

algo que nos acerque a la frase sin tiempo

donde sigues perdido?


 

OLVIDO

Mientras se alejaba persistía en él  la sensación de haber olvidado algo. Revisaba minuciosamente sus bolsillos, se quitaba aquel escombro de sombrero y lo agitaba absurdamente como intentando aclarar la tarde. Levantaba el polvo menudo de aquel camino como el que solo anda de paso. Hizo un rápido inventario de lo que tenía: la ropa desteñida, los zapatos desgastados, aquel desgarbado sombrero con orificios de tormentas. Nada más. Su angustia fue en aumento en la medida que la noche se acercaba. Se detuvo un instante; el crepúsculo crecía en su mirada. Posó sus manos sobre la tierra, se arrodilló de espaldas a la tarde y así estuvo hasta que oscureció. Se levantó para proseguir, dispersó la niebla del paisaje, sacudió el polvo que ocultaba su nombre y regresó a la cruz que también lo olvidó.


 

ROCA TARPEYA

Intentamos balbucear una renuncia.

Alguna frase herida

de ilusión.

Sobre una piedra

el gesto de la sangre

deshabitaba el tiempo

y pudimos sentir

en otros huesos

el crujido de nuestra propia

redención.

No sé en cuál desmemoria

urdimos la mentira.

¿Qué forma tiene un alma sin perdón?

¿En qué instante

del aire

la vida fue un error?


 

PIEDAD

          Muy cerca del extinto mercado exhiben una olla enorme con una sopa humeante que sabe a cenizas. Dos ancianas y un soldado la custodian con esmero y la reparten con impaciencia.

          La madre convence al niño. Bendice el humo de la sopa para que Dios los mire con indulgencia.

          La mirada del niño desciende a sus zapatos. No sabe lo que busca.

          Dos horas después mojaron su tazón con tres cucharadas de una mezcla insulsa, menos que suficiente para  el hambre de un imberbe.

        En la línea de espera la gente no se mira. Los ojos detallan el piso. Las manos desaparecen en los bolsillos. Los cuellos se meten en las solapas y arrastran sus cabezas.

           La sopa no es eterna. Se agota mucho antes que la fe y de que los últimos de la fila puedan conjeturar sobre su origen.

          Cuando finaliza, todos juntos, incluso los que alcanzaron a probarla, vuelven resignados a sus hambres.

          Los que no comieron se quedarán rastreando la noche en procura del sueño.

     Regresarán silenciosos a sus miedos, con los ojos enfocados en el último recuerdo. Un poco más mustios, todavía.


 

ORIGEN

Cuando abrió los ojos no supo en dónde estaba. Respiró profundamente y un aire gélido le cortó la respiración. Trató de incorporarse pero sus extremidades se negaron a obedecer. No entró en pánico. Hizo el esfuerzo por regresar a los hechos de la noche anterior y entonces se percató de que ni siquiera recordaba su nombre. A su alrededor, ni ruido ni presencia alguna. Intentó gritar y solo el vaho de un lamento deformó sus labios. Cerró los ojos para mantener la calma y poco después  un vértigo de rostros extraños desfilaba en desorden en su repentina oscuridad. Quiso orar pero las palabras retumbaban hueras y caóticas formando un extraño canto de resignación. Justo en el momento de la improvisada música percibió una mano afectuosa acariciando sus párpados caídos y una menuda llovizna mojándole la frente. Otra vez intentó erguir sus manos pero la fuerza de un súbito río lo arrastró precipitadamente hacia un coro de risas y llantos. Una firme tracción lo separó de su nicho. Recordó a su madre muerta. Vio a su familia agitando los brazos en la niebla para rescatarlo. Pronunció  la frase que guardaba para ese olvido y lloró profundamente su primer sorbo de vida.


 

RECUERDO

A mi querida Ángela Desirée Palacios, 

constante  inspiración.


Es mi materia gris la que te nombra.

El vestigio humoral de la tristeza

asciende como el humo a mi cabeza

a perseguir las huellas de tu sombra.

 

Es la luz clausurada de una alcoba

y la alcabala cruel de sus postigos.

Es la palabra simple que no digo

perdida en el ardid de la memoria.

 

Es este dirimir donde me toca

recuperar las frases de tu historia

hasta el final, por mí desconocido.

 

Es tu recuerdo muerto el que me asombra:

cada fibra senil de mi memoria

sólo recuerda lo que amé contigo.



SUEÑO

El niño sonríe dormido

en su caja de cartón

va ascendiendo en un avión

sin color y sin sentido;

sueña que vuela perdido

sobre un sol de telaraña

y que una llovizna extraña

le humedece el pensamiento

con la dulzura del viento

de una canción de montaña.

 

Él sueña que la mañana

cabe toda en una nube

y en la medida que sube

es más prístina y cercana;

que el cielo es una campana

que tañe sobre una noria;

que Dios guarda en la memoria

las notas de un verso santo

para salvar con su canto

las brechas de sus historias.

 

En su sueño las bandadas

de pájaros se detienen

para ver de dónde vienen

las furtivas madrugadas

y las tormentas heladas

con su misterio profundo

y el rugido tremebundo

del mar cuando se enfurece

y con su fuerza estremece

los basamentos del mundo.

 

Atraviesa el mar bravío

sobre una regia goleta

y de una vieja saeta

lanza ilusiones a un rio;

hace una pausa en el frio

de la noche del desierto

y con los ojos abiertos

bendice la buena estrella

que en la hora oscura y bella

le muestra el camino cierto.

 

En un tren de lejanías

atraviesa mil ciudades,

el humo de sus saudades

la voz de sus elegías;

va dispersando los días

en la oquedad de un bostezo,

convierte en amor el peso

de toda la incertidumbre

y en el brillo de su lumbre

va gestando su regreso.

 

Regresará de su sueño

y volverá a comenzar,

la ilusión es el lugar

donde todos son pequeños;

 en la ruta de su empeño

nos debemos concentrar

para juntos intentar

con acciones imposibles

y palabras invencibles

que no deje de soñar.


 

DIMAS

Abdico en la cruz

sin nada que me nombre.

Extraño el agua

de mi antigua sed.

 

A mi lado

un ser inhiesto

ostenta una palabra

de sangre

y me increpa

desde algún lugar

de su dolor.

 

Yo  irrumpí

en su certeza

con el tal vez de mi asombro.

 

Desde entonces

lo busco

en todas mis muertes.

Navil Naime, Todas Mis Muertes, Avant Editorial

 

EL RELOJ

El reloj marca las tres de la mañana. El hombre atiza su insomnio girando en la última palabra del día. Respira el silencio, pero uno que no le pertenece, algo que usurpa el peso de la noche. Se hunde en la cama. Las paredes intentan parecerse al sueño. Se levanta y toma un sorbo de agua aunque no siente sed. Descorre la cortina y una luna intacta deshace la penumbra. Vuelve a la cama y saca de su cómoda una carta inconclusa y un pastillero. Retoma el papel y con pulso nervioso garabatea unas pocas palabras y al fin estampa una fecha. Deja la hoja sobre la cama y recoge  el pastillero. Piensa que una sola es suficiente para retomar el sueño, dos para profundizarlo. ¿Cuántas necesitaría para eternizarlo?  Vuelve a la ventana. La noche es propicia para el miedo de un insomne. Quisiera desgarrar la oscuridad y rescatar de algún modo la voz de sus ausentes. Tiende ingenuamente una mano hacia el vacío y recuerda una oración de su infancia. Busca  la frase adecuada para pedir perdón. Las manos se orientan presurosas hacia el vaso. Tiemblan en el frio de su desconcierto. Separa y cuenta las píldoras, las lleva una por una a su boca con gran ceremonia. Vuelve a cama un poco desorientado. Solo una mueca lo separa del llanto. Se imbuye en la oquedad de la penumbra. Mira impulsivamente el reloj. Se asombra: continuaban siendo las tres de la mañana. Aún le quedaba tiempo para emprender la vida.


 

CORAZÓN ACORRALADO

A mi amiga Ana Rita Tiberi porque su alma está hecha de música

Andar y andar, ¿hacia dónde?

Seguir andando, ¿hasta cuándo?

Lo que busco se me esconde

y mis pies están cansados.

 

Continuar hacia mi norte

por caminos ignorados:

Que quizás nunca se encuentre

lo que tanto se ha buscado.

 

Y siempre por nuevas rutas

tu clamor que nadie escucha,

corazón acorralado.

 

A tus anchas y a tu suerte

hasta el amor o la muerte,

¡sin llegar a ningún lado!

Navil Naime, Sonidos Para La Intemperie, NSB Editores.

 

DIOS

         Habían transcurrido siete meses desde los sucesos. Las cosas buscaban volver a ocupar sus desplazados lugares, desempeñar nuevamente el rol para lo que fueron creadas, y así fue como todo tornó lentamente a una normalidad relativa.

          Los diversos ambientes de la casa continuaban siendo parcelas desoladas, habitadas por la tristeza de sus tres ocupantes.

          Aquel día, Raquel tomó a sus hijos y se decidió a dar un paseo por los alrededores de la ciudad. Respirar el aire dulce que satura las mañanas en los parques. Experimentar otra vez la sensación de que la vida continúa.  Era un domingo estival de inicios de septiembre. Un cielo de pájaros brillaba intensamente en el verdor del bosque. Vieron aproximarse a un hombre algo corvo, de cabellos canos y gruesos lentes. Llevaba un par de tenis blancos para la ocasión. El doctor Gómez reconoció a Raquel de inmediato y en un simpático gesto le extendió su brazo para continuar juntos el paseo. Hablaron, al principio, de las cosas triviales de las que suelen conversar las personas que poco se conocen, pero que mutuamente se aprecian. Casi al final del paseo, Raquel miró a los ojos del médico con la misma pesadumbre con que lo había hecho el día en que se conocieron. El doctor Gómez reconoció esa mirada que precede a las preguntas trascendentales. Vislumbró en la tristeza de la mujer ese pensamiento que largamente carcome la tranquilidad de un ser hasta convertirse en duda obsesiva, y que  suele estallar en su debido momento. Entonces sucedió; Raquel se armó de valor y usó el tono de voz más sincero del que fue capaz para interrogar al médico:

« ¿Usted aprobaría la eutanasia en un ser querido?», espetó la mujer, atenta a todas las expresiones del doctor Gómez. Este dudó un poco antes de responder. Se detuvo, tomó una profunda bocanada de aire que luego convirtió en largo suspiro y finalmente dijo: «No soy capaz de profesar algo que esté divorciado de mis convicciones. Cada paciente agonizando tiene el rostro de los míos. Mis hijos, mis padres, mi esposa, sobreviven y mueren en otros, cada día. Es una batalla que jamás culmina. Todos los días alguien se aferra a su precaria esperanza  y duerme abrazado a ese pálpito de vida que le resta. Nosotros estamos aquí, como instrumentos de Dios, para hacer menos difíciles esos momentos y socorrerlos hasta donde nuestros recursos lo permitan. Su esposo aún tenía signos vitales después de la intervención quirúrgica, pero créame, su funcionamiento cerebral había cesado. No existía posibilidad alguna de recuperación. Cualquier decisión que hubiera asumido ya estaba bendecida por todo una vida de entrega sincera y  de amor sin condiciones. Esto es lo que convierte en auténticas las posturas que en situaciones tan especiales nos vemos forzados a asumir. Dondequiera que el devenir nos conduzca nos encontraremos con seres destinados a activar o desactivar nuestros interruptores de esperanza. Y sobre ellos, un Dios sabio custodiando amorosamente nuestras vidas».

      Como quien ha logrado dilucidar una antigua duda, Raquel sintió cómo se desprendía de su cuerpo la fatigosa carga de la culpa. Por primera vez en meses se sintió libre del recelo pertinaz que la enfrentaba a la vida y le restaba serenidad y sosiego. Entonces, enfocándose hacia algún sitio del cielo, izó el brazo derecho, agitó su mano en el viento y sonrió.

          La tarde ya se posaba en las copas de los árboles. Una llovizna menuda se derramaba como signo inequívoco del otoño incipiente. De regreso a casa, contemplaban un cielo escarlata cayendo sobre el horizonte.


 

PADRE

Hoy vengo a dejarte

este llanto noble de palabras lisas;

de cosas ingenuas que nunca escuchaste,

sumido en la niebla de nuestra rutina.

Y cierro los ojos para ver tu cara,

aquel dulce rostro que colmó mis días

de palabras tiernas, de lenguas extrañas,

de la enorme fuerza que marcó mi vida.

 

En este silencio siento tus palabras

nadar en las ondas que arrastra la brisa,

mordiendo tristezas de largas distancias,

luciendo fragancias que desconocía.

Padre, si lograra destemplar el aire

y abordar el humo del sueño que habitas.

Si mis torpes manos tocaran tu sangre

y se aproximaran a tu humor sin vida.

 

Padre si pudiera

derrotar la historia duramente escrita,

contemplar tus ojos, como el niño triste

que creció admirando tu pasión sencilla;

volvería a besarte convertido en nube

con la voz deshecha entre frases vacías.

Me desprendería del dolor que tuve

para dibujarte mi mejor sonrisa.

Y tus manos buenas asirían mis manos

con esa ternura de cosas perdidas;

y desde el silencio de tu sueño arcano

a mi sueño triste tal vez volverías.

 

Hoy quiero contarte

que entre tus raíces sepulté las mías;

me sembré de lleno sobre tus zapatos

y el color de humo de tus diez camisas.

Que tus gestos giran sobre mis recuerdos

en mi afán de henchirme de lo que me inspiras:

y no me contento, y no me consuelo

con esta mentira de usurpar tu vida,

porque el mismo golpe que cegó tus ansias

me arrolló en silencio y apagó las mías. 



Muchas gracias por su visita 

Isaías Medina López (Coordinador)



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