martes, 12 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (40) Varios autores

Joven llanera en el archivo de Edwin Avella.





PERSEGUIDOR INVISIBLE (Gabriel Jiménez Emán)
La mujer baja del autobús y cruza lentamente la plaza. Por lo general hay palomas y cuando algunas vuelan, ella sonríe. Así empieza la escena que se repite todos los días cuando ella se dirige al trabajo y el hombre piensa que la mujer que el mas desea cruzara otra vez la plaza y el no tendrá el valor para decirle algo o llamar su atención.
Día tras día ha seguido la trayectoria de la mujer (ella nunca se percata de que es vigilada), desde que desciende del bus, cruza la plaza, hace volar las palomas, se dirige hacia la misma esquina y atraviesa la calle real, camina por la calle Junín (deteniéndose de vez en cuando en alguna vidriera) y baja por la avenida en medio de la cual se detendrá a tomar un café o un desayuno frugal. Ahí intercambiara unas palabras con el dueño del café o con unos amigos habituales (palabras que el hombre envidia siempre compartir);después ella sigue hasta el final de la avenida y entra al edificio donde trabaja.
Hasta aquí llega la realidad.
Después el hombre imagina las más disimiles situaciones, que varían mucho de lugar o de hora, pero al final de todas estará el esperándola: la recibirá con un abrazo, un beso, o tomándola de la mano. Ella esta decididamente enamorada.
Pero estos sueños pronto se esfuman.
En otro de esos días en los cuales el espera verla entrar de nuevo al edificio donde trabaja, ella inesperadamente decide no hacerlo; sigue calle abajo, y la alegría producida en el hombre sobrepasa cualquier adjetivo.
La mujer aligera el paso, él la sigue nerviosamente.
Ella se apresura cada vez más, sin mirar hacia atrás, y sube a un autobús. Él toma un taxi y ordena al chófer mantenerse siempre detrás del bus. El calor y la angustia lo hacen casi delirar. Su timidez se convierte ahora en un animalejo amorfo que va mordiendo pedazos de su conciencia. Los ojos le brillan y el animalejo continúa devorando capas y capas de una materia pegajosa que se escurre desde un borde de su mente.
El bus al fin se detiene y la mujer desciende. El baja del taxi y la sigue. Atraviesa una avenida grande que le es muy familiar al hombre, pues está muy cerca del barrio donde él vive sólo hace años. Ella cruza otras dos calles (siempre sin mirar hacia atrás), y finalmente llega al barrio. El hombre es atrapado por un miedo filoso. Ella camina por la calle donde el vive, se detiene frente al viejo edificio donde está el departamento que el hombre ocupa. Sube las escaleras del edificio. Saca unas llaves de la cartera y abre la puerta de un departamento que el perseguidor no conoce. Adentro está un hombre sentado en una butaca.
La mujer entra y el hombre dice:
 -Llegas tarde, y luces nerviosa. ¿Qué te pasa?
-Nada, no me sucede nada- responde ella con frescura.
 -Mientes. Ese hombre te ha estado siguiendo de nuevo.
 -¿Qué hombre de que hablas?
-Abre la puerta y te convencerás -dice el hombre de la butaca.
-Está detrás de ella espiándonos.
La mujer abre la puerta. No puede ver a nadie, pero el perseguidor invisible y el hombre de la butaca se miran y comprenden.

MICRO 11 MUERTE (Cósimo Mandrillo)
Cuando el hombre la rescató aún respiraba. Tendida en tierra pareció decir algo, un balbuceo de sonidos que querían ser amor, odio, distancia, olvido. Cada quien comprendió lo que pudo, pero nadie atinó a explicarse la presencia del puñal que con inexplicable firmeza sostenía en la mano.

EL LÍDER (Víctor Marichal)
Cierta vez caminaba Néstor con aires de triunfo. Una sonrisa le acompañaba en su paseo a lo largo de la avenida. Siempre pensó que la mayoría de las personas poseían una mente débil, y de allí las penurias del mundo. Pero él, la suya era fuerte y poderosa, ahora lo comprobaba. Desde hace unos quince días había pasado a formar parte de una secta a la que la gente, por debilidad mental, llamaba diabólica, pero luego de reunirse varias veces veía en ella el poder, la fuerza. Las palabras, de su líder estaban llenas de sabiduría y estaba seguro de que de seguir allí algún tendría también esa fuerza, ese poder.
Es una reunión hablaba el líder: — Este mundo fue entregado a las fuerzas de Satán. No hay en él ser más poderoso. Es por ello que debemos rendirle culto y pedirle poder, pero también ofrecerle sacrificios de su grado. Ahora sacrificaremos este gato —sacaron el animal de una bolsa negra—. Y cada uno —continuó diciendo— tomará una porción de su sangre para recibirlo. Y luego seremos hermanos, preocupándonos todos por todos, sin traición, pues de haberla no será el hombre sino las fuerzas del mal quienes lo castiguen.
Procedieron al sacrificio cortando el cuello de un tajo, y todos tomaron de su sangre pasándolo de mano en mano en un rito que duró algunos minutos.
Néstor sonreía y se sentía con mayor superioridad que antes del rito, ya que después de la sesión el líder lo llamó y alabó con estas palabras: “Serás grande entre los grandes, eres superior, pues te he observado en la toma de la vida y haz sonreído al hacerlo. Llegarás a ser tan fuerte y despiadado como el propio Satán”.
Estas palabras bastaron para que viera a las personas aún más pequeñas. Pasaron los días y los sacrificios fueron creciendo tanto que ya habían asesinado a tres jóvenes, a quienes luego de bebida su sangre y comidos algunos de sus órganos enterraban sus restos y se daban nueva cita.
Un día en el que estaban reunidos, comenzaron a subir por aquel cerro cinco hombres vestidos de blanco y acompañados por unos agentes policiales. Al parecer iban dateados, pues se acercaron al lugar sin mucha dificultad. A Néstor, por ser el más obediente y el que, según el líder, después de él, era el que tenía más poder, le tocaba hacer el sacrificio. Los hombres fueron cercando el lugar sin que el grupo satánico se percatara, y pudieron ver cuando Néstor iba a asesinar a una joven. Dieron la voz de alto, pero ya la muchacha había sido herida mortalmente. Encañonaron al grupo que parecía despertar de un largo letargo. Los hombres de largo se abalanzaron sobre el líder y antes de que éste pudiera reaccionar le pusieron una camisa de fuerza. Uno de los hombres de blancos se dirigió al oficial: “Este es el hombre, oficial. Se nos había escapado del psiquiátrico hacía más de un mes; menos mal que lo encontramos porque es peligroso”.
Al oír aquello, Néstor se dejó caer de rodillas mientras tapaba su rostro con las manos ensangrentadas, llorando como un niño. 

BOLÍGRAFO NUEVO (Eduardo Mariño)
...y tomó de nuevo, el recién estrenado bolígrafo. Con minucioso afán midió y aseguró cada palabra, cada silencio, cada intervalo de desazón y las molestias casi imperceptibles del rozar sobre el papel.
Comenzó su historia, (siempre dentro de la misma situación, los repetidos intentos de fuga y los habituales personajes):
No podía recordar el motivo de su melancolía. Era absurdo intentar recordar aquel nombre, no lo sabía; no sabía su nombre ni el del Ser que habitaba en su interior. Eran inútiles los intentos de arrancar al menos unas pocas señales —pistas— al silencioso devenir de la madrugada...
Planteó la consabida continuidad, el inconfesable final y la agonía de saberse incapaz de concretar una ponderada imagen de realidad; un caso de desinterés in extremis.
Sintió su auténtica sangre palpitar en sus ojos, quizás con la temblorosa intención de deslizarse y dejar un sublime rastro a lo largo de toda su inerte mejilla.
El bolígrafo nuevo, el más reciente hecho de constricción, cayó con verdadera prisa de sus manos; de sus manos al piso, del piso al cerebro en una enloquecedora descarga de recuerdos furibundos y aniquiladores. Ni siquiera se percató cuando lo levantó.
No había dudas, ella estaba en la puerta, desdibujando cada raya alrededor del ojo de la cerradura y perfeccionando indescifrables gestos con la punta de la lengua en aquellos diminutos labios. No podía dudar de que se encontrara en la puerta. El abrirla o no era una decisión de profunda trascendencia. ¿Y si desaparecía? ¿Si moría? ¿Si sus confusas personalidades se enredaban en sus dedos y no lograba zafarse jamás? Eran dudas justificadas de manera absoluta.
Estaba levemente adormecido por el vino ingerido. Había sido la última botella, un postrer recuerdo que había azotado sus nervios por semanas enteras. Estaba agotado, entristecido y somnoliento. Hoy los personajes reflejaban esas angustias al máximo. Algún día sería menos torturante el desarrollo de la trama, mas por los momentos, el vino era lo suficientemente anestésico.
Su vista se nublaba con más frecuencia en el último minuto. Al parecer el efecto del vino era tan desastroso en la botella cómo en su cuerpo; pensó que debería detenerse e irse a la cama, al fin y al cabo, así parecían quererlo los personajes. Había ahora nuevos ruidos en el cuarto, varias manifestaciones, etéreas y ocultas en las cortinas —«tras los cuadros, en las paredes»— pensó. Sin sorprenderse, volvió a notar el bolígrafo en su mano y continuó.
Se dirigió a la puerta. El marco se le antojó un ilusorio paso de desconocidas dimensiones y a nuevos miedos; tan nuevos como el que llevaba colgado a su cuello, atado a la ligerísima cadena de plata. Tenía un miedo aún más reciente, pero le era imposible recordar su nombre, ni el de la deidad que lo custodiaba. Sintió una extraña vibración al tomar el pestillo. Estaba muy frío, cómo si jamás hubiera podido robar algo de calor a una mano humanamente cálida y deliciosa...
¿Qué era eso? Él también tenía un nuevo miedo; prisionero en su mano describía ágiles evoluciones sobre el papel. La actitud lerda de los personajes se había esfumado ¡vivían! Ahora se sentía más despierto (el vino jamás revela sus verdaderas intenciones al común de los mortales).
Pausados golpes en la aldaba le estremecieron; ¿Quién podía tocar? El miedo nunca invoca a sus progenitores. El miedo estaba en su mano; nuevo y a la vez roído, roído hasta lo mínimo por los recuerdos que engendraba. Se levantó y corrió a la puerta, pensando en la continuación de la trama, embriagado por una rara premonición.
Sus dedos se aferraron al pestillo; el miedo palpitaba en la cadena... abrió la puerta, dejando entrar el frío hálito del silencio...
No pudo abrir la puerta.
Inexplicablemente el bolígrafo nuevo se había quedado sin tinta.
…sus ojos se quebraron con la tarde.

¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño)
El autobús realmente vibraba mucho, con todo ese movimiento, Nancy no podía regresar a sus carcelarias emociones de cuando niña. Así le había enseñado el tiempo inexorable y vil.
Al momento de subir, no sabía el nombre de su verdugo. Una señal de vida tan paradójica como su silencio ante la recia voz de él. Alguien le había comentado, pero ella no aceptaba la realidad del peligro. Para ella, los autobuses eran sólo máquinas, fierros sin vida ni espíritu inmortal. Enrique apareció de pronto, en la ingenuidad del colector. El misterio de amar, no era más que un recordatorio a su histérica situación de indeciso desinterés.
Una vez más el autobús crujió en una curva y de nuevo sintió ese vacío en su estómago. Nancy no estaba siendo en modo alguno autocompasiva, no era susceptible; pero aún así, tenía miedo de morir sin llegar a San Carlos. Para ella, eso significaba algo así como fallar a un precepto genéticamente implantado en sus uñas, en su bolsito negro y sus tarjetas amarillentas, llenas de nombres de novios, nombres que jamás eran absolutos. Todas tenían la marca de haberla llevado una y otra vez, a estar al borde de llorar y reír por un sepulcro de emociones; manchado tremedal de intencional desolación y silenciosas voces atrapadas en complicadas rayas, en almohadas sin funda, sin tela, sin gomaespuma, sin colchón, en fin, sin cuerpos que jadeen y griten.
Recordó de improviso que su Credo arrancaba con el mundo apesta y sonrió, pues era existencialista, nihilista, comunista, pero en el fondo, temía a la muerte antes de llegar a San Carlos.
Nancy, al parecer, nunca amó; podía mentirnos a todos diciendo que había amado a Enrique, pero él era como ese pedazo de historia que uno trata de hacer propio en tiempos de escolar. Enrique lloraba y Nancy reía mucho cuando los vi por primera vez. Por supuesto, ella ya me conocía; me creía tan malo y despiadado; comenzó a creerme el amo absoluto de su amor y de los hijos de aquella fuente de dolor, contemporáneos de mis estudios iniciales de Maestro. Pocas veces reí en su presencia, en cierta forma, yo mismo le temía. Era un temor especial, el de los Dioses que ven el acrecentamiento del poder de sus criaturas como un cierto peligro de olvido.
Un miedo diferente se apoderaría de ella, varios lustros después. Su pulso se aceleraba con cada kilómetro que recorría la unidad de ruta. Se aproximaba a San Carlos, justo donde estaba yo, esperándola; ella podía sentirme, lo sabía.
Luego de derrotarla en el peor juego de ajedrez de mi vida, llegamos a conocernos mucho. Realmente entonces fue cuando comenzó a temerme; a sentir ese miedo a sentir miedo, a adorar mis gritos y sentir verdadera fobia de mis silencios. Más yo no lo hacía intencionalmente; sólo era ella, la que creaba toda aquella situación. Rafael me lo advirtió para ese entonces. Luego, los hijos, la casa, domingos en familia y cosas así. Nancy comprendía mi frustración y trató de influenciarme el diablo sabe tentar, decía; entonces te tentaré, contestaba y un día ella lloró. Amargamente lloró. Yo tan sólo volé sobre la casa un par de horas y dormí con gran calma. Al despertar, ya no estaba.
El autobús frenó de pronto. Ella se sintió caer al piso, rodar, convertida en una sombra, y nada más.
Yo fui a su sepelio; Enrique me insultó, como siempre lo había hecho en los últimos años. Sus amigas (las que aún me recordaban), me nombraban con epítetos que ni Nancy conocía, todas me reprochaban.
No lloré.
Nancy, que era muy bella, no me reclamó
¿Acaso debían reclamarme ellas?

EL SILENCIO QUE TENÍA LA NOCHE. CERRAJEROS (Duglas Moreno)
No pude haber entrado de esa manera. Tuve que ser más sigiloso, digamos que precavido;  tal vez detenerme y echar un vistazo o dudar del silencio que tenía la noche. Sospechar al menos de la quietud de las ventanas. ¿Por qué descuidar así mi destino? ¿Cómo olvidarme mansamente del pasado? Debí suponer que los hechos de la conciencia son como brisa iracunda en ciertos parajes sagrados, como esas corrientes salvajes de agua devorando  los maizales en invierno. En la conciencia no dejan de pasar las cosas, nunca se detienen, revoletean como pájaros locos  y su acción, por muy pequeña que sea,  es siempre voraz, devastadora, implacable.
Muchas  veces imaginé su silueta saliendo por cualquier pasadizo de la casa.  Siempre estuve seguro de  que él tampoco había olvidado lo que nos dijimos esa tarde. ¿No sé cómo entré tan  descuidado esa noche? Pensaba siempre que llegar a una casa  y cerrar la puerta, era como entregarse,  sin premura, a lo desconocido. Era algo así como decirle: aquí estoy, puedes cumplir con una parte del trato. Tal vez brindarle un chance para que fuese él,  y no yo,  el que cargase con la pesada conciencia de la muerte. Dando    la última vuelta a  la llave,  una  imagen terrible vino a dar sobre mi rostro.  La mano de un hombre con un viejo puñal se apareció entre las sombras. El filo del puñal se dejaba correr como si nada; parecía que lo habían afilado en las ráfagas luminarias de la oscura noche.  Lo que tenía delante de mí, y no digo menos, era la fiereza de un enemigo viniendo de los infiernos.  Después solo quedó una figura humana caída en un mar de sangre. 
Al día siguiente la prensa reseñó: viejo cerrajero fue asesinado en su taller. Tomé el periódico y lo metí entre mis brazos, lo apretaba fuerte y sonreía porque  había cumplido mi palabra. Era una sonrisa triste, con llanto, nerviosa, huidiza. No sé si recordaría, al realizar el último gesto, mientras cerraba la puerta,  la tarde cuando nos juramos la muerte. Ya no tengo nada que hacer,    ahora solo   trato de olvidar su rostro pálido y  angustiante lleno de plegarias. Ya sé que hay algo más lacerante que los recuerdos. Algo que hiere  y perfora en lo hondo del alma. Puedo decir ahora, mientras huyo, que nada  es más terrible que esa nostalgia por la conciencia limpia de  toda muerte.          

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