Después del diluvio llega la risa del alivio
Belleza indígena al borde de las aguas (archivo de Gad Loreto)
EL GRAN DILUVIO (María Manuela de Cora)
Muchas veces había recorrido el sol su camino
por encima de las nubes y otras muchas había iluminado la luna la oscuridad de
la noche, desde que los yaruros vivían a orillas del río Capanaparo, sabiendo que
las cosas habían sido creadas por Kuma (*).
Pero poco a poco los hombres fueron olvidando
la verdad y dejaron de creer que la diosa es el origen de las tierras, de las
aguas y de las plantas, y también desoyeron las advertencias que ella les hacía
a través del piache, para indicarles como habían de comportarse.
Entonces, Kuma, muy enojada con este olvido,
determinó enviarles una larga lluvia que anegara todo lo creado.
Unas nubes oscuras y espesas escondieron la
luz del sol y ocultaron el resplandor de la luna y comenzó a llover día y
noche, continua e incansablemente. Hasta que los ríos se desbordaron de sus
cauces y cubrieron primero las matas más pequeñas, lego las grandes y por
último los árboles y los valles. Todo quedó oculto bajo las aguas y éstas
difuminaron los límites de las montañas, cambiando por completo el aspecto de
las llanuras y los morichales.
La mayor parte de los seres humanos murieron
ahogados en esta gran inundación y solamente pudieron salvarse pocas personas.
En la copa de un árbol muy grande, situado en
las cabeceras del Capanaparo, que por ser tan alto había quedado fuera del
alcance de las aguas, se refugiaron un hombre y su hermana, y un poco más allá,
en una colina cercana al árbol, pudieron salvarse otro hombre y una tía suya.
Hubo también algunos que, subiéndose a
distintos árboles, lograron sobrevivir, y éstos fueron los que después dieron
origen a la especie de los monos. Los dos hombres y las dos mujeres refugiados
en la colina y en el árbol estaban al principio muy contentos viendo que no
habían sido arrastrados por la corriente; pero pronto se dieron cuenta que se
hallaban en peligro de morir de hambre, pues, como todo había quedado oculto
por las aguas, ni podían cazar animales ni comer raíces ni corazones de palma.
Los que estaban encima del árbol se comieron
primero las hojas, luego la corteza y por último llegaron a arrancar duros
pedazos del tronco. Pero aún fue más terrible la suerte del hombre y de la
mujer que se habían quedado en la colina, porque no solo no pudieron sacar nada
de ella, sino que además se vieron amenazados por las acometidas de un pez que
nadaba a su alrededor intentando comérselos.
Después de bastante tiempo, Kuma, detuvo la
lluvia y las aguas empezaron a bajar lentamente.
El primer día se retiraron como un brazo de
largo, y en la parte de la tierra que quedó a la vista de los dos hombres y las
dos mujeres aparecieron algunos restos de raíces que ellos devoraron
inmediatamente.
Al día siguiente, que era el segundo día
después e haber cesado la lluvia, las aguas se retiraron otro brazo de largo,
dejando al descubierto no mucho más que el día anterior. Todos los animales
estaban muertos y los árboles habían sido arrancados por la fuerza de las
aguas, de modo que no había madera con qué fabricar arcos ni flechas, aunque,
por otro lado, de poco les hubiera servido, puesto que no había nada que cazar.
Por fin comenzaron a salir de debajo del agua
las tortugas y los cuatro sobrevivientes del diluvio y las cogieron y comieron avidez sus huevos y su carne.
La lluvia había dejado la tierra convertida
en un fangal sucio y pastoso, plano y desolado estaba todo, sin la menor señal
de vida y, sin embargo, los dos hombres
y las dos mujeres buscaron y hallaron siempre algo con que alimentarse, en
tanto que la tierra se iba secando poco a poco,
hasta que volvieron a florecer las matas. Cuando la luna hubo alumbrado
muchas veces las noches de la tierra, el hombre del árbol le dijo al otro:
¿Por qué no te casas con mi hermana? Yo me
casaré con tu tía y poblaríamos de nuevo la tierra.
Está bien eso – contestó el de la colina;
pero tengo que saber primero si mi tía quiere tomarte por marido.
Preguntaron, pues, a la mujer, la cual dijo
que sí, y de este modo aquellos cuatro seres formaron dos parejas que fueron el
nuevo principio de la raza desaparecida.
El hombre del árbol tuvo una hija con la
mujer de la colina y la otra pareja procreó dos hijos varones.
Pasaron muchos soles y muchas lunas. Volvieron
los venados y báquiros a correr por el monte;
se alzaron los troncos de los morichales y de las demás palmeras; el
Capanaparo se limitó a sus cauces y
arrastró como antes en su corriente palometas y toporos; cruzaron otra vez los
murciélagos un cielo limpio bajo las nubes, y las paraulatas alegraron el aire
con sus silbidos.
Y el sol en su curiara, navegando
incansablemente sobre todas las cosas, entibió el ambiente y secó el barro de
la sabana, haciéndola de nuevo arena rojiza y suave.
Y el hombre que tenía dos hijos varones,
cuando vio que el mayor de ellos había crecido lo suficiente para tomar mujer,
le dijo:
-Tu prima me parece bien para nuera mía.
Cásate, pues, con ella.
-Yo no puedo tomar para mi mujer ninguna- le
contestó el muchacho- porque no sé cazar ni pescar y no podría conseguir
alimentos bastantes ni para ella ni para los hijos que tuviésemos.
A esto nada, contestó el padre, y hubieron de
esperar que el otro hermano creciera. Cuando ya fue un hombre y estuvo en
condiciones de tener mujer e hijos, él fue quien se casó con su prima.
Aún así resultó que abundaban más los hombres
que las mujeres, pues habían nacido más varones que hembras, por lo que los dos
muchachos de la tribu, al ver que no les quedaba ninguna mujer, se fueron a
buscar las hijas de la culebra y a las del jaguar, se unieron a ellas y se
quedaron a vivir en su compañía.
Estos dos muchachos eran sobrinos de aquel
hombre que no había querido casarse, el cual sabía muchas cosas que los demás
ignoraba, y que se disgustó grandemente al ver que los hermanos tomaban como
mujeres a sus hermanas. Para demostrar a las gentes que estas uniones eran solo
propias de las bestias salvajes, empleó su poder en convertir a unos en
culebras y a otros en jaguares, para que de esta manera sintieran temor por lo
que habían hecho.
Pero ocurrió que cuando quiso dar fin al
escarmiento y volverlos a su estado normal no pudo conseguirlo por más que lo
intentó durante doce soles seguidos. Y desde entonces aquellos hombres y
mujeres quedaron para siempre convertidos en seres inferiores.
En vista de lo sucedido, el hombre reunió a
todas las demás gentes y les prohibió que de allí en adelante se casaran entre
hermanos, amenazándolos con transformarlos en culebras y jaguares si lo
desobedecían.
A causa de esto los yaruros descendientes del
jaguar Itciaci (*) no pueden unirse en matrimonio unos con otros, sino que tiene
que buscar pareja entre los descendientes de la culebra Puaná (*) .
Notas del editor:
(*): Kuma o Kumañí y Puaná o Poaná son fuerzas creadoras y benignas. Itciaci o Ichiaí es el maligno.
Este texto fue transcrito de Kuai-Mare. Mitos aborígenes de Venezuela de María Manuel de Cora, publicación de Monte Ávila Editores Latinoamericana (Caracas, 2005).