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viernes, 10 de junio de 2016

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (1) Varios autores


Imagen del archivo de Adriana Infante



LEYENDA DE LA DIABLESA Y 
EL FANTASMA DEL MORO
(Celestino Peraza)
Se llamaba Magdalena, como la enamorada del Gólgota, y como ésta pasó del pecado al arrepentimiento. Pero no hasta el punto de la rubia galilea, porque la nuestra contrajo al fin matrimonio con Pedro Juan García, individuo que, muy al contrario de Jesucristo, había estropeado en los bailes muchas mejillas antes que le tocasen las suyas. Después de su matrimonio, se fueron a vivir al vecindario de Tupuquén.
Tupuquén era uno de los veintiocho pueblos fundados por los padres catalanes, hoy casi todos en escombros. Y éste apenas seria conocido si no hubiese sucedido que, frente a él, en el ríoYuruari que lo roza por la derecha, fue dónde se descubrió por primera vez el oro de nuestra hermosa Guayana.
Hay también otra razón por la cual Tupuquén goza de cierta celebridad en la región aurífera. Además de ser el abanderado de los descubrimientos mineros, brota en sus sabanas un pasto magnífico, especie de heno hecho venir de Egipto por “El Moro”, inglés escéptico, descendiente directo de Lord Hamilton, quien se instaló, se casó y murió en Tupuquén, sin querer volver a Londres, donde su familia colmada de riquezas le llamaba con insistencia.
  Con todo y no obstante estar cerca de las explotaciones mineras, Tupuquén ha seguido arruinándose y para la época a que nos referimos, apenas quedaban cuatro o cinco casas de construcción antigua.   En una de estas, precisamente en la que habitó “El Moro”, de dos piezas solamente, con corredores circulares de altos pretiles, vivía la Diablesa con su marido y dos retoños de su reciente matrimonio.  Allá, en su juventud, Pedro Juan había sido de los afortunados en la mina. Había sacado oro en abundancia, pero el maldito juego de azar le había llevado todos los hermosos granos extraídos de la greda. De los restos de su pasada fortuna, sólo había salvado la suma en que compró las doce vacas que sustentaban ahora a su mujer y sus hijos. La Diablesa, que oía referir con frecuencia a su marido los dones con que la suerte le sonreía en otro tiempo, vivía siempre pensando en que aquello se repetiría algún día.
Una noche, la Diablesa se acostó pensando siempre en su idea favorita; y apenas se quedó dormida, cuando comenzó a soñar la cosa más penosa y a la vez la más agradable del mundo. Soñó que en el marco de la puerta que daba al corredor, veía a un hombre alto, flaco, de patillas rubias, ojos azules y vestido con un uniforme semejante al de coronel del ejércitoinglés, como ella lo había visto despierta en los cuadros pegados en la pared de la salita.
 Aquella visión produjo en la Diablesa una pesadilla; quiso gritar, pero como sucede en tales casos, el grito no salía de la garganta, ahogado por el sueño. En este estado angustioso vio que el fantasma se llevó el índice a los labios en señal de imperioso silencio, y parándose en lo alto del marco, bajó la mano y señaló a sus pies, siempre mirando fijamente a la Diablesa. Cuando ella bajó la vista, su pesadilla se transformó en alegría. Seis frascos, seis hermosos frascos bocones, de esos en los que los pulperos guardan sus conservas, estaban allí, en fila, abarcando todo el ancho de la puerta, repletos de oro en granos e iluminando el lugar con brillo deslumbrador. 
  Largo tiempo estuvo la Diablesa contemplándolos con su natural codicia, y cuando levantó la vista aparente del sueño, el fantasma había desaparecido. La soñolienta despertó emocionada y ya no le fue posible conciliar de nuevo el sueño; pero no dijo ni una palabra a Pedro Juan que roncaba en su chinchorro.   Esperó con impaciencia el amanecer, y al llegar el día, después que su marido ordeñó las vacas, despachó la leche para El Callao y salió a pastar sus animales a la sabana en su yegüita castaña.   Entonces la Diablesa echó mano de una barra de hierro y se dirigió a la puerta. Sería imposible describir su emoción cuando tuvo el marco de la puerta al alcance de la barra. ¿Y si aquello no era cierto? ¿No sería una burla de su imaginación, pensando siempre en el oro?
   Si todo resultaba puramente un sueño, ¿no se enfadaría Pedro Juan con la demolición de su pobre vivienda? -¡Bah! ¡Adelante! –Exclamó con resolución-. Yo misma arreglaré el marco si Pedro se disgusta. 
 Y de un solo barrazo partió la tabla que coronaba el marco. Luego comenzó a demoler la masa de tierra y piedras embutidas entre las varas que la sostenían. Al quinto golpe, la Diablesa oyó el sonido como de un cristal que se había roto, y su corazón palpitó con una emoción profunda, indefinible. Tal era su alegría, que se sintió sin fuerzas para continuar. 
 Por fin, ya repuesta, dio otro barrazo en el mismo lugar del vidrio roto. La barra atravesó la pared en sentido oblicuo, asomando su filo por la parte del corredor, y cuando la sacó un chorro de granos de oro salió por el hueco que dejó la barra. La Diablesa no pudo resistir aquel golpe de alegría y cayó desmayada, en el mismo momento en que Pedro Juan llegó. Corrió a levantarla del suelo sin saber de lo que se trataba…
Pedro juan continuó la obra de su mujer. Allí estaban los seis frascos hermosos, repleto de oro bruto, en pepitas de diversos tamaños. ¿Eran de El Moro o de los padres catalanes? Nadie lo sabe. Lo que sí se sabe es que Pedro Juan no perdió en el juego esta nueva caricia de la fortuna, sino que compró un hato y educó a sus hijas en el convento de Demerara.



ABUELÓN  (Mercedes Franco)
Fantasma conservacionista, que aparece en las playas margariteñas para castigar a los pescadores inconscientes y a quienes dañan el ecosistema marino. Tiene el aspecto de un hermoso anciano, con una frondosa cabellera de espuma blanca, constelada de estrellas de mar y entretejidas con algas y restos de conchas marinas. Su mirada profunda como el océano despide un extraño fragor azul.



ACOSO SEXUAL DE FANTASMAS 
(Mercedes Franco)
 Aunque pueda parecer increíble hay fantasmas que se enamoran de los seres vivos, y los acosan sexualmente. Hasta se “despechan” por ellos. En su extraña pasión persiguen y atormentan a la persona de la cual se enamoran, tratando de seducirla. En la antigüedad se hablaba de íncubos y súcubos, demonios masculinos y femeninos. En realidad eran entidades incorpóreas, de naturaleza maligna, que asumían a veces agradable forma humana, con el fin de tratar de atraer a los humanos y sostener trato carnal con ellos. A veces se acercaban a la gente durante la noche, mientras dormían.
En muchos países del mundo se habla de fantasmas enamorados, duendes y otros misteriosos seres que acosan a las muchachas y en Venezuela, en el estado Falcón, se sabe de los llamados Ceretones, duende invisibles que se enamoran de las jovencitas, y son capaces hasta de raptarlas, para llevarlas a lo más profundo de La Sierra. 
En el oriente del país también hay creencias similares. En un pueblo llamado El Tejero, en el estado Monagas, se cuenta la historia de Carmelina, una joven que recibía todas las noches la visita de un invisible desconocido. Oía sus pasos fuertes, acompasados, y su voz varonil, de timbre ronco y grato. Ella cerraba los ojos y adivinaba su rostro de fuertes rasgos, sus ojos profundos. Aquel galán sobrenatural no faltaba una sola noche a la cita. Era muy puntual, lo cual no se puede decir de muchos humanos. Se acercaba a ella y la saludaba con cariño, preguntándole si se encontraba bien. A los pocos días, Carmelina se dio cuenta de que se trataba de un fantasma enamorado. En un primer momento pensó aceptar la amorosa amistad, pero luego recordó que estaba recién casada y que su marido la celaba rabiosamente de cualquier hombre, por más fantasma que fuese. Llamó entonces a su vecina Narcisa, curandera, que tenía fama de caza fantasmas: era experta conocedora de hierbas y plantas capaces de ahuyentar a los malos espíritus. Narcisa mandó a desocupar la casa por un día y luego hizo lo que los conocedores llaman un sahumerio: quemó en cada esquina de la casa hojas aromáticas, en este caso raíces de una planta conocida como “piñón”. El etéreo pretendiente nunca más se acercó a Carmelina, pero dicen que lo escuchaban silbando fuertemente en la plaza, irritado por no poder volver al lado de su amada.


LA VIERNESFÓBICA (Eduardo Mariño)
A Mary Cruz la aterran las tardes de viernes porque sencillamente ya las conoce demasiado y sabe que su seducción de terminales y autobuses —concupiscente y atroz, es una invitación al desastre.



EL REFRÁN (Ramón Lameda)
Le habían advertido que no fuera al botiquin. Apenas franqueo la puerta, le metieron un tiro en el mismo sitio del pecho en que se lo habían metido el año anterior era un tiro de nueve milímetros, bueno para matar un buey. Pero como “un clavo saca a otro clavo”, se sacudió la camisa y decidió regresar a su casa.
Como “chivo que se devuelve se desnuca”, al abrir la reja del edificio, le cayó en la cabeza un enorme matero desde el noveno piso. Fue una muerte con un sonido de tierra derramada.
Lo podría salvar, alegando de que no era un chivo, pero un refrán hay que respetarlo.


SALVADO POR UN APAGÓN (Armando José Sequera)
Uf, no, después de que pase tres meses pensando si iba o si no iba, por fin fui al dentista, porque ya no aguantaba el dolor de muelas. Pero estando en el consultorio se me desapareció el dolor y me puse a pedirle a Dios que me sacara de ahí. Se lo pedí con una fe que nunca había tenido para otra cosa. Incluso, cuando el dentista me llamó y me senté en la silla, yo no perdí la fe de que, aunque fuera a la última hora, algo sobrenatural me salvara del taladro, porque es a lo que yo le tengo miedo. Y cuando estaba con la boca abierta, entregado, me salvo la campana: se fue la luz. En plena oscuridad, salí corriendo y, hasta ahora, no he vuelto, ni pienso ir… Yo creo que si Dios se apiadó de mí en ese momento, era porque todavía no me tocaba entregarle mi boca al dentista. 



SEXO DE LOS DUENDES (Luis Arturo Dominguez)
A tal punto alcanza la creencia en los duendes entre los campesinos venezolanos, que llegan a atribuirle sexo a dichos seres, y a sostener que son muy celosos y delicados, y que a hora fija se escapan de sus guaridas para recorrer el vecindario en busca de aventuras, que acusan su presencia con un silbido particular y, como si en realidad los hubieran visto en alguna ocasión, aseguran que los duendes tienen los pies invertidos y carecen de los dedos pulgares de las manos.
También algunos pobladores de nuestro medio rural suponen que cuando un niño está deponiendo y al mismo tiempo come algo, al quedarse solo, le sale el duende para encantarlo y llevárselo a su guarida o palacio maravilloso. 
Con relación al rapto de los niños por el duende, Jesús Manuel Subero, manifiesta: “Muchas personas refieren también de niños extraviados y encantados en lugares impenetrables y al preguntarles quien lo había llevado a ese lugar informaban que un muchachito o sea un duende”. 
Ahora con respecto al sexo y a los secuestros de los niños por los duendes, el profesor Rafael Olivares Figueroa, dice lo que sigue:
“No es uno el duende; sino muchos, habiendo asimismo duende y duenda, esto es: de un sexo y de otro, y constituyen, si damos crédito a la tradición, las almas inquietas de muchachitos que murieron antes de haber recibido el agua del bautismo. Rondan las cunas de donde se hallan otros aún no cristianados y aprovechan el momento propicio para substraerlos, depositándolos en lugares del monte a veces no muy accesibles, por lo que las familias procuran no retardar el acto del bautismo, que los inmuniza contra el duende, dándose la curiosa costumbre de llevarlo a cabo particularmente (con la fórmula sacramental); pero sin recurrir, de momento, al sacerdote, lo que se denomina: “echar el agua”. En un caso y en otro se nombran padrinos, reservándose el dictado de “bautismo” para el segundo caso; considerando al primero como provisional o de urgencia, y siendo así tolerado en muchas regiones de Venezuela”. Y sigue: “Cuando desaparece un niñito, hasta de tres años,  han de salir en su búsqueda sus padrinos como “el medio más eficaz” de hallarlo”.



HOMENAJE A ALFREDO ARMAS ALFONZO
(Algunos cuentos)

3 X 2
La pareja de titirijís, macho y hembra, él de suntuoso plumaje gris y negro, ostentosamente brillante, ella de apariencia mohína, cada vez que se apareaban descendían sobre las casas de los hombres y la emprendían a picotazos con los perros que obstinadamente, entre el aullido y el ladrido enardecidos, trataban de cercar y destruir estas aves nocturnas sigilosas y fantasmales. Por eso, heridos del afilado hierro del titirijí, era que aquí no había sino perros ciegos que se golpeaban con los quicios y las silletas cuando caminaban. 


6 X 6
Todos sus huesos lo condenaban al sufrimiento o lo exponían a los dolores, y debido a esa única circunstancia cuando se le sentó a Carlos Pinto para que le hiciera las seis postales que estaba necesitando, en el retrato apareció la cara de su infelicidad, y ninguna de las mujeres estuvo conforme con aquello. Aún más ninguna le acepto el regalo y tuvo que reaccionar como correspondía en una situación semejante en crisis emocional.
           

5 X 4 
Se comía la mariposa azul, la mariposa blanca y la mariposa amarilla del verano, se las comía, la mariposa roja y negra, se la comía también y aún a las nocturnas a pesar de que están revestidas del polvo lunar se las engullía, sin denotar repulsión.
En el sueño, después, él veía que de dentro de sus nalgas reaparecían las débiles criaturas del viento, como si fuesen flores que flotaban en el aire, como semillas esparcidas, como hojas sacudidas por el huracán. Las mismas expelencias adquirían fragancia de tiamo, de guatacaro, de trompillo, de roble, de guásimo y de cautaro.


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