LETRAS DE COJEDES Espacio sin lucro para promover las Artes de la Oralidad, la religiosidad popular, experiencias comunitarias, publicaciones y textos inéditos: hacia un nuevo perfil de la literatura popular. San Carlos, Cojedes, corazón de la llaneridad venezolana. Ganador del VII Premio Nacional del Libro (Venezuela, 2010-2011)Coordinador Isaías Medina López.
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martes, 6 de noviembre de 2018
Cuentos Venezolanos de Navidad: LAS HOJAS SECAS DE AQUEL ÁRBOL (Juan Emilio Rodríguez)
La esposa del poeta poco comprendió de este curioso póema
Una mañana de sol picante, un hombre, luego de mucho
pensar, empezó a escribir en su hora de almuerzo un poema de navidad. Y aunque
él hubiera preferido que la inspiración
le llegara bajo el cielo estrellado, fue debajo de una mata de aguacate donde
consiguió desarrollar la mayor parte del poema.
Este poema hablaba- a pesar de haber surgido en una
zona donde abundaban las fábricas y talleres- de madrugadas friolentas, de
pastores y de todas esas particularidades que abundan en los poemas de navidad.
Pero aquel poema de navidad, no obstante las
numerosas correcciones practicadas por el autor, sólo gustó, tras ser publicado
por el periódico de la parroquia, a contados lectores. Lectores que, después de
unas semanas, nunca más se volvieron acordar de un poema, como lo constataba al
saludarlos después de la misa de los domingos.
Esto causó tristeza en el hombre pues había
imaginado para su obra no la imprecisa cita de algún lector ebrio, sino una
difusión semejante a la del villancico Noche de Paz.
A manera de consuelo, y pensando también que de esta
forma le rendía tributo a quien le había prestado sombra y discreción para que
él escribiera aquel poema, el hombre trepó un día al árbol, e hizo una ranura
en una rama gruesa. Luego, cuando hubo suficiente espacio, metió dentro de ella
una copia del poema de navidad.
Desde esa ocasión el follaje del árbol le pareció
más verde. Igualmente, por esos días sin saber motivo, pero presintiendo que el
acto tenía cierta magia, el hombre empezó con el ritual de recoger una hoja de
aguacate cada vez que pasaba cerca del árbol acogedor.
Hojas de Trina Josefa, la mujer del autor del poema
fue echando- después de saber su marido que eran parte de una promesa- en una
bolsa de cuero. Bolsa donde guardaba los guantes de goma que usaba para lavar.
Pasaron dos navidades, y se acercó la tercera hasta
el día veinticuatro del mes doce. Todo eso, sin que su poema de navidad saliera
a relucir ni siquiera en los largos sermones del cura de la parroquia. Se
podría decir que también el religioso lo había borrado de su mente.
Ese comportamiento le parecía inconcebible al
hombre, ya que él nomás al estar delante de cualquier Pesebre, recordaba de
inmediato su poema de navidad.
Qué iluso he sido- pensó decepcionado justo cuando
marcaba la salida en el reloj de la empresa donde trabajaba-, creí que había
escrito una obra imperecedera y ni Trina Josefa lo menciona.
Con ese desencanto, le nació el deseo de acercarse
al lugar donde se alzaba la mata de aguacate.
Caminó por las calles que ya empezaban a quedar
desiertas rumbo al arbusto, reconfortado por la certeza de que su poema se estaría
volviendo savia de un árbol que daba frutos.
Si la Noche Buena hubiera estado más distante del
hombre habría soltado una blasfemia. Del árbol, de su reverdecido árbol,
únicamente quedaba un corto tronco aserrado.
Una nube negra se desató a llover tristeza dentro de
su mente, salpicando las numerosas ramas, astillas y hojas esparcidas en
rededor. El hombre se alejó, con el corazón tan maltratado como el árbol, entre
sus dedos llevaba dos trocitos de madera.
Aún no desaparecía de sus manos el olor a resina,
cuando decidió no irse con su familia, como en años anteriores, a festejar la
navidad en la casa de su suegra. Quizás vaya más tarde, dijo por salir del
paso.
Aunque interiormente lo que pensó fue: Subiré a la
terraza y le preguntaré a las estrellas dónde está la falla de mi poema.
Y así lo hizo. Apenas se marchó su familia, el
hombre tomó una garrafa de vino y se instaló en la terraza. Cuatro tragos le
dejaron en disposición de quedar absorto ante la noche estrellada. ¿Es posible
que el mundo ignores un trabajo, en el que puse todo mi interés? ¿Qué le falta
para ser una obra inmortal? ¿Tendrá éxito si prosigo escribiendo?
Estas y otras preguntas similares, se hacía el
hombre guardando un breve espacio de tiempo entre una y otra, mientras miraba
con atención el cielo.
Por alguna causa, él esperaba que una estrella o luz
le diera una señal aclaratoria. Pero como arriba no se veía ningún indicador
celeste, el hombre durante esas pausas llevaba la garrafa de vinoa su boca y bebía un gran trago. ¿Qué se me quiso
decir con la tala del aguacate? ¿Qué debo hacer para saber si tengo talento
como escritor?
Hasta que llegó el momento en que se terminó el
vino... Y las preguntas fueron encaramándose en sus párpados, los cuales
adquirieron de repente el peso de dos encerados de camión. Entonces decidió
irse a dormir.
¡Malhaya! El viento como siguiendo una orden secreta
cerró la puerta de la terraza con el estruendo de una granada. La puerta, que
únicamente tenía picaporte del lado interior de la casa.
El hombre olvidó el poema, navidad y ahora sí; soltó
una maldición. Debido al asunto del poema, había omitido aquella elemental
medida de precaución, impuesta dentro de la casa por él mismo: trabar la puerta
de la terraza, cuando se dejaba la llave de la cerradura, con el ladrillo que
estaba ahí para ese fin.
Ya no había nadie del otro lado de la puerta que
acudiera abrirla o que al menos le encendiera la luz. No obstante, lo que
realmente le hacía desearse la muerte, era no haberle instalado en tanto
tiempo, a la condenada puerta que se cerraba incluso con un estornudo, un
picaporte para ambos lados.
El hombre no quiso reprimir una mirada venenosa
hacia el cielo estrellado. Por andar creyendo en respuestas celestes tendría
que chuparse una noche a la intemperie... a escasos metros de su cama.
Resopló sobre la oleada de furor que le calentaba
las orejas, y empezó a rastrear la terraza en busca de un lugar para dormir.
En la oscuridad se detuvo y escrutó la esfera de su
reloj. Le pareció que las agujas marcaban la 1:45. Al menos es más de
medianoche, pensó ligeramente animado. Dio algunos pasos y se enredó con un
objeto que le golpeó untobillo.
En medio de la mentaba de madre, recordó que arriba
sólo había cachivaches, entre ellos un cuadro oxidado de bicicleta. El hombre soltó
su décima maldición de la noche, dirigida esta vez contra las bicicletas viejas
que son arrumadas en los lavanderos.
¡Lavandero! En la mente del hombre alumbró una
esperanza. Improvisar una cama con alguna sábana, que no muy sucia, estuviera
aguardando compás de la lavadora.
Lamentablemente, la esperanza pronto se le derrumbó.
Trina Josefa había impuesto en la casa, tan tradicional como las hallacas y el
pesebre, la costumbre de lavar toda la ropa sucia antes de la navidad.
Aunque interiormente maltrecho, el hombre siguió
caminando a tientas hasta donde estaba la batea. Para su sorpresa el hombre
consiguió una bolsa casi llena de algo, pero no se atrevió en la oscuridad a
averiguar qué era, pero que bien podría servirle de almohada.
Donde creyó que el frío era menor se acostó, y
reclinó la cabeza sobre la bolsa. Esta crujió igual que si tuviera hojuelas de
maíz. Dobló el brazo derecho y metió la mano por detrás del cuello.
Sus dedos tropezaron con la frialdad de los guantes
de goma. Rápidamente retiró la mano, ante el recuerdo del golpe en el
tobillo.Pasaron pocos segundos y se
aventuró de nuevo, con el cuidado del que trasiega polvo de oro cerca de un
ventilador. Sacó un guante y varias de las hojas salieron también. Levantó
sobre él, teniendo el cielo como fondo. ¡Carajo! ¿No era aquello un milagro?
Observó atento las estrellas, con la certeza de que
alguna soltaría un guiño revelador. Aparentemente no se trataba de ningún
portento porque el cielo permaneció inalterable, ajeno al papel de oráculo.
Es curioso- reflexionó el escritor dejando caer la
mano, y ya con los ojos cerrados- el cielo asoma sus estrellas y nada le
importa lo que piense o diga el que las ve... Trina Josefa lava su ropa, y
nadie le pregunta si quedó limpia o no... Igual que el gallo...
A lo lejos... o cerca, oyó el canto de un gallo con
cabeza de estrella.
Agradezco al señor Isaías Medina López, que haya incluído mi cuento en este blog de entretenidas lecturas. ¡Feliz Pascua todo el año!
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