Azotando a la Sayona (archivo de Francisco Aguiar)
El ilustre intelectual Eloy Guillermo
González (25/6/1873 – 17/7/1950), Escritor, ingeniero, periodista, pedagogo,
historiador y político, dilecto hijo de
la muy llanera ciudad de Tinaco, estado Cojedes, publicó en 1939, CURSO SOBRE
FOLKLORE DATOS DE PSICOLOGÍA COLECTIVA, editado por el (aquel entonces): Instituto
Pedagógico Nacional. De tan peculiar obra rescatamos estos apuntes referidos a
los primeros fantasmas de Caracas.
Igualmente, este autor, nos acerca al valor
de las leyendas en la enseñanza: “La
leyenda y la tradición deben utilizarse didácticamente como cooperantes del
aprendizaje. Desde luego, como recurso mnemotécnico; y, según la naturaleza de
ellas, para fijar datos importantes que sirvan de punto de referencia entre dos
aspectos históricos; como indicios de la existencia y origen de ciertos hechos;
como explicativas de evoluciones sociales, de nuevas estructuraciones, de las
reacciones correspondientes; como índices del infortunio o de la gloria de
pueblos”.
Esperamos sea de su agrado.
Isaías Medina López.
1. Hasta el año 1830, no se podía transitar
por las calles de Caracas sin portar linterna, después del toque de queda, que
comenzaba a las nueve de la noche y cuya última campanada sonaba a las nueve y
media. Sólo se aventuraban a ir de un punto a otro de la ciudad, uno que otro
ocioso, algún vecino a quien se le hubiese presentado una súbita dolencia en
persona de su familia, o algún galán que aprovechaba la tiniebla y la leyenda
para salir en busca de aventuras donjuanescas. Pero era casi seguro que estos
raros transeúntes topaban en su trayecto con la proyección de la Mula Maniada:
sobre todo, en lo más deleitoso del coloquio, el galán sentía de pronto que se
le venía encima una gigantesca mula, dando saltos y largando coces, de las que
alguna cuando menos lo rozaba. Otras veces, la bestia relinchaba como un
caballo o rebuznaba como un asno restregándose contra paredes y ventanas y
maltratando a quienes encontraba. Para las viejas y para los enamorados
manzurros era terrorífico ese monstruo; bien que para muchas gentes era el
avatar de una mujer maligna, muerta hacía algunos años, a quien Dios, en
castigo de su incesante curiosidad, había transformado en aquella bestia, para
que continuara practicando como tal lo que como mujer solía hacer en vida; en
cuyo lapso de existencia «se ocupaba día y noche en escudriñar lo que pasaba en
las casas ajenas, parándose cautelosamente en cuantas ventanas abiertas veía,
con el fin de divulgar más tarde, por toda la ciudad, las conversaciones que
oía y que ella por cuenta propia comentaba, desfiguraba y corregía».
2. La Fantasma o Sayona era un espectro de
dimensiones gigantescas que comenzaba a aparecer al toque de queda y podía
distinguirse a la luz mortecina de los escasos farolillos que parpadeaban en la
oscuridad de las calles. Iba cubierta con un largo sayal negro, cuya cola
barría el suelo; las cuencas de sus ojos despedían un siniestro fulgor rojizo; en
su pecho y en su rostro se veían estampadas las huellas de la muerte; y al
moverse, se oía un ruido semejante al de huesos que se chocan.
3. Casi siempre, detrás de la Sayona aparecía
el Hermano Penitente, espectro blanco, con una camándula de enormes cuentas,
también blancas, al cuello; una enorme cruz del mismo color en la mano
izquierda y un cilicio en la derecha, con el cual se aplicaba sobre las
espaldas furibundos golpes acompasados. Con voz gangosa salmodiaba en un
guirigay que pretendía ser latín, un rezo ininteligible, interrumpido a
intervalos por grandes lamentaciones y alaridos, con los cuales acompañaba la
confesión pública de los grandes pecados que había cometido en vida y que ahora
muerto, hacían penar su alma. La expiación no sería completa, según lo había
dispuesto Dios, hasta no haberse dado doscientos mil azotes, a razón de mil por
día, con el cilicio que portaba. Dicho se está que apenas se columbraba a
distancia a alguno de este par de «piochas», no quedaba puerta ni ventana sin
cerrar y atrancar, ni transeúnte que no echase a correr despavorido: y
acontecía con frecuencia que quien huía de la Sayona tropezaba más adelante con
el Hermano Penitente, y se desmayaba de terror. Y mientras esto acontecía en la
calle, en el interior de las casas el padre recogía a toda la familia y la
llevaba a una de las piezas más apartadas a rezar el rosario: en la confusión y
el desconcierto del momento, apenas advertían que alguna de las niñas no se
presentaba al oratorio sino cuando ya el rezo había terminado y ella explicaba
que había tenido que encerrarse en la sala, a causa del pánico que la había
sobrecogido al aparecer los fantasmas. Sólo muchos años después –ahuyentadas
estas apariciones por la profusión del alumbrado público y el avance de la cultura–
algunos de los que en sus tiempos de Lorelaces representaron sayonas y
penitentes, confesaban que para ello se las arreglaban con unos zancos, una
calavera, a cuya parte interior se adaptaba una mecha del sebo encendida, unas
tibias de muerto, unos pocos metros de tela negra o blanca –según la clase de
espectro que se representaba– un poco de almidón y unas tiras de cartón
cortadas en forma de látigo y preparadas de modo que hicieran ruido, sin
producir dolor, al azotarse con ellas. Didácticamente, estos episodios pueden
utilizarse para mostrar el estado de honda ignorancia de la época, en la cual
los padres eran opuestos a la instrucción de sus hijas, por ser aquélla «muy
peligrosa», y las retraían del trato social «para que no se corrompieran»;
magnifica situación para los listos, que se aprovechaban de ella a su sabor,
explotando los terrores de la superstición, y obteniendo el resultado a que
alude la copla de aquel tiempo:
Mariquita, Maricuela,
Ya se lo diré a tu abuela:
Que andabas por los corrales
Comiéndote las ciruelas
4. El Carretón de la Trinidad –llamado
también de Muerte– era otra de las visiones más pavorosas: a muy altas horas de
la noche, al fulgor de las estrellas, se divisaban y se oían las estrepitosas
correrías del carromato, las que partían de la actual plaza del Panteón hasta
una o dos cuadras al sur del puente de La Trinidad o bien, de la esquina de las
Dos Pilitas hasta la plaza de La Pastora. En aquellas horas, los vecinos
despertaban sobresaltados por el ruido tronador que parecía producido por
muchos carros que fuesen arrastrados por bestias cuyos cascos desempedrasen las
calles. Algún trasnochador o algún borrachón que había tenido la temerosa
oportunidad de verlo de cerca, aseguraban que era una especie de arcón, que
corría por entre chispas de fuego lanzadas por las ruedas al tocar el
pavimento, sin que se notase bestia que lo condujera, sino un bulto rojo, que
también despedía fuego por los ojos y boca y que iba dando saltos a compás de
un canto diabólico, como que era el mismísimo Demonio… Años después, la
«condenada» policía del «hereje del Guzmán Blanco» acabó con aquel Infierno
desbocado: destrozó el carretón y «a plan» se llevó para el cuartel a cuanto
diablo encontró adentro.
5. La Dientona no tenía lugar fijo para sus
aventuras nocturnas: sus excursiones se extendían a toda la ciudad, aunque
prefería los barrios excéntricos. Cuando más descuidado iba el transeúnte,
topaba por una esquina o en la puerta de un zaguán con una mujerona que,
abriendo la boca, le mostraba una ringlera de dientes como de caballo.
6. El Enano de la Torre estuvo a punto de
ocasionar la muerte a quien por primera vez lo vio: un joven que una noche
brumosa del mes de enero regresaba de jarana, de la Candelaria, vio parado en
el ángulo noreste de la esquina de la Catedral a un hombre muy pequeño, tan
pequeño, que habría podido tomársele por un niño: como hubiera notado el joven
que el enano fumaba un «puro», se le acercó a pedirle fuego para encender a su
vez un cigarrillo, y después de darle las gracias, le preguntó por la hora. El
enano, con una horrida voz, le contestó: «Pronto darán las doce en el reloj de
San Pedro, en Roma», y creciendo súbitamente, creciendo hasta alcanzar con el
brazo la muestra del reloj situado debajo de la estatua de la Fe, remata la
torre de la Metropolitana, agregó señalándola con un dedo gigantesco: «y sólo
cinco minutos faltan para que en este reloj suenen las cinco de la mañana».
Cuentan que el mozo fue hallado a poco desvanecido; que trasladado a su casa
debió la vida a los cuidados esmerados de famosos médicos, que lo asistieron
durante largos meses; que ya restablecido, temblaba como un azogado cuando se
le recordaba su aciaga aventura… y que nunca más volvió a «pegarse palitos».
7. El Rosario de las Ánimas era otra visión
aterradora. En las altas horas de la noche, los enfermos y los que por algún
motivo se hallaban en vela dícese que oían un cántico fúnebre, monótono,
modulado por voces que parecía salir de las entrañas de la tierra, y al que
luego sucedía la recitación del rosario… «Anádese que algunos imprudentes que,
encontrándose a esas horas en la calle, tuvieron suficiente valor para
investigar de dónde venían aquellos cantos y oraciones, pagaron caro semejante
atrevimiento, pues la sangre se les heló en las venas al contemplar una legión
de sombras, que llevando sendas hachas encendidas, marchaban procesionalmente,
repartidas en filas de cada lado de la calle y todas al parecer revestidas de
túnicas más blancas que la nieve: indicio cierto de que eran las ánimas benditas,
que habían salido del Purgatorio a hacer penitencia en este mundo caracense…»
(Teófilo Rodríguez, Tradiciones Populares).
8. También hubo una temporada en la que se
soltó el Diablo por la esquina llamada hoy del Cristo y sus contornos:
referíase que allí se estableció con pulpería un sujeto sin pizca de
conciencia, que estafaba a los compradores, de un carácter díscolo y
pendenciero, e impío hasta merecer el afecto particular de Lucifer, quien un
buen día cargó con su alma. Es lo cierto que desde entonces sentó allí sus
reales «el enemigo del linaje humano» y mantuvo a los vecinos en perpetua
consternación, hasta que uno de ellos, aconsejado por su confesor, procedió a
instalar en un nicho, en una de las paredes de la esquina, la efigie del
Cristo; con lo cual huyó por siempre Mandinga y por siempre le quedó nombre al
sitio. Así como también en la esquina al oeste de aquélla, se descolgaba por el
balcón de una de las casas un muerto larguísimo, que abría las piernas y se
apoyaba en la fachada de enfrente.
Aquí tenemos, al mismo tiempo, explicado el
origen del nombre de otras esquinas de Caracas: las Ánimas, el Cristo y el
Muerto.
Buenos Días. Estoy leyendo vuestro artículo sobre los nombre de las calles de Caracas, y veo que falta uno, el cual me contaba mi papá, que lo llamaban el “Musiu,” y consistía en un personaje de origen europeo, que algunas veces salía por la Esquina de Piñango (Caracas), y se aparecía frente a un club llamado “Club Oriental,” en donde al lado del mismo funcionaba una “Casa de Cita,” y al lado de esta había una venta de lotería, terminales de lotería, y aquellos que estaban limpios siempre jugaban un terminal de Bs 5, que pagaban 300 Bs. Mi papá gano varias veces con el “Triple 171” que según se lo había dicho el Musiu.
ResponderEliminarMás tarde les contare otro que yo lo viví en persona y lo intitule: Revisando los formularios del 5 y 6 en Hipódromo del Paraíso.
Fraternalmente: Dr. Juan Albi Rodriguez.
Caracas, Venezuela 26 agosto 2018.-