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viernes, 15 de agosto de 2014

PATACALIENTE DESCUBRE EL ORINOCO. Miguel Vicente Patacaliente (IV cuento) Orlando Araujo


Rumbo al Orino el Llano le deslumbró  (Archivo de  Vídeos Llaneros Criollos)


Un poeta es un niño grande que descubre el mundo, y un río es un descubrimiento de aguas que les gusta mucho a los poetas. Uno de estos niños grandes, venezolano y llanero, dijo que los ríos son caminos que andan. ¿Se acuerdan ustedes de Miguel Vicente agarrado al tronco y andando sobre el lomo de aquel río dicharachero? Caminos que andan, sí, caminos que andan recorriendo el mundo, refrescando el tiempo y ayudando a los árboles, a los animales y a los hombres. Los ríos, en fin, maestros de viaje, y sangre azul de las venas de Dios que alimentan los mares y las nubes.
Hay ríos muy grandes, tan grandes que parecen mares con olas, con tempestades y con horizontes puramente de agua, como el Nilo, como el Amazonas, como el Río de la Plata, como el Volga y como el Orinoco. Hay ríos muy viejos como el Tigris, y con jorobas de vejez como el Mississippi.
Y hay ríos tan pequeños, tan pequeños como el Jordán, como el Guaire, como el río de Río Chico y como esos ríos que no los llaman ríos sino quebradas o arroyos o arroyuelos, que van por la tierra sin esperanza de barcos ni de navegaciones, pero felices de llevar sobre sus ondas tibias a los barquitos de papel de todos los niños del mundo. Son riecitos muy orgullosos de llegar a una laguna para pasar la noche, o de llegar a un río para pasar el mar.
Yo quisiera contar cosas de los ríos chiquitos porque nací a la orilla de uno de ellos, y tan raro el riecito que en vez de piedras blancas y grises como las que uno encuentra a orillas de todos los ríos, mi quebrada caminaba entre piedras rojas, marrones, verdes y amarillas. Tal vez por lo muy traviesa, la llaman Quebrada Volcanera.
Las piedritas servían para pintar muñecos, que siempre eran pastores, arrieros y señores de barba y de barriga como el juez, como el jefe civil y como el judío errante, un señor que se llamaba Clodomiro y era más alto que los árboles de guamo y más viejo que el páramo de frailejones.
Pero volvamos al cuento antes que se lo lleve el viento. Sucede que no podemos hablar de río pequeño cuando se trata de descubrir el Orinoco. Como ustedes saben, el río Orinoco fue descubierto por valerosos navegantes del tiempo del Descubrimiento y Conquista de Venezuela, cuyas aventuras algún día contaremos. Ahora, y por ahora, nos interesa decir que eso de descubrir un río es cosa personalísima entre el río y uno. ¿Cómo decirlo? Fíjense bien, el río Amazonas y el Río de la Plata fueron descubiertos hace cientos de años, pero yo te pregunto a ti, amigo mío: ¿has visto alguna vez cómo el gran Río de la Plata y cómo el río inmenso plateado por el sol, el Amazonas, llegan cargados de experiencias y de caminos por montes, selvas y países hasta un mar más grande que ellos, pero que sería pequeño si ellos no depositaran sus aguas en la caja de ahorros del océano?
Bueno, estos ríos gigantes mudan de agua todo el día y mudan de descubridores. Ya sabemos, con Miguel Vicente, que los ríos nacen y son distintos cada día, así que para descubrir un río hay que amanecer y mirarlo por primera vez. Y esto le pasó a Patacaliente.
Antes de llegar al mar, el río inmenso se divide en caños o canales que forman como los dedos de una mano de guas dulces entrando a las saladas aguas marinas. Esa mano, que también se parece a un abanico abierto, o a las nervaduras de una hoja, o a una red echada allí en la orilla misma del océano, es lo que llaman un delta.
Miguel Vicente, navegando en el barco que ya conocemos, entró por uno de aquellos canales en aguas del Orinoco; pero no podemos preguntarle por qué canal, por qué lado o por cuál rendija de la persiana de aguas se metió en el gran río.
No podemos porque, en primer lugar, tendríamos que desplegar un mapa de Venezuela y decir y señalar dónde están los lugares y las vías y pueblos desconocidos, cosa imposible para Miguel Vicente, quien por entonces no sabía leer ni menos comprender un mapa.
Y aunque supiera mucho de ríos y de mares, Patacaliente no sabría decir cómo pasó de mar al río porque cuando despertó una mañana y saltó de su chinchorro en la cubierta del pequeño barco, ya no era el mar sino el río quien le enseñaba, en la orilla izquierda de un caño ancho y tranquilo, una ciudad entre cocoteros y manglares.
«Ésa es Tucupita», dijo sonriendo el marinero margariteño.
Mánamo, Manamito, Macareo, Uracoa, Araguao, los marineros mencionaban los nombres de las aguas. Cachama, guaraguara, zapoara, curbinata, morocoto, decían a los peces. Cotúas, cidras, corocoras, güiriríes, nombraban a las aves.
Como si hablaran en un idioma desconocido, que hubieran guardado para hablarlo cuando entraran al río, se pusieron todos a descubrir el mundo y a jugar, bautizando con aquellos nombres a las cosas que iban viendo.
Y al atardecer de aquel día, el viaje era una fiesta. Largas canoas (curiaras) hechas de un tronco se acercaban al barco para vender pescado fresco.
Unos hombrecitos de piel tostada y pechos fuertes, de pelo liso como cepillo viejo y de ojitos para allá brillando, remaban y conversaban con palabras rápidas, que salían corriendo en griticos más rápidos que el río.
En las riberas, pequeños caseríos de frente al gua y a nosotros mostraban los vestidos de las mujeres en la orilla; y a los niños desnudos, de piernitas delgadas y barrigas grandes, niños del color de la tarde, jugando y corriendo entre las faldas.
Las curiaras grandes y pequeñas paseando por las orillas y cruzándose, convertían el agua en una calle de vehículos fugaces.
Al anochecer, las luces de los últimos ranchos, a los lejos, volvían a poner aquella tristeza de las despedidas en el alma viajera de Miguel Vicente.
Algo le decía que atrás quedaba la gente, el movimiento de la gente, las casas y las voces de los que viven juntos en tierra. Y que adelante un mundo desconocido, el mundo del Orinoco y de la selva, lo esperaba para tragárselo enterito.
Y como ya era de noche, y el miedo se juntaba al sueño, Miguel Vicente se metió en su chinchorro mientras el barco, íngrimo y solo, se cansaba y resollaba remontando la corriente de aquel gran caballo negro que era el río en la noche.
Un gran caballo, hijo de las montañas, de día y de noche, de noche y de día cabalgando hacia el mar. Un gran caballo negro en la noche.
El capitán del barco, allá en la proa, contemplaba las estrellas y fumaba su pipa. ¿En qué pensaría el viejo capitán?
Un marinero cantaba una canción de amor.
Miguel Vicente dormía, aguas arriba, navegando hacia su próxima aventura.

-Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado. 

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