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sábado, 16 de agosto de 2014

HACIA EL DORADO. Miguel Vicente Patacaliente (V cuento) Orlando Araujo

Siempre le atraían las historias sobre El Dorado (Archivo de Rebeca Suárez)

El capitán del barco El Siete Mares tenía unos ojos de mirar muy lejos y llevaba el Orinoco en la cabeza. Una tarde encendió su tabaco «guacharito», dejó el timón en manos de un marino, y como recordando cosas que pasaron hace mucho tiempo se sentó al lado de Miguel Vicente y comenzó a contar:

Infantes llaneros en pleno juego (archivo de René Soto)


Había una vez un pirata, un gran pirata, que mandaba no sólo un barco sino muchos barcos. Estaba enamorado de una reina y salió por los mares del mundo buscando un regalo digno de ella.
Dio la vuelta al África y pensó llevar como regalo dos mil colmillos de elefante para construir un palacio de marfil a la mujer que amaba. Pero pensó que tendría que entrar en la selva a cazar los elefantes y después hacerse ingeniero y arquitecto para construir el palacio, con lo cual tendría que abandonar su barco, y eso sí que no.
Cuando pasó por Australia vio a un canguro gigante con su cuna de suave piel en la barriga y pensó llevarlo como trono de invierno para la soberana, pero se puso a pensar que el hijo del canguro, un cungarito de color canela, iba a morir de soledad y de frío sin su cama, y el terrible pirata casi lloraba y los dejó tranquilos.
Y en China, ay, en China el pirata se enamoró de una princesa china que tenía golondrinas en los ojos, tenía uñas de nácar, boca de clavel y unos pies tan pequeños que caminaban sin pisar la tierra. Comprenderás, Miguel Vicente, que entonces el pirata se olvidó del regalo; y si no se trajo a la princesa en el barco fue porque un dragón sopló vientos feroces que lanzaron al barco pirata hacia mares desconocidos.
Y fue así como el pirata llegó al mar de las Antillas y allí, de nuevo enamorado de su reina, siguió buscando el más bello regalo que llevarle.
Fue un anochecer con luna llena cuando el pirata enamorado se encontró frente a un río de aguas del color de los leones. Se metió por esas aguas y cuando el sol prendió su luz sobre la tierra descubrió en las riberas el verde más verde de todos los verdes que había visto en sus viajes; y rompiendo el verde, vio la llama roja de las guacamayas, el vuelo de tiza de las garzas; y acercándose más a una orilla, sorprendió un galope de tapires, una serpientes más grandes que un árbol, una flor con el color de las ojeras de las niñas tristes y una mujer, una princesa tal vez de aquellas tierras, con la piel parecida a las aguas de aquel río y adornada toda ella con pepitas de oro.
   -¿Cómo se llama este río y esta tierra? –preguntó el pirata de rugiente voz.
Se fueron a buscar a un hombrecito de color tabaco que traían como conocedor de los lugares; y el hombre, sin barba, con culebritas de risa en la mirada, dijo:
    -El río se llama Orinoco y la tierra se llama Guayana.
  -Este río y esta tierra serán míos –rugió el pirata de las barbas de oro. Y añadió–: Serán míos, porque este río y esta tierra serán el regalo más bello que yo pueda ofrecerle a mi reina.
Pero sucedió que ya el río y la tierra tenían dueños.
Primero fueron los indios del color del bronce, los indios que tenían dioses buenos y malos, los indios que tenían a Canaima, el dios que pone veneno en los colmillos de la culebra cuaima y lanza contra el hombre las furias de la tempestad. Eran los mismos indios que veneraban a Cajuña, el dios de las cosechas y el protector del hombre. Los indios, en fin, que adoraban a Amalivaca, conductor de ríos y creador de gentes.
Después fueron los españoles, hombres pálidos con barbas largas y oscuras, montados a caballo y armados de punzantes lanzas. Éstos eran los dueños, y el pirata ambicioso pudo comprobarlo por el estruendo de cañones con que lo recibieron al acercarse a una ciudad fortificada.
Regresó el pirata a su país de origen a buscar más barcos, más armas y más gente para adueñarse del río y de la tierra y de la gente de color canela, porque ese era, tenía que ser, el regalo más bello que un viajero de todos los mares podría poner a los pies de su reina.
Y vino el pirata audaz y poderoso con muchos barcos, con muchas poderosas armas y con más hombres, entre ellos un hijo suyo a quien quería mostrar las maravillas del mundo y enseñar cómo se conquistan las riquezas de la tierra.
Ay, Miguel Vicente Patacaliente, ay amigo, se va a poner muy triste el cuento cuando te diga que el pirata sabio, que el pirata indomable, que el pirata enamorado cayó enfermo de fiebres extrañísimas, como herido de males incurables, precisamente cuando entraba al río, a la conquista del mejor regalo para la reina lejana.
Y así fue que tan enfermo estaba y no podía moverse, y tan decidido a que fuera suya tanta inmensidad de tierras y de aguas, que llamó a su hijo y lo puso al mando de los barcos y de los feroces piratas de miradas turbias y filosos cuchillos.
El hijo siguió corriente arriba, como ahora vamos nosotros. Se portó como un héroe, peleó como pelean los mejores piratas de los mejores cuentos, pero fue vencido y murió en el combate.
Cuando al atardecer, aguas abajo, le llevaron la noticia al pirata de las grandes hazañas, todavía enfermo y ahora vencido, se quedo mirando al río y a la tierra, ordenó el retorno a su lugar de origen y se sentó en la popa de su barco.
El sol lloraba y a lo lejos, más allá de la selva, entre lejanos picachos, el pirata vencido y triste vio una ciudad de polvo de oro, una ciudad dorada, El Dorado.
   -Ésa es Manoa –le dijo al oído el hombrecito de color tabaco.
   -Sí, allá se ve, es El Dorado.
El regalo que un pirata no pudo ofrecer a su reina.

  -Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado. 

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