Bandolista llanero (Archivo de Duglas Moreno)
EL ESPANTO DE LOS JOBOS: cuento de Javier Merchán
Se había tornado en algo casi de la familia
Esa tarde, como todas, aquel grupo de personas caminaba la misma distancia andada de memoria y como por penitencia, hasta la casa de misia Juana. Así, travesaban el patio de Nicolás: El Camino de Los Guásimos, El Paso de Los Jobos, hasta finalmente terminar la pequeña travesía. Siempre, a eso de las seis de la tarde, después de cenar, la familia enrumbaba camino hasta la casa de su vecina. Siempre, para volver a conversar lo ya conversado, algo así como querer machacar el agua; una y otra vez volvían a lo mismo y a lo diferente.
Regresaban
unas dos horas más tarde. Ese ir y venir, diario y permanente, a la misma hora,
dejando todos los enseres de la casa y la casa misma sola, era lo que molestaba
irremediablemente a Nicolás.
Amaneció igual que
siempre, un día pleno de sol, época de sequía. Bien temprano la mujer preparó
comida para tres hijos y esposo, cuatro trabajadores dispuestos a irse al
conuco. Ellos de once, trece y catorce años cada uno y el esposo que cumpliría
los treinta y cuatro en el mes entrante.
Al marcharse los cuatro jornaleros,
ella se dedicaría a los quehaceres del hogar. Alimentaría gallinas, patos y
cochinos. Cuidaría de sus otros dos hijos, incluyendo al menor de casi dos años
que todavía no caminaba. Nada extraordinario
ocurrió ese día, las cosas se sucedieron igual que siempre, pero todos en su
interior esperaban con ansiedad la hora consabida para volver a caminar la
misma ruta de todos los días.
Los hechos ocurridos
aquella noche, cuando la familia regresaba nunca se aclararon completamente.
Sólo una cosa era cierta, en El Paso de Los Jobos salía un espanto. Los dos niños menores,
de casi dos años en los brazos de la madre y la niña de cuatro años, de la mano
del padre se sintieron a salvo complemente. Sin embargo todos caminaron
despavoridos huyendo del blanquísimo resplandor que se balanceaba en medio del
camino, bajo aquella inmensidad de luna nueva. Solo que el de trece
años equivocó el camino y estuvo perdido en el monte hasta la tarde del día
siguiente.
Cuando lo encontraron no hablaba, tenía un temblor en todo el
cuerpo, estaba sin aliento y casi sin respiración. Tardaría diez días en
recuperarse medianamente de aquel susto descomunal. El otro de catorce años
cayó en el joyón del caño, fracturándose una pierna que lo dejaría
convaleciente para toda la vida. La familia jamás volvió
donde misia Juana por las noches.
Por aquellos días no se
vió a Nicolás con la sonrisita entre los dientes que siempre lo caracterizó.
Las chanzas, el vacilón, la mamadera de gallo, los comentarios de doble sentido
eran el pan nuestro de cada día de Nicolás, siempre juguetón. Muchos sospecharon que
el muerto aparecido era un vivo, pero debido a lo trágico y grave del asunto
nadie señaló a nadie.
El mismo Nicolás guardó un profundo silencio y mantuvo
una gran seriedad frente a los que se atrevían a hacer algún comentario. Solo los parientes de
Nicolás, conociendo su forma de actuar le preguntarían al tío si había sido él,
ese muerto que se le apareció a la familia. Años después se sabría que Nicolás,
vestido impecablemente de blanco, había tenido la ocurrencia de colgar la
hamaca entre aquellos jobos para mecerse en medio del camino, cual si fuese un
aterrador espanto.
De vez en cuando, el
espanto, de vestidura y hamaca blanquísimas en noche de luna nueva, se vuelve a
mecer en el paso de los jobos. Pero Nicolás ya no está disponible ni para conversar siquiera.
Parece ser que a Nicolas le salio el tiro por la culata...
ResponderEliminarLas personas oriundas del campo , siempre son muy inclinadas por esta clase de relatos .
ResponderEliminarQue mala broma le echo Nicolás a la familia! Saludos.
ResponderEliminar