Trepando "la palma de de dos vías" (archivo de "Viajando por el Llano")
ISAÍAS MEDINA LÓPEZ
La narración musical es base de la cultura llanera.
Imagen de José "Popo" González. Archivo de Héctor Alonzo Ochoa López
DE CUANDO UN
CHICHARRÓN
ACABÓ UN PARRANDÓN
Aunque la
producción de cerdos sigue siendo una rama importante de la explotación
pecuaria en nuestro sector geográfico cojedeño-barinés, hoi no tiene la
relevancia de tiempos aún cercanos, como hasta la década de los años cuarenta
de nuestro siglo, más o menos.
Se
reproducían con tal abundancia que los lechones ya grandes eran señalados con
determinados cortes en las orejas, tal como el ganado vacuno, para comprobar la
pertenencia cuando la cochina los destetaba en el monte.
Vivían
libremente, como ya dije, en los predios rurales. Pero, eso sí, distante de los
conucos, para los cuales se convertían a veces en devastador azote. Su único
vínculo con la casa de los amos era el regreso durante los atardeceres,
convocados en algunos sitios por el desolado clamor de un cacho. Venían a
dormir entonces a la zahúrda domestica donde recibían raciones extras de
alimentos, con las cuales i por razones obvias, los mantenían seguros. De esta
manera, además, los dueños eludían el peligro, presente siempre, de la
cerrilería. Esto es cuando el cerdo regresa como por un túnel atávico a su
condición primigenia de fiera temible por su ciega acometividad i largos
colmillos acerados como dos puñales de marfil.
Cuando los
lechones estaban de provecho, les sacaban los cojones i luego de esta innoble
emasculación los reducían a la vida sedentaria de la pocilga para su engorde i
comercialización consecuente.
Esa abundante
producción de cerdos produjo a su vez una corriente comercial activísima en la
región. Los camiones, cuando las condiciones de los caminos lo permitían, eran
-como hasta hoy siguen siéndolo- el transporte más adecuado.
Empero
anualmente ocurrían que los comerciantes mayoristas, proveedores durante el
tiempo muerto de los requerimientos existenciales de los criadores, se veían
obligados a recibir frecuentes entregas de la cosecha animal.
Esta honesta
puntualidad de los campesinos los obligaba, en consecuencia, a mantener grandes
porquerizas antes de la entrada de los camiones. I como el mantenimiento de
tales concentraciones de semovientes les resultaba antieconómico i peligroso a
la vez por las huidas i los robos, optaban por sacarlos caminando hasta la
población más cercana donde hubiese buena vía carretera para su traslado a los
centros importantes de distribución i consumo.
Mui
provechoso para la economía rural i de mucho sabor folclórico era ese tráfico
de hasta de hasta doscientos animales caminando durante días distancias de
vente o de más leguas.
Tal vez el
lector no conocedor de las costumbres i tradiciones de esta región considere
dudoso el aserto anterior i mucho más todavía cuando le agregue que no
solamente resisten grandes caminatas de los cochinos -no mui gordos, por su
puesto-sino que son –léase bien-excelentes nadadores, a pesar de sus cortas
piernas i pesada apariencia. Capaces de atravesar limpiamente caños i ríos
crecidos, flaqueados con canoas por sus peones conductores, sin perderse, ni
uno solo, arrastrado por las corrientes.
Días antes de
emprender viaje los amadrinaban paseándolos por las calles, precedido de un
trabajador que los llamaba haciendo sonar una totuma con maíz, tal como antes
sus criadores lo había echo en el patio trasero. Esta totuma de maíz solía
reemplazarse para la marcha verdadera por una maraca grande con cuyo sonido les
mantenía la expectativa del alimento hasta llegar al chiquero correspondiente a
la jornada.
No debo
omitir en este punto. Por su curiosa importancia, una regla mui observada en
eso de arrear los cochinos a campo traviesa: Nunca se permiten hembras en el
rebaño, pues como entre los grupos humanos, suelen introducir en la grei un
seguro factor de perturbación, capaz de alterar seriamente las relaciones entre
los machos, por mui castrados que estén.
Guiados por
el sonido de la engañosa maraca, marchaban custodiados por sus conductores,
esto de largo mondadores (tira delgada de cuero crudo sujeta a un mango de
madera), así como por unos cuantos perros llamados entre nosotros “cochineros”,
por ese oficio precisamente.
Este
mencionado perro bien merece sus párrafos especiales en esta estampa con la
cual pretendo fijar, digamos que en tiempo, esta junto con otras costumbres i
episodio regionales, de vahídos ya por el esfumino de la natural evolución
socio-cultural del medio.
I siguiendo
con el perro en referencia, no se imaginen, lectores amigos, a un animal de
mucha estampa ni exótico pedigree. No, él es criollito por ascendientes i nacimiento
producto del connubio de perro y perra del mismo lugar, sin más referencias
clasistas que el haber nacido en cualquier rincón polvoriento de la casa i a
veces “cundido” de pulgas cuando chiquito. Sin embargo llegan (por que todavía
se forman algunas), al lograr una maestría admirable como pastores.
En estos
casos marchaban a la vea de la piara, vigilantes para reducir con un ladrillo o
una suave tarascada al díscolo que tratase romper la formación. Mas esto no lo
era todo, su imprescindible ayuda requiriese mucho más si por algún motivo
ocurría una desbandada general en plena marcha, o se escapaban los bellacos una
noche del redil pasadero. Era entonces cuando se poblaban los parajes
solitarios de ladrillos, chillidos, gritos i maldiciones, porque hombres i
canes echábanse al monte sin impórtales lluvias, pantanos y oscuridades. Había
que recoger todos los cerdos de nuevo. Cada perro se ponía tras la huella
olfativa de algún fugitivo hasta darle alcance. No los maltrataban. Cercábanlos
solamente con una ronda de ladridos hasta la llegada de un peón. Entregado uno
-dígase así- continuaban sus persecuciones tras los otros hasta integrar de
nuevo el rebaño completo.
Pero no vaya
a creerse que estos animales trabajaban graciosamente como simples ayudantes de
sus amos. No, éstos los explotaban ciertamente, fungiendo algo así como de
apoderados i administradores, ya que ellos -los perros- estaban amparados por
un status que les otorgaba cierto pie de igualdad con sus dueños cuando a
jornales i atención en las posadas.
El salario lo
percibía el amo, se entiende, ya que perro no usa bolsillos ni porta capotera.
I mientras los alrededores comían alegremente en la mesa colectiva de las
fondas camineras, a los canes se les servían iguales raciones en vasijas apropiadas,
debidamente limpias.
Luego de la
hora del reposo nocturno se cuidaban sus beneficiarios de evitarles trasnochos
cuando la plaga de zancudos era excesiva. En esos casos cada quien guarecida el
suyo debajo del propio mosquitero. (Lector que me estás leyendo, Dios te cuide
de tener que dormir como un perro harto de comida rustica encerrado en una
misma habitación ¡cuantimás dentro de tu propio mosquitero!)
Las jornadas
eran cortas i espaciadas, pues los marranos no resisten mucho el calor del sol
i de la noche es mui riesgoso conducirlos por su tendencia latente a la huída.
Por tal motivo eran largas i agotadoras las travesías. Pero cuando regresaban
los trabajadores de sus grandes viajes venían cargados de mercaderías
novedosas, adquiridas en las ciudades para el propio disfrute i el de sus
familiares. I rebosantes, también, de anécdotas sobre las peripecias del
camino, que cada quien abobaba según su ingenio, para la propia exaltación o
zumba cordial hacia algún compañero por algún chasco digno de recordación.
***
Julio Pérez
fue uno de los hombres de aquellos tiempos más distinguido por su disposición
para el trabajo, su responsabilidad ante las obligaciones asumidas i, además,
por sus inolvidables travesuras i el gracejo con que después solía referirlas.
De él se
cuenta que en una oportunidad iban conduciendo un rebaño de marranos mui
ariscos, por lo cual exigían mucha brega. I aconteció que una nochecita cuando
llegaron al final de la jornada agotados por el cansancio, se encontraron en la
posada, para su desgracia, con un rumboso baile. Como por tal motivo no
pudieron utilizar el salón para colgar sus chinchorros, hubieron de conformarse
con hacerlo en el alero hacia donde estaban enchiquerados los cochinos.
Se acostaron
molestos, porque ni comida les prepararon, pues los dueños de la fonda lo eran
también del jolgorio. I para aumentar la cuita, por el calor del mosquitero,
los chillidos de los marranos, el hambre i el bullicio de la fiesta, no podían
ni pegar los ojos para echar un sueñito.
Tendido en su
colgadura boca arriba, con los brazos de almohada, Julio Pérez ardía en su
“calentera”, cuando de repente encendiéndole la maquina de su ingenio. Recordó
que en el morral de su bastimento le quedaban algunos chicharrones. Se levantó
sigilosamente la parte carnosa dejando al descubierto la telilla de grasa
adherida a la concha.
Lo demás fue
esperar un intervalo de la música i que la gente se congregaran en la
improvisada cantina a echarse tragos i obsequiar a las mujeres.
Así sucedió
definitivamente. Los músicos recostaron los instrumentos en la pared i salieron
también a entonarse el espíritu con el espirituoso trago. Eso fue el momento
aprovechado de nuestro amigo para desplazarse con sagacidad de gato hasta el
violín. Tomo el arco i ¡zás! talló rápidamente en sus cerdas la manteca del
chicharrón. De inmediato se acostó de nuevo junto a sus compañeros haciéndose
el inocente dormido.
Concluido el
paréntesis cordial, regresaron las parejas a la sala los ejecutantes asieron
sus instrumentos para la consabida afinación previa. El violinista pellizco
cuerdas, ajusto clavijas… I listo. Hizo la señal del rigor al cuatrista, alzo
el arco i arranco con un movido joropo… ¡mudo! Porque ningún sonido emitió el
cordaje. ¡Sorpresa! ¡Sospecha! El músico olió las cuerdas: ¡manteca! I
engrasada ya cerdas i cuerdas no quedaba otra alternativa que cambiarlas todas.
¿Pero a esa hora? ¿En pleno campo desprovisto de todo recurso de este tipo?
Innecesario
por imaginada es detallar la enorme trifulca que se armo entonces. Las insolencias
volaban como flechas i las trompadas como plomo tigrero. Unos culpaban al
músico por descuido i otros indirectamente a unos mirones que no cargaban plata
para sacar pareja, a lo cual se agregaba que en el vecindario habían matado
cochino ese día.
Al cuatrista
lo pilló un iracundo cuando ya se escabullía, le quito el instrumento i se lo
pegó de plano en la cabeza dejándoselo de gorguera en el pescuezo.
Había un arpa
vieja en un rincón i un echador de vainas que estaba al margen del saperoco
gritó:
-¡Afine esa
arpa!
-¡Qué arpa
del carajo¡ Ripostó el violinista i poniéndole el pie a la caja del arrumbado
instrumento, le arranco con todas sus fuerzas el madero frontal para blandirlo,
por si acaso, en defensa propia, pues el mismo conocía su fama de tramposo para
no tocar más cuando comenzaban a dominarlo el alcohol i el sueño.
Menos mal que
el posadero era también Comisario Mayor del caserío, con cuya autoridad logro
dominar la situación i aplacóse la gente. Pero el no estaba engañado, pues
sabia lo tío conejo que era Julio Pérez. Debió callarse, claro, pues de haberse
enterado de que había sido él, mi paisano no hubiese salvado de una superlativa
paliza ¡ni con la oración del Justó Juez!
A todas esas,
los cochineros, con más miedo que voluntad, comenzaron los aprestos para
reemprender el viaje, pues ya era de madrugada. No decían ni jota según era el
recelo que sentían. Se fueron con la turbación de quien sale con felicidad de
un difícil trance. Pero nuestro héroe pago, sin embargo, bien cara su imprudente
gracia, viajando desde allí sin ningún avío, pues cuando la trifulca estuvo en
pleno apogeo le echó a los cochinos el resto de su bastimento con morral i
todo, no fuera a ocurrírsele a cualquiera a revisar los macutos de los
viajeros.
Verdaderos o no,
poco importa. Son cuentos con sabor al terruño, propios de los pueblos lejanos
escasos de diversiones, con los cuales se amenizan los coloquios esquineros en
los días monótonos de atardeceres tristes.
I bueno es,
digo yo ahora, ya lejano de aquellos tiempos, que las generaciones sucesivas
los recojan como legado cultural del pueblo, de gente sencilla i bregadota que
hasta de los propios sufrimientos hace mofa, quizá i sin pensarlo, para
sentirlos menos.
Otros enlaces relacionados son:
* A SAN MIGUEL DE TINACO: El Baúl en la poesía (para una lectura de "Panegírico de mi pueblo" de Ramón Villegas Izquiel)
** LEYENDAS DEL LLANO
EL PIANITO DE MARIALINA. Marialina, era una mujer muy sencilla
ResponderEliminar, humilde, generosa. El pianito fue regalado por su esposo . el pianito sirvio de algo para esa entonces como herramienta para hacer cantos bailes, que le daba esa elegria. Elba Esacolona lugar El Baúl
EL GALLO QUE VINO DE APURITO. Esta muy bueno este cuento, esta muy chistoso. parece que el gallo vino de apure.
ResponderEliminarLA CASA ABANDONA. la casa abandona en sí tiene otros cuentos da mas que decir. Elba Escalona lugar El Baúl
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