"...ella está en casa de su amiga porque ha ido a estudiar"
(Imagen en el archivo del maestro Tulio Torres)
EL PREJUICIO
Vasta importancia reviste al hecho de que ella está en casa de su amiga porque ha ido a estudiar. Ella está sentada en el balcón con sus libros, sin molestias; la amiga le deja estar sola. El edificio azul de al frente, el apartamento azul de al frente tiene una solitaria silla de hierro en el balcón; ella está observando —descuida el estudio un momento— que no hay otros muebles ni señales de vida. Ella ha puesto su libro a un lado, no se percata a priori de ello porque está pensando en el apartamento vacío, en él, en él y el apartamento vacío y en ella y él juntos en el apartamento vacío. Ahora ella está perdiendo su mirada, el apartamento vacío la está recibiendo y ella se imagina en el suelo limpio y sin muebles, al lado de él, y piensa que él tiene su sonrisa, tiene un poema, un beso que es flor y calle y alero en lluvia y que se está vertiendo en el desorden que ella propicia, y ella ahora está pensando que la mano de él está acariciando su cuello y ella vuelve a sentir el tierno cosquilleo que sus besos le otorgan; ahora ella esboza una sonrisa imaginándose entre los brazos de él, que hace presión sobre su cuerpo y ella se recuesta en el suelo vacío. Entonces él la está besando y acariciando y ella no quiere contener su gana; pero ella está simplemente observando desde el balcón de al frente. Vasta importancia reviste al hecho de que ella está en casa de su amiga porque ha ido a estudiar.
En una autopista, sin saber cómo, amaneció un día un Hombre Vulgar, que de repente fue asaltado por una incomprensible avidez de conocimientos. Comprobó que el destino binario de la autopista conducía hacia Mirador y hacia Tempraneros (aunque ninguna de esas poblaciones podía verse al final de los dos horizontes que ofrecía la vía), y empezó a caminar en esta última dirección.
En esto llevaba algunos minutos cuando escuchó detrás de sí el ruido de un carro que se acercaba. De inmediato empezó a hacerle señas para que se detuviera.
Quien manejaba era un señor de bastante edad, con unos gruesos lentes de fina montura, que no interpuso objeción alguna para llevarlo a Tempraneros.
Llevaban cierto tiempo en la vía, cuando el Hombre Vulgar, cuya sed de saber crecía desaforadamente, se atrevió a preguntar al anciano: —¿Qué es lo más importante que hay que conocer?
—Dios —respondió, sin titubeos, el viejo conductor.
—¿Y qué es eso? —preguntó nuevamente el Hombre Vulgar.
El viejo, que lo veía con una sonrisa que denotaba cierto didáctico entusiasmo, respondió —quizás orgulloso de su sapiencia— que eso ni él ni nadie podría respondérselo, porque no había en el mundo persona que lo supiera con certeza.
El Hombre Vulgar se quedó perplejo. Una hora después bajaba del automóvil, al lado de un gran cartelón que decía Bienvenidos a Tempraneros. Al bajar, detuvo una vez más al anciano, con una nueva pregunta:
—Eso, Dios, ¿es algo o alguien?
—¡Alguien! —contestó el viejo, y se internó por las calles de Tempraneros en su auto.
Caminó por el pueblo y encontró a un robusto herrero que examinaba con mirada de conocedor los herrajes de un caballo. Se le acercó y, sin más preludios, le preguntó:
—¿Es usted Dios?
El herrero lo vio de arriba abajo, pero no le prestó mucha atención y respondió secamente, volviendo a examinar la extremidad del caballo:
—Por supuesto que no.
—¿Y quién es Dios? —preguntó el Hombre Vulgar.
Antes de perderse en el interior de la herrería, el herrero respondió, alzando la voz pero con grave desdeño:
—¡El Creador!
El Hombre Vulgar cruzó una de las esquinas de Tempraneros y encontró, sentado en la escalerilla exterior de una casa, a un hombre que garrapateaba unas largas líneas de palabras en una hoja de papel. Esperanzado nuevamente —con la misma estúpida esperanza que lo había animado a caminar, hora y media atrás, por la autopista—, le preguntó:
—¿Es usted Dios?
—No —contestó el hombre para salir del paso y proseguir su labor.
Al Hombre Vulgar, desorientado por el súbito desprecio del hombre, sólo le quedó curiosidad para preguntarle qué hacía.
—Estoy creando —le respondió—: soy un poeta.
—¿Creando? —preguntó con los ojos desorbitados, alarmado, el Hombre Vulgar—. Entonces, ¿es usted el Creador?
El poeta levantó la mirada —aunque no abandonó su actitud despectiva— y, reparando al fin en los desprovistos ojos del Hombre Vulgar, le respondió:
—No. Yo soy un creador, señor. Y deje de burlarse de mí.
El Hombre Vulgar, aunque ofendido, consideró que debía seguir buscando a Dios. Caminó por la misma calle y encontró entonces un gran edificio blanco con una cruz en la punta de la fachada. Desde afuera, y luego de admirar la magnificencia del edificio, avistó a un señor bastante maduro con una especie de bolsa de cuero que lo cubría desde el cuello hasta los tobillos. Entró al edificio y siguió al de la bolsa de cuero, que se iba hacia el interior.
—¡Oiga, señor! —le dijo. El de la bolsa volteó y, al verlo, el Hombre Vulgar descubrió cierto atisbo de bondad en sus ojos.
—Dime, hijo —contestó el de la bolsa, y el tratamiento de «hijo» no hizo sino confundir más al Hombre Vulgar.
—¿Es usted Dios? —le preguntó al fin.
—No, claro que no —respondió, sonriente, su interlocutor.
—Estoy buscando a Dios —dijo entonces, como para justificarse, el Hombre Vulgar.
—Has llegado al lugar indicado, hijo: esta es la casa de Dios.
—Y él está aquí?
El de la bolsa de cuero lo miró extrañado.
—Sí, como en todas partes.
Ante la mirada interrogativa del Hombre Vulgar, agregó:
—Dios está en todas partes.
El Hombre Vulgar se sintió turbado por la incomprensión , turbación que aumentó cuando el de la bolsa dijo, con aires de concluir: —Pero esta es su casa, como todas las que son iguales a esta.
Ese Dios debe de ser alguien muy importante, se dijo el Hombre Vulgar. Así que preguntó:
—Dígame, ¿sabe usted cómo llegar a él?
—Claro —dijo el de la bolsa, dándole al Hombre Vulgar, por fin, cierta esperanza de comprensión—: siguiendo un camino de rectitud.
Entonces entendió.
Salió de la iglesia, de la calle y de Tempraneros y emprendió el trayecto hacia Mirador, donde inequívocamente conocería a Dios, puesto que habría de seguir el camino rectísimo de la autopista que unía a ambas poblaciones.
CONDENADO A MUERTE
Tres días sin saber si en el cielo estaba el sol o la luna llevaba el condenado cuando llegó el oficial a comunicarle la sentencia.
—¿Muerte? —preguntó consternado.
—Fusilamiento. Una ráfaga de metralleta.
El condenado hundió la cabeza entre las manos; el oficial encendió un cigarrillo.
—Hay delitos que no admiten justicia —soltó poco a poco el oficial, como adivinando que en el pensamiento del condenado empezaba a dibujarse el reparo de que no le habían permitido defensa alguna.
—¿A qué hora será?
—A las seis.
—¿De la mañana o de la tarde?
—Eso no importa. Será a las seis.
El condenado volvió a hundir la cabeza entre las manos y dejó ir unos segundos sin pensar absolutamente en nada. Su silencio fue interrumpido de nuevo por el oficial.
—Esta es una ocasión memorable. Diga cuál es su último deseo.
El condenado soltó no sólo el último, sino el único deseo que necesitaba colmar.
—Quiero verla.
El oficial abrió los ojos, represor. Una brizna de compasión le surcó la mirada.
—Eso no. La sentencia incluye la prohibición de satisfacer ese deseo específico.
—Entonces, nada importa. Antes que nada hubiera deseado volver a verla ahora.
—¿No quiere formular su último deseo? Es decir... Algo que sí pueda ser satisfecho.
El condenado no respondió. El oficial se le acercó y comprobó que se había dormido con la cabeza entre las manos. Al salir dejó al lado del condenado los cigarrillos y los fósforos, por si el hombre despertara con ganas de fumar.
Volvió a las cinco y cuarenticinco.
—¿Está listo? —le preguntó.
—Si es la hora, sí —afrontó el condenado.
—Es la hora.
—Vamos, entonces.
El oficial tomó al condenado por el brazo derecho y lo condujo por el estrecho pasillo lleno de puertas; al final una escalera los llevó a un vestíbulo pequeño que desembocaba en un patio interior. El condenado observó instintivamente las paredes del patio; en una de ellas encontró las rojinegras manchas de los fusilamientos anteriores al suyo.
—¿Le vendo los ojos? —preguntó, con esmero, un cabo.
—No, gracias.
El oficial le alargó una mano que él estrechó con sincero afecto; uno de los dos musitó un absurdo hasta la vista que se apagó instantáneamente. El condenado quedó por un momento solo con el cabo que le había ofrecido la venda, y en tres minutos volvió el oficial con el soldado que haría efectiva la sentencia. El oficial y el soldado intercambiaron algunas impresiones que el condenado no pudo oír, y el cabo entró en el vestíbulo.
El condenado resistió su propia serenidad como otra sentencia; siempre había imaginado que su muerte le haría temblar de angustia. Pero todo su cuerpo estaba como dibujado en el muro, lo sentía integrado a un entorno sin vacío, en el que le hubiera sido imposible moverse, cambiar de posición. En el último instante, cuando el soldado cargó la metralleta y se aprestó a apuntarle, pensó en la mujer, recordó sus ojos y su pelo, su olor silvestre y su locura. El soldado y él escucharon la orden de disparo como desde dentro de sí mismos; la primera bala de la ráfaga se preparaba a recorrer su mortífero trayecto cuando el condenado reconoció en los ojos del soldado, en sus finos labios, en su silueta menuda, a la mujer que antes que nada hubiera deseado volver a ver antes de morir.
JORGE GÓMEZ. (Cagua, Aragua, Venezuela, 1971). Es un escritor reconocido internacionalmente como creador y director de Letralia, presentamos de este autor tres cuentos de su narrativa corta. Fue sucesivamente, entre 1988 y 1989, subdirector y director de la Peña Literaria Cahuakao, en Cagua. Dirigió el semanario El Tabloide, de la misma ciudad, entre 1990 y 1993. Desde 1996 edita en Internet la revista literaria Letralia, Tierra de Letras, la primera publicación cultural venezolana en la red. Ha publicado el ensayo La educación secundaria venezolana: un muerto sin dolientes (Cagua, Editorial El Tabloide, 1985), el libro de cuentos Dios y otros mitos (La Victoria, Senderos Literarios, 1993), la novela corta Los títeres (Tenerife, España, Baile del Sol, 1999), la antología de narrativa venezolana Próximos (Embajada de Venezuela en China, 2006) y la novela El rastro (Libros del Sur, Argentina, 2008). Textos suyos han aparecido en las antologías Narrativa de Aragua (1970-1996) (Maracay, Secretaría de Cultura del estado Aragua, 1997), Mini-cuentos de Aragua (Maracay, Secretaría de Cultura del estado Aragua, 2001), Siete (Badosa, 2002), De la urbe para el orbe (Alfadil, 2006) y Zgodbe Iz Venezuele (Sodobnost, Eslovenia, 2009). Ha obtenido el primer lugar en los concursos de narrativa Semana de la Juventud (Ateneo de La Victoria, 1996), Poeta Pedro Buznego (Casa de la Cultura de El Consejo, 1997) y X Concurso Anual de la Universidad Central de Venezuela (Maracay, 2002). Además, obtuvo el segundo lugar en el 3r Concurso de Mini-Cuentos Los Desiertos del Ángel (Secretaría de Cultura del estado Aragua, 1998). Textos suyos han sido traducidos al inglés, francés, italiano, catalán y esloveno.
DIOS: esta historia me hace recordar mi vida, puesto que el hombre no tenía conocimiento de nuestro único señor, creador y salvador en pocas palabras nuestro padre celestial. Al mencionarle tal palabra "DIOS" que no conocía indagaba y buscaba hasta que al fin encontró la casa de dios un indicio o un comienzo para conocer nuestro señor quien nos creo. Recordaba cuando de niña escuchaba a mis padres pedir a "DIOS" y les preguntaba ¿quien es dios? interrogue e indague y hasta ahora solo conozco pocas partes de dios ya que todo lo que hace y ha echo es eterno nunca acaba. Muy buena historia.
ResponderEliminarNataly Aldana: Unellez,San Carlos
Nos enseña que aunque busquemos a Dios portadas partes lo encotraremos si seguimos el corecto el de la rectitud solo de esa manera podremos llegar a el . Sandra Caballero.Las Vegas - Cojedes
ResponderEliminarMe agrada esta combinación entre humor, suspenso y oficio de narrar que tiene este autor de nuestro estado Aragua.
ResponderEliminarHermosos cuentos. El primero me gusta especialmente. Es muy original la manera de comenzarlo y acabarlo.
ResponderEliminarMuy bonitos y originales.
ResponderEliminarMe ha encantado el relato del condenado. secillo, pero engancha desde el principio. un saludo
ResponderEliminarMuy buenos. No conocía a Jorge Gómez, pero saber concentrar muy bien la idea en pocas palabras.
ResponderEliminarDesconocía a Jorge Gómez (hay tantas cosas que desconozco!!). Sus microcuentos tienen un sabor agridulce con un deje de melancolía. De grata lectura.
ResponderEliminarEl segundo cuento me recordó a los últimos condenados a muerte que hubo en España. Era 1975. Luis Eduardo Aute, famoso cantante español, les escribió una canción. Pura poesía. Una canción entrañable. Os invito a que la escucheis: "Al alba". http://www.youtube.com/watch?v=zPW_iz40Bl0
Que historias tan diferentes pero igual de contundentes en su prosa. Con desenlaces sorpresivos e inteligentes.
ResponderEliminarSon tres excelentes cuentos.
Muchas gracias Isaías por regalarnos algo de la literatura de tu querido país.
Conocí a Jorge en Cagua, donde viví entre 1973 y 1979. Me gustaría mantener ese contacto ahora con las facilidades del correo electrónico. ¿Tendrás su e-mail?. Disfruto de todas las entradas del blog, cuando dispongo del tiempo. Gracias
ResponderEliminarLos tres cuentos son interesantes. Me sumergí en la lectura y he quedado con ganas de seguir leyendo más de su obra. Saludos.
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