Páginas

martes, 2 de febrero de 2010

LA ORALIDAD EN EL CUENTO ESCRITO (Isaías Medina López)

Jóvenes docentes encargadas de iniciar las primeras lecturas del cuento
(Imagen en el archivo de Katherine Colmenarez Colmenarez) 

Primeras impresiones
El cuento de ficción escrito, basado en las tradiciones narrativas orales llaneras de Cojedes, lo denominamos "continuidad literaria oral inducida", presenta dos grandes surcos: a) la elaboración de textos abiertamente identificados con los sustratos orales o con fragmentos de narraciones conocidas, tales como perfiles de los personajes, lugares espectrales o símbolos para construir un nuevo corpus narrativo y ; b) el amplio cultivo que goza entre los nuevos narradores cojedeños en la recreación literaria.
En este tipo de textos se construye a partir de un motivo oral de vieja data, alimentado con las visiones literarias de quien suministra la historia y por aportes de otras personas. Los detalles intermedios; la reasignación de segundos argumentos y de los roles de los personajes; el entramado final y los recursos de estilo pertenecen al cuentista, pero pocas veces rebasa los trazos orales suministrados, ya que incurriría en una deformación, conocida como “muestra de las costuras”: cuando el producto literario deja ver su construcción inacabada y su andamiaje es evidente. Carece de friso y más todavía de brillo estético. Podemos firmar que el conocimiento básico de una tradición o la simple mención de un tema no basta. Tampoco es un dictado tomado al calco. Se da preferencia a la familiaridad conversada del tema o los asuntos a tratar.
La trayectoria de estos textos puede ser muy extensa. Conocemos, inclusive, a narradores que acostumbran mostrar sus borradores o “avances” de la narración a quienes les facilitaron los préstamos orales. Los informantes a los que recurren los escritores pertenecen, mayoritariamente, a su entorno cercano, aún cuando no se les considere como maestros de la tradición o cultores orales de cierto prestigio. Igual ocurre con sus asesores sobre el desarrollo del cuento; ese primer lector-padre o lector-hermano objeto de consulta, no siendo muchas veces un informante oral. También sabemos que muchos de estos textos permanecen por largos periodos archivados en cuadernos familiares en condición de tesoro secreto, de intimidad impenetrable.
La técnica de moldear un cuento de base oral, con la suma de diversos aportes, se emplea en distintos talleres y actividades de aula que estimulan la producción de textos escritos. Como sucede con esta muestra, tomada, exclusivamente de los trabajos realizados por grupos autónomos de tres, cuatro y hasta cinco estudiantes universitarios en talleres de creatividad literaria implementados en la UNELLEZ San Carlos (2007 y 2008).
A la luz de los textos recopilados, el motivo más recurrente sería la destrucción de pueblos, familias, parejas o ideales. A ese motivo inicial, se le suma (de seguido) alguno o varios de los signos encadenantes de la trama: las presencias malignas, los pactos con Satanás, las desobediencias de alguna costumbre, un problema ambiental o histórico, entre otros. Posteriormente, se le añaden los signos desencadenantes, casi siempre, un pecado capital que posee al personaje: la ira, la avaricia, la envidia, la soberbia y la lujuria (nunca la pereza ni la gula, por no ser valores clave en la cultura llanera).
Esta mezcla, recibe otros agregados fatales que podemos resumir en las expresiones: “su hora había llegado”, “escrito estaba”; “el (o ella) se lo buscó” y el lapidario: “nadie huye de su destino”. El final conllevará la pericia estética del escritor, cuidándose de no alterar las pautas cierre: si el final es triste o trágico así se mantendrá. También, de no alcanzar el desencanto, pues en la cultura llanera esta actitud invoca nuevas desgracias.

Los expertos opinan
El impacto de la oralidad en la escritura, despierta en épocas recientes, inusitadas discusiones en ámbitos internacionales, nacionales y regionales, probablemente debido al auge de los estudios de la oralidad literaria. Fiel muestra es "El cuento folklórico en la literatura y en la tradición oral" (2006), compilación de artículos de expertos internacionales universitarios a cargo de Rafael Beltrán y Marta Haro, quienes promueven la discusión de la continuidad, que intentamos rastrear en Cojedes, como una “especificidad artística” (p.12): “El arte es técnica y el arte de la narración es técnica narrativa, que se podrá dar o bien en la oralidad, o bien en la escritura, o bien en ambas” (ídem).
Lo impactante es el nuevo interés en este aspecto, no la técnica de continuar la oralidad en la escritura, la cual ya forma parte de la tradición de las letras hispanas. Aurelio González (2006, p. 189), fija como inicio de “La convivencia de la cultura culta escrita y la cultura tradicional de trasmisión oral”, la obra Disciplinas Clericalis de Pedro Alfonso, publicada en 1105, hace más de novecientos años.
En Venezuela, esa discusión data de 2005, y se registra en la edición dedicada a la Literatura Oral del Anuario de Investigaciones Literarias de la Universidad Central de Venezuela (2005). La inquietud venezolana de lo oral en la literatura escrita, tiene la modalidad de no ser dedicada exclusivamente al cuento como enunciado narrativo, engloba la copla (cuento cantado) y la leyenda.
Para evitar extensas discusiones y antecedentes de antaño (Juan Ramón Jiménez, Menéndez Pidal, Asturias, Arguedas y otros), revisaremos una cita del muy aceptado texto de José María Valverde: La Literatura ¿Qué era y qué es? (1989, p. 65): “Toda literatura ha de ser tradición: ante todo, sólo puede existir porque hay unas formas previas, heredadas, que incitan a producir otras, en parte análogas y en parte diferentes”. De esta forma, la continuidad literaria de lo oral en la escritura, se coloca en un paso previo a la estrategia y el estilo de un escritor en particular, al ser, un fundamento de toda la literatura universal y de cualquier época.
Años atrás, Carlos Pacheco (1992), expuso en La comarca oral. La ficcionalización de la oralidad cultural en la narrativa latinoamericana contemporánea, la noción de “contexto compartido” (pp. 37-43), que va desde la presencia directa de la oralidad en el texto, hasta los componentes orales incorporados a la escritura siglos atrás. Entre ellos diversos temas y personajes en numerosos cuentos infantiles y novelas que provienen de la oralidad y hoy los tomamos, erróneamente, como forjados por la escritura.
En las narraciones cojedeñas escritas de base oral se debe considerar el enorme caudal de relatos, leyendas y coplas difundidas, heredadas de los antiguos pobladores de la región. El cojedeño forjó crónicas (aventuras y desventuras) de sus oficios como arriero, jinete, soldado, navegante y pescador de ríos que llegaban al mar, productor agrícola, yerbatero, explorador y pintor oral de sus paisajes; tareas inspiradoras de vastas series narrativas orales con fuerte potencial de influencia en la narrativa regional escrita, entre ellos la edificación de diálogos que recrean el habla de los practicantes de esas faenas.
La adopción de sustratos orales en la escritura tiene, como primer problema, la omisión de los informantes orales (agentes solidarios) de las narraciones escritas. Aceptamos a plenitud el criterio de que estos sustratos primarios “No son de nadie, porque son de todos”, pero también, es cierto que muchos narradores omiten la identidad de sus informantes orales por la conveniencia del secreto o por el simple capricho de no acotarlo. Los autores y custodios de la tradición oral resienten mucho esa práctica. Los arbustos más pequeños, los pájaros, los ríos, los mogotes de la sabana, los espantos, los fantasmas tienen identificación. Los perros, gatos, toros y potros también. Los llaneros, además de su nombre poseen apodos. Pero, para muchos “escritores” los informantes orales no tienen identidad (caso curioso).
El argumento más común es la carencia de estudios formales del informante o custodio. Hernández Montoya (2007, p.27), anota una relación de dominio: “A través del lenguaje que llega al extremo de execrar a alguien por su manera de hablar, por confundir r con l, por no pronunciar bien, por usar una palabra inadecuada”, llegando al “terrorismo social”. Con un dejo de amargura, mezclado con el orgullo irreductible del llanero, el refrán de los oralistas marginados lo expresa así: “No sé leer, pero me escriben”.
En la presente compilación se procuró incluir los datos de quienes suministraron el basamento oral del texto, por constituir un aporte cultural y un banco de datos para futuras investigaciones.
Un fruto temprano de aprovechar los alistamientos orales identificadores de la región en la escritura es el regionalismo. La llaneridad cojedeña, ya avisada como acento diferenciador, delimitante y de ser el “Otro”, sin tapujos. El ejemplo más palpable se observa en la obra y actitud de uno de los precursores del la moderna literatura cojedeña: Francisco Betancourt Figueredo (1865-1907), quien a través de los títulos de sus principales obras remarcó su regionalismo (sic): Guillermo (Novela Regional) de 1894 y Nobleza Indígena (Poema Regional) de 1899.
Ong (1994, p. 145), identifica lo oral dentro de la escritura como “praxis espiritual” del autor y signo de su discurso literario: “En la narración como tal, la voz original del narrador oral adoptó varias formas nuevas al volverse la voz silenciosa del escritor”. Muchas veces, consciente o inconscientemente, el autodenominado “escritor”, se convierte en un continuador de la tradición oral por la vía de la escritura. Un ejemplo cojedeño de ese planteamiento está en la obra La hoguera oculta de Francisco Javier Frías Vilera (1994), con entradas y salidas entre una y otra expresión estética, en especial el cuento La desgracia de Platanote (pp. 35-37), recreación de los relatos orales fantásticos sobre un malabarista de trapecios quien abandona el circo a causa de habérsele “encogido” un tercer brazo que tenía en la espalda, usado como agarre en sus peligrosas acrobacias.

Teorías narrativas
La continuidad de lo oral en la escritura, lo entiende Douglas Bohórquez (1997, p. 82) como un dilema afectivo: “Rescribir lo oral significa entonces regresar a la madre, volver a los cuentos de la infancia que contaba la abuela”, en tal sentido, esa prolongación se manifiesta con la técnica literaria de “Reescribir por lo tanto esa primera memoria que conforman los cuentos de hadas, esa primera memoria, hecha de narraciones tradicionales, de cuentos, fábulas, leyendas” (Ibíd.). En este molde oral afectivo de la escritura, Luis Enrique Frías recrea su infancia sancarleña, signada por lo materno y lo fantasmal, en La flama de la vida (2002, pp. 37-42), obra premiada y con reediciones en 2004, 2005 y 2007. Narra como los cuentos de la “Madre aparecida” llevan al “Hijo”, a encontrar el tesoro enterrado de un muerto. La Madre olvidó en sus cuentos el detalle de “hacerle las misas al difunto” (p.41) y entonces el Hijo queda penando en la eternidad.
Para Ana María Rivas (2000, p. 195), las incorporaciones orales a la escritura portan una carga enunciativa del colectivo ancestral: “La oralidad permite escuchar en el texto la cultura popular, palpar la filiación con un lugar cuando se recrea un habla regional o se reconoce un determinado registro lingüístico”, aseveración en la ubicamos varios textos de Ramón Villegas Izquiel, principalmente los de El pianito de Marialina y otros cuentos del vivir y recordar (1988), pleno de términos de la provincia llanera cojedeña, como: los dulces de “agitones” (p. 9); la técnica navegante “bongueril” (p. 17); la camaradería del “Valecito” (p.21); los atuendos de “batolón” (p.23); el “culatero” (p. 23); la “recua” (p.27), la bestia “campanera”, junto al arcaico y reiterado adverbio “mui” por “muy”, entre otras reminiscencias orales del campesinado de El Baúl.
Villegas Izquiel, además, adelanta en ese compendio, sus visiones del fantasma nacido de la oralidad regional: Manuel Antonio Jiménez, en El Pianito de Marialina (pp. 9-11); La “Maldición” del padre Peña y la “mujer larguirucha como una muñeca sin brazos” que le seduce en La Casa Abandonada (pp. 13-16); la demoníaca Mula Espantada en Los Carreteros (pp. 21-25); la vez cuando “Volvió el Diablo” en Los dos llantos (p.39) o; la descripción de la temida Sayona en El gallo que vino de Apurito (p.18).
Otro tema cumbre es el de los cuentistas que manifiestan tener influencias de la literatura oral en sus textos, ya que bajo la mirada de cierto consumo literario, la obra de este autor no sería “pura”, puesto que: “Los saberes culturales establecidos por las Academias distinguen a la literatura de las narraciones orales”, discriminación que plantea Jesús Puerta (2004, p. 16). Hay que pensar por un momento, en que a muchos de los escritores venezolanos, tras largos años de esfuerzos y experimentalismos, les gustaría ser reconocidos sólo como autores de la vanguardia narrativa y que este empeño, por múltiples razones, choca los postulados de la narración popular, regida por un sistema de códigos literarios orales bastante diferentes.
Puerta (Ibíd.) indica: “Puedo hacer una larga lista que incluiría inevitablemente a Armas Alfonso, Orlando Chirinos, Ángel Gustavo Infante, Gustavo Luis Carrera, etc., entre los cultores de esa extraña mezcolanza de oralidad y escritura”. Armando Navarro (2005, p. 216), señala entre los riesgos de la continuidad oral en la narrativa escrita que el cuentista estaría “escuchando de otro…del relator primitivo individual o de la colectividad”, lo cual equivale a decir que “El mismo autor reconoce que no son suyas”. Además de no saberse el autor “original”, el cuentista – oralista también cae en el riesgo de contar algo ya conocido, fuera de la novedad literaria, lo que advierte Puerta, como un alerta.
El atractivo de la oralidad en la construcción del texto narrativo escrito, según Almoina (2005, p. 153), radica en que “La literatura oral atiende a la doble dinámica de la tradición y de la evolución”, dándole así infinitas posibilidades de creación al escritor:
Esta esencia permanente es la que hace que de manera cíclica la literatura oral tradicional sea la fuente a la cual acuden a beber vida y autenticidad los creadores literarios de la escrituralidad, ya que dicha conservación de postulados y valores primarios encuentran valores de veracidad (Ibíd.)
La veracidad literaria oral aceptada, puede incluso ser historia mítica (como por ejemplo, el hecho no comprobado –pero, admitido como cierto- de que Luis Loreto Lima mató al presidente Crespo) cubre etapas de verosimilitud que, a veces, el escritor palpa como faltantes y le permiten desplegar nuevas dinámicas de fantasía y experimentalismos a sus creaciones. José Luis Agúndez García (2006, p. 19), nos acerca algo de claridad sobre este problema clave en la posición del autor, a los ojos de la Teoría Literaria:
"…Autores que no sólo, no ocultan su dependencia de las producciones populares, o al menos orales, sino que, incluso, se jactan de usar tales fuentes para hacer recreaciones literarias; son escritores que manejan los cuentos populares, que se empeñan en tareas literarias, incluso poéticas, provocando su incorporación a las letras".

El carácter. Antecedentes
El tema más concurrido en los cuentos cojedeños de base oral es la presencia de lo fantástico fantasmal. Se inserta con la cultura tradicional llanera que enfrenta al llanero con los espectros, demonios, duendes y demás acosos del más allá, aparecidos del Llano. Como antecedentes presentamos los testimonios de cinco escritores cojedeños premiados en el Concurso Nacional de Cuentos y Relatos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (1998-2002). Todos, confesos en la suma de elementos orales y temas fantasmales a sus cuentos. Son autores con obra individual publicada, algunos con libros premiados en otros concursos nacionales y regionales de literatura, pero con diversidad de edades, etapas de carrera literaria y estilos discursivos:
1- Juvenal Hernández (1933). Ganador con:  La noche de: El Canillón (1998). Fuente: tradición popular tinaquera. –“Del tiro, el hombre que echaba ese cuento se mudó del pueblo. Pero el Canillón siguió saliendo. Mientras queden borrachos así, ese bicho no tendrá descanso. Nunca falta quien diga que a él también le salió”.
2- Francisco Javier Frías Vilera (1959). Mención de Honor con: Juegos Tradicionales (1999). Fuente: relatos de los abuelos de la línea materna. –“Aún no he podido contar ni la mitad de los cuentos que me dijeron. Mi abuelo, don Marcos Vilera, todos los días me contaba una historia que yo no había escuchado. Lo que pasa es que no he tenido tiempo suficiente, ni quiero usarlos todos de un solo golpe”.
3- Willian Ramírez (1969). Mención de Honor con:  Un lugar mágico para viajantes (2001). Fuente: testimonios de vida referidos por las personas tomadas después como protagonistas. -“Esa gente es una pareja muy seria, que no anda metiendo embustes. No son ningunos bochincheros. Todavía tiemblan cada vez que se acuerdan… Yo lo que hice fue escribir lo que escuché con algunas cosas de mi invención”.
4- Eduardo Mariño (1972). Ganador con: Sombras que bajan por el río (2000). Fuente: tradición popular referida por la línea paternal. -“De ese señor (Jorge Noche) los de El Baúl no han podido contarme todas las anécdotas, porque se asustan mucho, y se quedan calladitos después que echan esas tremendas historias”.
5- José Leonardo Ospino (1983). Mención de Honor con: Un tal Demetrio Zanoja (1998). Fuente: tradición popular referida por los abuelos de la línea maternal. -“Mi abuelo se reía mucho cuando me contaba esas bromas macabras y me veía temblando, con esas palabras tan bien llevadas. Yo ahora creo que él también se asustaba mucho, según me dijo mi mamá”.
Como lo revela el listado de Puerta (Ob. cit.), y el de los cuentistas cojedeños, no hay limites generacionales o literarios en la presencia de la oralidad en el texto narrativo escrito, inclusive al participar en concursos literarios de envergadura. En el Caso de Cojedes, ese factor y la temática del espectro llanero, adquieren el rango de tema caracterizador, de canon, de cultivo al que atiende esta compilación.

Puntos de coincidencia
a) El predominio de la muerte, junto a los muertos y muertas, en todos los textos recopilados.
b) Los cuentos que reseñan los pueblos fantasmas de Cojedes y la ruina mortal de familias, parejas o ideales nobles, mediante acontecimientos generados por la conducta humana, al recurrir a fuerzas oscuras cuyo dominio no se alcanzará y se volverá en contra de quien las invocó y de todos los inocentes que les rodean. Destacan, como ejemplo, de las narraciones de los pueblos fantasmas: La sequía de Garabato, El brujo Juan Camacho y: La Maldición de Tierra Negra.
c) La aparición de algunos de los fantasmas cojedeños más clásicos, remontándose a los orígenes mismos de tales tradiciones, con aportes de interesantes detalles que estimulan la imaginación, entre ellos su vinculo con situaciones donde el amor, la pasión y los celos juegan un papel decisivo. Entre esos textos está la saga dedicada al Jinete sin Cabeza sancarleño, narrada en los cuentos: El Jinete sin Cabeza, El pago de una traición y: El Jinete sin Cabeza y el Ahorcado del Samán.
d) Todos los autores que participan en los cuadernos de esta variante de cursan estudios de la licenciatura en Educación, mención Castellano y Literatura de la UNELLEZ San Carlos.

Un repaso necesario
Douglas Bohórquez (2007, pp. 24-51), identifica algunas posibles lecturas transtemáticas, que pueden hacerse sobre la narrativa de lo fantástico fantasmal en esta muestra, entre ellos: la recreación de “bestiarios”; el fortalecimiento del “imaginario social” y la “relación costumbrista” en el presente. Víctor Bravo, en su estudio Terror y fascinación del monstruo (2007, pp. 21-55), hurga las situaciones del miedo que produce el encuentro con el fantasma o la espectralidad de los muertos y de la muerte, hacia cómo vemos, sentimos y asilamos al Jinete sin Cabeza, al Diablo, a los duendes y tantos otros entes del más allá que interactúan con los llaneros en estos cuentos:
¿Qué es lo monstruoso? En contraste con el contexto de proposiciones y reconocimientos del existir, que discurre entre certezas, mesuras, homogeneidades, lo monstruoso se presenta como la violenta manifestación de lo heterogéneo y lo incongruente, como lo indefinido que se expresa en fragmento y desgarramiento, en desfiguración y exceso, en desproporción y abyección. Es lo que acecha sin tregua, desde el afuera, el orden delimitado de la existencia (p. 30).
Según Bravo, lo fantástico del monstruo, representado por la muerte, es un condicionante entre nosotros y la literatura. La entidad de la muerte, en la literatura oral cojedeña, añade a su fatalidad inevitable, su entramado con firmes códigos de la religiosidad popular, como el suicidio, los muertos que no reciben misa y los que pierden su alma. A ella se atan el rumor vecinal del suceso, la crónica colectiva y las distintas versiones del hecho, incluyendo el “chiste” y, como veremos, el cuento de ficción. Otras secuelas, serán la aspereza de la soledad y el vacío de la tristeza, empleadas en la atmósfera de la narración y en la psicología de los personajes, en pasajes bastante conmovedores.
La muerte oralizada “aviva” el discurso escritural de Historias en un pueblo caliente (1990), de Víctor Sánchez Manzano. De entrada el primer muerto no se muere: la anunciada “Quema de Judas” como tal, no ocurre y la salvación de ese infame muñeco, crea motivos de malos agüeros al romperse la tradición, en Días de crédulos (pp. 11-18). Luego, la muerte impacta a tres mujeres de carne y hueso, de hondas reseñas orales colectivas. A Regina, le toca morir, pero su lugar lo ocupa una joven, convenientemente, llamada Regina, quien, poseída por la otra Regina, comete el pecado de suicidio, así, su alma no es bendecida y queda penando en Historia de la eternidad (pp. 27-33); a la Regina posesora, también se le muere el alma. La otra muerta, Tía Elisa, fue una anciana rezandera dedicada a los santos durante infinitos años, sin embargo, en Una memoria pisoteada por el tiempo (pp. 43-47), “después de mil velorios, se perdió el suyo” y al igual que las Reginas, no recibe la bendición sacra, pues ese era su trágico destino; al tiempo su apacible casa de tejas fue reemplazada por una casa de la muerte: una funeraria.
Otra muerte, pasada de la oralidad a la escritura es la de José Luis “el Mono”, antiguo boxeador e infatigable bohemio suicida, popularizado con el apodo de “la Muerte”, personaje protagonista del cuento La Muerte pasea por el medio de la calle (1992, pp. 26-35), de José Gregorio Salcedo. “La Muerte” retaba los vehículos a que le matasen caminando por el centro de calles y carreteras, cosa singularmente ocurrida, pero por causa de un accidente. Una vez recién muerto “La Muerte”, comienza su doble tránsito hacia la narratividad oral escriturada y el desande del espectro:
Una sombra negra se levantó hundiendo el asfalto. Camina. Y lo hace por el centro de la avenida. Le fue dando con sus brazos extendidos, por el centro, la cara hacia abajo, por el centro, pero mirando al frente, por la avenida. Le siguió dando hasta llegar a la planta de luz del pueblo. Allí agarró una gran cadena, la enrolló en uno de sus brazos (a esa hora es el último en acostarse), haló tan fuerte esta vez, que pudo haber sacudido a todo el pueblo, despertándolo (p. 35).
La visión que oraliza el cojedeño sobre la muerte como transición hacia el fantasma y los rezos para la paz de las almas perdidas, sigue ocupando espacios en obras recientes. María Georgina Natera en Tras la huella de cuentos viejos de viejos nuevos (2008), desde el título de sus cuentos ya nos lo indica: Demetria la rezandera (pp.11-13); Ánimas (pp.15-16); Misterios dolorosos (pp.17-18); El Catecúmeno (pp.33-34). En Las espigas (pp. 29-30), se marca ese sino trágico con el morbo del amorío fatal:

"Llega la hora de los espantos. En la noche del Diablo sobre la grupa de un caballo negro corre el terror. Un rayo lo ilumina, es la figura unida en férreo abrazo. Son los amantes que huyen, los lleva el viento, la tormenta los apaña. Se desboca la bestia perseguida por fieras que la acechan llenas de odio, la venganza de la sangre. Y en la casa… reina el terror".

En la tradición oral-escrita cojedeña, la muerte posee, como la misma tradición, sus propios códigos. El escogido para tornarse en espanto se integra a la legión de la muerte que se nutre del miedo que nos produce. El dilema entre el fantasma del pueblo o el pueblo de los fantasmas coadyuva a un diálogo firme entre narradores y lectores. Ese carácter figura dentro de los valores de la llaneridad cojedeña como la “presencia de lo inexplicable” que debe afrontar el llanero. La muerte que viaja de la crónica popular hasta la ficción narrativa corta revela la eficacia de prolongar la palabra oral a través del texto ficticio, en una transmisión de valores y creencias del mismo pueblo que las produce como parte de su imaginario.

TRES CUENTOS CORTOS DE JORGE GÓMEZ

"...ella está en casa de su amiga porque ha ido a estudiar"
(Imagen en el archivo del maestro Tulio Torres) 

EL PREJUICIO
Vasta importancia reviste al hecho de que ella está en casa de su amiga porque ha ido a estudiar. Ella está sentada en el balcón con sus libros, sin molestias; la amiga le deja estar sola. El edificio azul de al frente, el apartamento azul de al frente tiene una solitaria silla de hierro en el balcón; ella está observando —descuida el estudio un momento— que no hay otros muebles ni señales de vida. Ella ha puesto su libro a un lado, no se percata a priori de ello porque está pensando en el apartamento vacío, en él, en él y el apartamento vacío y en ella y él juntos en el apartamento vacío. Ahora ella está perdiendo su mirada, el apartamento vacío la está recibiendo y ella se imagina en el suelo limpio y sin muebles, al lado de él, y piensa que él tiene su sonrisa, tiene un poema, un beso que es flor y calle y alero en lluvia y que se está vertiendo en el desorden que ella propicia, y ella ahora está pensando que la mano de él está acariciando su cuello y ella vuelve a sentir el tierno cosquilleo que sus besos le otorgan; ahora ella esboza una sonrisa imaginándose entre los brazos de él, que hace presión sobre su cuerpo y ella se recuesta en el suelo vacío. Entonces él la está besando y acariciando y ella no quiere contener su gana; pero ella está simplemente observando desde el balcón de al frente. Vasta importancia reviste al hecho de que ella está en casa de su amiga porque ha ido a estudiar.


DIOS

En una autopista, sin saber cómo, amaneció un día un Hombre Vulgar, que de repente fue asaltado por una incomprensible avidez de conocimientos. Comprobó que el destino binario de la autopista conducía hacia Mirador y hacia Tempraneros (aunque ninguna de esas poblaciones podía verse al final de los dos horizontes que ofrecía la vía), y empezó a caminar en esta última dirección.
En esto llevaba algunos minutos cuando escuchó detrás de sí el ruido de un carro que se acercaba. De inmediato empezó a hacerle señas para que se detuviera.
Quien manejaba era un señor de bastante edad, con unos gruesos lentes de fina montura, que no interpuso objeción alguna para llevarlo a Tempraneros.
Llevaban cierto tiempo en la vía, cuando el Hombre Vulgar, cuya sed de saber crecía desaforadamente, se atrevió a preguntar al anciano: —¿Qué es lo más importante que hay que conocer?
—Dios —respondió, sin titubeos, el viejo conductor.
—¿Y qué es eso? —preguntó nuevamente el Hombre Vulgar.
El viejo, que lo veía con una sonrisa que denotaba cierto didáctico entusiasmo, respondió —quizás orgulloso de su sapiencia— que eso ni él ni nadie podría respondérselo, porque no había en el mundo persona que lo supiera con certeza.
El Hombre Vulgar se quedó perplejo. Una hora después bajaba del automóvil, al lado de un gran cartelón que decía Bienvenidos a Tempraneros. Al bajar, detuvo una vez más al anciano, con una nueva pregunta:
—Eso, Dios, ¿es algo o alguien?
—¡Alguien! —contestó el viejo, y se internó por las calles de Tempraneros en su auto.
Caminó por el pueblo y encontró a un robusto herrero que examinaba con mirada de conocedor los herrajes de un caballo. Se le acercó y, sin más preludios, le preguntó:
—¿Es usted Dios?
El herrero lo vio de arriba abajo, pero no le prestó mucha atención y respondió secamente, volviendo a examinar la extremidad del caballo:
—Por supuesto que no.
—¿Y quién es Dios? —preguntó el Hombre Vulgar.
Antes de perderse en el interior de la herrería, el herrero respondió, alzando la voz pero con grave desdeño:
—¡El Creador!
El Hombre Vulgar cruzó una de las esquinas de Tempraneros y encontró, sentado en la escalerilla exterior de una casa, a un hombre que garrapateaba unas largas líneas de palabras en una hoja de papel. Esperanzado nuevamente —con la misma estúpida esperanza que lo había animado a caminar, hora y media atrás, por la autopista—, le preguntó:
—¿Es usted Dios?
—No —contestó el hombre para salir del paso y proseguir su labor.
Al Hombre Vulgar, desorientado por el súbito desprecio del hombre, sólo le quedó curiosidad para preguntarle qué hacía.
—Estoy creando —le respondió—: soy un poeta.
—¿Creando? —preguntó con los ojos desorbitados, alarmado, el Hombre Vulgar—. Entonces, ¿es usted el Creador?
El poeta levantó la mirada —aunque no abandonó su actitud despectiva— y, reparando al fin en los desprovistos ojos del Hombre Vulgar, le respondió:
—No. Yo soy un creador, señor. Y deje de burlarse de mí.
El Hombre Vulgar, aunque ofendido, consideró que debía seguir buscando a Dios. Caminó por la misma calle y encontró entonces un gran edificio blanco con una cruz en la punta de la fachada. Desde afuera, y luego de admirar la magnificencia del edificio, avistó a un señor bastante maduro con una especie de bolsa de cuero que lo cubría desde el cuello hasta los tobillos. Entró al edificio y siguió al de la bolsa de cuero, que se iba hacia el interior.
—¡Oiga, señor! —le dijo. El de la bolsa volteó y, al verlo, el Hombre Vulgar descubrió cierto atisbo de bondad en sus ojos.
—Dime, hijo —contestó el de la bolsa, y el tratamiento de «hijo» no hizo sino confundir más al Hombre Vulgar.
—¿Es usted Dios? —le preguntó al fin.
—No, claro que no —respondió, sonriente, su interlocutor.
—Estoy buscando a Dios —dijo entonces, como para justificarse, el Hombre Vulgar.
—Has llegado al lugar indicado, hijo: esta es la casa de Dios.
—Y él está aquí?
El de la bolsa de cuero lo miró extrañado.
—Sí, como en todas partes.
Ante la mirada interrogativa del Hombre Vulgar, agregó:
—Dios está en todas partes.
El Hombre Vulgar se sintió turbado por la incomprensión , turbación que aumentó cuando el de la bolsa dijo, con aires de concluir: —Pero esta es su casa, como todas las que son iguales a esta.
Ese Dios debe de ser alguien muy importante, se dijo el Hombre Vulgar. Así que preguntó:
—Dígame, ¿sabe usted cómo llegar a él?
—Claro —dijo el de la bolsa, dándole al Hombre Vulgar, por fin, cierta esperanza de comprensión—: siguiendo un camino de rectitud.
Entonces entendió.
Salió de la iglesia, de la calle y de Tempraneros y emprendió el trayecto hacia Mirador, donde inequívocamente conocería a Dios, puesto que habría de seguir el camino rectísimo de la autopista que unía a ambas poblaciones.


CONDENADO A MUERTE
Tres días sin saber si en el cielo estaba el sol o la luna llevaba el condenado cuando llegó el oficial a comunicarle la sentencia.
—¿Muerte? —preguntó consternado.
—Fusilamiento. Una ráfaga de metralleta.
El condenado hundió la cabeza entre las manos; el oficial encendió un cigarrillo.
—Hay delitos que no admiten justicia —soltó poco a poco el oficial, como adivinando que en el pensamiento del condenado empezaba a dibujarse el reparo de que no le habían permitido defensa alguna.
—¿A qué hora será?
—A las seis.
—¿De la mañana o de la tarde?
—Eso no importa. Será a las seis.
El condenado volvió a hundir la cabeza entre las manos y dejó ir unos segundos sin pensar absolutamente en nada. Su silencio fue interrumpido de nuevo por el oficial.
—Esta es una ocasión memorable. Diga cuál es su último deseo.
El condenado soltó no sólo el último, sino el único deseo que necesitaba colmar.
—Quiero verla.
El oficial abrió los ojos, represor. Una brizna de compasión le surcó la mirada.
—Eso no. La sentencia incluye la prohibición de satisfacer ese deseo específico.
—Entonces, nada importa. Antes que nada hubiera deseado volver a verla ahora.
—¿No quiere formular su último deseo? Es decir... Algo que sí pueda ser satisfecho.
El condenado no respondió. El oficial se le acercó y comprobó que se había dormido con la cabeza entre las manos. Al salir dejó al lado del condenado los cigarrillos y los fósforos, por si el hombre despertara con ganas de fumar.
Volvió a las cinco y cuarenticinco.
—¿Está listo? —le preguntó.
—Si es la hora, sí —afrontó el condenado.
—Es la hora.
—Vamos, entonces.
El oficial tomó al condenado por el brazo derecho y lo condujo por el estrecho pasillo lleno de puertas; al final una escalera los llevó a un vestíbulo pequeño que desembocaba en un patio interior. El condenado observó instintivamente las paredes del patio; en una de ellas encontró las rojinegras manchas de los fusilamientos anteriores al suyo.
—¿Le vendo los ojos? —preguntó, con esmero, un cabo.
—No, gracias.
El oficial le alargó una mano que él estrechó con sincero afecto; uno de los dos musitó un absurdo hasta la vista que se apagó instantáneamente. El condenado quedó por un momento solo con el cabo que le había ofrecido la venda, y en tres minutos volvió el oficial con el soldado que haría efectiva la sentencia. El oficial y el soldado intercambiaron algunas impresiones que el condenado no pudo oír, y el cabo entró en el vestíbulo.
El condenado resistió su propia serenidad como otra sentencia; siempre había imaginado que su muerte le haría temblar de angustia. Pero todo su cuerpo estaba como dibujado en el muro, lo sentía integrado a un entorno sin vacío, en el que le hubiera sido imposible moverse, cambiar de posición. En el último instante, cuando el soldado cargó la metralleta y se aprestó a apuntarle, pensó en la mujer, recordó sus ojos y su pelo, su olor silvestre y su locura. El soldado y él escucharon la orden de disparo como desde dentro de sí mismos; la primera bala de la ráfaga se preparaba a recorrer su mortífero trayecto cuando el condenado reconoció en los ojos del soldado, en sus finos labios, en su silueta menuda, a la mujer que antes que nada hubiera deseado volver a ver antes de morir.

JORGE GÓMEZ. (Cagua, Aragua, Venezuela, 1971). Es un escritor reconocido internacionalmente como creador y director de Letralia, presentamos de este autor tres cuentos de su narrativa corta.  Fue sucesivamente, entre  1988 y 1989, subdirector y director de la Peña Literaria Cahuakao, en Cagua. Dirigió el semanario El Tabloide, de la misma ciudad, entre 1990 y 1993. Desde 1996 edita en Internet la revista literaria Letralia, Tierra de Letras, la primera publicación cultural venezolana en la red. Ha publicado el ensayo La educación secundaria venezolana: un muerto sin dolientes (Cagua, Editorial El Tabloide, 1985), el libro de cuentos Dios y otros mitos (La Victoria, Senderos Literarios, 1993), la novela corta Los títeres (Tenerife, España, Baile del Sol, 1999), la antología de narrativa venezolana Próximos (Embajada de Venezuela en China, 2006) y la novela El rastro (Libros del Sur, Argentina, 2008). Textos suyos han aparecido en las antologías Narrativa de Aragua (1970-1996) (Maracay, Secretaría de Cultura del estado Aragua, 1997), Mini-cuentos de Aragua (Maracay, Secretaría de Cultura del estado Aragua, 2001), Siete (Badosa, 2002), De la urbe para el orbe (Alfadil, 2006) y Zgodbe Iz Venezuele (Sodobnost, Eslovenia, 2009). Ha obtenido el primer lugar en los concursos de narrativa Semana de la Juventud (Ateneo de La Victoria, 1996), Poeta Pedro Buznego (Casa de la Cultura de El Consejo, 1997) y X Concurso Anual de la Universidad Central de Venezuela (Maracay, 2002). Además, obtuvo el segundo lugar en el 3r Concurso de Mini-Cuentos Los Desiertos del Ángel (Secretaría de Cultura del estado Aragua, 1998). Textos suyos han sido traducidos al inglés, francés, italiano, catalán y esloveno.

EL ACTO DE EDUCAR (Texto de Gloria Trejo Cervantes)

En el acto de educar el afecto y la creatividad  tiene gran  importancia
(archivo de Carlos Eduardo Parra)

EL ACTO DE EDUCAR

Toda educación se mueve en el binomio información-formación. La información nos proporciona los conocimientos necesarios para manejarnos en la sociedad y conseguir una capacitación profesional que permita el desarrollo personal en el trabajo. También se refiere a la adquisición de habilidades y procedimientos de actuación, que permiten perfeccionar ciertas facultades humanas. Por eso hablamos de educación emocional, sexual, cívica, de Valores y de dominio de la voluntad. Para un estudiante es importante la adquisición de técnicas de estudio, de procedimientos para desarrollar la memoria y dominar las técnicas de lectura rápida manteniendo la comprensión.
Pero la información sola no basta, el educando no es un archivero donde se van a depositar todos los documentos posibles, hace falta que se de una orientación Esto es lo que llamamos formación.
Toda educación es importante la figura del educador (padre y profesor) y la tarea de autoformación del propio educando. El poder del educador depende menos de su palabra que de su ejemplo. El alumno necesita un modelo de identidad, una persona a quien admirar y de quien aprender.

Las personas que somos padres; somos educadores, queramos o no, nuestros actos, nuestra vida, nuestras costumbres y manías educan y forman a nuestros hijos, de manera radical y para siempre, les enseñamos cómo “llevar” la vida, cómo reaccionar ante tal o cuál circunstancia; cómo vivir.
Cuando llegan a la escuela, reciben un cúmulo de información de la cual, la mayor parte es obsoleta, perecedera, temporal y cambiante como el mundo que viven, la manera tradicional es: “guarda silencio” mientras el maestro habla, recibir instrucciones, hacer todo lo que se les indica sin saber por qué o para qué lo hace y además cómo dice la canción, crecen con él; “eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca”. Por eso es tan importante que cuando se tome el compromiso formal de “educar” se tome como lo que es: Una actividad noble donde el que asume el rol de educador, una vez iniciada su labor, una vez “entregado” el mensaje es irreversible, por eso se debe pensar dos veces antes de iniciarnos en esto, antes de ponernos frente a un grupo de personas, a tratar de erigirnos en el guía, “el formador” de esos seres humanos, quienes generalmente, son mas jóvenes, mas vulnerables, mas susceptibles de “caer” en nuestras ideas, en nuestras creencias, en nuestra “forma de ser”, y una vez que ya se está en el camino, las consecuencias son para toda la vida, a las palabras no se las lleva el viento, eso no es verdad, las palabras se quedan grabadas en la mente y en el corazón de quien las escucha y de quien las recibe.
Quien educa, se olvida, muchas veces, que aunque más jóvenes e inexpertos los educandos son entes pensantes, por lo tanto creadores, capaces, que no tienen por que hacer a “pie juntillas” lo que se les dice ó lo que se hace, siempre claro sin perder el objetivo de seguir un programa o un esquema establecido, el cual por supuesto debe ser flexible. Los alumnos son un campo fértil donde todo se puede “sembrar” y donde se cosecha mucho más de lo imaginado, de lo esperado, ¿Por qué? Por que los alumnos son seres humanos en proceso de crecimiento, de desarrollo, se están “creando” cada día, son impredecibles, van escribiendo su historia a diario, inventando sus propias teorías de cada situación que van viviendo, tienen un bagaje increíble, una carga genética, un carácter y una personalidad que ningún educador del mundo va a cambiar, sólo va a guiar, a orientar, y debe ayudar a usar sus habilidades y talentos que el educando ya trae consigo.
Pero cuidado de querer hacer “clones” de nuestra personalidad, inconcientemente el educador, quiere “ser”, proyectarse, trascender y que mejor qué en sus alumnos (ó en sus hijos).
Una razón más para estar alertas, de no caer en la tentación de querer prolongarnos en ellos, por el contrario, ayudarlos a “sacar” su propia personalidad, “La autenticidad de un educador, se refleja en la autenticidad de sus educandos” (Freire).
El acto de educar, parece simple, pero es de vital importancia en la Sociedad, no estamos en una fábrica, donde se elaboran productos en serie, estamos trabajando con seres vivos, complejos, especiales, únicos, diferentes, impredecibles, auténticos, difíciles y en constante evolución, nuestras herramientas de trabajo son las ideas los pensamientos, la creatividad, los sentimientos, los sueños, las ilusiones, y empeñamos nuestra alma, el corazón y el cuerpo en nuestra labor.
Cuando “tocamos” la vida de un niño, estamos “tocando” a un futuro ciudadano, a un futuro profesionista, a un futuro padre de familia, no solo afectamos para mal o para bien su vida, afectamos a toda su generación.
En el acto de educar implicamos (deberíamos) nuestra conciencia, nuestro aporte a la Humanidad, estamos creando, inventando, estamos haciendo la Historia.


P.D. EN EL ACTO DE EDUCAR, ESTAMOS TODOS, TODO SER HUMANO QUE CON SUS ACTOS REFLEJA SU SER Y QUE DE UNA MANERA CONSCIENTE O INCONSCIENTE ENSEÑA A LOS DEMAS: EDUCA.

MÁS ALLÁ DE LA CERCA DE LOS MEREYES AMARILLOS (cuento de Juan Manzano Kienzler)

Padre e hijo en faena llanera. Imagen en el archivo de Akimin Angarita

Padre e hijo llaneros cocinando en el fogón (archivo de José Combita Combita)




A Víctor y a Julio, pasado y futuro

Esta tarde las hojas de los árboles han comenzado a caer una por una. La tierra está muy seca y muy caliente. En medio de tanto calor estoy sentado en la puerta de la casa grande y la mirada se me pierde más allá de la cerca de mereyes amarillos. De vez en cuando veo que pasa un pájaro y se detiene en el trozo de caucho que la abuela ha llenado de agua para sus animales.
Esta tarde es como la primera que pasé sin el abuelo. Por el frente de la casa, pasaba una calle de tierra y más allá todavía se veían las matas de quinchoncho que el abuelo había sembrado con sus propias manos. Ocupaban un espacio aproximado a unas cuatro cuadras, según mi hermana, pero aún no comprendía yo cuánto era eso cuando el abuelo se fue.
Los atardeceres soleados y calurosos me hacen extrañar el misterio que se escondía en la caja de los recuerdos de mi abuelo. Llegar a la casa grande era una aventura. Al frente, el patio con su tierra seca; a un costado de la casa una versión miniatura de otra construida con madera y zinc para guardar las herramientas de trabajo, tambores y otras cosas que el abuelo conservaba no sé para qué. En ese lugar, mi hermano conservaba en una lata con un pequeño orificio un panal de pequeñas abejas en miniatura que él llamaba “rubitos” y que llenaban pequeñas bolsitas de una miel diáfana y muy dulce con fragmentos de polen. Una vez, abrió la tapa de la lata y me enseñó con sumo cuidado cómo las pequeñísimas abejas llenaban las paredes de cera y cómo hacían las bolsitas de miel que, de vez en cuando, tomábamos y dejábamos caer en la boca desde arriba con la cabeza ligeramente echada hacia atrás.
Mientras recuerdo, pasa frente a mis ojos ese magnífico pavo blanco que mi hermana me regaló para que los abuelos lo tuvieran en su casa. Once pavos nacieron de un nido que la abuela cuidó con esmero. Los pequeños pavitos fueron ungidos con aceite de oliva y ajo para que no se enfermaran en su proceso de convertirse en esas grandes aves que asustan cuando extienden sus alas y abren la cola para demostrar que ellos son fuertes y peligrosos, para que uno no se les acerque.
De los nietos del abuelo, fui uno de los que más creyó en sus historias y con el que más compartió sus recuerdos. Por las tardes soleadas como ésta caminábamos hacia la casa de la bomba y por el trayecto me relataba las historias de su camión, de los viajes por Apure y por el río. El abuelo conoció a muchas personas en sus andanzas.
Una vez, ayudó a una India y la mujer le regaló como agradecimiento una cruz que debía llevar prendida en su ropa para que nunca le faltara nada. La abuela, muy molesta y celosa, botó el amuleto y, cuenta el abuelo que a partir de ese momento comenzó a perder todo cuanto tenía.
Una tarde, relató que en el campo, llano adentro, más allá de los mereyes amarillos, observó una luz al pie de un árbol y decidió excavar hasta que encontró un baúl lleno de monedas antiguas de metal precioso. La historia me pareció increíblemente fascinante.
En ese tiempo, era muy feliz al soñar con todo lo que el abuelo narraba: pero las personas decían que se trataba de cuentos de abuelo. Siempre me pareció triste la forma como hablaban sobre todas aquellas maravillosas historias. Yo sí que las creía y me imaginaba cada lugar, cada rostro, casa suceso como si lo hubiera vivido.
Víctor era su nombre. Víctor viene de la palabra victoria y parecía el abuelo una estatua colosal de esas de la historia, de las que aparecen en los libros sobre Grecia. Tenía un gran tamaño y piel tostada por el trabajo expuesto al sol de la intemperie. Su pecho era ampliamente atlético a los ochenta años, la fuerza se dibujaba en todos los pliegues de su piel y de sus brazos. Siempre los ojos estaban escondidos como ocultando un misterio, como si demasiada luz le molestara o como si quisiera que los pensamientos o los recuerdos no se le escaparan; por eso, su ceño siempre estaba tenso.
Usaba un sombrero gris y alpargatas. Su voz era como el murmullo de un río, grave y suave; pero firme y diáfana como las aguas de las fuentes surgentes.
Un día antes de mi cumpleaños escuché que llamaron a mi padre para decirle que el abuelo se había ido. Entonces, nos levantaron muy temprano para ir a la casa grande. Al entrar, observé a algunos amigos y en el fondo la abuela lloraba cerca de una caja de madera donde lo tenían. _ Vea a su abuelo. –Dijo, mientras me acercaba para ver que las profundas ojeras de aquel rostro ya no guardaban nada del misterioso señor que me contaba historias.
Desde entonces, vive en mis recuerdos y he guardado un secreto. Nadie supo lo que yo guardaba en mi caja de madera que siempre mantuve bajo llave. Hoy he decidido abrirla de nuevo para confiártelo primero que a mis padres. Víctor Laureano se llamaba y, si viviera, sería tu bisabuelo. No lo conociste; ni siquiera guardo una foto de su rostro; sin embargo, tú portas su mismo apellido y tus hijos lo harán y los hijos de tus hijos. Por ello, quiero que conserves esta moneda de plata.
Tómala, es muy antigua. Guárdala, tiene muchos años conmigo y nunca la he mostrado a nadie. Para mi es un valioso recuerdo y, para los otros, podría ser la prueba de una historia que realmente ocurrió.
Es tuya como tu apellido, como tu rostro con su mismo perfil, como tus ojos de misterio escondido o como esta tarde árida en la que las hojas del merey han comenzado a caer una por una.

Cuento de Juan Manzano Kienzler, nacido en Tinaquillo, Cojedes, el 15 de diciembre de 1973. Reside en Valencia, estado Carabobo. Es Licenciado en Educación Mención Lengua y Literatura (1997); Magíster en Lectura y Escritura (2001); Especialista en Tecnología de la Computación en Educación (2004). Docente de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.



EL JINETE SIN CABEZA (Cuento llanero de fantasmas) Varias autoras.

Todas las damas de la colonia  se reunía para comentar tan peculiar historia.
Imagen el archivo del Grupo de Música Llanera "Guarura".
La fabulación en la cultura llanera de este relato se ubica en 1812, 
muy anterior a la de Washington Irving (1820)

"Eliseo era el nombre 
de aquel gallardo teniente 
y ahora va sin cabeza 
metiendo miedo a la gente".

Otro relato sobre tan afamado espanto. En las referencias internacionales, destaca la versión de Washington Irving: Sleepy Hollow, de 1820. Los cuentos venezolanos, en especial la presente historia datan de 1812, durante el asedio de San Carlos, hecho por Domingo Monteverde y la traición de Juan Montalvo, líder del célebre Batallón de Caballería de El Pao, en la Guerra de Independencia. Hay otra versión, muy notoria, que solía contar Juan Ignacio Vilorio (1934-2008), fijada en Tinaco, con el mismo extraño motivo: el amor en los tiempos del conflicto independentista.


EL JINETE SIN CABEZA
En San Carlos, cuando transcurría la Guerra de Independencia y antes de la masacre que acometiera el sanguinario caudillo realista Domingo Monteverde, sucedió un presagio maligno que alteró el ánimo de los defensores de la ciudad. Por aquella época, la situación en todo el país, era angustiosa. Venezuela lucía un aspecto postrado y sin esperanza, en un estado de miseria que cada día se acentuaba más y más. Pero, en San Carlos, como siempre, todas las cosas pasan al revés. Los residentes, fieles a sus costumbres organizaron fiestas en honor a la Virgen del Carmen, esta vez, con el encargo de salvar su querida ciudad.
Don Carmelo Herrera, jefe de las fuerzas patrióticas del lugar, tenía una esposa, Mercedes, quién, según los pobladores de este paraje, resultó ser muy agraciada: de buen corazón, cuyo andar enloquecía a los hombres y opacaba a las demás mujeres. Herrera, fue conocido por ser un hombre duro, soberbio y calculador, al que poco le importaba el sufrimiento o la felicidad de otros, incluyendo las tropas a su mando: todo debía hacerse cuándo y cómo él lo dijera. Contaba con ágiles ayudantes, entre ellos, el joven teniente Eliseo, su hombre de confianza y su mano derecha.
Se cuenta que el teniente Eliseo era una persona muy aislada, seria, poco conversadora y que parecía llevar una carga muy grande en su conciencia, que no lo dejaba permanecer tranquilo, por lo triste y, a la vez, lo desafiante de su mirada.
Eliseo, además de teniente de las fuerzas patrióticas de Herrera, resultó ser un gran un gran exponente del deporte más practicado para el momento: “El Coleo”. El sábado de toros coleados dedicados a la Virgen del Carmen, fue su última victoria. Asistieron todas las personalidades importantes del lugar, entre ellas, el general Herrera y su hermosísima esposa, dueños de diferentes fincas, hatos y negocios productivos para la región, dando empleo a un sin número de coleadores, como era el teniente Eliseo.
Serían, aproximadamente, las dos de la tarde, hora en la que debía iniciarse el primer turno, los coleadores comenzaban a prepararse para su faena. Todo el pueblo estaba pendiente de sus actuaciones. En su casa, el general Herrera le ordenaba al teniente Eliseo escoltar a su esposa Mercedes hasta donde ella pudiera mirar con comodidad aquellos juegos. En el trayecto, ella tuvo la osadía de decir en voz alta:
– ¡Teniente, qué guapo que está hoy!
El teniente bajó la cabeza y sin palabra alguna inclinó la mirada hacia ella, y con gesto de vergüenza le dijo:
–Esto, no puede ser...
– ¿Por qué no? Sabes que nos amamos hace años, aunque no tengas el valor de decirlo...- le contestó Mercedes.
-Tú sabes que me debo a tu marido. Le replicó el teniente.
Mercedes, al oír las duras palabras de Eliseo, se dispuso a permanecer en silencio, queriendo expresar así, su contrariedad ante el hombre a quien amaba. Al llegar al lugar de la competencia, Eliseo, dejó a Mercedes en la tribuna y buscó su caballo, para entrar en acción.
Pasadas las intervenciones de todos los coleadores, el pregonero de la fiesta anunciaba el ganador del primer lugar: el teniente Eliseo, de maravillosa actuación. Cuando el vencedor recibía su premio, observó en la distancia la discusión entre el general Herrera y Mercedes, puesto que ella deseaba retirarse del evento y este alegaba que debía estar allí en todo minuto a su lado. Eliseo dejó olvidado su homenaje dirigiéndose al lugar de los hechos, en donde quiso interponerse para evitar que el altercado se prolongara y trajera graves consecuencias, pero, esto no sirvió de nada, porque la furia invadía cada vez más a Herrera, al punto de pretender golpear a la débil dama. Eliseo se armó de valor y decidió impedir que su jefe, al que tanto respetaba, lastimara a la mujer dueña de su corazón y fue entonces cuando se interpuso en medio de los dos y mirándole a la cara con gesto desafiante le dijo:
– ¡No se atreva a lastimarla!
El General aturdido por tono de voz con el que le hablaba y por la intromisión a un problema ajeno a sus atribuciones le respondió:
– ¿Qué es lo que te pasa, Eliseo? ¡Acaso te volviste loco! ¿Por qué te metes es esto?
-No me pasa nada, mi general, sólo que no voy a permitir que maltrate a la mujer a la que tanto quiero y he querido desde siempre. Alegó Eliseo.
–Te has atrevido a traicionarme y pagarás por eso, infeliz. Vociferó Herrera.
–Si es así, asumo las consecuencias. Respondió Eliseo y se dirigió a Mercedes diciéndole:
-Volveré por ti amada mía...
Eliseo montó en su caballo y sin mirar atrás se dio a la huida. Herrera, desconcertado y furioso, por lo sucedido, ordenó a un grupo de sus soldados perseguir al hombre que lo había traicionado y les mandó traer la cabeza de Eliseo, para corroborar su muerte. El grupo, pesaroso, salió en la búsqueda de su otrora teniente, para cumplir el mandato del general. Galoparon sin parar durante dos días y tres noches, hasta que encontraron evidencia del rastro del teniente.
Mientras los soldados iban tras Eliseo, éste cabalgaba con más fuerza para escapar de la muerte, estuvo escondiéndose en Tinaco y en Laya donde pasó muchos trances y peligros, pero no se rindió ante nada y siguió su rumbo. Finalmente, los soldados lograron descifrar la huida de Eliseo y fue entonces cuando decidieron tenderle una emboscada llegando a El Pao. Allí esperaban a Eliseo, quien se acercaba cada vez más a lo que sería su fallecimiento.
Aproximadamente a las seis de la tarde, los perseguidores lo detectaron. El sargento que los comandaba, ordenó a uno de sus soldados esperar el paso de Eliseo, cuando éste pasó por el lugar, el machete silbó, y de un solo tajo fue decapitado. La cabeza voló y cayó a unos siete metros del lugar, el caballo se encabritó y, en una última acción refleja, el cuerpo del descabezado se posesionó del cabalo, afirmándose en los estribos y sus manos aferradas a las riendas del castaño, que emprendió veloz carrera hacia el lugar donde había venido, poseído por la fuerza del fallecido Eliseo.
Los soldados al ver tal acontecimiento se quedaron perplejos y horrorizados durante unos minutos, pasado este tiempo el sargento dispuso recoger la cabeza de Eliseo para llevársela al general Herrera y así demostrarle el cumplimiento de su mandato. Ellos llegaron a la conclusión que más adelante se encontrarían con el cuerpo, pero ni el caballo ni el cuerpo encima del decapitado, pudieron encontrarse jamás.
Los soldados se dirigieron al aposento de su jefe para contarle todo lo acontecido, allí fue grande su asombro, pues encontraron al general tendido en el suelo y con poca respiración, los soldados le prestaron auxilio y lograron estabilizarlo. Al rato, Herrera, logró volver en sí y entonces contó lo que había presenciado.
– ¡Lo vi! Exclamó, Herrera, con las palabras entrecortadas y un tono tembloroso.
– ¿Qué vio, mi general? Decían los hombres.
– ¡Cuéntenos! Dijo el sargento. Herrera comenzó su narración:
–Estaba caminando cerca de la plaza cuando, de pronto, sentí el galopar de un caballo y voltee, así fue como miré una especie de neblina densa, sentí un escalofrió tan enorme que la piel se me puso de gallina, hasta se me heló la sangre y fue entonces cuando presencié que, a lento paso, como buscando que yo mirara atentamente, al caballo de Eliseo con éste cabalgando sobre su lomo, pero lo macabro de la visión era que el animal lo conducía un descabezado.
–Mi general, fue cierto lo que vio, porque nosotros, acá traemos la cabeza del fugitivo. Le explicó el sargento a cargo de la misión.
Herrera  cayo en un desconcierto en el que reía sin parar; la noticia lo había trastornado, en aquel momento optó por tomar la cabeza de Eliseo y llevársela a su esposa Mercedes, a la que tenía encerrada en su cuarto, para que no escapara en busca de Eliseo. Cuando el general llegó a la habitación le lanzó a sus pies la cabeza de su amado y ésta horrorizada se tendió en llantos de sufrimiento por la perdida de su gran amor y pidió que al menos se le diera sepultura a la cabeza de Eliseo, puesto que, su cuerpo no tenía paradero.
Al día siguiente, los realistas, finalmente, tomaron San Carlos y lo arrasaron casi por completo, al tiempo que Mercedes, consiguió la resignación que su alma necesitaba, quitándose la vida. Herrera, luego de haber abandonado su puesto de combate y sobrevivir cobardemente, se volvió loco buscando el cuerpo de Eliseo, porque supuestamente él, le salía todas las noches y no lo dejaba vivir en paz.
Cuentan los viejitos del pueblo que Eliseo, se convirtió en una leyenda de terror y que todos los años, en las festividades en honor a la Virgen del Carmen, él cabalga las llanuras de San Carlos, en busca de su cabeza y de un amor prohibido que lo arrastra con su montura, sin descanso alguno hacia las calles de un interminable infierno.

Las autoras de esta versión son egresadas de la UNELLEZ-San Carlos: Deysi Yolimar Alvarado Balladares, nació en Tinaquillo, el 9 de octubre de 1987. Alys Marleth Landaeta Barrios, nació en Caracas, el 9 de agosto de 1988. Sheyla Verónica Rivas Santamaría, nace en San Cristóbal, Táchira, el 23 de octubre de 1987. Informante literario oral: Cristóbal Medina, con largos años de vida en Tinaquillo, nacido en Encontrados, estado Zulia, el 14 de febrero de 1954.


LA HEDIONDA Un relato de María Fernanda Rossi (Tradición oral de Argentina)

Muchos se asombran y divulgan este relato.  
(archivo de Pablo Araque)




Yo soy un chango grande. Me gusta decir que soy de esos gauchos corajudos, que le hacen frente a cualquiera. Pero ahora mesmo, estoy aquicito en mi rancho, temblando y cacareando como las gallinas. Me bautizaron Benancio, como mi abuelo. Y como a él le pasara, yo también me la encontré... Sí, yo la vide con mis propios ojos. ¿A quién? Pues a la viuda hedionda”.
Benancio, joven de veintidós años, vivía en Río Blanco, pequeño caserío pegado a Campo Quijano. Compartía un avejentado rancho con sus abuelos. Trabajaba en la ripiosa, a la vera del río Toro.
Pasaba su tiempo libre jugando al fútbol con los amigos del pueblo. En época de pialadas era el mejor, no había encontrado zaino que lo tire y las chicas suspiraban al verlo corcovear en los ariscos corceles. Ufano, recorría el pueblo luego de tan salvajes jineteadas, rodeado de sus compinches. Y las chicas seguían suspirando.
Su presencia en las carpas era infaltable. De espíritu alegre y avispado bailaba desde la tarde hasta la madrugada. No le interesaba si era moza o no tanto su compañera de baile, mientras le siguiera el paso.
Un fin de semana de enero, muy cerca ya del desentierro del carnaval, Benancio partió a la cacharpaya. Engalanado con sus mejores ropas, las botas gastadas de tanto zapatear y el sombrero de gaucho tirado para atrás iba al paso en su caballo.
Cuando llegó al baile éste ya había comenzado, y con su alegría habitual se unió a él. Esa tarde, que pronto se convirtió en noche, Benancio sentía que todas sus dotes de bailarín se habían acrecentado. Sin importarle la edad de sus compañeras, danzaba al compás de cualquier ritmo, y cuando al fin caían rendidas eran rápidamente reemplazadas por otras que querían bailar con él.
Ya era tarde cuando los changos de Río Blanco se reunieron y llamaron a Benancio:
—Vení que ya nos vamos, se hace tarde —le dijeron. Pero el muchacho no quería dejar de bailar.
—Después yo me voy solo p’al rancho —contestó.
—¿Vas a pasar vos solo por el río Toro? —se estremecieron los amigos
—¡Bah! ¡Esas tonteras en las que creen! —desdeñó Benancio, y sin decir más siguió bailando.
Los amigos lo miraron entre admirados y aterrados, nadie se aventuraba después de medianoche solo por las veras del río. Por allá, decían, se aparecía la viuda...
Benancio bailó y bailó hasta que no hubo más mujer con quien bailar. Se bebió un buen trago de “yerbiao” y tomando el sombrero salió a buscar el caballo.
A esas horas de la madrugada no se veía ni un alma por las calles de Campo Quijano. Las parduscas siluetas de los cerros observaban silenciosas la marcha de Benancio. Los cascos del caballo resonaban fuertemente en el asfalto de la ruta que lleva a Río Blanco.
Al terminar las casas, dobló hacia la izquierda para tomar el atajo y llegar más rápido a las márgenes del río Toro, río caudaloso y rápido, pero Benancio sabía por dónde cruzar.
Cuando ya estaba llegando al lecho, sintió un olor nauseabundo, como de animal muerto. Se sonrió al pensar qué harían sus compinches si viniesen con él, “segurito que se creerían lo de la viuda”, de todos modos giró la cabeza hacia ambos lados, “por las dudas” se dijo.
Faltaría cuadra y media para llegar al agua cuando el olor se intensificó. Era tan asqueroso que lo mareaba. Esta vez no tuvo que voltear la cabeza, simplemente la sintió. Unas manos putrefactas lo sujetaban fuertemente de la camisa, lastimándole la cintura. Aterrado miró cómo una cabeza esquelética de la cual colgaban trozos de piel como charqui, asomaba desde el anca de su caballo. En vez de ojos unas cuencas negras lo observaban mofándose de él.
La Hedionda mujer lo tironeaba para tirarlo del caballo, mientras se aferraba clavándole sus sucias uñas en la piel del torso. Benancio fustigaba desesperado a su caballo y lo espoleaba para llegar lo más rápido posible al curso del agua.
—¿No querís bailar conmigo, compadre? —le gruñía la viuda, mientras reía ante la desesperación de Benancio.
Al chango le faltaban manos para chicotear al caballo para que avance, el zaino estaba como clavado en las arenas del cauce y no se movía.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas y valor, mareado por la hediondez que despedía el espanto, Benancio clavó firmemente sus espuelas en las ancas del animal, logrando al fin, que éste partiera a todo galope hacia el agua purificadora del Toro.
De la banda opuesta podía aún escuchar las palabras, malas por cierto, que le gritaba la viuda; pero no paró hasta llegar al rancho de sus abuelos.
Y Benancio aprendió, ahora juega, jinetea, piala todo el día regresando siempre antes de medianoche y muy acompañado por sus amigos, no vaya a ser cosa que la viuda lo agarre de nuevo...


Notas

1.Hedionda: persona que hiede, despide un olor nauseabundo.
2.Campo Quijano: localidad ubicada en la provincia de Salta, Argentina.
3.Carpas: Galpones de importante tamaño donde la gente baila.
4.Cacharpaya: es una fiesta, desde el desentierro del carnaval a la despedida de algún viajero, pariente o amigo. En el noroeste argentino también se extiende para denominar una fiesta muy alegre y popular.
5.Changos: muchachos.
6.Yerbiao: bebida a base de yerba mate a la que se le agregan diferentes hierbas de la zona y algún aguardiente.
7.Charqui: carne secada al sol.


Escritora argentina. Texto enviado por Jorge Gómez