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miércoles, 18 de noviembre de 2020

Visión del Arte. Cuentos escritos por José Gregorio Hernández (entrega 1)

 

Representación del Dr. José Gregorio Hernández, en la entrada de la capilla que le honra, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez




 

(Publicado en "El Cojo Ilustrado". Año XXI, número 491, págs. 198-300 Caracas 1º de Junio 1.912, El Universal, Caracas)

A mi respetado amigo el señor Pbro. Dr. Rafael Lovera, Teniente Provisor: Y Pro. Vicario General del Arzobispado.

 

Tome la pluma y escribí con desencanto: Capitulo segundo. El Arte

La tarde esta cálida, tempestuosa y cargada de fluido eléctrico, que obraba implacablemente sobre mis nervios, comunicándonos como unas corrientes no interrumpidas de malestar. Había tenido durante el día un trabajo fuerte y emocionante, y me sentía con cansancio físico muy pronunciado.

Traté de coordinar mis ideas para comenzar a escribir, confiando en que el movimiento producido por la composición intelectual me haría olvidar el cansancio del cuerpo y los trastornos nerviosos de causa meteorológica. ¡Vano intento! Mis esfuerzos en este sentido fueron inútiles; por lo contrario, lejos de armonizarse las ideas se me empezaron a confundir lamentablemente. A mí alrededor los objetos tomaban formas fantásticas, moviéndose caprichosamente y agitándose en un baile siniestro y lúgubre. En particular, un ramo de viejas flores que estaba olvidado sobre la mesa en que me había puesto a escribir me producía la ilusión de que estaba haciendo toda suerte de contorsiones; se inclinaba a la derecha y a la izquierda con cierto aire de burla, y, por último, creí verlo que se doblaba más profundamente como si me hiciera una cortesía, hasta que, tomando vuelo, se desprendió de la mesa y fue a colocarse sobre la puerta entre abierta de la habitación. ¡Puras ilusiones visuales!

En medio de las tinieblas que cada vez más ofuscaban mi mente pude pensar que todo lo que me acontecía eran obras de mi imaginación cansada y estropeada por el trabajo de aquel día y por la enorme tensión eléctrica de la atmósfera. Comprendí también que en vano trataría de luchar contra ese estado de cosas y decidí someterme a la fatalidad. Un ruido sordo, como de un trueno lejano que me pareció oír, acabó de ofuscarme y hacerme perder el sentido de la realidad.

Tuve todavía bastante conciencia para más convencerme de que era incapaz de recobrar mi autonomía y miré desoladamente alrededor de la habitación, como quien busca auxilio. Al cabo de un rato, con gran sorpresa, vi o creí ver junto a mí un ser indefinido, semejante a una aparición que me estaba mirando con ironía. Su vestido blanco era como una amplia túnica que se movía como si fuera a impulsos del viento, y de tal manera disimulaba sus formas que me era imposible distinguir si ese ente que estaba en mi presencia era hombre o mujer.

Largo tiempo estuvo mirándome despreciativamente. Su mirada inquisidora penetraba hasta el fondo de mi vacía imaginación y la registraba minuciosamente como quien ojea un libro. Aquel análisis frío y sostenido de mí ser interior, semejante a una disección anatómica, me producía una especie de congelación interna. Después de haber prolongado ese registro todo lo que quiso, sacudiendo la cabeza con un aire no sé si de conmiseración o de hastío, concluyó por decirme:

--Nada has podido producir. Tu inteligencia está como un papel en blanco; pero tengo lástima de ti y quiero trabajar por tu cuenta.

Extendió, luego que acabó de hablar, su brazo escultural y con la mano abierta señaló el fondo casi oscuro de la estancia. Yo seguí con la vista aquel ademán, lleno de imperio, y miré a lo lejos. Primero vi una espléndida llanura en la cima de un monte, como si fuera una meseta, iluminada por una suave y deliciosa luz. Parecía que nos acercábamos a ella con rapidez. En seguida se fueron delineando claramente los contornos de un palacio suntuoso de construcción antigua, con las paredes de mármol tan fino que casi tenía la transparencia del vidrio y con el techo de un metal semejante al oro.

Me parecía que, sin movernos, nos acercábamos a la espléndida mansión nunca vista por mí y ni siquiera imaginada. Tuve la sensación de que habíamos penetrado en el interior de una sala de deslumbradora riqueza, en la cual se hallaban numerosos personajes rodeados de incomparable gloria. Tenían aquel aire lleno de majestad de los que están habituados a dominar las inteligencias de los demás hombres, y, en realidad, parecían reyes que estaban sentados sobre tronos. En el mismo instante en que pasábamos junto a ellos se levantó de su asiento el más glorioso de todos, y con seguridad era el que presidía aquel senado resplandeciente, y con voz no terrenal comenzó a recitar los sublimes versos: "Canta, oh diosa!, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo".

Entonces pude ver en el dosel del trono en que se hallaba el recitante esta inscripción en letras refulgentes: "¡Poesía! ¡Eres de todas las bellas artes la más excelsa!¡Eres el arte divino".

Comprendí que íbamos a salir de aquel encantado recinto, y, una vez fuera de él, continuamos nuestro aéreo viaje con rapidez. Muy distante debíamos encontrarnos, a juzgar por lo largo del tiempo, cuando empecé a sentir como el ambiente perfumado del bosque y a notar el silencio inapreciable del desierto, apenas interrumpido por el ruido de las corrientes de aire que levantábamos a nuestro paso. Era evidente que entrábamos en un lugar solitario y silencioso. La aparición me habló diciéndome: "Cierra bien los ojos y apresta los oídos". Obedecí al punto y puse todo mi esfuerzo en oír.

De aquella ignorada región de la tierra, de aquel rincón bendecido del mundo, se elevaba un canto celestial. No parecía formado de voces humanas, y hubiérase creído que alguno de los coros angélicos lo entonaba. Compuesto solamente de voces, sin ningún acompañamiento de orquesta, la frase musical estaba formada por una melodía grave y pausada que en algunos momentos parecía un lamento, un sollozo o una súplica, pero que en otros instantes tomaba los grandiosos acentos de un himno triunfal. En mi alma se despertaban emociones del todo semejantes a la expresión sensible de aquel canto, que me traía el recuerdo de dulces días, de días serenos y apacibles de mi vida, quizá pasados para siempre. La aparición me habló con voz emocionada y me dijo: "Es el himno cartujano que noche y día sube al cielo a pedir misericordia por el pobre mundo. En el desierto viven esos seres como ángeles formando el jardín privilegiado de la Iglesia".

Poco a poco fuimos perdiendo la audición del himno, conforme nos alejábamos del desierto y entrábamos en la llanura. De repente llegamos a un espacio lleno de primorosas flores. En medio de él se levantaba una escala de singular belleza de la cual se irradiaba una brillante luz en todos los ámbitos de aquel dilatado espacio. Estaba formada por siete gradas talladas en una piedra riquísima y preciosa como el diamante. Sus pasamanos eran como de esmeralda cubiertos de facetas, y toda ella parecía suspendida en el aire y rodeada de gran esplendor.

En la tercera grada de aquella inimitable escala estaba de pie una bellísima mujer ligeramente reclinada en la verde esmeralda. Llevaba una ondulada túnica escarlata y sobre los hombros descansaba un manto de imperial armiño. En la mano derecha tenía el cetro. Luego que nos hubo visto hizo un ademán con la mano izquierda enseñándonos hacia el Oriente.

En aquella dirección apareció un campo irregular y quebrado en el que venían algunas palmeras torcidas y casi secas, agitadas por el viento; hacia la izquierda, y en dirección de las palmeras, se notaba la bella ensenada de un lago de plomizas aguas; a orillas del lago unas colinas cubiertas de hierbas y de no muy grande elevación, y, por fin, más allá y por encima de las colinas el cielo azul con nubes acumuladas, mensajeras de próximas borrascas. Una gran multitud de hombres, mujeres y niños se encontraba en aquel sitio y le daba el aspecto de un campamento. Toda aquella muchedumbre parecía presa de un entusiasmo indescriptible, como si hubieran sido testigos de un acontecimiento nunca visto en el mundo; como que lo comentaban y discutían con vehemencia, y a veces llagaba a mis oídos el ruido de una inmensa aclamación semejante al ruido del mar durante una tempestad. Unos cuantos de los actores de aquella escena estaban afanados recogiendo unos objetos que, ciertamente, eran pedazos de pan y restos de pescado, los cuales iban colocando cuidadosamente en cestos. De pie sobre una pequeña elevación del terreno y dominando aquel espectáculo estaba Él, resplandeciente en su divinidad y con las manos omnipotentes levantadas al cielo en actitud de dar gracias.

Un frío producido por la emoción circuló por todo mi cuerpo; pensé que me iba a morir. Entonces hice un violento esfuerzo sobre mí mismo, tratando de recobrar mi libre personalidad, como quien procura despertar encontrándose en medio de una pesadilla. Casi recobré el uso de mis sentidos, de tal suerte que empecé a distinguir los objetos de la habitación y hasta oí claramente la voz de un granuja que gritaba en la calle: "Para el miércoles. ¡El cuatro mil trescientos cincuenta y nueve!".

No pude luchar por más tiempo y volví a caer en mi letargo. A mi lado estaba todavía la aparición, que me dijo con aire de comprimida cólera: "Estás bajo mi autoridad; aunque no quieras has de prestarme atención hasta el fin". Y, agarrándome con fuerza por un brazo me condujo velozmente y como si fuera llevado por una ráfaga de naciente huracán. Llegamos al cabo de un largo tiempo a un silencioso y dilatado recinto, que al principio creí había de ser como un recinto mortuorio, pero luego pude convencerme de que era un espacio cerrado en el cual se distinguían grandes masas de jaspeado de mármol que custodiaban la entrada y se extendía a lo lejos. Por dentro de ellas se encontraban lujosas columnas, preciosos molinos de mármol de raros colores que contribuían con matices a dar belleza y armonía al conjunto.

En el centro de aquel recinto se levantaba, esbelta, la figura de una mujer de blanco mármol. Parecía acabada de salir de la onda líquida y por ello cubría castamente su desnudez con tela abundante de profusos pliegues. Su rostro ovalado y de una deslumbradora dulzura estaba iluminado por una sonrisa celestial, y su mirada, rica de inmortalidad, se dirigía vagamente a lo lejos, como si estuviera mirando el desfile de las generaciones seculares que habrían de venir a contemplarla sin saciarse jamás de admirar su belleza. Me sentí como poseído de un verdadero éxtasis producido por aquel esplendor, y hubiera deseado nunca más salir de ese recinto encantado, hasta que una voz me sacó de aquel arrobamiento, la cual, descendiendo de lo alto, exclamaba: "¡Oh hombre! ¡Admira el poder creador de que disponen los de tu raza! ¡Pueden ellos transformar, la fría piedra en un ser como éste que ves palpitante de vida, el cual representa el ideal perfecto de la belleza!".

Pero, sin dejarme oír más, la aparición me obligó a continuar nuestra marcha. Corrimos sin descanso y pasábamos como una exhalación por los aires, absolutamente como si atravesáramos los continentes y los mares. Después me dijo de nuevo: "Mira en frente de ti; no tienes tiempo que perder".

Vi un caudaloso río azul de dormidas aguas sobre las cuales se habían debido cantar las baladas antiguas. A su orilla izquierda estaba extendida amorosamente una gran ciudad, una ciudad antigua, es verdad, pero tanto en los pasados como en los presentes tiempos gloriosa y heroica. Como iluminando la ciudad, se levantaba majestuoso el edificio espléndido de la Catedral, cuyos contornos se dibujaban maravillosamente en las aguas del río. En la fachada se levantaban dos altísimas torres rematadas en atrevidas agujas, y toda aquella construcción era una verdadera filigrana de piedra, monumento acabado de belleza y ejemplar perfecto del estilo ojival, el mayor invento arquitectónico de la inteligencia humana. Sobresalían en ella la potencia y la magnificencia ordenadas y armónicas, engendradas por la artística disposición de las formas geométricas. Al entrar oímos claramente los sagrados cánticos de la oración vespertina, los cuales produjeron honda conmoción en todo mí ser.

Traté de ver si la aparición estaba a mi lado como antes y nada pude distinguir. Hice un esfuerzo mayor para abrir los ojos y mirar a mí alrededor, y entonces fue cuando empecé a volver a la realidad. Tan luego pude coordinar mis ideas me puse a recordar lo que me había sucedido, pronto comprendí que era todo aquello una simple visión imaginaria producida por el cansancio y el estado atmosférico.

En el suelo estaban unas cuartillas caídas de la mesa: en una de las cuales había un renglón medio borrado en el que pude leer: Capitulo segundo. El Arte...

 

Tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas" Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968, por  Alfredo Gómez Bolívar


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