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jueves, 14 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (43) Varios autores


Imagen tomada de Miguel Alfonso Uzcátegui Abreu  en el archivo de Anita Mendoza




MICRO 8 CASORIO 2 (Cósimo Mandrillo)
Cásate conmigo propuso ella, quiero ser feliz.
Si nos casamos, respondió él, dejaré de sentirme libre, me cambiará el humor, me sentiré como un lobo prisionero y te haré sufrir.
Pero mis amigas no tienen por qué enterarse, concluyó ella.

LA DOCTORA BRUMA O LA ESBIRRO QUE LLEGÓ (Pedro José Pisanu)

Había sido una colaboracionista del régimen anterior. Loas y palabras bonitas con el tirano. Tan pronto cayó el sátrapa, ella supo correr a la acera del frente y ante la falta de dirigentes ella misma se nombró dirigente y facilitadora para la nueva jefa. Con nuevos halagos y postres supo ganársela. Nada, la jefa la nombró prefecta de policía. El cargo se le subió más rápido que un shot de licor dulce a la cabeza. Ella sin ser doctora ni poseer título alguno se hizo llamar doctora como su antecesor, el doctor Sombra, terrible perseguidor y esbirro de la tiranía anterior. Ella comenzó a maltratar, ofender y humillar, después vendrían sus persecuciones contra todo lo que en su juicio fuera mejor que ella. Larga e interminable lista. El destino, la vida o como quieran llamarlo le dio tres avisos, con las sucesivas muertes del padre, el marido y la desaparición de su deportivo Jaguar y la reaparición de este vuelto chatarra. Ahora aquellas ronchas que ella creyó una “culebrilla” se le infectaban y dolían, surgiendo una nueva cada vez que tenía un nuevo perseguido. Los designios le avisaban de nuevo, con su carnal en etapa terminal, clamando a Dios por una muerte rápida, solo que él no escucha a los impíos. Dio órdenes y nadie le hizo caso, gritó, ofendió y ninguno respondió; creyó que era una pesadilla, pero no despertaba, el sueño se hacía eterno, o tal vez todo era real. Se vio frente a los cristales. Las bubas purulentas comenzaban a estallarle en todo el cuerpo, sufriendo su propia fetidez. Gritó a todos diciendo que se colgaría de la viga más alta del edificio. El coro respondió casi unánime: ¡Que lo haga!. Siguieron su camino. “Lo haré” -dijo ella-. “Siempre cumplo lo que prometo”. Se colgó y solo fue otra bruma que el tiempo se llevaría hasta el infierno. ¿Infierno? ¿Cuál? Si su vida era un infierno.

 

EL ASTRONAUTA DISTRAÍDO  (Gabriel Jiménez Emán)
Esta no es una historia de ciencia - ficción. Es sencillamente la historia de un astronauta que después de haber viajado por el espacio en un cohete - entiéndaseme: por un espacio real - en un cohete real - llega a la luna. Desciende de la cápsula y,  como otros tantos astronautas, da algunos pasos en la superficie lunar.
Pero sucede que el astronauta está pisando la luna por primera vez, y aunque estos pasos fueron ensayados con anterioridad en terrenos muy semejantes a la luna y la llegada al satélite de la tierra no representa para esa fecha ningún acontecimiento especial, el astronauta, sin embargo, experimenta una extraña decepción; le parece demasiado evidente estar pisando aquello para lo cual a estado preparándose estado preparándose toda su vida;  el sueño irrealizable esta bajo sus pies, y si él no ha logrado la hazaña mucho antes que otros astronautas es precisamente debido a que es muy distraído; siempre está olvidando algo, los momentos para los cuales se requería más concentración están llenos de dispersiones y vacíos, la mente no está puesta en nada particular, está vagando por ahí, sola, obedeciendo al viento, al errar de una nube viajera.
Por eso, antes de comenzar a poner en práctica los planes del viaje, sus amigos le llamaban bromeando “el lunático”, sin sospechar siquiera las intenciones de su aguda - aunque inconstante - inteligencia. Por años se había entregado secretamente a la construcción de un cohete, y el día que finalizo la construcción, los demás se negaron a creerlo. Pues bien, el astronauta esta ahora sobre la superficie de la luna, mirando un paisaje estelar que nunca había presenciado, y esto lo hace olvidarse del goce de la hazaña que recién ha cumplido, pues se halla sumido en la contemplación de nuevos astros, y está tan distraído que sin darse cuenta ha comenzado a despojarse de su traje; los zapatos y el casco son los primeros en comenzar a abolir las leyes de la gravitación y luego el empieza a ascender lentamente en el espacio. Siente tanto placer en su ascenso que apenas se da cuenta que ya su cuerpo no puede obedecerle, va dando vuelta y más vueltas, y antes de confundirse en la infinita noche de los astros divisa a su planeta, la tierra, y también el cohete que desde allá abajo, desde la luna, lo invita a un último recorrido.

 

A NINGUNA PARTE (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel hombre fastidió tanto para que lo sacaran de entre los humanos, que los dioses finalmente, lo levantaron a ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo donde soñamos las estrellas.
La distante y ansiada libertad, hizo brotar un canto jubiloso en su en su garganta. Canto que conocieron los cometas y las veredas perdidas.
Adiós temores, órdenes, vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo sobre las cimas solitarias de la tierra.
Desde ya podré vivir con segura independencia. No habrá horizonte que yo no alcance.
Los dioses gratamente sorprendidos ante aquellas alabanzas, decidieron de inmediato estudiar otras peticiones de liberación.
No obstante, el recién llegado paralizó el asunto al despertar un día con un urgente deseo de hacerse un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de la que fuera su mujer, una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó una nube, jugueteó con un águila; sorbió ávido el aire marino de las olas, al mismo tiempo que volaba chispeado por ellas hacia la quietud de una playa tropical. Pero no pudo desterrar de su paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos amaneceres más tarde, observando desde su refugio de conchas de cielo el aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó el calorcito placentero que le transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama, cuando ambos se abrazaban en las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos y creerse en el lecho matrimonial, casi se va bruces.
Los dioses como bandas de palomas perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con enojo al inadaptado, quien de ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La gritería de sus hijos dentro de la casa, que otrora le atormentara.  El crujir de la corteza del pan tostado entre sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje, mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y hasta las risotadas de los empleados de aquella empresa donde él antes trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar convirtiendo en agonía la pesadilla inicial.
Para distraerse probó ir de paseo a diversos lugares de la tierra, vedados antiguamente por razones obvias. Fue peor: desde arriba el mundo sólo le recordó lo que ya no tenía.
Canciones. Mujeres. Licores. Y La Fonda del Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El queso rayado vistiendo de etiqueta las caraotas refritas.
Ya de regreso al refugio, y aún cuando las alas le pasaban igual que dos portones de hierro. No pudo pasar por alto el rojo jugoso de una patilla, expuesta impúdicamente en el interior de un mercado libre.
Bajó con suavidad mientras iba imaginando su lengua golosa entre la incitante pulpa. Pero el vendedor de dos certeros naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando estaban a centímetros de la fruta.
Los dioses histéricos, lo llevaron a juicio.
No obstante, el abogado defensor consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo en cuenta que mi defendido tuvo, además de cervezas y pan, el especial deseo de presenciar el juego de sus hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que fuera su consorte; yo pido que sea devuelto a la tierra en el acto. Porque sucede- prosiguió el defensor retomando la voz por encima de las exasperadas protestas-que son ustedes, compañeros, los que deberían de ser enjuiciados. ¿Cómo se le ocurre convertir en viajero de los cielos a un ser cuya memoria terrenal está intacta? Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron dar una razón de peso que justificara aquel desatino.
Y entonces, acatando la sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al infeliz después de poner su mente en nada.
Ese día desde lo alto, cayó a la tierra un águila muerta. Y enseguida, de las entrañas de un vientre materno nació una criatura ansiosa de lactar.

 

BASHEVIS SINGER (Julio Romero Parra)
En el centro de la ciudad de Acarigua, donde nací, frente a la plaza, en los tiempos cuando fui un adolescente que estudiaba tercer año de bachillerato, existió una librería que se identificó con el nombre de Monoy. La librería Monoy, sobre todo, expendía los mal llamados libros de texto, una redundancia inventada por el marketing para clasificar a los vademecum que utilizan en las instituciones educativas. Además de los libros de texto sobrevivían entre aquellas vitrinas algunas novelas que aún recuerdo, La montaña mágica, de Thomas Mann, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, Lazarillo de Tormes, anónimo. Y otras más. Pero la que más llamaba mi atención era una titulada Enemigos, una historia de amor, cuyo autor era un polaco llamado Isaac Bashevis Singer. No sé cuál misterioso influjo ejerció la presencia de ese libro sobre mi personalidad de chico, pero cada vez que cruzaba frente a la librería Monoy me detenía un momento en la vidriera para contemplar su portada. Quizás estaba más para chocolates que para novelas, pero quería leerla. Su precio resultaba exorbitante para mis posibilidades económicas de ese entonces. Decidí ahorrar para tal propósito y en menos de mes y medio entré a la librería y la compré. Me gustó. La leí en pocos días, y quizás pude olvidar su trama como me ha ocurrido con tantas historias que he leído durante el resto de mi vida. Pero no fue así. El recuerdo de Enemigos…me ha perseguido para siempre. Aquellas páginas me tomaron como testigo de todo lo que estaba sucediendo a su personaje principal, Herman Broder, un judío que vivía en Brooklyn y que se encontraba atrapado en un cuadrilátero amoroso. El primer capítulo lo mostraba ardiendo en su pesadilla, en un tormento que lo remitía a su último minuto en un campo de concentración en Tzivke. La muerte lo estuvo esperando en una cámara de gas y su cuerpo estuvo a punto de ser trasladado a los hornos crematorios para ser transformado en ceniza gris que el viento esparciría entre los cielos de Polonia. Pero Herman despertó y ya no se encontraba en Tzivke, ni siquiera en un henil de Lipsk, sino entre un hormiguero de personas que se movían entre Central Park y Battery Park. El dilema de amor de un hombre y su relación con tres mujeres es largo de contar. Imagino que a finales de los años cuarenta, Bashevis Singer debió entrar a un restaurante de Miami, lugar hacia el cual emigró huyendo de la guerra, y ordenó un estofado acompañado de papas fritas, pero el mesonero debió tardar tanto para regresar con el pedido que el escritor comenzó a comparar las reses, los cerdos y los pollos con los cargamentos de judíos que llevaban en tren hacia los campos de exterminio. Cuando regresó el mesonero con la comida ya era tarde. Bashevis Singer había sufrido una transformación ideológica en su apetito.
-Gracias, pero ya no tengo hambre-diría en yiddish al extrañado mesero, pagaría el servicio, se disculparía nuevamente y saldría a la calle en busca de un lugar donde sólo expendieran hortalizas.
El recuerdo de Enemigos, una historia de amor me perseguirá hasta la muerte. Se sabe que Isaac Bashevis Singer huyó de Polonia y se fue a vivir a los Estados Unidos donde se dedicó por entero a la literatura. Quizás la aniquilación de millones de judíos por orden del Führer, el recuerdo de aquellos vagones atiborrados de personas que viajaban como animales hacia los mataderos nazis, la imagen de las cámaras de gas y el olor a chamusquina que brotaba de los crematorios de Treblinka lo hicieron detestar la carne durante los últimos treinta y cinco años de su vida. En cierta ocasión, alguien le preguntó si se había convertido en vegetariano por razones de salud, a lo cual contestó el gran escritor: “No precisamente por mi salud, sino por la salud de los pollos.”

MEDIODÍA (Eduardo Mariño)
Quedan pocos días para otro abril. Las primeras sensaciones de inestabilidad empiezan a manifestarse en mis pies y en mis anteojos. Desde el amanecer he permanecido pegado a la ventana del muro Este, siguiendo engañosamente el indiferente movimiento del sol, que ni un mínimo instante ha perdido el rojizo semblante de la aurora.
Hay unas pocas velas encendidas y mi cena sigue intacta junto a la puerta, donde la dejó el carcelero en la tarde de ayer. La proximidad de abril me enferma y los barrotes de mi celda se vuelven más fríos, como evitando mi acercamiento a las ventanas. El bosque se presiente cercano, las primeras lluvias lo han extendido casi hasta el borde de la colina y casi puedo sentir la humedad de su follaje y los trinos de sus indescriptibles pájaros con plumas de sueño.
Ya casi es mediodía. Cuando las sombras se escondan, me iré bajo la cama y trataré de imaginar que es medianoche, olisqueando las pocas cenizas de rosas que atesoro desde tu última visita. Ya casi es mediodía. Como todo cautivo, el tedio me embarga sin límites definibles.
Es hora de dormir.

 

 

LA BIBLIOTECA. COSAS DE MUJER (Duglas Moreno)
Sabía que la biblioteca era extraña. La fijaron en un callejón perdido y frío. Había que dejar los entrepasos de la ciudad  y meterse en  las sombras de unos  árboles, tocar  la aldaba y dejar que la puerta mostrara un jardín, lozas rojas, pájaros cantores y cuadros con rostros patriales. La muchacha dijo: pase. Después del qué desea, me subió a un segundo piso, caminamos por varios pasillos. No vi a nadie. Al final de un cuarto, la joven dijo: Por aquí. Mientras caminábamos sentía su mirada  tratando de mostrarse cómplice. Yo buscaba un texto que me refiriera las estampas y sombrería de Tenochtitlán. De pronto sentí que me había llevado a su cuarto. Estaba pensando mal, lo sé. La muchacha se detuvo y me habló callado. No pudo terminar la conversación. Una mujer, como dueña del lugar, la reprendió. Dijo que eso no podía pasar otra vez. Vi cuando la sometieron a vil castigo. Tuve que decirle a la mujer: busco solo información acerca de los sombreros de esta ciudad. La mujer abrió  una pequeña puerta y me dejó pasar. El lugar era sencillo. Había una figura de dragón en el centro vacío  de una ventana que  daba a otras lejanías. En una mesita estaba proyectada toda mi errancia por la biblioteca y allí también  pude ver, en  un espejeante muro de arena, los ojos nostálgicos de la muchacha castigada. Creo que  su rostro infantil estaba delineado torpemente en aquellos trazos de madera.  Disculpe señor. Estas muchachas no aprenden. Siéntese. Quítese la camisa. ¿Qué biblioteca es esta? Dije sin hablar. La mujer sonrió, tomó la llave, cerró la puerta y por la ventanilla de los horizontes lejanos me gritó: perdónela, ella apenas es una niña y ya quiere hacer cosas de mujeres. Ya lo atenderán. 




1 comentario:

  1. A ninguna parte; celebr
    o que lo hayan publicado en este acogedor blog. Juan Emilio Rodíguez.

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