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lunes, 11 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (38) Varios autores

Dama llanera en el archivo de Beto Mirabal





EL TEXTO PERFECTO (Gabriel Jiménez Emán)
El texto de este escrito ha sido corregido exhaustivamente. Una y otra vez ha sido revisado sin cesar. Ha sido despojado de erratas. Su prosodia es impecable. Su léxico pulcro. Le han sido extirpados adjetivos súper flujos. No posee metáforas innecesarias, ni ambigüedades. Su lenguaje es claro. Su texto preciso su redacción perfecta. Su letra nítida, sus sonidos puros. Su forma perdurable. Nadie puede hacerles reparos. Es imposible. No serviría de nada.
De nada.

NOVELA (Gabriel Jiménez Emán)
Hoy desperté en la noche, me di un baño, me puse cómodo en casa creyendo que estaba desayunando; me puse a trabajar arduamente toda la noche hasta quedar agotado y me volví a quedar dormido por la mañana, con lo cual he alterado notablemente mi rutina de trabajo. Pero ello me alegra porque es el método que me ha permitido proseguir noche tras día y día tras noche mi labor hasta concluir esta obra que cambiara definitivamente mi noción del tiempo, esta novela.



LA CARNADA: UN KILO DE AZÚCAR (Gregorio Riveros)

Del libro “Cuento Mínimo”

                              I

Una noche sin dinero y con el estómago vacío, antes de ir a dormir, decidí cambiar en una página Web de Internet —un kilo de azúcar por un kilo de arroz—. En la página coloqué lo siguiente: “Cambio un kilo de azúcar por un kilo de arroz”. Allí dejé el aviso a la espera de un interesado. Es como lanzar un anzuelo al agua y esperar que alguien como un pez muerda la dulce carnada. Era un lugar de cambios, con varias ofertas de productos escasos, gente que tenía una cosa pero no tenía la otra, eran productos desaparecidos de los anaqueles comerciales: harina, aceite, azúcar, mayonesa, pastas, jabón, crema dental, café; y algo curioso, también cambiaban chocolates importados. Eso me llamó la atención, es que Venezuela “Durante años (1600-1820)... ocupó el primer lugar del mundo en exportación de cacao”. Fue un extraordinario productor de cacao. Lo otro, era esperar, a que algún pequeño pececito mordiera el anzuelo, se comiera la presa y se marchara vivo; o mejor, sobreviviera. La página de Internet se llamaba CAMBIOS DE COMIDA Y ENSERES.

                               II

Para eso, debía ganar el azúcar en un sorteo de comida que hacían en un supermercado. Le llamaban la lotería del hambre. Invoqué a Dios para tener la suerte de conseguir ese kilo de azúcar. Era la forma de tenerla en mi poder. Sería algo preciado, como oro molido, ella me llevaría a un plato de arroz. Tenía que ganar la lotería. Todo al azar. Eran cosas en las que no se mete a Dios. Según tengo entendido por boca de José Saramago: “Dios no juega a los dados”. Al principio, no lo dudé, pero luego, pensé que podía existir una excepción, y que Dios si mete la mano en los asuntos de la comida sorteada para asignar al azar unas pocas porciones de comida a los jugadores. Era una lotería del hambre, aunque para participar no tenía que comprar un boleto, un ticket, un “quintico”, la inversión estaba en un pasaje para llegar al sitio del sorteo, el gasto era necesario, era como pagar un boleto para llegar donde se congregaba el pueblo urgido de comida, esperando que el fabuloso número saliera de la espantosa voz de un hombre que utilizaba un uniforme militar, pero no sé decir si era un verdadero militar, al menos, utilizaba un pantalón camuflado de los que utilizan los llamados de la “Reserva” para confundirse con el verdor de la selva. Si ganabas, salía el número y lo anunciaban con bombos y platillos. Por cierto, el sorteo era una vez a la semana, dependiendo del último número de la cédula. Una sola vez podías participar. Ese día que me tocaba participar decidí nadar a contracorriente, y metí a Dios en este problema de la lotería del hambre. No fue nada fácil invocarlo, debía estar ocupado en asuntos más importantes del universo, pero yo tenía un hambre que se me afincaba en el espinazo. Tenía que invocarlo.

                              III

En mi casa Dios era de madera. Era un cuerpo humano, tallado, y con cierto brillo de poco barniz, mechudo, barbudo, enjuto, crucificado, con la piel pelada y cubierto con un escaso trapito que tapaba sus partes íntimas. Aún así, me inspiraba más respeto que los políticos del país. Este me parecía un líder sacrificado, humilde, capaz de ofrendar su vida al dejar que los clavos atravesaran su carne por salvar a los pecadores. También, me gustaba su historia, su biografía, no era un líder que dejaba morir de hambre a sus seguidores. Bastaba recordar la multiplicación de los peces y los panes. Ni hablar del vino, aquel vino exquisito que hizo en las bodas de Caná. Pero no era la ocasión para pedirle una botella de vino. Yo lo que pedía era comida. Y me le acerqué y hablé con él. Le dije que suponía que ya sabía mi necesidad: ganar en la lotería del hambre. Salir sorteado para obtener el premio, un kilo de azúcar para luego cambiarlo en Internet por un kilo de arroz.

                        IV

Tenía fe que iba a salir. Fue una larga y tensa espera. Llegué, me ubiqué cerca del militar, o del que se vestía como militar. Comenzó a vociferar los números ganadores que salían de un programa computarizado, en una laptop, indicaba el número privilegiado por la lotería. Me concentré, pensé en el número, le dije a Dios que no se olvidara mío, que salían sorteado solamente 300, que ya habían pasado 250 y que restaban solamente 50 para ganarme el kilo de azúcar. Las probabilidades eran pocas. Sorteaban solamente 300 números diarios, el resto (700 perdedores, aproximadamente) se marchaban para sus casas con la esperanza que la próxima semana salieran ganadores en la lotería. Me apoyé con más fuerza a la petición divina. Y pensaba en el número, lo pronunciaba mentalmente, y lo acompañé con el rezo de un “Padre Nuestro”, y me le afinqué más donde dice: “Padre Nuestro que estás en los cielos... danos hoy el pan nuestro de cada día”. Y no sé, pero me funcionó, ahí estaba mi número en la boca del militar. Pasé, y adentro, donde nos reuníamos parecía un campo de concentración, era una cancha deportiva. No pude evitar las comparaciones, se me parecía a un campo de concentración del nazismo, al menos, por el encierro colectivo. Nadie se enteraba de la hambruna de nosotros. Claro, la comparación con los nazis es descabellada, a las víctimas del nazismo los reunían en galpones para el exterminio. Y la concentración de nosotros era para conseguir algo de comer. Esa noche, dejé mi anzuelo puesto en Internet.

                        V

Al despertar, un tiburón mordía mi carnada.

 



RECUERDA (Mariela Álvarez)
Recuerda: ella dice que el ritual del amor exige máscaras.
Lo que no dice, pero es fácil deducirlo, es que si en ese instante no las arrancáramos, el universo mismo quedaría paralizado ante tanta cantidad de cosas desnuda. 
La mujer lo sabe. Por eso acumula papeles de colores, yesos, óleos y maquillaje, enormes cantidades de aire.
Entonces, cuando no exuda o babea o se trepa por las cortinas de su casa para expiar a las arañas, la mujer recrea los disfraces de siempre. Y es que abajo esta la cara. Y no importa cuanta ropa nos cubra, i todo el esfuerzo de millones de generaciones por disimular con telas y pieles al animal con frío, porque abajo está la cara, que es la parte más desnuda del cuerpo.
Y apenas lo hemos afirmado ya sabemos que, sorpresa encerrada en otra sorpresa, hay un grado más alto de desnudez en ese par de agujeros húmedos que flotan debajo de nuestra frente, y a los que nada puede tapar.



LOS MUÑECOS  (Juan Emilio Rodríguez)
La mujer y aquella figura masculina asistieron durante cincuenta años a una cátedra sobre La Ciencia de la Vida que dictaba un renombrado profesor. Cada día de aquellos trece mil anocheceres, la mujer y la figura masculina se sentaron en pupitres separados para oír las  profundas disertaciones del magíster. Pero una noche, al levantar el brazo para recalcar un concepto, el profesor enmudeció.
La mujer, después de esperar unos segundos por lo que creía una pausa, miró por primera vez la cara de una figura masculina.  Y entonces creyó ver en sus pupilas azules el deseo de que ambos fueran a ver qué le sucedía al erudito.
Con pasos lentos se acercaron al rígido maestro. La mujer le tocó el brazo suspendido. De inmediato, el profesor se desarmó con un estrépito de plástico, metal y goma.
La mujer abrió los ojos aterrada, y luego empezó a sollozar, como al compás de los oscilantes y oxidados resortes, que brotaron del tórax del profesor.
-¿Lloras? –Preguntó sin alterarse la figura masculina.
-Hemos dejado ir nuestras vidas oyendo a un muñeco que nos explicaba lo que no podía saber –dijo que al final la mujer entre llanto- unidos si habríamos aprendido La Verdadera Ciencia de la Vida.
-Yo estaba seguro- dijo la figura mientras miraba sin expresión alguna- que tú también eras un muñeco… como nosotros.



EL PINTOR (Orlando González Moreno)
Esta mañana se llevaron el cadáver. El pintor tenía ocho días de muerto. La gente comenzó a percibir el mal olor a los tres días, pero nadie se imaginaba que se trataba de alguien que había fallecido.
El pintor vivía solo. Era un hombre de unos setenta años. No se le conocía familia. Algunos habitantes del edificio argumentaban que tenía dos hijos en Estados Unidos. Del  resto no se sabía nada más de él. La noche antes de su descubrimiento, la conserje me dijo: “Hay un olor a podrido en el piso 12”. Enseguida pensé: “Ese es alguien que seguramente lleva varios días de muerto”.
En efecto, a la mañana siguiente un bombero se metió por la ventana de la cocina y al entrar al cuarto vio al hombre de medio lado, con la cobija encima, según dijo. Vino la Policía Técnica Judicial, el forense y levantaron el cadáver.
El muerto se reventó cuando lo bajaron por el ascensor: la sangre le salía por la nariz, por los oídos, por la piel, de acuerdo con lo que vi al sacarlo envuelto en una sábana. Al meterlo a la cava, los policías vaciaron cal en el ascensor. Pero aun así el hedor era insoportable. Entonces la conserje limpió el elevador con desinfectante y después le echó cal. Todavía así el mal olor inundaba todo el edificio. Por eso el presidente del condominio hizo que cerraran el ascensor. Le puso un letrero que decía: “No se puede utilizar hasta que vengan las autoridades sanitarias”.
Por lo que dijo el forense, el artista murió de un infarto, acostado sobre la cama que había pintado en el último cuadro que hizo. 



AMOR SIN HUMO (Armando José Sequera)
A tu mamá, que en paz descanse, la conocí en una noche, en una fiesta de cumpleaños. Yo estaba hablando con ella cuando se excusó un momento, buscó su cartera y saco una cajetilla de cigarrillos. Tomó uno, dejó la cartera y regresó donde yo estaba “¿Tiene fuego?”, me preguntó. «No», le contesté, «No me gusta fumar e incluso no me gusta ver que otra persona lo haga. Para serle franco, jamás me casaría con una mujer fumadora»... Entonces tu mamá dobló en dos el cigarrillo, sin encenderlo lo echó en un cenicero que estaba por allí cerca y dijo: «Desde este momento no vuelvo a fumar jamás» Y cumplió su palabra: en los veintitrés años que estuvimos casados y en el que estuvimos de novios no volvió a fumar ni un solo cigarrillo.



VISTO DESDE ALLÍ (Víctor Marichal)
Hay momentos en los que se toman lápiz y papel con la intención de plasmar palabras de cariño hacia un ser querido, en cierta forma palabras de amistad, pero de pronto asalta una idea coagulada por recuerdos que permanecen latentes, esperando salir, y luego se narra algo que va tomando forma. Pero hoy es diferente; no recuerdos, ni amistad, ni cariño, es real todo cuanto escribo hoy, pues al tratar de escribir algo soy sacado de concentración por cierto ruido. Abro las ventanas de aquel castillo y a través de ellas puedo ver cómo todo un pueblo se lanza desesperado a tomar frutos que no le pertenecen, invaden tierras ajenas y destrozan los árboles sin pensar en el mañana, sin pensar en el dueño o los dueños de aquellas tierras, quienes tuvieron que trabajar muy duro para lograr las siembras.
Corren como locos cargando todo cuanto encuentran, actúan como langostas, todo queda destruido a su paso. En unas caras veo risas, en otras preocupación, temor, pero todas van. Los veo saciar el hambre y celebrar la hazaña, pero luego elevo la mirada y me fijo en unas nubes oscuras que se van formando; todo se va tornado oscuro, sombras, y pronto empieza a tronar. La tormenta se hace muy fuerte y muchos no alcanzan, ni siquiera, llegar a sus casas
Arrecia la tormenta y truena mucho, truena. Muchas son las gotas que bañan el valle, pero no es agua salobre: son lágrimas amargas que van surcando las mejillas de aquellos que saquearon las tierras, pero también de aquellos que no estaban de acuerdo en obtener las cosas fáciles sino las alcanzadas con su sudor; y pronto el dolor se empezó a sentir. Yo quería salir para hacer algo, al menos para decirles que no siguieran tomando frutos que no sembraron, pero todos estaban convencidos y de ello me di cuenta con sus gritos: “¡La hora de la siega ha llegado!”. Pero era mentira, aún faltaba tiempo. No pude salir, pues alrededor del castillo permanecían unos cocodrilos verdes que me impedían el paso.
Volví a la ventana y puede ver cómo se formaba un gran río; sus aguas crecían y crecían hasta que se desbordó con mucha furia; su agua no era cristalina ni botaba el color turbio acostumbrado, no, el agua era roja y arrastraba a su paso mucha esperanza, mucha sangre joven, sangre inocente. La tormenta seguía y la gente en sus casas rezaba con angustia para que los santos intervinieran, pero a los santos no le gustaban las frutas mal habidas y permanecían sordos a los ruegos. Con ello aumentaba el dolor de aquellas personas que ahora sí se veían asustadas. Muchos echaban fuera los frutos productos del saqueo y no se atrevían a salir por temor a la tormenta; no querían ser arrastrados por el río rojo que crecía con el tiempo. Las sombras empezaron a bajar y se fueron metiendo en lagunas casas; estas se vistieron de luto, y aunque en otras no se llegó a tanto, en todas se veía el dolor dejado por la tormenta.
Aprovechando que había escampado un poco y que el río de sangre volvía a su cauce, la gente empezó a salir, a tratar de reparar el daño. Recogieron escombros y estaban dispuestos a sembrar para así poder tener derecho a los frutos una vez se dieran.
Después de todo esto me quedé pensativo tratando de recordar lo que al principio quería escribir, y aunque no lo logré, sabía que hubiese sido mejor cualquier cosa que haber sido testigo de aquella tragedia.



VITRALES MALDITOS. CASA DE MONJAS (Duglas Moreno)
La iglesia daba vueltas en una esquina.  Los enormes vitrales giraban al paso de la gente. Una puerta en caoba   detenía todas las miradas. Había que estar distraído para no dar con esa entrada, no la de la iglesia, sino  la de la  casa de monjas que estaba pegadita a la iglesia. Los muros taciturnos   se allegaban  lejos en el cielo. Nadie entraba o salía nunca. El merodear de  pájaros  nos decía que seguramente había árboles en el patio. Tal vez un jardín. Solo imaginábamos.  Siempre quise entrar. Pensaba en una superiora inquebrantable en su trato y unas muchachas queriendo  saltar las barreras.  Suponía que vería monjas hermosas, sin hábitos, corriendo, jugando, con el cabello suelto. Ahora estoy dentro y no aparece la primera sombra. Todo es silencio, no hay una ventana, una puerta o por lo menos algún pasillo. Solo esta inmensa lejanía. Allá, en la remota distancia del horizonte, viene una brisa lenta arrastrando algunas hojas por la inhóspita planicie. En la mirada solo tenemos una franja de tierra con fulgores cenizos. En ese momento cierro los ojos y comprendo todo. Estaban tres lugares disponibles para mí. La entrada de la iglesia, el paredón del convento y estos vitrales malditos. Lamentablemente no fui a la casa de Dios, tampoco al palacete de las monjas, tan solo quebranté el misterio para ser una imagen desolada en estos  oscuros vitrales y sé ahora que no  podré regresar al mundo nuevamente.   

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