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sábado, 2 de febrero de 2019

Dulcería Típica de Venezuela. Alfredo Armas Alfonzo

Llanera  en plena faena preparando melao. Archivo de La Voz del Joropo


LOS BRILLANTES DE MÉRIDA
La confitura brillante y translúcida no esconde sino que acicala la dulcería merideña de los brillantes. La azúcar como vidrio molido enaltece así la fruta la toronja, el higo, la lechosa de tanta maternidad que acaba derribando la madre prodigiosa del mercado de los lunes  de Mérida, que recorría de niño, junto al abuelo acicalado, Mariano Picón Salas. El venezolano ilustre hace memoria de este recorrido nostalgioso de regreso a la infancia en un librito inapreciable, viaje al amanecer, que es como un elemental catecismo de los más tiernos recuerdos de una ciudad ya extinguida, de una tradición ya exhausta, de un tiempo tristemente lejano. El mercado de Mérida se llenaba de colores de montes y huertos y de presencias como las que rememoran pueblos leyendarios de la España castellana o andaluza. El niño se abría paso entre burros y bueyes de carga ya aliviados de su peso de frutas y verduras de fragantísismos humores; puestos de frituras y quincallas donde se ponen a la venta estampas de santos, novenas y abalorios para la belleza campesina. Ese es el lugar donde impone su aire imponderable, entre ollas de barro y sacos que desbordan la guama, el mamón de Los Guáimaros, la badea, los camburitos, bocadillos, una diosa de la cordillera, de grandes cuadriles, los dientes sanísimos, los ojos orgullosos. No oculta el origen timotocuica que la hace preponderante. Picón Salas describe su aristocracia adornada de “gran pañolón de merino, cruzado de pesado prendedor de oro”. Si él requiriera representar la fecundidad de su pueblo mestizo y montañés invocaría esta Ceres, como él la nombra, hecha ahora de sabores inolvidables. Junto al pecho potente se colocaría la bandeja de los brillantes del resplandor de las aguas del Chama.

EL MAZAPÁN ANGOSTUREÑO
De misterios que no soslaya el texto de la mitología con que Sir Francis Drake regresa de entre las aguas anubarradas del Orinoco a la luz del Delta con una cabeza de guacamaya emplumada de arcoíris en lugar de su espada de esa fábulas que inventa el desvarió de un inglés cortesano, pirata y cartógrafo de sueño, parece provenir la fruta del merey, este árbol o arbusto de la familia de anacardias, dueño de una voz emparentada con los árabes y enraizada en la historia de las Indias como la profecía de Amalivaca, que presenció el diluvio y la germinación del primer hijo de la semilla de la palma moriche. Ninguna criatura vegetal como ella, que no florece sino que entrega de su pecho leñoso fruto y semilla a la vez. Bien sea de carmín de la herida de Cristo, de amarillo como dicen que se le ponen los ojos a la víbora cascabel cuando se adentra entre la noche, de esas  lilas que asoma la hora vesperal sobre el fin de la tierra y que el Orinoco o ante Paria convocan al hombre de la tristeza, el merey se apropia del silencio de los primeros amos de América, de su precariedad para sustentarse de la nada, y un día se llena de carga, como si de pronto lo llenaran los increíbles pájaros de la selva amazónica del relato de Drake. La tradición de Angostura, hoy esta Ciudad Bolívar donde se guarece el mejor corazón del hombre, mandar que esta semilla fabulosa de macere, se acendre en el fuego, para darle lugar al mazapán tan buscado; manda que el fruto se exponga al sol para alcanzar la otra maravilla de la dulcería del mundo.

LAS FINURAS DE CARACAS
José García de la Concha, hasta que Dios lo atrajo a su seno como él se puso  a esperarlo, la barba de patriarca extendía sobre el pecho, jamás dejó de rememorar la vida y costumbres de la vieja Caracas, siempre con neblinas puestas sobre el Ávila y su pregón de claveles de Galipán en la calle de ventanas con celosías donde suspiraban  solteronas ruborosas condenadas a vestir santos. El anciano y ultimo evacuador de la ciudad de antaño a veces se ponía a alabar en la quietud de la quinta Anauco bajo cuyos techos transcurren los últimos años de su apasionado amor, la condición hacendosa de la mujer caraqueña y su disposición para el ejercicio de un recetario de la dulcería tradicional venezolana donde figuraban desde las jaleas de guayaba o de membrillo que salían de las manos de Isabel Días Smith, los ponqués de las Pardo Roque  o las finuras de dulces de Dolorita y Susana Urdaneta, hijas del general en Jefe Rafael Urdaneta, el de la Independencia, y “que hicieron época con su arte culinario”, vengan al caso las mismas palabras del evocador cronista. Recordaba asimismo don José “unas lindas y sabrosas naranjas rellenas” que eran el orgullo de su tía Micaelita Revenga; los bienmesabe en almíbar de coco y huevo, acompañados de bizcochuelos y canela; las islas flotantes, los suspiros, en un mar de cremas; las chipolatas, los hojaldres, el cabello de ángel, la torta bejarano enguirnaldada con semillas de ajonjolí, la cojita, los tacones, que no era sino ruedas de pan frito mojadas en ron y bañadas con melado de papelón; el manjarete, el tequiche, el arroz con coco, el golfiao. Una Caracas tierna de pura confitura.

EL PAPELÓN
En las algaras de los soldados llaneros que siguieron a Bolívar a la Campaña de los Andes, junto a la lanza, junto a la cecina y los pedazos de casabe y queso del bastimento escotero, jamás dejó de ir el papelón, que aparece en la vida del venezolano como la canción del Bravo Pueblo de los primeros días de la patria a la que le puso música no se sabe si Juan José Landaeta o ese otro compositor de la Colina que retrató Juan Lovera con su violín, el mulato Lino Garrido, en cuya encarnadura vital se restaura el rostro del hambre de oriente y llano. Esa fue la mano que endulzo tanta amargura. Esos mismos ojos resignados y esa idéntica expresión de los labios desdeñosos corresponden al cortador de caña de valles y recodos donde siempre se erigía un torreón de ladrillo y el humo de las pailas del trapiche. Esa torre, la espiga de la caña diseminada como banderas del viento de algún cuento de Sacarra-majestad y el buscare florecido dibujan en la tarjeta postal el otro antiguo y viejo país que se sustentaba de su fruto y de su cosecha. De un suelo dulce se obtenía aguamiel que llenaba las taparas con que el pobre componía el café del amanecer, pero también de este zumo constante se armaba, vaciados en moldes cónicos de madera, el papelón de oro que sabría de una buena clase si al rallarlo con la uña dejaba un trazo blanco allí donde se le probara. Largas jornadas de sed llanera, hambres insatisfechas, gulas de niños que celebraban el día del árbol con poemas a la rosa de los vientos, hallaron calma y remedio en la golosina del papelón. No está completa  la historia de Venezuela sin ese producto mulato, mestizo, aindiado, anegrado de la verdadera alma del pueblo, de las esencias colectivas, de las tumultuosas pasiones de las multitudes.

LAS PANELITAS DE SAN JOAQUÍN
Las panelas de San Joaquín, que antiguamente se conocieron como los bizcochitos de San Joaquín, y las panelas de Maracay vaya la historia a desapartarlos y a darle unos papeles distintos de la nacionalidad común, bien se doren entre candelas de horno en la ciudad  que tienen de suelo la heredad de milenarios barros de los tacariguas ancestrales o de la aldehuela que ya no es, del paso real de Turmero, San Mateo, La Victoria, El Consejo Y Las Tejerías. Después lo que venían era guayas y la posada del pan famoso que obligaba a la parada así se viajara con la urgencia. Las panelitas de San Joaquín, de granjería casera de rareza del regusto sabatino y dominical, de modesto quehacer doméstico de contadas casas de familia, se hizo patrimonio de toda una comunidad y alcanzó la carretera y la autopista, sin atención al riesgo de un peligro automotor o la sanción de las patrullas del tránsito. Hombres y mujeres, ancianos y niños, abanican el aire con sus avíos de panelitas, que sigue siendo el inalterable bizcochito de antes, bueno si se le come solo y aún más bueno si se le moja en chocolate o café con leche de la hervida. Pariente del ponqué caraqueño y del debudeque  paraguanero, emparentado con linaje propio a la sabiduría que trasladó a América el conquistador español, la panelita de San Joaquín, de cuerpo de harina, huevo, leche, azúcar y esencia de anís esenciales, adquirió un paisanaje que ya nadie le mezquina, sin aliarla a otras costumbres, porque en su confección se mezclan las distintas sangres del pueblo venezolano. El nombre del santo padre bíblico de la Virgen María, que es el del pueblo comenzando en el azar del camino, le da un domicilio y una casa legitimadas por el tiempo.

LA NAIBOA
En torno a la yuca se congregan demasiadas circunstancias del ser nacional Yuca misma, la palabra que designa la euforbiácea Manibot utilissima, es voz caribe, bien se use esta palabra o la otra de mandioca común en literaturas de cronistas y expedicionarios europeos antiguos. Yare, el sumo de la opima raíz, tiene su antecedencia caribe como catebía, o cativía o catara, que es la harina de la yuca ya rallada, y aun se cebucán o sebucán, el aparejo de exprimir la harina para extraerle su zumo, y que estaba hecho de la palma camuare. Como aripo del cumanagoto erepa, que domina el budare de barro, de cuyo sonido deriva arepa. Como manare, el cernidor de la harina, y aun naiboa, que idéntica otro modo indígena de llamar la yuca. Lisandro Alvarado, el sabio que nos legó un rico glosario del habla indígena, establece que naiboa es “casabe aderezado con dulce y queso”. Equivaldría al casabe con dulce que le ofrecen hoy al viajero de la carretera a Cumaná las niñas campesinas de frente a Mochima, con la diferencia de que además del papelón rallado no le falta su entraña de queso blanco y su adorno como de encaje, de almidón, si la naiboa es lo que se dice toda consideración. Tiene del casabe ancestral, nuestro pan de  palo, y del papelón que no faltó en la cocina del mantuano, el aliñado dulce rural y pueblerino, la naiboa de que se habla, pero la forma no siempre asume la forma redonda de la torta, sino que a veces toma intención de rombo y aun de triángulo, depende de la imaginación de la tendedora. Difiere así mismo el sabor, bien se le mezcle queso de la diferente región, si muy seco o muy picante, si salado o desabrido. El anís le completa la sabrosura de su alma.

LOS HUEVOS CHIMBOS
Si se le permitiera imponer el arrogante regionalismo con que ha sabido afirmar riqueza y espíritu, el zuliano decidiría  que la suya es la región de los mejores dulces venezolanos, y arreglón seguido enumeraría, primo, las ricuras del caujil, el hicaco y huevo chimbo de tanta fama como el poder milagroso de la Virgen de la Chiquinquirá, y, en oposición a un clima siempre cálido, los yelitos comentados que el Lago de Maracaibo remueve cuando lo encrespa el viento de la temporada. No es faltarle el respeto a chinita, pero nadie nacido en la tierra del sol amada de la frase de su poeta señero concibe este pueblo sin la Chiquinquirá y sin el huevo chimbo. El plato es tan tradicional como la gaita y ha derivado hoy en industria lo que antes fue secreto hogareño bien conservado tras esas puertas y ventanas de tantos colores como lo hubo en la Calle Ciencias antes que la demolieran innoblemente, o, de ordinario y no por obra de la casualidad, en todo. El Saladillo junto. Que a la hora de ponerle color a su arquitectura, este pueblo inventó el más alegre de los silabarios. Los huevos chimbos tienen su composición de amarillos de huevos frescos, la azúcar del jarabe, brandy y esencia de vainilla. Según la culinaria, se baten las yemas hasta que se obtienen la consistencia y se llenan de consiguiente las chimberas de hoy, como antes en las propias cáscaras de los huevos, de donde les viene la forma. Luego se somete el resultado al requerido baño de maría hasta su cocimiento. El rito se completa con el añadido del licor y la sumersión de la golosina en el almíbar. Es como envasar los miles de soles de Maracaibo. Quien haya probado las recetas convendrá con el zuliano en que este es otro regalo de su nación de la generosa santa patrona aparecida.

UN ALIADO TACHIRENSE
Si bien en Venezuela armoniza todos los grupos sociales de su población bajo una misma Constitución y un idéntico sentimiento de unidad política, y si nada nos hace diferentes entre sí, la geografía ha determinado caracteres no siempre comunes entre el habitante de la tierra llana y el montañés, entre los costeños y los centrales, entre el deltano y el oriental, digamos. En los casos de los tres estados andinos, esos discrepantes caracteres obedecen mayormente al aislamiento que impuso la misma naturaleza  de su suelo y a través de una frontera abierta como la mano del amigo. Tachirense, Merideño y Trujillano asumen pues otro tipo de venezolano que se expresa con costumbres y habla diferenciados de la totalidad nacional. En el ejemplo de granjerías, el Táchira, elegido al azar, regala al recetario criollo desde la chicha andina fermentada y el fresco de curuba hasta el chiflao, el masato, la almojábana, la almidona, la mantecada, la paledonia, la cazpiraleta, el arequipe y el aliado. Este último no es sino el dulce de pata de res, que sólo aquí se acostumbra y sólo aquí se produce. Digna Benedetti dio la receta a los folkloristas Ramón y Rivera en 1958 – Se lavan bien las patas – fue detallando la artesana – y se ponen a cocinar con panela. Se soba y se soba. La panela blanquera de tanto batir; esto se hace entre dos personas. Cuando tienen su punto se extiende el mapa y lo van cortando en trocitos. Lo que le da la consistencia a la panela es la gelatina que suelta la pata. No comenta la doña Digna porque no venía al caso  que la panela no es sino el papelón andino, hecho en moldes cuadrados y tan dulce como la sonrisa de sus mujeres y niños que nadie olvide entre los páramos.

EL GOFIO CUMANÉS
El benemérito maestro Manuel  S. Peñalver Gómez, en sus amenas conversaciones sobre los tiempos antiguos de Cumaná, se honraba el referir que más que la administración de los problemas políticos de la provincia, tan dada a las revueltas y a las asonadas, al bravo General José Francisco Bermúdez  lo hacían desvariar ciertas defectuosas prácticas de los fabricantes del gofio cumanés, que exponían el producto de la tradición casera de esa región de Sucre a descréditos impropios de un patrimonio secular identificador de la más dulce naturaleza del gentilicio oriental. En el orden de esos sentimientos sagrados, el gofio cumanés podría aspirar a símbolo del escudo de Cumaná. El gofio cumanés, venido siempre de los tiempos de pobreza de la zafra cumanacoera, y posteriormente asimilado a las doctrinas de la casa del sucrense, debía poseer a los ojos una ilusión exquisitamente dorada y a la boca experimentada da toda la ambrosía que entrega una tierra donde hasta aguas del río Cancamure tienen la miel de las uvas, los nísperos y los jobos de las charas. La modestísima confección de harina de yuca, papelón rallado y pulpas de la guayaba de los patios de las monjas y la piña de Pantanillo, es aquella colectividad lo que los médanos a Codo y al Yaracuy la reina María Lionza, una mezcla de orgullos culturales y patriotismos municipales. Su modo de llamarse una estrella, dos estrellas, tres estrellas, no se atiene a valoraciones de calidad sino a intenciones de la mano de obra. Si el primero le mandó a poner  una estrella a la etiqueta, pues esa tendrá dos, tres, y Juan José Acuña, el impresor, hacía las cosas al gusto del cliente.

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