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martes, 24 de abril de 2018

El Rostro de la Muerte y otros Cuentos de Lagunitas. Duglas Moreno

. No ahorró detalles. Su descripción de la muerte fue perfecta.



LA MUJER. EL ROSTRO DE LA MUERTE
La mujer nos miraba fijamente. Yo creo que uno de nosotros le había gustado. Se acercó con esa contemplación apasionante y certera del amante. Tal vez era Almario, el que le cayó bien.  Almario, siempre ha sido el más agraciado del pueblo. Claro, tiene los ojos azules. El padre de Almario es rico, yo creo que  no sabe dónde terminan sus tierras. Toda Lagunitas dicen que le pertenece. Pero nada, la mujer me llamó a mí. Almario me empujó por el hombro y yo nervioso, sonreí. De verdad que no sé cómo lograba caminar en  ese estado de conmoción. Me acerqué con pasos titubeantes. Recuerdo que le dije: me llamo Miguelito Lorena. Hablé largamente con ella. Se largó  después que le di la  dirección exacta del cementerio. Me fui llorando a  casa. Por primera vez  sentí que en ese instante había visto el rostro sombrío de  la muerte.


EL SAMÁN DE LA BARRIGONA. UNAS PALABRAS BENDITAS Y OTRAS FEAS
Me lo contó Juan Olivo
En la comunidad de Callejón, hace bastante tiempo,  había un terreno que le decían El Potrero. Tenía  cuatro casas. La primera era de Justino Puerta, la segunda de Jesús Corona, la tercera de Carlos Corona y la cuarta de Martín Corona.   En ese terreno estaba  un samán que lo llamaban: El Samán de la Barrigona. Dicen que en la pata del palo estaban  tres entierros y todos tenían Cristo. En ese lugar  salían muertos disfrazados y una cochina misteriosa con una marranera y cuando iba alguna persona, ya oscureciendo, le salían ese poco de cochinos y no  dejaban pasar  a nadie. Se ponían alrededor de la gente. A veces se  iban llevando  a uno y llevándolo, hasta ponerlo  lejos del pueblo. Para poder pasar, la gente tenía que decir algo, pero no se sabe qué le decían.
La señora Aura de Olivo, que es mi esposa, le salieron ese poco de animales. Cuando tenía como 13 años, la mandaron a hacer una diligencia y ya eran las siete y media de la noche y la tenían asustada y no la dejaban pasar. Lo cierto es que pasó. Ella  y que se puso de espaldas a los bichos y dijo unas palabras benditas y otras feas, pero al mismo tiempo.  Lo cierto es que los animales le hicieron como una reverencia, le dejaron el camino libre y pasó.  Aunque  siempre llevaba  miedo cuando tenía que atravesar  ese samán. Yo un día le pregunté y qué le decían a esa bestia pa que se fuera,  y  bueno, dejara pasá  a la gente. Me contestó: no puedo contárselo  a nadie, yo juré no decirlo, ese secreto me lo llevo a la tumba.  Eso es lo que llaman  una contra. Es que  si yo te lo digo, se pierde la contra y   no sé si  ese espanto se aparece  otra vez.  Mejor no te digo na y así nos quedamos tranquilos. Además, esas son palabras muy feas pa estárselas diciendo al marío de uno.  Yo a veces quisiera saber de verdad,  qué le decían a esa cochina misteriosa.  

Imagen en el archivo de Ofelia Rodríguez Pérez


SOLEDAD DE LAS BANQUEROLAS. ALMENDRAJOS DE LA MEMORIA
El destino andaba en un caballo. El hombre: José Ángel Pumás, salía de la  cantina. Nosotros vimos cuando la muerte se paró entre los almendrones del camino. Había como un paisaje desolado y el viento se llevaba hacia la lejanía los pájaros y las hojas de los acapos. La botella quedó vacía después de un largo trago. El trote palpitante del caballo, se iba por un camino de tristes  semerucos y venía nuevamente.  Recogimos los trompos y miramos cuando Pumás se subió a la bestia. Ésta comenzó a  corcovear.  El viejo Ulterio Bertar  le decía: espera Pumás, ese bicho no está manso todavía.
Don Ulterio recordaba cuando apenas una semana atrás, se había metido  a todo galope por las empalizadas del fundo. Todos escuchamos cuando dijo: hay que tenerle miedo a ese caballo. Pero ese día, nada, Pumás reía y lanzaba el sombrero hacia sus  espaldas. Don Ulterio lo tomaba por el improvisado freno.   Los otros llaneros trataron de evitarlo. Un aire frío, digamos que lleno de sombras, estaba en  los almendrajos  del patio. El animal   se levantó de patas y  Pumás salió por los aires.  Había que mirarle los ojos para saber que ya  se había ido de este mundo. En la raíz gruesa  del  viejo almendrón, el mismo que  Pumás tenía para pasar la siesta en las tardes, cuando apenas llegaba del conuco,  la muerte lo abrazó como a un hijo. Nosotros vimos todo, nunca lo he podido olvidar.
Hoy  escucho el relinchar  del caballo y  miro claramente la nuca del hombre llena de polvo, metida entre la tierra. Sé  que ya han pasado muchos años; pero ese recuerdo lo cargo en la mente. Viene cada día. Tú vas al camino y está allí como una noche eterna. En la tarde, cuando nos despedimos de los cuentos, queda esa amargura  en la soledad de las banquerolas, encimas de las mesas, andando por la tristeza de las casas. Si estoy en las aguas del Camoruco, se aparece entre la corriente la mirada triste de Pumás. Puedo verlo completico entre lo cristalino de las aguas.   Les digo que esa figura de Pumás,  recorre mi vida  como un allá, perdido en la  lejanía, es cierto; pero camina conmigo por todas partes, es como si estuviera obligado a recordarlo para siempre.


LÁPIDAS.  ESCRITURA Y NOMBRES
Dibujamos  solo su  nombre en la mohosa lápida: Genaro. Solo  un escurridizo  nombre. Una palabra, sí; pero era  una persona. Jamás creímos que en un nombre esté el destino y la desgracia al mismo tiempo. Es como escribir Judas y simultáneamente ser traicionado. Pronunciar Satanás y tener el infierno ante los ojos. Como imaginar una gota de agua en los aleros de la memoria y ver aparecer los arcoíris en el cielo. O decir  naranjos, guayabos, el cañaveral y  que lleguen los pájaros y la lluvia.  Pisamos otras escrituras en el cementerio y terminamos llevándonos la magia del camposanto en la risa siempre eterna de los niños. Corrimos como locos al salir del cementerio. Las pepas de mangos daban contra los porrones llenos de velas. Los gritos iban y regresaban por las paredes.
La tarde se había venido lenta.  A  él lo dejamos  de último.  Nosotros corrimos y, ya en casa, nos perdimos  en el sueño.  No podíamos creer lo que pasó esa noche. Dicen que  lo despertaron  gritos de muertos. Enloqueció. Ahora  deambula  por las cruces del cementerio y anda  en la oscuridad buscando nuestros cuerpos; pero ya somos ausencia.  Nos hemos ido con la muerte. Ahora  todas las lápidas en algún lugar tienen grabado su nombre: Genaro Pumás.


LA CÉDULA. MI GENERAL MEDINA ANGARITA
Esto se lo escuché muchas veces a Sinforoso Rivero, narrador oral de Lagunitas

Yo recuerdo que antes, bueno, antes cuando era antes, era facilito saber que en El Barbasco había llegao diciembre, pues se oían clarito las parrandas de La Laguna. Eran los aguinalderos cantando a las familias, a los amigos, a la vida. Entonces los versos de la noche se asomaban, bajo las estrellas del cielo, a las puertas de las casas: Ya llegó diciembre/ Que mes tan bonito/ Por eso les traje/ Este aguinaldito. [...]. El que está cantando/ Es Mauricio Moreno/ Que quita lo malo/ Y pone lo bueno/ [...]. Ábrame la puerta/ Que me estoy mojando/ Si me da permiso/ Yo sigo cantando. Y ya despidiéndose cantaban: Paro el aguinaldo/ Nosotros nos vamos/ El año que viene/ De nuevo cantamos.
En El Barbasco la navidad siempre fue muy bonita; pero  a  veces, iba como creando tantos recuerdos que uno se ponía medio tristón. Bueno, yo  no les quiero hablar de tristezas, ni de cantos  de  parrandas, sino de cómo  fue que  saqué mi primera cédula de identidad. Miren, a uno antes lo indenticaban por la fe de bautismo, quiere decir que  eso era algo así como una libretica parroquial que uno a veces cargaba, si podía  y tenía  platica. Bueno, y también por  la forma como  se  iba  jaciendo hombre entre  la gente. Mi padre  me  enseñó que  la única  manera de conocer  a una  persona,     era sabiendo si cumplía o no con la palabra empeñada. Eran tiempos en que la palabra y los apellidos valían mucho, no es como ahora, que la gente dice una cosa y jace otra.
Bueno, en unas navidades, ya no recuerdo de qué año, yo sé que mandaba el General Medina Angarita, oigo por la radio de que había que sacarse una tal cédula. Me puse callaíto a escuchar bien la broma. Decían que en noviembre se comenzaba a sacar     la cédula todo el mundo. Mentaban que iba a ser un documento que te iba a decir cómo te llamabas, cuándo naciste, cómo era el color del cabello, el tamaño de uno,   si uno era negro o blanco, si tenías mujer o no; había que decir cómo se llamaba       el papá de uno. Incluso anotaban cómo uno tenía la pepa elojo. Miren hasta la juella vegetal se iba a registrar allí. Yo me quedé pensando en la lavativa y se me ocurrió una idea única e verdad. Así como lo escuchan, una broma sin sentido. ¿Saben qué   se me  ocurrió?  Se me  metió entre ceja y ceja, que yo tenía que ser el número uno     en sacarse la bendita cédula esa.
Lo cierto es que un día me arreglé una maleta. Metí mi jamaca, tres mudas de ropa, mi sombrero gracitano, mis alpargatas polacreras (yo les digo polacreras porque me las regaló don Carlos Polacre) y agarré mi burro viejo y me empujé pa Caracas. También llevaba mi propio bastimento y un cacho lleno e chimó. Pasé por Lagunitas y no me paré en ninguna parte. Claro, naide sabía que yo iba pa la capital. Recuerdo que Don Casimiro Ramos y otros amigos me preguntaron bastante: ¿y pa dónde va? Yo les decía: pahimismo. Y pahimismo y pahimismo. De eso no me sacaba nadien. Bueno, en una semana estaba ya en Caracas. Y, como si Dios lo hubiese querío así, llegué exactamente un día antes de iniciarse la cuestión. Eso de la sacadera de cédula lo hicieron en una casona que está cerquitica de Miraflores.
Yo llegué en la tarde a la casona y le pregunté a un policía que si era verdad que allí iban a sacar lo que llamaban la cédula. El agente me dijo: Sí, pero eso es mañana. Me puse hablar con el hombre y cuando nos dimos cuenta, ya eran las doce de la noche. El hombre era también llanero como yo. Me contó que el general Gómez lo sacó de unos andurriales, allá en Apure y se lo trajo pa Maracay. Después, cuando el Bagre se murió -asina le decían al difunto Gómez- lo cambiaron pa Caracas. Entre conversa y conversa le dije: Yo me voy a quedar aquí mismo de una vez, pa sacá eso bien temprano mañana. El policía, como ya era mi amigo, me dijo: sí, quédese por ahí. Tampoco le conté al policía que yo lo que quería era sacar la cédula más primero que todo el mundo. Yo quería darme ese gusto, pues.
Cuando amaneció Dios, yo estaba de primerito. Como a las 7 de la mañana llegó alguien gritando más que un capitán y dijo a dar órdenes: que póngase paquí, que arrímese pallá, que abran paso, que no se peguen tanto de la puerta, que no se arremolinen, que no estén hablando mucho. Al ratote gritó: ¡Atención! a las ocho comenzamos. Yo más contento, no jile, pues estaba de primerito. Parecía un verdadero mono negro agarrao de los barrotes de la puerta. Saqué un espejito, me arreglé los bigotes, alisé el sombrero, me eché bastante colonia y me acomodé bien la camisa. No es por nada; pero quedé bien pulío.
Bueno, a las 8 volvió a gritar el capitancito: abran paso que viene el presidente Medina Angarita. Miren, primera vez que yo veía a un presidente. Angarita era un hombre alto, llevaba un sombrerito como de copa, pasó saludando. Caminaba recto, como un cadete. Eran unos pasos largos, pero serenitos. No sé si era un chaleco, pero la ropa que llevaba lo hacía ver como un pingüino. Recuerdo que era como un traje negro. Unos pantalones padrinos con unas rayas blancuzcas. Miren, ese Angarita era un hombre jamao. Bueno, lo cierto es que pasó Angarita, la esposa de Angarita, el tío de Angarita, la hermana de Angarita, la prima, el yerno, el sobrino de Angarita, los ministros de Angarita, un ahijado de Angarita, el perro, el gato de Angarita. Eso era pasá y pasá personas encopetá. Pasó Reimundo y toel mundo. Pasó hasta el capitancito y ese pocotón de militares, y yo ahí de primerito en la puerta. Yo decía pa mis adentro, pero bueno, será que aquí no hay respeto. No chico, cuando terminaron de pasar los del gobierno, fue que comenzó a pasá la gente. Ahí, sí pasé yo. Me tocó la número mil treinta dos. Véala, mátese por su vista. Claro, la cédula número 01 se la dieron al presidente Medina Angarita, y si no me creen, averigüen bien eso y me dicen embustero, si lo que cuento no es verdad

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