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jueves, 23 de junio de 2016

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (18) Varios autores

Mujer llanera. Imagen en el archivo de Elimar Castillo



DESAPARECIDOS
 (Mercedes Franco)
Entre Mérida y Trujillo está uno de nuestros más bellos parques nacionales. Es el parque “Sierra de La Culata”, una región semi-desértica y casi inexplorada. En esas grandes cumbres andinas la naturaleza se impone al hombre en todo su telúrico esplendor, en todo su poder y su fuerza. Al parque Sierra de La Culata se llega por la carretera panamericana o por la transandina. También por la vía que va desde Mérida al páramo de La Culata, por la cuenca del río Mucujún. Es una carretera impresionante que atraviesa grandes bloques, y asciende hasta más allá de los 2.000 metros de altura. Dice que en esta zona, alrededor de 200.000 hectáreas, la gente desaparece. Solo encuentran sus zapatos, su ropa o enseres. Algunos afirman que esos raptos se deben a extraterrestres y otros, que es un ente fantasmal, llamado la Madre de la Noche.



EL DESCABEZADO DE SABANETA 
(Mercedes Franco)
En el estado Barinas hay una alegre población, llena de encanto y tradiciones. Se trata de Sabaneta fiel representante de la típica hospitalidad llanera. Suena en cada casa el cuatro, desgajando sus arpegios, y sonríen las más bellas muchachas. Pero en las noches sin luna, una misteriosa leyenda recorre las calles de Sabaneta. Afuera sopla el barinés, y su voz poderosa quiebra la soledad de la sabana, como un lamento espectral.
Desde los tiempos de la colonia se conoce la  historia del “Descabezado de Sabaneta”. Muchos dicen que se trata de un hombre que murió decapitado   en una pelea de machete, por una bella mujer. Desde entonces su alma doliente vaga por los alrededores, buscando la cabeza que perdió en aquel duelo, hace más de medio siglo. Hasta no hace mucho existió a las afuera de Sabaneta una vieja hacienda colonial. Se dice que allí era donde aparecía con mayor frecuencia el “descabezado”. Se paseaba por los amplios corredores y aterrorizaba a los extraños, cuando se les acercaba tratando de indagar si alguien, por pura casualidad, habría visto su cabeza. El “Descabezado de Sabaneta” es una más de las extrañas sugestivas leyendas de nuestro llano. En las largas noches de ese eterno verano insomne, los viejos se entretienen contando esas antiguas historias a sus nietos.



EL DIABLO BAILARÍN
 (Mercedes Franco)
Durante la Guerra de la Independencia Valencia se quedó sin hombres pero Rosaura Salas, hija de un rico hacendado, tenía tantos deseos de bailar que dijo: “Bailaría con el mismo diablo si se apareciera por aquí”.
Ya iba a retirarse a sus aposentos cuando se oyó el galope lejano de un potro. Lo montaba un caballero rubio que parecía forastero. Bajo del caballo y se acercó a la reja. Las muchachas se alborotaron. Era en verdad muy atractivo, y vestía con la mayor corrección, aunque lucía un tanto cansado. Tal vez era un mensajero. ¡Quizá traería noticias del frente!
-¿Tendría, un poco de agua, señorita? Vengo de muy lejos –dijo el recién llegado dirigiéndose a   Rosaura. El visitante entró en la casa y se sentó en una de las butacas de terciopelo. Mientras, las muchachas corrieron a la cocina, para prepararle el agua fresca en la mejor copa de cristal. Se escuchó una alegre música y el salón se llenó de elegantes parejas danzantes. Una gran orquesta tocaba románticos valses. El forastero la invitó a bailar y Rosaura bailó con él, pero cuidando quiso detenerse no podía. En verdad ya los pies le dolían.
-¿Podemos sentarnos un rato? Estoy un poco fatigada –Se excusó.
-¿Acaso no querías bailar? –Dijo de pronto el hombre con una gran sonrisa, mostrando unos dientes blanquísimos-. Y tú prometiste que bailarías conmigo si yo aparecía por aquí. ¿No es así? Pues por eso vine. ¡Bailemos!
El extraño visitante continuaba danzando y girando. Las hermanas de Rosaura arrastraron a la madre hasta el salón. Al ver a aquel extraño caballero doña Teresa sintió erizarse toda su piel. Buscó rápidamente un frasco de agua bendita y lo vacío sobre el bailarín, quien soltó a la muchacha y desapareció en el acto, con un feroz rugido de rabia. Desaparecieron también los músicos y toda la gente de aquella súbita fiesta. Sólo quedaba un olor pavoroso, semejante al de la pólvora.



LA LEYENDA DE EL HACHADOR PERDIDO 
(José Rafael López)

Si por la noche se oye
cabalgar algún lamento
en San Casimiro se pinta
la sombra de tu recuerdo,
si es que te encuentras penando
en las montañas del tiempo,
con gusto hachador perdido,
yo te rezaré tu Credo...

Así comienza el pasaje del Hachador Perdido, canto popular del Llano viejo, que nos habla de un ser alto, calvo, con ojos "como dos brasas que queman el alma", de dientes filosos, pecho cubierto de lana como la de un animal y manos planchadas como las de una rana, pero que tienen un fortaleza tan grande que es difícil describir. Lleva siempre su hacha en mano para arremeter contra todo aquel que va a las montañas a cazar, no por hambre, sino por ambición...
Los viejos de aquí que pasaron por esa zona de Apure, arreando enormes puntas de ganao, cuentan que ese espanto en vida fue un humilde leñador, que tenía el antojo de hacerse su propia urna antes de morirse, imagínese, lo terrible de los tormentos de esa persona. Bueno, resulta que ese hombre,  un Viernes Santo, salió al monte a realizar su tarea, y allí Dios lo castigó... Fulminándolo, al instante en que alzó el hacha para cortar un tronco, porque  los días santos no son para trabajar y menos para cortar palos;  porque Cristo murió clavado en una cruz de madera. Así este ser se convirtió en un ánima en pena, él todavía sale y es mucho el que ha pasado enormes sustos al ver su espectro vagando los campos y bosques donde eternamente cumple su cometido que es el mismo castigo por pagar... Oyéndose el lúgubre retumbar  de secos y prolongados golpes de hacha...que remata con estos versos:
Montaña de San Camilo
déjame quieto montaña
deja que algún caminante
vuelva a cruzar tu maraña
me rece los siete credos
que me están haciendo falta
porque es la única forma
de poder salvar mi alma.



CREACIÓN DEL HOMBRE 
(Enrique Plata Ramírez)
 Y Dios, llamando a su ángel favorito, lo durmió, y tomando un pedazo de su corazón, creó al hombre a su imagen y semejanza .



CREACIÓN DE LA MUJER 
(Enrique Plata Ramírez)
Tomó Dios a la serpiente, le abrió la boca y dividiéndole la lengua, creó a la mujer a su imagen y semejanza.



GÉNESIS 
(Enrique Plata Ramírez)
Y dijo Dios al hombre: _Toma, unta la piel de tu mujer con este polvo y así podré reconocerlos como mi creación. Tomó el hombre el extraño y oscuro hollín divino y fue untando el cuerpo todo de la mujer, poro a poro, resquicio a resquicio. Y he aquí que al finalizar la encontro tan hermosa a sus ojos que, creyéndose indigno de ella, le pidió que igualmente le embadurnara la piel toda con aquel hollín.
Luego vieron cómo el hollín se les adhería al cuerpo, como si hubiesen nacido con él. Y he aquí que encontrándose uno frente a la otra, decidieron amarse porque así lo sintieron desde lo más profundo de sí mismos.
Y viendo Dios que las criaturas aquellas eran buenas, decidió crearles un Paraíso.
Y el mundo que surgía desde África comenzó a poblarse con aquellas primeras gentes.



EXPULSIÓN 
(Enrique Plata Ramírez)
 Sabiendo que perdía a la mitad de sí mismo al expulsarlos, Jehová se quedó llorando en el Paraíso.

LECTOR DEL PENSAMIENTO
 (Armando José Sequera)
La semana antepasada llegó una circular del departamento de Personal, en la que me pedían una lista de las funciones que desempeña la gente que trabaja bajo mi supervisión. Tres días después, cuando estaba revisando lo que había escrito Melissa, mi secretaria –--que más que mi secretaria es mi utility, porque ella hace de todo---, me encontré con que la última función que había puesto en su lista era «Leerle el pensamiento a mi jefe». «¡Coño!», me dije y de inmediato la llamé por intercomunicador «¡Melissa, ven acá», le dije. Entonces me quedé lelo porque ella, sin levantarse de su asiento, me contestó: «Usted sabe que de verdad lo hago».



LOS MÉDICOS INVISIBLES
 (Jesús Enríquez Guédez)
Nada se mueve en la soledad meridiana del puerto. El río está quieto como lámina parda dibujada entre los barrancos. Una canoa remonta la corriente. Parece crecer en un mismo lugar a medida que se acerca. El canoero atraca frente al almacén del viejo Schwa y trae el cabo y lo ata al tronco del almendro; quizás innecesariamente, porque la embarcación está como varada en el río sólido.
El canoero se desplaza o él es objeto de un juego de ilusión con el escenario al fondo de las casas alineadas frente a la calle espolvoreada con arena del río.
Entra al almacén, o la casa del almacén y él se juntan anulando el movimiento. En el decorado con telas enrolladas sobre la estantería, detrás de un mueble de madera que rompe en una esquina la horizontal del mostrador, está estampado, apenas destacándose como silueta, la pequeña figura del viejo Schwa con sus lentes de cristales opacos.
—Quiero verme con los médicos —dijo el canoero.
El viejo Schwa hizo un breve movimiento de lado sin desprenderse del telón de fondo rectangular. Su mano apareció por la izquierda con un sobre de carta y el canoero emergió por la derecha empinándose; ambos distanciados por movimientos de autómatas silenciosos se quedaron impresos en la estampa del oscuro almacén.
—Escriba su mal —se atrevió a decir impositivo el viejo Schwa.
—Yo no sé escribir —dijo el canoero conteniendo la mano que no llegó hasta el sobre y la pluma entintada.
Entonces el viejo Schwa hizo aparecer su otra mano por detrás del mueble, tomó en el aire la mano del canoero, la bajó hasta la tabla que hacía de mesa, le untó los dedos de tinta y los posó en la cara posterior del sobre.
—Son cinco bolívares —dijo el viejo Schwa.
El canoero le entregó la moneda y se deslizó por la pared como una sombra hasta que se esfumó repentinamente en la luz que tapizaba la puerta.
—Su carta sale hoy para Hamburgo... Espere la visita del médico —dijo el viejo Schwa imaginándose que el canoero se despedía desde la puerta, pues se perdía su cuerpo en el contraluz que confundía las figuras en los cristales de sus lentes opacos.
El canoero desató el cabo y halando con desplazamientos de mimo bajó hasta la canoa. El río se descongeló, las aguas corrieron a torrentes, el canoero bogaba desesperado para mantener el rumbo sobre las aguas tormentosas; el río se erizó y entre las olas aparecía y desaparecía la canoa con el canoero. Después el río se fue aplacando y como vaca mansa a la sombra se quedó otra vez inmóvil. Parecía una mancha plomiza dibujada entre los barrancos, pero sin el canoero que se había hecho invisible en la superficie tranquila de las aguas.



HOMENAJE A ALFREDO ARMAS ALFONZO
(Algunos Cuentos)

                                            152
La niña del circo tiene encima una mallita de oro, le pintan los ojos de blanco y lee rellenan el pecho con dos peloticas de goma. Baila y canta y nonos dejan participar del espectáculo porque todo lo que hacen esos cómicos es indecente. Sin embargo, ningún hombre de asistir, aunque tenga que cargar con la silla para sentarse. Bajo la lona sostenida por mecates de unas estacas, por entre las rendijas de luz, se les oye aplaudir, mientras no cesa la música del organillo. La niña del circo se pone unos camisones muy cortos ya aunque no habla como nosotros nos rehúye cuando la dejan salir de aquella casa grande de tela pintarrajeada con caras de payaso y estrellas amarillas. Prefiere a José Vicente Frías y esto le vale a José Vicente Frías todo el odio de la Manuel Ezequiel Bruzual, tanto es así que aún ido el circo y diluido en la gramática el recuerdo de la niña de las dos peloticas de goma que parecían de oro, a José Vicente Frías han tenido que mandarlo a continuar sus estudios en Río Chico porque todos nosotros no lo dejábamos prestar atención a la clase.

                                     

  158
La patria no es un pedazo de suelo bajo un pedazo de cielo como insiste el Padre Carlos Borges hasta el fastidio, echándoselas de cucarachón ante Mercedes Alfonzo en una ventana de Caracas, en San José durante uno de sus desvaríos. La patria es también Tura, la hermana de la madre; la otra madre. Tura le pasa la llave a lo contrario a su baúl y lo abre y se esparce el olor de los extractos, de los pitiminís que yo le regalé, el papagayo hecho de una hoja de cuaderno con una letra de Tomás Ignacio Potentini que yo aprendí en la escuela, la tarjeta de la primera comunión, un retratico que me hizo Carlos Pinto en la plaza de Sabanauchire, de pierna cruzada; un pañuelito bordado de los de ella con que me suturó una herida de la mandarina, la hebilla del collar de Rocío que se lo mató la sarna, la caléndula de la casa de la madre ella sabe, la postal del abuelo, de la abuela, de don Tito, ninguna coquetería. Porque todo aquel contenido tiene un aliento, un olor ya de tiempo y bienandanzas pasadas; ya no es sólo el perfume de los frascos ni el de las rosas.
La patria es el amor de Tura, la única Alfonzo que se quedó soltera.
                       Cuenta que tuvo en su faz
                       lo que salva y lo que aterra
                       rayo de muerte en la guerra
                       y arcoíris en la paz.
¿Qué sigue? Se me olvidó. Tal cosa de arcoíris en la paz, no; ya lo dijiste.
Los azulejos comieron y mamá duerme. Ahora los ángeles van a decir amén. Ya tú los vas a oír decir amén, Sixtico.  

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