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lunes, 27 de junio de 2016

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (26) Varios autores

Joven llanera de Cojedes en el archivo de Rachel Rivas


LAS FLORES QUE CANTAN 
(Mercedes Franco)
En las montañas de la Cordillera de la Costa, dicen que hay extrañas flores que cantan y susurran. Son orquídeas, y muchos exploradores aseguran que tienen una hermosísima voz de mujer, y que dejan oír su canto al ver pasar cerca algún varón. No es extraño que abunden todo tipo de leyendas sobre esta serranía, aún casi inexplorada. En las extrañas de esta selva montañosa hay fuentes de agua cristalinas, mágicos ríos y pájaros de espectacular plumaje.

El barón de Humboldt visitó a Venezuela en 1808. Recorrió la Cordillera de la Costa, en su tramo oriental. Quedó maravillado con el esplendoroso paisaje y las majestuosas cumbres de la espesa serranía. Estudió la variadísima flora de la región y registró hermosas especies, para entonces desconocidas en el resto del mundo.

Mujer llanera en en el archivo de Llano, Leyenda y Folklore 


LA LAGUNA DE ORO
 (Mercedes Franco)
En nuestro estado Barinas queda un pueblo de Dolores, cuyo nombre de resonancia hispana recuerda el paso de los conquistadores. Al salir de Dolores, camino a libertad, otro pueblo barines de significativo nombre, se encuentra en fresca laguna. Es la “Laguna de Oro”, que según los lugareños está encantada.
 La Laguna de Oro brilla con un áureo resplandor, sobre todo al atardecer. Muchos aseguran haber visto en medio de ella una canoa de oro, y en esta embarcación va remando una mujer bellísima, de largos cabellos relucientes. Algunos la describen como una hermosa india, que peina con un peine de oro sus largas trenzas, atrayendo a los incautos hacia aquellas plácidas aguas. Esta leyenda, que pareciera guardar relación con la de EL Dorado, afirma que quienes entran a la Laguna de Oro, cautivados por la encantadora mujer que pasea en la dorada canoa, nunca son llevados al fondo y convertidos en bagres, cachamas y coporos. Es por eso que muchos se abstienen hasta de pescar en esta misteriosa laguna barinesa.



LA LAGUNA DEL MEDIO
 (Mercedes Franco)
A comienzos del siglo veinte, cuando Maturín todavía era un pueblo, aún existía, cerca de Juanico, la Laguna del Medio. En ella se solazaban nuestros abuelos, y ella les regalaba su frescura, con la misma inocencia de las frutas y los pájaros. ¡Cuántos amores florecieron juntos a la azul transparencias¡ ¡Cuantas risas y alegrías vieron aquellas aguas dormidas¡ Un día, según cuentan, se ahogó allí una bella mujer italiana que había ido de visita.
Algunas tardes solitarias, muchos las veían surgir de las aguas, llamándolos cariñosamente. Las lavanderas se alejaron del lugar por temor a aquella extraña aparición. Poco a poco, también las parejas de enamorados dejaron de frecuentar la laguna.
Hoy en día Juanico sigue creciendo. Cada vez hay más casas, más vehículos. Cada vez más gente busca su grato clima y su verdor. Pero fue necesario un sacrificio. De alguna forma el progreso cobro su deuda. La “Laguna del Medio” fue borrada del lugar. Secaron sus aguas transparentes, y ya no regala al sol sus azules reflejos.


DESAMOR 
(Deisy Elizabeth Silva Fuentes)
 Allí estaba Francisco, sentado en la grama de aquel cerro, escondido del mundo, de su desamor por Clara. Ella era el amor de su vida, pero que por él ser pobre; o como decían los padres de esa maravillosa mujer, era de baja categoría, había sufrido el destierro de aquellos lugares, fuera del alcance de la vista de la hermosa doncella. Clara también sufría; sufría con gran pasión, porque ella lo amaba con todo su corazón. El cuerpo esbelto que con frecuencia se veía por las adyacencias de la casa, se desvanecía como el viento, al igual que su pecho; pero aún así, sus padres no se apiadaban de ella. Todas las tardes ocupaba aquel lugar, con la esperanza de ver aunque sea de lejos a su bello amada.
Aquella, siempre permanecía vigilada por una mujer contratada para que realizara dicho trabajo fielmente. Muchas veces intentó escapar de aquel encierro, pero los peones de la hacienda se lo impedían. Al igual que a él, le impedían a disparos, acercarse a Clara. Mucho tiempo pasó y Francisco aún esperaba. Al fin llegó, vestida de blanco, con flores de margarita en su cuello, los pies descalzos; pero radiante, como él la había conocido.
Ante dicha situación, no lo podía creer, pensaba que no era real. Y en efecto, se sentó en la grama verde y se escuchaba el trinar de las aves de cantos delicados y las mariposas revoleteaban en su entorno. Era un trozo de paraíso… Clara, se acercó y le dio el único y último beso, inocente y amoroso a su amor primaveral. Luego de eso, se fue con el viento; con una brisa suave y tierna como ella.
 En el pueblo se rumora que murió de desamor.



ALICIA
 (José Adames)
Ayer la enterramos con urnita triste de domingo y con música blanca de mandolina que tocó su papá y luego el compadre de su papá. (Solo mandolina porque el cuatro estaba roto).
Llegó al bazar de la feria de las fiestas patronales con un extraño gato que la guiaba –contó alguien-y como jamás había visto un espejo así de verde y de grande, Alicia (maravillada) corrió lo más duro que pudo y trató de penetrar en él.
En el pueblo se dice que el gato la mandó a hacerlo.

EL FABRICANTE DE PIEDRA
(Orlando González Moreno)
Con las piedras que produjeron mis riñones hice al comienzo un edificio. También fabrique veintisiete casas, pude levantar cinco paredes de seis metros de alto y construí la larga caminería que atraviesa el jardín de mi mansión.
Mis riñones dejaron de segregar orina hace nueve años, desde una tarde que me comí un kilo de queso francés. Cuando fui hacer agua en la noche, en vez de expulsar líquido, bote una piedra de quinientos gramos de peso, sin dolor ni molestia alguna. Al día siguiente, después de comprar dos kilos del mismo producto y comérmelo, orine a las pocas horas un cálculo de  mil gramos.
A partir de ese día, me estuve alimentando solamente de quesos de diferentes orígenes, clases y marcas y seguí produciendo piedras en la proporción que señale al principio: por cada kilo de lácteo, mis riñones fabricaban quinientos gramos de esta solida sustancia mineral. 
En poco tiempo amasé una fortuna: los constructores, arquitectos e ingenieros solo compraban la piedra que producía mi organismo, porque aparte de su gran calidad, se la vendía a un precio muy económico. Además el gobierno me nombró su proveedor exclusivo: pudo encontrar en mis riñones la fuente de la materia prima para solucionar el problema de la vivienda en todo el país a un bajísimo costo.
Por la exclusiva demanda de mis piedras, tenía que comer a diario toneladas y toneladas de queso roquefort, gruyere, azul todos los quesos de Holanda. Así como también el parmesano, pecorino, machengo, el duro de año, concha negra, el guayanés, el de telita de Upata, el de mano y todos los que quería degustar. 
Con la piedra que botaba mi cuerpo se hicieron decenas de urbanizaciones, unos doscientos edificios medianos, numerosas calles empedradas que daban accesos a museos y casas coloniales, unos ochentas rascacielos. Por eso es que en mi casa lo único que se venía desde la mañana hasta en la tarde, eran la filas de centenares de camiones, gandolas y carretillas que se llevaban el mineral que fabricaban cada uno de mis riñones. 
Sin embargo los urólogos y los nefrólogos advertían que si continuaba consumiendo esas enormes cantidades de queso, todo mi cuerpo se iba  a petrificar. No hice caso, porque la ambición de tener más dinero del poseía, no dejaron que entrara en razón. Y continúe consumiendo más y más toneladas de lácteo para producir más piedra. Es por eso que desde hace seis meses no me puedo mover de aquí, del patio de mi mansión, pues me he transformado en una verdadera estatua.


El CHAMÁN 
   (Ramón Lameda)
El chamán tenía una vela y un plato en la mano. Emocionado dijo a la tribu reunida: “He comprobado que el tiempo es circular”.
Dio una vuelta a la vela sobre el plato, en la imagen de un círculo, y apareció un anciano tambaleante y grisáceo. Miró a su alrededor, y sólo vio esqueletos asistiendo a su oratoria.
Lentamente, giró la vela sobre el plato, en sentido inverso, y un coro de niños le interrumpió la charla. 



ESCRITURAS
 (Enrique Plata Ramírez)
Nermin, preocupada al ver el cansancio de su esposo reflejado en el rostro, se le acerco cariñosa y le dijo:
Mi Señor, ¿por qué no detienes tu escritura y vienes a mi lado a reposar?
El escribidor, mirándola complacido, le respondió:
Mi Señora, reposar a tu lado es penetrar en las fuentes del paraíso de Alá, el misericordioso. Sin embargo debo continuar con mi escritura para que la magia no termine, de lo contrario ni tu ni yo existiríamos.



EL PRÍNCIPE PERDIDO 
(Héctor Nuno González)
La abuela concluyó su faena en el corral, con premura cambió el agua de tres pollos que arribaban a dos semanas mientras la gallina decapitada minutos antes despedía sus últimos suspiros de agonía, sería la encargada sazonar el caldo que repondría las fuerzas de su nieta, quien pasó la mañana con los vómitos imprevistos que tanto acongojaron sus primeros años de vida.
La niña, sentada en el afable piso de la vivienda y distraída del reciente quebranto, jugaba con dos pequeños muñecos de plástico que había extraído como únicos atractivos de una casa de muñecas que su madre le había obsequiado semanas atrás, eran una princesa y un príncipe, pero algún encanto especial guardaba este último, lo mimaba con exclusiva atención y se angustiaba cuando no podía encontrarlo en su caja de cachivaches, era sencillamente su predilecto. El frágil plástico cedió extenuado por las mil batallas libradas en sus sudorosas manos, una parte de su diminuto brazo izquierdo se desprendió mientras ella lo hacía cruzar el río más indómito que su imaginación podía crear para rescatar a su princesa, -abuela- exclamó con voz quebradiza, -mi príncipe se aporreó con una piedra y se rompió el brazo- a sus sentidas palabras le siguió un llanto sombrío, que superaba por mucho el mínimo requerido para conmover a su abuela.
La nana, mujer con talante y temple de acero, ojos azules o verdes según su estado de ánimo y una nobleza inenarrable, corrió a consolar  a su adorada hablándole, o más bien recitándole, lo que harían para solucionar el problema. No la bajó de sus acogedores brazos hasta verla calmada, buscó un pomo de silicón líquido que recordaba haber dejado en alguna parte y procedió a realizar la cirugía de restablecimiento del príncipe, la cual consumó con un cuidado tan grande como el amor hacia su nieta. 
 La niña recobró la alegría gracias a la gesta de su abuela, que aprovechó la ocasión para empujarle unas cuantas cucharadas de la sopa de gallina. Los agujeros de sus mejillas volvieron a marcarse, dibujando de nuevo la sonrisa depositaria de una particular combinación entre ternura y picardía, sus ojos también recobraron el brillo, haciendo que sus cortos y lisos cabellos cambiaran de tonalidad. Era necesario esperar dos horas para que el pegamento se secara por completo. 
La tarde llegaba a su fin, papá culminó su jornada laboral y llegó a buscarla para irse a casa, -abuela, me voy a llevar el príncipe para cuidarlo esta noche-, afirmó la niña con instinto maternal, -está bien mi amor, ya se curó, Dios te bendiga-, exclamó despidiéndose hasta el siguiente día. 
Padre e hija salieron para tomar cualquier transporte que pasara por allí. Luego de una espera corta abordaron una moto conducida por un joven de gestos cordiales. La mitad del camino fue cubierta sin novedades, el sol agonizaba y las estrellas empezaban a pedir paso, la visión era complicada para el chofer de la motocicleta. La niña llevaba al príncipe en sus manos cuando en una leve distracción se le resbaló, cayendo en algún lugar del pavimento que mantenía aún la calentura provocada por el inclemente sol del día. –Mi príncipe, se cayó mi príncipe- dijo angustiada la niña, mientras  que el padre pedía al conductor que regresarán para buscarlo. 
En vano buscaron durante algunos minutos, la luz era tenue y complicaba la búsqueda, aparte era imposible precisar el momento en que pudo haber caído. Mientras tanto la niña aguardaba en la acera, conteniendo a duras penas el llanto. –Vámonos bebé, el príncipe se perdió-, le dijo con el corazón arrugado de congoja, detonando las lágrimas de su hija, que inició un lamento similar a cuando tenía ocho meses y su madre tomó la dura decisión de dejar de amamantarla, opaco y cargado de sentimiento por la pérdida. 
Subieron a la moto, el llanto no se detendría así no más, al llegar a casa su madre la recibió preocupada por aquel sollozo. -¿Qué pasa mi ángel?-, le preguntó, ella respondió jipiando, -mi príncipe se perdió, se me cayó en la carretera-.
No había consuelo posible, por lo que el padre decidió intentar una nueva búsqueda, poco esperanzado por la escasa luz y el hecho de que seguramente alguna gandola, por la época de cosecha de caña de azúcar en la zona, ya lo habría triturado. Con el corazón roto por las pocas probabilidades de éxito, cogió una linterna, le dio un beso sabor a esperanza y salió.
A pié cubrió los dos kilómetros que lo separaban del probable lugar donde cayó, al llegar a una bodega cercana, el dueño, que era su amigo, le confesó que un mototaxista se había detenido a buscar algo en medio de la calle y que se había marchado hace poco sin saber si logró su objetivo. Él le explicó lo sucedido y penetró en las entrañas de la carretera de manera intermitente mientras el tráfico se lo permitía, la luz de la linterna se movía sin éxito por el asfalto. Cuando las fuerzas empezaron a flaquear, se disponía a apagar la linterna y cruzar a la otra acera cuando un tenue destello murmuró a pocos metros, -es él- gritó lleno de satisfacción, estaba tirado a metro y medio del brocal, pálido, pero intacto, sin un rasguño.
Regresando a casa, con el paso expedito de quien quiere brindar una alegría, imaginó la cantidad de ruedas que pasarían cerca una y otra vez haciéndolo languidecer, o las cientos de arrastradas que soportó a expensas de la fuerza del viento generado por los vehículos. Llegó incluso a plantearse la forma de medir la generosidad del ángel de la guarda de su hija, que impidió daño alguno.
Cuando abrió la puerta, la niña esperaba sentada con la cara gacha, al elevar el rostro y observar la mirada de satisfacción que traía su padre, sintió un susto en la barriga. Lo siguió mirando expectante mientras se agachaba con la mano derecha cerrada, hasta que la abrió dejando ver a su amado, la sonrisa más hermosa salió de su rostro, acompañada de una luz en su mirada tan intensa como el amor de la abuela. Lo tomó, lo apretó entre sus dedos y se lo llevó al pecho a la altura del corazón exclamando: -mi príncipe, creí que no te volvería a ver nunca más-.


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