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domingo, 3 de enero de 2016

Cuentos de Arrieros y del Antiguo Llano (4) El Gallo que vino de Apurito

Mujer llanera en oficios de arreo. 
Imagen en el archivo de  Walter Mancipa



EL GALLO QUE VINO DE APURITO 
(Ramón Villegas Izquiel)

Mi pueblo, El Baúl, está situado en la margen derecha del rió Cojedes, por lo cual vale decir que nací y pase gran parte de mi infancia asomado al espejo de sus aguas, sumergiéndome en su frescura i arrullados mis sueños por el suave rumor de su corriente entre arrecife i manglares. Es muy bello en verdad vivir a orillas de los ríos. Nos arroba contemplar las frondas ribereñas reflejadas en la luna de sus aguas con serena profundidad, Sobre todo en las horas lánguidas de los atardeceres cuando el crepúsculo diluye en ellas sus nubes de almagre. Oír los contrapuntos de los pájaros en los amaneceres i en el silencio de la noche, el salto de algún pez sobre la superficie o el grito asustado de un ave, sorprendida quizá por algún depredador furtivo en la tranquilidad de su sueño aspirar las humedad emanaciones de sus brumas o sumergirnos en el para que el agua nos envuelva con sensual caricia de mujer amante luego la brisa nos enjuaga con sus casi impalpables debitos de ángel. Aunque peligrosa como mujer hechicera, lo es también la serenidad de los ríos llaneros, sobre todo en las crecidas, lentas, pero inexorables en la expansión de sus aguas. Al influjo de estos ríos i al de las sabanas abiertas atribuyo de halla tanta poesía en el alma del llanero, que si no la escribe la canta y si no la canta la siente, alimentado espiritualmente por las interminables travesías del espinazo del caballo en las fluviales embarcaciones.
Ya está dicho que los ríos son caminos que andan i con ellos andan también los hombre y sus consejas.
El nuestro fue en una época exclusiva ruta durante la estación lluviosa para comunicarnos con otras poblaciones de la llanera región. Por tal motivo muchos bongos entraban i salían en los embarcaderos de la población y la actividad bongueril era de la mayor importancia entonces.
Los bongueros, por su parte eran gente disipada, bebedora, aficionados a los fustanes y amigos de contar con grueso gracejo las propias y ajenas peripecias y calamidades, así como leyendas de aparecidos y encantamiento en los parajes de sus andanzas. Es decir, que estos cristianos en muy poco tiempo se diferenciaban de sus congéneres marinos, pues tal como ellos y en una propia escala, sufrían las penurias i sobre saltos de la navegación, así como las abstinencias por largos periodos de la añorada ternura femenina.
Por esta última razón, cuando llegaba alguna flotilla desde San Fernando de Apure, un tío mió quien me referiré, mas adelante, se paseaban por el corredor de su casa frente a la playa i gritaba con picardía: “¡ Mujeres, carajo, a forrarse en hojalata que llegaron los apureños!”.
Este pariente era tan bien bonguero, por lo cual poseía la misma carga espiritual de abnegación y arrojo, así como la desbordada efusión característica para compensar entre copas y catres los largos silencio e interminables privaciones en las dilatadas soledades de sus viajes.
Parece ser que este señor, mi tío, era más apegado a los besos que a los vasos por que recuerdo bien los interminables rezongos de mi celosísima tía Pastora, los cuales una vez se referían a la gamberra del Pueblo Arriba, como a la gamberra del Pueblo Abajo, o de La Manga, o de Las Queseras. De ahí infería yo muy pequeño aún para entenderle sus galimatías, que deberían ser varias las tales gamberras, o la propia “Sayona”, entre infernal que, según las consejas populares, se ocupaba de acompañar a los noctívagos mujeriegos.
A propósito de ello, voy a referir una anécdota atribuida a mi conspicuo pariente la cual se ha quedado engarzada en la tradición familiar y no quisiera yo que se diluyese en el olvido como otras tantas sabrosas croniquillas borradas de la memoria de los pueblos.
Era costumbre de nuestros bongueros que el dueño o encargado de la embarcación se adelantara a esta en la última jornada del viaje de regreso. Es decir. El penúltimo día pernoctaba en la costa del rió, pero el siguiente continuaba por tierra por lo cual ganaba considerable ventaja puesto que los bongos cargados, impulsados por sus bogas a fuerza de palancas, eran sumamente lentos, sobre todo cuando remontaban corriente arriba.
Por este motivo y por no quedar tan lejos del poblado, el tenía un nido de amor en el sitio denominado La Regina, penúltima parada de sus viajes antes de llegar de nuevo a su casa. Se llamaba Pancha y diz que era muy hermosa, pero de un carácter tan fuerte que le dio tanta fama como sus propios atractivos, por cuyos defectos hasta mi propia tía le había advertido que esa mujer en cualquier momento iba a terminar ocasionándole un grave problema.
Ojos grandes y expresivos, boca carnosa, larga cabellera negra al gusto de entonces, senos túrgidos y opulentas ancas, acostumbrada a esperar a su amante después de bañada, y perfumada, peinándose la mata de pelo como sensual incitación al suave inicio de las eróticas caricias fielmente ansiadas.
Exactamente así lo hizo la tarde de esta historia, cuando los aguardaba procedente de Apurito, lejana población ribereña del rió apure.
Cuando ya el sol comenzaba a declinar oyó la guarura con que los banqueros anunciaban sus proximidad de horas, y el retumbar característicos de sus talones de su querido Fabriciano sobre la peneta de la embarcación, pues cada quien tiene su propio estilo para hacerse reconocer desde lejos.
Montó en seguida un sancocho de gallina, calculando  que, la lentitud de la canoa daría tiempo para que estuviera listo cuando él llegase. Después se bañó, se perfumó, arregló la alcoba i engalanó la cama con una sábana olorosa a sándalo, de una maderas orientales que guardaba en el baúl de la ropa limpia.
Cumplidos todos estos preliminares, sentóse en el corredor frente al barranco a peinarse pausadamente, en espera del hombre para el momento por tantos días añorados.
Llegó el bongo i los prácticos se encargaron de las correspondientes maniobras del atraque antes de comer i acostarse a dormir cerca del cargamento del cual eran responsables.
Mi tío, por su parte, después de acariciar a la mujer i entregarle el cariñoso obsequio que siempre le traía de sus viajes, comió, colgó la hamaca en el corredor para aprovechar la brisa de río i se acostó a descansar un rato.
La mujer recogió los trapos de la cocina, paso al dormitorio, se desvistió, empólvose de nuevo i se tendió en la cama voluptuosamente desnuda en inflamada expectativa… i esperando la rindió el sueño, porque mi tío cumplió su jornada de un solo tirón, pues involuntariamente se quedó dormido sin despertarse toda la noche.
Clareó la mañanita i los gallos estaban apuraditos enrollando la madeja de sus cantos, cuando los bingueros, caliente el buche por el trago de café colado por ellos mismos, arrancaron río arriba.
-¿Con quién vamos?
-Con Dios.
- I la Virgen.
Pancha se levantó con un pañuelo amarrado en la cabeza, su insignia guerrera cuando amanecía pletórica de reprimida ira.
El hombre comprendió, pero se hizo el loco tomándose el pocillo de café traído con desgano i observando con languidez mañanera que las gallinas se tiraban del árbol donde dormían i el gallo las recibía en el suelo haciéndoles solemnemente la rueda, sin cubrir ninguna.
La mujer –muda por tanta soberbia- observaba también la escena. Pero de repente, no pudiendo contenerse más, cogió un rolo de leña y se lo lanzó violentamente al gallo: “Toma, gallo del carajo, porque tú también como que llegaste de Apurito anoche”.
Quien me contó esta historia no podía precisar si al fin se realizaría el combate que Pancha estaba provocando. Aunque él así lo creía, pues don Fabricio, bizarro campeador de estas lides, se apareció al otro frente de batalla abierto ya en su propio hogar, cuando los loros despedían la tarde i mucho, muchísimo tiempo después que la gente de la casa había tenido que recibir la carga de la embarcación.

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