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viernes, 8 de enero de 2010

ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA COJEDEÑA (Prólogo, Selección y Notas de Isaías Medina López)


Imagen en el archivo de Ofelia Rodríguez Pérez


Prólogo
Cuando la idea de elaborar una Antología de la Narrativa Cojedeña cruzó por nuestra mente, lo primero que nos ocurrió fue la sorpresa de enfrentar una serie de posibilidades a considerar, si una serie, más quizás de las que generalmente pudieran pensarse en algo a simple vista carente de mayores complejidades. La experiencia de haber tenido responsabilidades semejantes en la Antología de Poetas Cojedeños (1987) nos llevó a pensar adicionalmente en distintos factores de indudable peso estético y literario, así la necesidad o justificación del texto, los elementos del mismo, la justicia (¿) de la selección, el deber ser y las metas por alcanzar hacían pensar paradójicamente, más en una acción de laboratorio que en el trabajo de un escritor, signado en forma inevitable por decisiones subjetivas. El sabor del riesgo, cierto ocio arrancado a la bohemia y la pasión hacia el cuento, la novela, el relato pusieron argumentos muy válidos a esta iniciativa, hoy compilación. Como capítulos de esa novela que deseamos escribir y que impedidos por nuestro destino se nos escapa; dejamos las escuetas líneas de este prólogo, las páginas de los autores incluidos y el elevado deseo de tratar de hacer algún aporte a las letras de esta región.
La Crisis Anterior
La ley de lugares comunes dicta: Los Llanos poseen todo aquello que puede asombrar al hombre, inclusive los misterios y los fabuladores de oficio. Sin embargo, lo considerado como literario-narrativo en esta zona posee tres títulos de gran envergadura “Lanzas Coloradas” y “Doña Bárbara” y “Cantaclaro”, de autores no nacidos ni culturizados con el medio, vale decir Arturo Uslar Pietri y Rómulo Gallegos, hecho que ha suscitado y suscitará diversas polémicas enfrentadas al regionalismo. La misma ley, nos señala luego, que en todo habitante de la zona habita la fábula, por suerte el auxilio de la biblioteca cuando la duda yo nos opacaba la memoria reveló en poco tiempo los valiosos cuentistas y novelistas generados a través de los cinco puntos cardinales que tiene Venezuela en sus llanuras, citando sólo a contemporáneos tenemos a José Santos Urriola (Portuguesa), José Vicente Abreu (Apure), Pedro Barroeta (Guárico), Orlando Araujo y José Napoleón Oropeza (Barinas), Carlos Noguera (Cojedes).
En el siglo XIX, hubo también dignísimos representantes. Nombres salvadores de esta norma de ciencia-ficción acuñada como marco del primer paso que dábamos en este camino.
Respiro bien justificado, haciéndonos reflexionar sobre una realidad literaria que no sólo carece de estudios evaluativos; lo peor de todo resulta la pobreza de su divulgación. Así autores y títulos se alejan del área de consumo de lectura que priva en la actualidad, en forma sostenida y quizá acentuada por la indisponibilidad de reeditar textos de viejas publicaciones.
Elementos de Discordia
Resultaría además de aburrida, innecesaria una antología de cualquier género, carente de variedad temática y lingüística. Igual de peligroso sería fabricar, rebuscar la variedad a ultranza. El escritor es reflejo de su identidad, lo escrito es imagen de ese reflejo, aún considerando que el texto pueda ser aparentemente distanciado del espacio original del autor no deja de aproximarse a la verdad que a una carga inevitable de su herencia ambiental le acompañará quiéralo o no en todos sus actos, la literatura inclusive. El espacio de Cojedes es dueño de una materialidad rural incipientemente urbana no superior en dimensión a sus fantasmas y mitificaciones. Más allá del termómetro el hombre interpreta la temperatura, por encima de cualquier hecho se adopta siempre una versión (si está en límite con lo real cuanto mejor todavía). El arte de conversar leyendas juega también su papel y finalmente la contradicción del andar solitario añade chispa a esa pólvora llamada en su potencialidad; narrativa y en su explosión: literatura.
A grandes extensiones de cielo, tierra y agua pocos autores, es decir, pocos fragmentos. Abultar para impresionar se aleja un tanto del mensaje a transmitir: Los textos y autores son a nuestro juicio lo más representativo del medio, el lector fijará sus criterios con la misma libertad con la cual el escritor eligió su tema y estilo, en iguales condiciones procedimos nosotros, mentiríamos si lo negáramos.
Discordia en los Elementos
En la pasada centuria Cojedes conoció del trabajo narrativo de Francisco Betancourt Figueredo, Jacinto López, Rafael Silva (Lino Sutil) y anteriormente inmediato a los aquí seleccionados Héctor Méndez Figueredo. Días aquellos del romanticismo editorial, novelas de tiraje limitado y cuentos extraviados en diarios y revistas regionales que un meticuloso olvido ha logrado borrar casi por completo. Fenómeno de esa generación posible de sucederle a la que hoy es compilada, pues los hechos precedentes así lo señalan.
Ventana y Viento
A esta altura del esfuerzo, efectuado ya la selección y culminados los aspectos de orden, nos aterra pensar en nuestro pesimismo social latinoamericano, diremos que no está previsto en lo inmediato un cambio en la estructura editorial del Estado Cojedes, que nos permita contar en poco tiempo con una gama de textos literarios narrativos lo suficientemente amplia como para hacer una valoración sólida del cultivo de este género entre los escritores cojedeños. Desearíamos equivocarnos al respecto, es decir algo diera al traste con esta sombría apreciación, al fin y al cabo la meta de todo pesimista es ser derrotado. Pero obviamente, creemos que en nada entorpecería al respecto creativo el establecimiento de mecanismos sistemáticos de estudio, crítica y divulgación en concordancia a los momentos que transcurren en el hecho de la novela, el relato y el cuento en Venezuela, polemizados en forma positiva a lo largo de 1987 y 1988 por una vigorosa generación de escritores nacionales. Ejemplo a seguir, no para el calco, sino para el crecimiento.
Tres de los cuentos que seleccionamos son estrictamente inéditos, pertenecientes a autores de corta edad y en cierta forma nuevos en estos quehaceres, en sí es una satisfacción de riesgo imposible de pasar inadvertido, vale decir, las perspectivas a mediano y largo plazo son esperanzadoras, bueno al fin y al cabo ese por lo menos es uno de los rastros de la literatura: la esperanza. Las verdades o falsedades que el hombre produce son de un valor infinitamente pequeño en comparación al hombre mismo.
Mejores o peores que los textos similares aparecidos en distintas latitudes del país, esta antología por lo menos ya existe, cuando en los tiempos venideros seamos superados nos quedará la satisfacción de sonreír aunque sea en la innarrable e indescriptible soledad de nuestra tumba.
San Carlos, 28 de diciembre de 1988
Isaías Medina López

Crisanto (Francisco Javier Frías Vilera)
Deambulaba Encarnación Contreras en la plazoleta menuda de su barrio, ingeniándoselas para salir al paso de una nueva interferencia, nunca quiso ser como fueron con él, criado por su abuela materna desde su nacimiento, en un bosque cualquiera del llano de Crisanto. Sus palabras fluían en dos mundos, uno imaginario y otro real. Golpeaba su huesudo pecho para secarse las ansias de pobreza que agobiaba su camino y se interrogaba. (De cambiar esta maldita vida; Irene, los niños, Caracas...) Pensaba y pensaba, pero fue la urbe quien le mostró la otra cara de la moneda, algunas extrañas para él. Ahora dependía exclusivamente de la generosidad de Rauseo Linares, persona predominante del Barrio Cementerio y dueño del destino de centenares de personas.
Nacieron en la misma población y tenerlo de compadre ofrecía sus ventajas. (Compadre, vengo para que me ayude. Yo sabía que no me fallaría, es usted un santo. ¿Que no me va a prestar plata, y cómo quiere que viva?). Y entonces Encarnación Contreras se introdujo en el mundo mágico de su compadre, Don Rauseo Linares.
Desde ese mismo día de su unión, tomó su vida un cambio vertiginoso, tan diferente que la gente comenzó a llamarles La Corte India. Desaparecieron sin dejar rastro, pasaron a un plano más elevado, debido a sus estudios sobre la vida y la muerte. (Compadre, repítame eso de los espíritus, no comprendo nada. Lo que debo hacer es leer y tener asesor. Bueno, yo cuento con usted). Crisanto era un pueblo, o mejor dicho, un punto perdido en la inmensidad de la llanura, corroído por lo antiguo y lleno de los más enigmáticos misterios. Una tarde de invierno, cuando el crepúsculo lejano se internaba entre las espesas y oscuras mantas de la noche, Encarnación Contreras, ataviado de batas coloridas y puras hacía su llegada. Su vida había dado un vuelco completo, como lo quiso.
Y desde ahora se enfrentaba a un reto insalvable, revivir las creencias perdidas del evangelio. (Compadre, llevo un mes practicando, quiero comenzar ahora, he ampliado mis conocimientos y es nuevo mi vocabulario, estoy preparado para ser santo, porque eso se aprende ¿verdad?).
Calienta la estrella dorada el lento camino del ciempiés humano. A lo lejos del follaje, escondido entre las plantas y árboles antiguos, se yergue majestuoso ante los adoradores e inocentes el Imperio de Hecheman, “El Brujo de Crisanto”, creador de los imperios de los dominios de Dios e hijo de los sublimes poderes celestiales. “¿Qué tiene la hermana?, diabetes, esa es una pequeñez para el supremo poder de Dios, el de los cielos, quien ha dejado en mis manos el poder curativo de los males. Zaaas, sal de aquí Satanás, te lo ordena Hecheman y deja la vida de la hermana en paz, soy el creador de los imperios del señor. “Y así por arte de la persuasión otro creyente era liberado del padecimiento. Las personas curadas por él semejaban en cantidad al mismo Monte Everest, creciendo su fama en cada rincón del Universo. Los fieles dejaban una limosna en la pequeña gran caja, para honrar la memoria de Dios. (¡Que pueblo más bello éste, compadre!, es el predilecto para nuestra misión, creo que triunfaremos; bueno, usted no ha creído en derrotas; deme fuerzas para salvar todo tipo de inconvenientes y así aguantar esta nueva etapa en mi existencia. Me sentiría mejor si Irene y los niños estuvieran conmigo, pero no importa sé que debo mantenerme soltero, los Dioses son puros y no se unen en matrimonio con mortales y desde hoy seré inmortal, por la gloria del señor: De todas formas serán muchos los días que estaré alejado de ellos y me duele hacerlo. El pequeño Rauseo, el que Irene y yo, luego de estar pensando tanto en Dios y usted, que son la misma persona, decidimos ponerle su nombre. Casi no pude verlo, y si no regresamos en mucho tiempo, quizás cuando lo haga no quiera reconocerme como su padre). “Tienen que creer en Dios...” Y con estas palabras se introducía en el fantástico mundo sagrado. Las personas del campo y la ciudad así como los extranjeros, cegaban sus ojos tras las palabras de Hecheman “El Brujo de Crisanto”. La estrella dorada restregaba sus lanzas sobre pieles curtidas de los árboles humanos, y el sofocante viento se esparce con su colorido transparente a través del espacio de puntos lejanos. Fuerte y amargo el camino de la muralla humanizada extendida desde Crisanto hasta la lejanísima población de Pariaguán. Solamente el principio y el fin de los pueblos.
Mil setecientas cincuenta y ocho leguas de cariño; el animal viviente nunca imaginado por creyente alguno, bañaba los estados llaneros. Era como si la muerte los azotara a todos. Millones de personas confiaban sólo en el hombre emisario de la eternidad, podía hurgar entre sus males y saltar a flote de sus ojos la curación milagrosa.
El día de su arribo, Crisanto se debatía entre la vida y la muerte, y los fantasmas del pasado seguían rondando los escondrijos de la que fue la casa de Raimundo Linares y Manuela, la hija de una esclava que llegó junto a su madre en una barcaza de paletas al mando del pirata Watson, vino al Caribe en busca de fortuna y un error de cálculo lo hizo internarse en pleno llano. Cuentan los que aún viven, que en noches de eterna oscuridad, el horizonte dormido deja ver la embarcación como una aparición, para marcar con el signo de la muerte quien ose mirarla. Manuela le invitó a salir del pueblo y olvidarlo todo, pero el amor a la aventura la obliga a seguir conociendo el por qué de ellos eran los descendientes más jóvenes de Crisanto. En aquellos lejanos años, cuando la gente viajaba por caminos pedregosos y los senderos eran escasos, llegó a Crisanto un ventarrón llevándose a las mujeres en su cola, sólo los niños y hombres ancianos hoy, se quedaron para echar el cuento recostados de las paredes de las casas derruidas, a la puerta de un nuevo huracán mayor, que se los lleve con sus recuerdos. Por esos días hicieron su aparición a Crisanto, seguida de fiestas y placeres, para engalanar la llegada del hombre supremo. Un pueblo olvidado por el Coronel Martinica, que junto a sus zagaletones se lo entregó a las fuerzas del gobierno conformándose con hacer la guerra en otros lugares menos peligrosos. El baúl estaba por reventar de lo pesado y era sustituido por uno nuevo, para ser arrojadas en él, las monedas para honrar la memoria de Dios, no importa como se roba, si es por una causa justa. Hecheman “El Brujo de Crisanto” era el señor en potencia convertido hombre para el beneficio de sus hijos, ni el Coronel Martínica, de estar por ahí, le hubiera hecho la guerra. La oscuridad era bañada por escasas estrellas: Parecían monedas arrojadas al espacio, pero ella no cansaba a Hecheman, durante meses curó males sin descanso. Dicen sus devotos que el culto creció desmesuradamente: fue necesario eregir estatuas en su nombre, se imprimieron calcomanías, franelas, llaveros y el Gobierno para calmar la euforia colectiva, editó una estampilla de cien bolívares, condecorándolo, además, con la Orden del Gran Mariscal Patriota. Un grupo de personas curadas por él, fundaron un pueblo a pocos kilómetros de Crisanto bajo el más enigmático de los credos.
Argumentan también quienes se encargaron de recordarles, y de escribir sus supuestas memorias, que un intruso no creyente de poder sobre la vida y la muerte, trató de bufarlo, haciéndose pasar por un lisiado. Hecheman indignado con él, lo mantuvo por espacio de tres días en una muerte absoluta, demostrando su privilegio mando. Desde ese mismo día, es el encargado de dar noticia a cada milagro, con una inmensa campana de plata atada a su velludo pecho.
Haciéndola sonar con amor desbordante, glorificando la imagen de su amo. Alejando los burlones así para siempre de sus dominios. Nadie llegó jamás a dudar de su suprema autoridad entre los Dioses. (Compadre, es usted vividor aunque trate de ocultármelo. Ya sé que se debe su triunfo en el destino de los demás). Rauseo Linares “El Conde Ranchero”, no conocía su propio origen, confundía si provenía de Crisanto o de un pueblo más hostil. A diferencia de Encarnación Contreras, él fue criado por sus padres Raimundo Linares y Manuela, quien le dejó como única herencia, un crucifijo de esclavo que le guiaría en sus propósitos. Lo de Rauseo proviene de su abuelo. Guerrero incansable en las luchas emancipadoras; la más importante donde fue condecorado al dar muerte al Gran General de la Revolución. Aunque los historiadores pretenden hacer creer este pasaje de la historia como hecho por un oscuro sacerdote de quien no se supo su nombre. Al pie de una iglesia, cuando las tropas tomaban el pueblo por sorpresa. Rauseo Linares le latía el corazón como trote de caballo, sus escasos vellos se le erizaron y más por el miedo que su heroísmo, su arma se disparó en un blanco certero que instantáneamente segó la vida del líder invencible en la suerte de las armas. A la llegada de los soldados, los cascos se hundían fieramente contra el duro y seco suelo levantando una polvadera que cegaba a todos. Se estremecieron las paredes y los diversos jefes militares desaparecieron por uno de los túneles que comunicaban el pueblo hasta las afueras del Mundo; Rauseo Linares atentó a la desesperación colectiva de vivir en la ciudad feliz se le ocurrió la idea de crear una urbanización de ranchos y depender del alquiler de ellos. Ya Hecheman no se interesaba por estos asuntos. Rauseo Linares con su cuerpo sudoroso se dedicaba a tiempo completo a sus nuevas tareas divinas. La piel blanca y tostada por el sol, el miedo igualmente triste se repetía como una herencia incurable.
Trataba de lograr en Crisanto el éxito de su abuelo, ser el nuevo caudillo; su crucifijo de esclavo reflejaba la luz del cielo como una estrella de triunfo. Años después todos se preguntaron si Hecheman “El Brujo de Crisanto” fue Rauseo Linares o su compadre Encarnación Contreras, la diversidad de trabas e inventos para llegar a donde se atrevieron se le deben a él. En su hermetismo se conocía más la vida de los hombres que la suya. (Compadre, esa gente se cree las palabras que digo, es algo arriesgado, no piensa usted, claro Hecheman el supremo, nos protege. Los creyentes no vieron mal a Hecheman, según las escrituras, lo enviaron para cuidar los hijos del señor del infierno creado por los hombres de poco credo.
Encarnación Contreras perdió para siempre su identidad en Supremo de cuerpo y alma en la tierra. Rauseo Linares lo preparó todo tan bien conociéndose a todos los santos buenos y malos entremezclándolos en una nueva religión la más renovada y fresca, atrapando a propios y extraños. Se sentía un verdadero conocedor de hechicería y sus recetas las vendía él. De paso sus entradas eran dobles.
Su imperio se hizo indestructible. (María Lionza es la verdadera reina de los cielos, ella vendrá en pocos días a unirse en matrimonio con Hecheman, su Dios). Y fue creado el matrimonio de Hecheman y María Lionza, siendo cortejado por una legión de treinta Cardenales, más de cien Arzobispos y Obispos del mundo entero, Rabinos, Chamanes y representantes de todas las religiones del Universo.
El Papa vino invitado especialmente para oficiar la ceremonia. Hasta aquel grado llegó el atrevimiento de ambos. Mandó en la vida de las personas que osaron pedir su ayuda en la verde cara del pueblo.
(Compadre, se nos está poniendo largo el regreso). Y se hizo largo, los años se fueron y Encarnación Contreras no pudo conocer la otra cara de la vida, Crisanto se envolvió en ellos para siempre.


Toda una vida en la Orquídea Negra (José Daniel Suárez Hermoso)
Con el trebol de corazones rojos en la camisa, con la precisión del que no tiembla cuando dispara al blanco, así de cargado como si midiera la grandeza o pequeñez del silencio fueron las palabras del Negro Encarnación Mejías al referirse, a la que fuera en sus tiempos de mozo la mujer grande de La Guaira, la Marina Grande, la Claudia Mijares, la linda de la Orquídea Negra.
__ Te digo Beltrán, que pedía una pierna en lugar de la cabeza, era la figura tierna del abrazo y uno sentía, que se resbalaba por su cuerpo como arena hirviendo; y
uno se derramaba sobre el piso cuando media la proporción de sus grandes nalgas que se le aproximaban a uno con aquel olor a jazmín y aquellos perfumes traídos de Francia; porque te digo que la Claudia se las traía y también se las llevaba con un poco de Matamoros y Daniel Santos. Te digo Beltrán que en aquellos tiempos fue cuando Daniel Santos cantó aquel Bolero Besándome en la boca me dijiste eran otros tiempos, el morocho que había muerto, estaba más vivo que nunca y pegando fuerte en el ring, y entonces vinimos a este mismo lugar y nos sentamos en la misma mesa, fue el día en que el zurdo Medina le hizo largar los dientes a Patricio Mendoza, cayendo sobre la mesa, sobre esta mesa, como si se vaciara un vaso de dados; era entonces el momento más grande de nuestra vida. He venido para hacer esta historia; una historia cruda, Beltrán; aunque tu seas el único que me escuchas a esta hora, cuando ya está por cerrar la Orquídea Negra. Cuando en mis tiempos la Orquídea Negra no cerraba nunca, el día y la noche eran un nido de amor, que ni siquiera la Seguridad Nacional podía disolver.
El Negro Encarnación apretó el puño con fuerza, volteó la cara para que Beltrán no viera que salían de sus ojos dos semillas de agua, tan amargas como aquella noche cuando perdió el campeonato ante un hombre a quien él consideraba el más torpe de los Boxeadores.
__ Pero no hay hombres tontos, Beltrán, y el amor es como un gran mach de Boxeo, donde uno lo único que hace es soñar.
El Negro Encarnación golpeó la puerta con fuerza, un golpe seco seguido de un llanto profundo, se aferró al silencio del bar, la cerveza rodó por el piso, y Beltrán trato de consolarlo mientras de su voz salían estas palabras; - Me gusta golpear Beltrán, me gusta golpear.
Esta mañana la ví, casi muerta, tirada en una acera de la Plaza Miranda, parece mentira Beltrán, que la vida cambie tan rápido para unos y para otros. Te digo que pedía una pierna en lugar de la cabeza, cuando le hablaron de Medusa, se dijo, esa debo ser yo, yo soy la hembra y la premura. Cuando salió el cometa en el sesenta, ella llegó de Miracielos a Hospital, vestida de negro con chaleco y blumer de color morado, un policía que estaba allí le dijo: - márchese, esto es una indecencia. Y ella coquetamente le respondió: ¿Es que uno no puede guardar luto en la democracia? Cuando el 23 de enero me dieron la noticia, grité, salté y me dije: al fin podré hacer lo que me da la gana, no es eso lo que quiere decir la Democracia, podré cobrar lo que me de la gana, porque los militares no pagan, y volteó deslumbrando al policía con su trasero hermoso: que solamente podía verse con el manto de la divinidad.
Trigueña, rubia o negrita, era Claudia. Cuando al fin te vayas y me dejes triste. Como bailaba, una pierna en el estante, otra en la mesa. Bajo la luz opaca de las lámparas y el fumar del cigarrillo, no había en el mundo mayor tentación que ella y uno todo miedo, devorado por una pasión loca. A muchos le oía decir: Quien la toque se las ve conmigo. Era temor y alegría, a las dos de la madrugada, cuando ante el público tomaba decisiones y decía: - En nombre de la Democracia y el mío propio te elijo a ti, hombre de la mesa quince, para que seas mi compañero por esta noche.
Al amanecer andaban los periodistas de crónicas policiales por la Charneca, 23 de Enero y Petare.
Porque de seguro había muerto alguien y ella regresaba para hacer una nueva noche que ahora era complicada para los amantes y que en esa hora esperada era reconfortada por un desnudo total y sorprendente. Así mantenía su grandeza y los cabrones y las putas viejas le colocaban su nombre a negocios que deslumbraban la noche caraqueña, tan profunda y dorada como su suerte.
Muchos hoteles fueron inaugurados por aquellas nalgas descomunales, y aquel cuerpo tentador. Todo eso era Claudia, siempre despacio por la calle y con un temple de mujer rica, presumida, exquisita. Diferente a todas las hembras de la época; se untaba a las cosas con una gran facilidad; que sola o acompañada siempre tenía una sonrisa incomparable. Era una Miss, Susana estaba disgustada porque le había quitado su pareja, porque la puta se las traía; con qué suavidad se movía y se deslizaba sobre la cama. Sería por eso que las mujeres de Caracas aparecieron por las calles con la cara afligida y perritos y gatos siameses, pues era difícil tolerar que sus maridos tan ancestrales y sociales como ellas, estuvieran enamorados de una vil puta de Caracas.
Se dice que la Claudia tenía siete vidas como los gatos; un día un mesonero intentó secuestrarla y ella armada de valentía no le protestó y ni siquiera sudó al sentir en sus espaldas un Colt cuarenta y cinco niquelado, ella se dejó llevar y cuando estaba en el lugar donde sería canjeada por dinero, empezó a desnudarse y el arma cayó al suelo con un golpe seco que terminó siendo placer. Sin duda que linda era Claudia; tenía los ojos negros, su cara fina y nariz delgada; era un Angel, una virgen de medianoche como le decía Daniel Santos.
Era una loca noticia y todos tenían que decir – mira esa es Claudia.
¿Cómo lo sabes?
Lo sé por su pelo, por su cuerpo, vivía en Prados del Este antes de venir a la esquina de Sabana Grande.
__ Debe ser una gran artista.
__ Una artista del amor.
Había pasado con la tarde y en la oscuridad era una vaga sombra.
__ No me la toques, es todo un angel.
La noticia de que Teo Capriles la buscó por más de tres meses para hacer una crónica que causó revuelo en la Caracas de entonces.
-Notas de Conquistas- en ella se contaban de una forma disimulada lo que hacía con los amante.
Miles de hombres aferrados a los estantes del alumbrado público eran fotografiados en actos de Placer.
Una pierna en lugar de la cabeza pedía Claudia.
Unos lentes oscuros y una peinadora de bronce cobijada por perfume francés para el acto.
Sin duda hubiese alarmado a la escuadra Alemana de los años 40.
Una piel de leopardo que poseyece su alma agreste pedía Claudia bajo un mes frío.
Tus ojos me enseñaron a mirarme.
Esa era su canción. Jamás pensó en un país nevado.
Prefería el trópico.
Prefería el calor y la violencia del hombre del trópico a la amargura y la frialdad de un eslavo.
Un hombre ¿Qué es un hombre? Un hombre es hombre.
Vinimos a hablar de amor o de política, yo sólo se hablar de amor, no me gusta la guerra, amo la paz de mi cuarto y mi libertad porque hago y me pongo lo que me da la gana.
Te vas. Yo no soy policía, ni periodista, cada cual con su santo propio y yo con el mío.
Un día, se está muriendo Claudia en el Pérez Carreño.
La prensa fue a tomar el reportaje; un auto cuyo conductor se dio a la fuga atropelló a Claudia mientras cruzaba la Avenida Bolívar.
Los médicos hicieron lo posible pero la terapia duró tres meses, entonces la soledad tenía olor a formol, a gasas ensangrentadas y nadie, sólo una enfermera que por obligación la asistía. Se secaron sus carnes, su piel se fue consumiendo poco a poco. Ahora no había ron, ni rumba, ni una pierna en la mesa, salió de la habitación y al final del pasillo podía ver las tiendas Claudia, caminó por la avenida pausadamente como si fuera la última vez, sin duda no era ella Beltrán; pasó por el silencio y en una de las tiendas Claudia una placa “El nombre de esta tienda se debe a una mujer llamada Claudia, muerta el 13 de Septiembre”. Así pasó ella a lo desconocido, como nosotros Beltrán, pasando sin sentido o con él. El negro Encarnación aprovechó que Beltrán veía caer unas gotas de agua afuera por la ventana menuda del Bar para sacar una menuda pistola y colocarla en lugar del corazón y hacer así la noche más profunda, allí caía el negro Encarnación y dejaba sobre la mesa del bar la Orquídea Negra, la fotografía más hermosa de Claudia Mijares, mientras Beltrán pulsaba en la vieja rocola “Virgen de Media Noche” de Daniel Santos, esta fue la última noche en la Orquídea Negra.


Historia de un Pueblo Caliente  (Víctor Sánchez Manzano)
_ Ahora sí: llegamos. Después de tantos años fuera de este pueblo, al que todos llaman el pueblo del calor, me alegra estar contigo.
_ No era tan distante de la capital –dijo mi acompañante. Mientras nos adentramos por la calle principal sin más obstáculos que el de los semáforos.
_ Pensé al oír hablar a mi tía de este pueblo, que quedaba al otro lado del país. En las clases de geografía siempre estuve atento para percatarme de la ubicación en el mapa y descubrí su centralidad.
_ Verdaderamente, este pueblo tiene una situación privilegiada – comentaba mientras descendíamos del automóvil que estacioné premeditadamente distante al lugar donde iríamos.
Tres horas de la capital, una hora del centro industrial por excelencia, hora y treinta minutos del segundo Puerto del País, puente obligado hacia occidente. Topografía variada, pie de montaña al norte y la más clara horizontalidad al sur con Serranías de galerías dividiendo caprichosamente esta travesura natural.
Allí está. Sucumbiendo en el tiempo, el edificio sede del Gobierno, donde se han planificado y ordenado ejecutarse tantos disparates.
_ Me sorprende – me comenta mi compañero – que el centro de este pueblo, sea distinto a los demás con pocos edificios coloniales e históricos.
_ Sólo queda éste – al que entramos – Cualquier día algún Gobernante que tampoco le duelan ni el pueblo, ni la historia, ni la colonia, ni el porvenir ordenará destruirlo, construyendo aquí mismo otro más a tono con el modernismo.
_ Siempre recuerdo a mi padre, él decía que este pueblo no crece en apariencia, porque lo hace hacia dentro y no se extiende.
Extrañamente los que dirigen no han diseñado un crecimiento hacia fuera, solo los marginales están ensanchando las orillas.
Las casas y edificios de otrora ya no están. Allí demolieron tres, que mostraban la pujanza que tuvo este lugar. Aquí construirían un Motel Turístico, pero posteriormente lo convirtieron en un estacionamiento y contradictoriamente la sede de la Contraloría del Estado. Al fondo y al otro lado, de existir las edificaciones podría observarse la transición entre lo colonial y el pre-modernismo. Aquí todo se demuele, se destruye aún cuando sobra espacio para crecer. Esto hace que el casco central esté siempre igual. Aún cuando tengo algunos años fuera, puedo asegurarte que la dinámica del pueblo se realiza por esta calle y por donde entramos.
_ Mi tía dice, que la idea de progreso de los gobernantes se trunca, que las buenas iniciativas encuentran resistencia y para eternizarse como gobernante sólo tiene que hacerlo muy mal, y que el pueblo es el culpable por conformista y adulador.
_ Particularmente, creo sobre este asunto – apuntaba mientras solicitaba al gobernador de turno.
_ Esperaré señorita, no tengo prisa, vine especialmente a esto. Gracias.
_ Como señalaba, creo que más que un problema de ideas, o de origen de los gobernantes – tema que también se plantean en estos casos – es un problema de afectos. Este pueblo ha sido gobernado fundamentalmente por gente que no lo quiere, ni les interesa, más aún por gente que lo desprecia. Muchas veces se ha esgrimido la tesis de que si el gobernador o el funcionario cualquiera es nativo o no. Si hiciéramos un balance sobre cuántos son nacidos aquí y cuantos no, estoy casi seguro que en las últimas tres décadas estarían a mitad, pero ello no tiene importancia, a mi entender, porque como te decía, bastaría con analizar con los resultados, los afectos.
_ ¿Cuántos han estado identificados con el pueblo?
_ ¿Cuántos han querido y quieren al pueblo?
_ Por este recinto vienen y pasan con otros intereses y motivaciones, pero no con afectos. No basta nacer aquí, la mejor muestra es tu tía, nació, se crió, se fue y ni siquiera lo olvidó. Odia profundamente a este pueblo generoso, hospitalario, cabrón que alberga sin exigir nada a cambio y sin que sus moradores establezcan condiciones. Hoy igual que ayer el odio también está.
Doce del día. Me alegra que el funcionario solicitado no haya asistido: El Gobernador tampoco es de aquí y no está. Ojalá no venga, eso nos obliga a pernoctar y disfrutar de este maravilloso calor, de este característico e inigualable calor, de este especialísimo sudor que tantas veces sentí y continúo deseando sentir.
Atravesar por esta Plaza Bolívar: de chismes y anécdotas, de chistes y especulaciones, de matrimonios y retretas, de actos cívicos plenados de gente obligada a asistir. Oficiales, ejecutivos y autoridades que nunca supieron valorar su responsabilidad para hacer crecer este pueblo, hacia adentro, hacia fuera, hacia cualquier lado. Plaza de discursos sin sentido, de blasfemias y olvido, de conclusión de manifestaciones y efemérides, de cabalgatas, de uvas de playa, mamones y almendrones, de primeros besos y amores, de estudiantes y sueños, de robos y manifestaciones. De fin de año, de abrazos y sentimientos, de inicio y cierre, de tradiciones, de procesiones, de semana santa, de apretones.
_ ¿Cuántos afectos hay en este centro?
En este lugar donde todos, alguna vez, hemos querido estar, con este Bolívar grandulón y mirandino, tan diferente al que tuvimos alguna vez: pequeño, audaz con la espada desenvainada, como si viniera a defendernos.
Bolívar tampoco está aquí. Una vez una mujer exclamó: ¡Bolívar también nos abandonó!. Y le dije, hasta Bolívar no los cambiaron y nadie dijo nada.
Como tampoco nadie dijo nada cuando demolieron el Liceo, el Colegio de las Monjas, la Municipalidad, la casa donde cayó Zamora, la cárcel, la policía y tanta gente destrozada por las lenguas vilipendiadoras, como tampoco nadie dijo nada cuando nos quedamos sin generación intermedia, por tener que emigrar, por no encontrar aquí alternativas.
Como tampoco nadie dijo nada cuando aquellos alegradores del pueblo se cansaron de la crítica leonina, ante su ingenuidad, sus cohetes, sus instrumentos, su ignorancia y hasta sus risas. Esos locos ya no están aquí y se ha quedado el pueblo, sin ellos, sin sus locuras. Yo tampoco dije nada, no aporté nada, no propuse nada, ni defendí a ninguno, quizás para ahorrarles o ahorrarme disgustos.
El samán permanece aquí. Frondoso y erguido, viendo año tras año como queman los judas y como vuelven: Arbol limpia-bota y político, tu los has visto a todos. Tu sabes de todos mis afectos por este pueblo. Tu si has sentido el verdadero calor y permaneces allí: altivo, hermoso, honesto. Tu si sabes que este pueblo no es tan caliente.
Allá está tu iglesia, cuyo reloj se detuvo hace mucho tiempo. De cuyo púlpito mucho extranjero habló de tu calor, cambio tus tradiciones y criticó tus hábitos y noblezas. Sí, tus tradiciones que son para un pueblo su identidad, es parte de la herencia, son el producto de mezclarse propios y extraños. Ahora ellos está, nosotros no.
Aquí estoy de nuevo, pensándote, a lo mejor pensando por ti. Si tu pudieras hacerlo sentirías como yo esta inmensa tristeza: La nostalgia permanece. Debe ser triste para ti, oir a tus hijos afirmar que en este pueblo caluroso no pasa nada. Y solo el aburrimiento crece. Tu calor y tu estaticidad, es falta de afecto, es especulación, es crueldad. Todos cambiamos alguna vez, tu también pueblo querido has cambiado. No todo puede ser igual, los pueblos como los hombres no pueden ser inalterables por el tiempo.
Lo que debe permanecer igual y ojalá nunca cambie son tus atardeceres mágicos, tus calles doradas por el sol, que palidecen con la otoñal floración del apamate.
_ He disfrutado viendo tu rostro, por momentos impenetrable y lánguido.
_ ¿En que pensabas?
_ En lo que puede pensar el pueblo de nosotros, en lo que siento yo, cuando tu madre dice que sigo siendo igual, estancado... que no cambio. Aquí estoy con mi misma naríz, con la misma cara, con canas. Pero ya no soy el mismo de ayer, como este pueblo. Muchas ilusiones se me fueron, como a este pueblo. Muchas esperanzas no me esperaron en este pueblo.
_ Papá, hemos recorrido gran parte de este pueblo ¿Y tus amigos dónde están?.
_ Mis amigos también se fueron, pocos están, pero hoy, precisamente hoy, quiero disfrutar junto a tí de este pueblo en el anonimato. He visto a varios y no he querido reconocerlos, también sé donde están otros, pero quiero recorrer estas calles como un extraño, eso me permitirá evaluar. Te tengo a tí, que no lo conoces, sino las referencias de tu tía y las nostálgicas anécdotas de tu abuela. Las dos exageran: una porque nunca lo quiso y otra por haberlo querido demasiado. Tu serás como el juez entre la realidad y mis afectos. Aprendí de un profesor que exageró su defensa y querencia por este lugar que “la peor cuña es la del mismo palo”. El sólo recibió el reconocimiento de este pueblo, cuando sobre hombros de amigos pasó frente a la catedral y por ironías del destino el pueblo celebraba fiestas.
Aquel señor de chaqueta gris, calvo, también vino de afuera. Es el dueño de aquel auto alemán imponente que vimos al entrar. Tiene su casa de habitación en la ciudad industrial. Aquí trabaja y contrata, allá vive e invierte. Su familia nunca soportó este calor; la Universidad de aquí es experimental y escuálida para sus hijos. Lo único que le gusta de aquí es la capacidad adquisitiva de la gente.
_ ¿A este pueblo le hace falta afectos?
_ Hijo, el regionalismo es un afecto, que debe sentirse, que se nace con él, pero que también se aprende. Aquí no se cultiva el amor por este terruño y al que lo siente tiende a perderlo, ya que, pareciera existir un proceso de desaprehensión que sistemáticamente, se implementa.
Claro, aquí los propios son minorías y los extraños mayoría. Los que han venido no han respetado los hábitos, ni tradiciones, o dicho de otra forma no ha habido quien exija el respeto por lo autóctono. Hablamos con frecuencia de un pueblo desunido, pero no puede haber unidad en lo que nunca ha estado unido, en lo aluvional.
_ ¿Los propios son minorías? No entiendo, puedes explicar?.
_ Si, la mayoría de los habitantes de este pueblo, no son de aquí, no han nacido aquí, han venido por diversas circunstancias, en muchos casos, ni siquiera decidieron venir, simplemente llegaron y están aquí, por un tiempo, luego irán. Por supuesto no siempre es así. De allí la explicación del calor. Los que hemos nacido aquí, naturalmente nos adaptamos a esta temperatura, los que vienen de otros lugares debían adecuarse, sin embargo, por sus deseos de estar en otro lugar no valoran éste, y como son más los que vienen, son más los que se resisten a este calor infernal – como ellos dicen –. En realidad, infernal es su necesidad de permanencia.
De tanto repetirlo hemos terminado creyéndolo, como tu tía, convirtiendo a este pueblo en el del calor, inclusive superando a otros pueblos, los cuales registran anualmente mayores temperaturas. Tu y yo sabemos que hay lugares en este país más calientes – claro ninguno tan cálido como este – pero de ser verdad ese pregonado decir, si hubiera afecto ésta sería nuestra referencia para diferenciarnos y aprovecharla positivamente; hasta pudo pensarse en la cultura del calor.
_ No he sentido tanto calor. Seguramente de tanto repetirlo mi tía, me imaginé mayor calor. Creo que exageró, imagínate ella me contó cuando supo que te acompañaría, que en este lugar las iguanas cargaban cantimploras.
_ Si y mamá le contó a ella varias anécdotas donde se evidencia que en este pueblo sienten menos calor los que le quieren. Aquí vienen personas que han venido de Europa, del Norte de América y han echado raíces en este calor y quieren su generosidad y añoran estar y decidieron sembrarse aquí para siempre.
_ El regionalismo es una traducción del afecto. El pueblo menos caliente de este Estado, donde nos detuvimos a desayunar, el de los dos cerros iguales que desde la llanura parece que una mujer gigantesca, de hermosos senos y acostada mirara el sol, donde en la emancipación se sentó un precedente de hidalguía. Allí se cultiva el amor y la defensa por lo propio, allí hace menos calor. Ellos están más cerca del centro industrial, la gente tiene facilidad de ir y regresar, ellos no se van, pueden fijarse. La mayor parte de su población nació allí y los que han llegado han oído sistemáticamente las bondades que ofrece a través de sus moradores. Defienden su identidad, en ese pueblo también tiene tradiciones y hábitos culturales. Ellos se creen superiores, son superiores. En el fondo su superioridad es su amor por esa tierra. De allí que los afectos hacen a los pueblos atractivos y maravillosos, recuerda que la historia de los pueblos las escriben sus hombres.
De vuelta a la Gobernación, a la cita concertada, quisiera meterme en cada pared y oír qué piensas tú de toda esta gente, pueblo caliente. De mí, de tantos que como yo te abandonamos, de muchos que como yo quisimos regresar y no pudimos. Pero aquí estoy otra vez en este pueblo caliente, pueblo de ventura o desventura, de alegría o tristeza, quizás de todas esas cosas juntas.
_ Ojalá que él me reciba y me de empleo.
_ Vengo por ti, pueblo querido.
Ojalá que nunca me reciba, así tendré excusa para esperar en ti.
Aquí estoy otra vez, como tú: aburrido, y sin que pase nada. Como yo, con la misma nariz y la misma cara, con canas y las mismas ganas de quedarme.

Altagracia y otras cosas (Carlos Noguera)
Sólo que en el momento en que el tipo arrancó y yo caí por el empujón de la puerta, Carelapa, que venía por el otro lado del carro, por la puerta de atrás, de modo que el tipo no podía verlo, mejor dicho: ni a él ni a Eligio, que venía era por la puerta delantera, Carelapa, digo, le disparó dos veces con la automática.
Pude ver al tipo desde el suelo porque la puerta del lado del volante había quedado abierta, a pesar del golpetazo que me había tumbado: el tipo se dobló hacia adelante y cayó sobre la corneta, lo digo porque en seguida comenzó el pito, cuando el carro chocó contra el Buick que estaba atravesado en la otra fila, en la del centro. Claro que no lo pude ver sino oír, pero lo más que podía pensar era que el tipo había templado el cacho. Entonces, les dije a Carelapa y a Eligio que nos fuéramos: ahí no teníamos nada más que hacer.
Después vimos que el show salió en los periódicos de otra manera, y tuvimos suerte: al Nacional de Descuento lo limpiaron ese día y la PTJ mezcló dos cosas, con pista y todo. Pero lo que quiero que te des cuenta es que tiradas de ese tipo no las puedes tú ver ni calcular.
Claro que Carelapa pifió porque él no tenía por qué tener la pistola afuera; tenía que sacarla cuando estuviéramos dentro del carro, porque el único que podía sacarla mientras estuviéramos afuera era yo; pero qué quieres tú, el loquito creyó que me hacían un favor, a lo mejor hasta se figuró que tipo me había aplastado del otro lado, por qué no, y en un momento de esos qué se va a aguantar uno a pensar. Sacó la fuca y lo quemó. Pendejadas del tipo, también, qué le costaba devolvernos la rufa si se la íbamos a devolver igualita. Además nosotros no estábamos al tanto de figurarnos que no andaba armado.
Yo de todos modos amonesté a Carelapa después, tú sabes: para no perder la jefatura; pero en el fondo le estoy agradecido.
Para otra vuelta ya no nos vuelve a ocurrir: es la única vez que hemos fallado en el oficio de levantar la máquina, viejito.
Menos mal que teníamos precisado el tiempo para el cafecito del vigilante, me refiero al del otro estacionamiento del frente, porque en el que estábamos nosotros no había; de todos modos, por más que sea la fuca se oye: les dije que nos dispersáramos. Pintura era lo que nos salía y yo cogí por los lados de la puerta principal, me compré el periódico que está en el puesto a la salidita y me fui a pasoeleón por Los Ilustres arriba. Eligio se metió por los lados de la escalera del edificio de la biblioteca y fue a salir al rectorado; y Carelapa, que era el más chorreado de todos, se fue por los lados de Farmacia para salir por la puerta de Las Acacias y coger hacia arriba, hacia el cerro de la Televisora.
Era la única vez que habíamos pelado. ¡Francamente! ¡Levantando la rufa!
Después constate otras cosas y tu cara se iba iluminando con un luz que ya te daba para el resto del cuerpo, mientras pensaba que Eligio podría estar escuchándote, en algún lugar, en el recuerdo, desde el fondo de una lluvia tupida o del tiempo, mientras Ernesto estaba enfrente de ti, a tu lado, como mucho antes, como cuando esa luz que ahora es tuya, y que posees, era escasa porque los árboles demasiado altos, incluso para ti que eras del interior, los árboles demasiado altos la ocultaban por días enteros, de modo que en ocasiones pasaban meses sin que pudiera verse el sol, lo que se llama sol; y cada vez que el follaje apenas permitía que pasara un chorro, todo el mundo, todos los hombres y mujeres de la columna (¿se llamaba columna en ese tiempo?), casi todos los habitantes de la bendita sierra y del mundo se lanzaban para ver si se sacaban un poco de humedad, que hasta olían ya a corteza vieja y mojada, se lanzaban a sacársela, sorteándose los turnos, o avispándose.
Te acostumbraste entonces, Gato, a ese otro cielo bajo que forman las copas de los árboles, y te bastaba, estabas seguro entonces que aquello te bastaba: aquel cielo bajo y los pies hinchados, y el sonido de la lluvia sobre el plástico portátil, y el olor rancio y extraño de la cobija que ya no era más que otra forma cotidiana del aire, respirable también.
Todo eso te bastaba para comprender que si alguna vez había existido para ti algo parecido al marxismo, eso se había quedado con las charlas del profesor del Liceo de Altagracia, en los bancos del patio, o tal vez después, en Caracas, en las reuniones cerca de la placita Cristo Rey, con las chamitas de la célula del 23 de Enero y las clases de química para explosivos, y la técnica del manejo y mantenimiento de armas o las discusiones en los círculos de estudio sobre el manual de Kusinen o el libro de Politzer; o tal vez en tu primera acción o tu primera toma de barrio, cuando te perdiste con clarita, afortunadamente con clarita, por los lados de la antigua estación de Caño Amarillo; tal vez quedaron allí el viejito Marx y Lenin y los folletos de Mao y todo lo demás, porque después, en la montaña, cuándo te quedaba un tiempito, cuándo te quedaba un lugarcito despejado en el cerebro para acordarte del materialismo histórico y las leyes de la dialéctica. Cuando en aquellas, en estas noches de la sierra con esta lluvia que cala demasiado, y ya es demasiado que se te hace insoportable, porque, como contaste en aquella fiesta, mucho después, en Caracas, como contaste o pudiste contar en la fiesta de Tomás el día de tu muerte, esa noche no sabes a quién se le ha ocurrido poner en la guardia al idiota de Juan de Dios, no sabes a quién carajo pudo habérsele ocurrido tal idea. Pero cómo ibas a protestarla: allá estaba Juan de Dios, apenas con su chopo, apenas con su pobre cabeza que apenas había pensado en toda su viscosa vida, allá estaba vigilando la entrada, camino abajo, apenas con su chopo; y ustedes que estaban en cerco.
Ya se sabe que está mal dormir con las botas puestas, pero tú, quién aguanta esta vaina, y te las quitas, y, ¿recuerdas?, tú que te las quitas y los pies que te hacen pruf y se te hinchan de golpe, y que te quedas viéndote los pies o más bien las costras y las llagas que, y esto lo dice el comandante, son la carta de presentación de un guerrillero: las llagas que te brotaban en todos los sitios de la piel, tú que te les quedas viendo y que te duerme y la comisión de la Digepol que les cae encima saliendo de detrás de las piedras, del lado oscuro del caño, montaña abajo, cerro abajo, noche abajo, como si viniera de debajo de la tierra o saliera de la oscuridad, nacidos y criados en la oscuridad, desde siempre. Tú no quisiste correr al principio porque, y esto lo entiende cualquiera que haya caminado tres semanas prácticamente sin dormir, cuando te despertaste, en lugar de percibir el ataque creíste que soñabas que estaban siendo atacados.
Pero era verdad, quiero decir: el ataque. Y para qué ibas a lamentar luego lo de las botas, para que ibas a maldecir la hinchazón de los pies y a mentarte la madre por no dormir con las botas puestas, por desobedecer una regla tan elemental en tiempo de cerco; para qué ibas a desear ahora estar muerto y no escapando y para qué ibas a preguntarte dónde carajo estaban los demás. Confórmate con tocarte vivo, que menos mal que la fogata que habían encendido, porque habían encendido una fogata, menos mal que ya estaba apagada para el momento del ataque. Confórmate con saber que ahora estás lejos del fuego enemigo, como decían los programitas de televisión del Canal Cuatro, y como te decían después en los entrenamientos: fuera del alcance del fuego enemigo. Confórmate con saber que estás lejos y puedes salir, con un poquito de suerte, hasta Acarigua y, con otro poquito, hasta Valencia. Confórmate con haberte encontrado de compañero a Martínez, que a pesar del pleito por el sobrado, y quién es el que no, a pesar de eso es un tipo bueno, ¿acaso no se quitó una de las botas para dártela?, ¿y acaso no tuvieron que alternar la pierna con la cual tenían que ir cojeando, un rato a la derecha calzada y la izquierda no, un rato a la izquierda calzada y la derecha no, y así?
Qué importa que después haya cantado, el Martínez cantante es un Martínez posterior, no éste de ahorita que comparte contigo las sardinas y las galletas rancias, y tuvo la suerte de haber arrastrado hasta con una cantimplora, que por ahora vale más que un fal, que una zetaká, que una luguer, que un emeúno, que todas las armas juntas.
Y quién iba a pensarlo que sólo ahora, cuando yo aquí, en Caracas, cuatro años más tarde, escribo lo de las armas, es cuando tú te das cuenta, allá, en las serranías de Lara, de Trujillo, de Portuguesa, cuatro años antes, mientras caminas o haces que caminas, intercambiando de cuando en cuando las botas con Martínez, para no terminar de desangrarte el pie, es cuando te das, ¡por fin! te das cuenta y dices:
_ Coño, ahora que dices emeúno no tenemos armas.
_ Yo no he dicho nada de emeúno – te contesta Martínez. Pensando quizás un poco quizás que a ti te comenzaban a afectar la caminata y el hambre y la incertidumbre de que estaban perdidos de bola a bola.
Qué carajo importa eso ahorita; es decir, así siguió diciendo: que no encontremos la carretera a ver si lo vamos a contar después.
Rápidamente, pero demasiado rápidamente tuvieron que improvisar lo del pueblo y lo de la caza y lo de que eran primos y lo de que si no pueden pararnos una colita para llegar a Acarigua: estamos extraviados, Martínez, con una voz que daba risa.
Imprevisión, diría el comandante, pero en esas condiciones quién iba a pensar en la coartada, y quién iba a pensar que detrás de la curvita, bajando por la carretera que por fin habían encontrado, bajando, estaban el puente y la alcabala móvil.
Solamente a dos piltrafas desesperadas como eran ustedes en aquellos momentos se les podía ocurrir que en la alcabala se iban a comer el cuento de la cacería; pero qué vamos a hacer. Así que te acercaste con aquella camisita que apenas te cerraba más arriba del ombligo, la que te habían regalado en el ranchito, y con tus pantalones que parecían unos shorts Bahamas venidos a menos, de un interesante tono grisáceo, y con tu sonrisita que era la única que te quedaba; y entonces fue que Martínez le dijo lo de la colita al que estaba con la tomson en la mano y con aquella cachuchita de beisbolero que de golpe te hizo pensar, cosa rara, que no estabas allí sino en el campo del Níspero, del otro lado del río, en Altagracia, y que el de la tomson sino Taparepús o Doscabezas o quizás Carerrodilla y que la partida de pelota estaba a punto de comenzar, diez años antes.
Sólo que en lugar de decir pleibol, Doscabezas se quitó a medias la gorrita para saludar coquetamente, y dijo:
_ Claro que sí, muchachos, si los estábamos esperando. ¡Rafael! Aquí están dos que quieren la colita para la ciudad, guárdales dos puestitos.
Y claro que les dieron la colita, pero no para Acarigua; los llevaron a comando para que hablaran porque Martínez se había dejado pescar las Preguntas de un Guerrillero y dos absurdas listas de provisiones.
Pero eso no era nada mientras no los llevaran como baquianos de vuelta a la sierra, arriba, porque entonces sí que no había nada qué hacer: si no cantaban, los fusilaban los de la Dige, montaña adentro, que era lo más probable; y si cantaban, los dejaban para que el resto de la columna, que en algún lado debía estar, los liquidara.
A la mañana del día siguiente los levantaron temprano, les tiraron dos panes para el desayuno y, lo que son las cosas, dos yuntas de alpargatas porque los pies no les cabían en las botas. Tú empezabas a aliviarte algo a pesar de los culatazos antes de subir al yip, en parte porque casi todo el tiempo te quedabas dormido sobre los digepoles y en parte porque comenzabas a pensar que habías llegado un poco al llevadero.
Te alebrestaste, sin embargo, cuando el digepol bajó en la alcabala del ejército:
_ Los llevamos de baquianos – dijo uno -, y tú te imaginaste la sonrisita, aunque ni pudiste verla. Y al lado de imaginaste la sonrisita, sin querer, te llevaste las manos a las bolas y te acordaste que precisamente eran las bolas, además de las orejas, lo que cortaban los de la dige antes del fusilamiento, y dime que es mentira que se te enfriaron los caldos cuando repetiste “antes”, pero bien adentro en la cabeza, como si fuera Martínez el que estuviera dentro de ti hablándote.
Buena prenda me voy a chupar, pensaste, y te pusiste tan triste que ni hablar porque ibas a quedar muy ridículo sin orejas, sin bolas, sin nada. No era una forma de morir. Martínez también lo sabía, y tú no supiste si alegrarte o arrecharte o meterle uno en la quijada cuando empezó a cantar, tranquilamente empezó a cantar.
Después y no en ese momento, fue cuando te diste cuenta por qué le decían “ojitos” a Martínez. Después, cuando los bajaron porque esperaban que tú cantaras más tarde, después, cuando pusieron a Martínez a comer delante de ti, sus jugositos bistecs, sus purecitos de papa, sus huevitos fritos, como premio por las altas notas emitidas en la escala improvisada, quién lo iba a decir, en una apartadísima falda de la sierra y no en Milán, su vasito de leche, sus juguitos, hijoelagrán fue que le dijiste, y claro que le echaste un gargajazo en la cara , después, digo, fue que recordaste que antes, cuando había comenzado a cantar, había abierto lo ojos de tal manera que tú apenas alcanzaste a pensar:
Este lo que está es tostao, y toda la cara casi se le vuelve un par de ojos “ojitos”, pensaste después, cuando lo escupiste. Debe ser el miedo, qué carajo.
Si no quieres recordar las torturas, no importa, no las recuerdes, esas cosas pueden interesar tal vez a tipos como Luis, que no han pasado por eso. Pero tú sabes que fue lo peor. Si es que te dejaron memoria para recordarlo, si es que en alguna parte del cerebro te quedó un sitio limpio para memorar, si es que esas cosas pueden formar parte de algo que pueda llamarse un pasado rescatable.
Recuerdas, sí, los desmayos repetidos después de las sesiones de interrogatorio, los sueños que involuntariamente acudían y tú volvías a verte en el pozo de El Vigía, lanzándote de chuzo desde el saliente más elevado de la barranca, y ganabas la competencia, y volvías a lanzarte allá, tiempo atrás en la realidad, para caer sobre la limpia superficie que reflejaba las copas verdes de los árboles, y más acá en el tiempo; caías boca abajo, pisoteado, habla, hijoeperra, y volvías y esta vez no caías porque no estabas en el espacio real ni en la vida y te elevabas por el aire arriba, alto entre las nubes y sólo veías luces y colores.
Lo cierto es que nadie puede decir que hablaste. Y, después de la fuga, para qué ibas a cogerla contra Martínez, sólo te quedaba, antes, advertirle a los otros, en cada cárcel donde te encanaban, que Martínez había hablado, ¿por qué no?, había que cuidar también de ellos, los que quedaban arriba. Ni siquiera después, cuando pudiste verlo, en Acarigua, desde el autobús, quisiste hacerle nada, yo lo sé.
Desde el autobús lo ves, tiene que ser Martínez, pero estás demasiado cansado demasiado fuera de tu propio cuerpo para poder bajar, perseguirlo, meterle unos cuantos. Sólo cuenta este asiento que ahora es el mejor lecho, de rosas, de azahares, de musgo del río de la infancia, de plumas de garza, de mullidas telas y géneros suaves, de nubes o de neblinas, de terciopelo, de olores, sólo este asiento del autobús cuenta. Sólo el dejarse llevar hacia atrás, hacia delante, a duras penas sobre el asfalto por el tiempo, mientras el ruido de la máquina, el ruido sordo de los pistones se mete en la cabeza, enjambre de abejas apenas, apenas una serenata.
Sólo esta sensación de sentirte así, casi como borracho, ajeno a tu contorno, a tu propia realidad, excluido de cualquier referencia inmediata que te remita al mundo, dejando que sólo se cuele por tu cuerpo la sensación de estar de vuelta, de vuelta para siempre, son órdenes del partido, machete, qué quieres que haga, de vuelta, de nuevo a la ciudad, período de receso y luego desmantelar, son órdenes, machete, qué quieres, tú que quieres que haga, de vuelta, del centro al margen de la vida, sólo esta efervescencia, esta paz, te importan.
Lo del estacionamiento fue suficiente para que Eligio nos dejara. Mejor así, realmente era un tipo sin cojones. Carelapa no, Carelapa sí que siguió conmigo; hasta que acompañó cuando fuimos a esperar a Eligio para quitarle la automática. Qué quieres, yo mismo se la había regalado. Esa vez fuimos con César y Delgado, los mismos que estaban esta tarde. Mejor dicho: César; quiero decir: esta tarde. Porque Delgado no se pudo acoplar a la forma como yo repartía entre los nuevos. César sí, porque César es un tipo distinto, hasta camarada nos llama todavía, y sabe que nuevo es nuevo porque lo tuvo que aprender en la base antes de subir al aparato y meterse en la pomada: es un tipo.
Carelapa, él, Bachaco y yo era los que estábamos esta tarde. Levantamos las rufas como una hora antes, tenemos que escogerlas bien porque, ahora, ya no nos presentamos como extremistas cuando apuntamos, ¿no?; empeños de César que sigue respetando al partido aún cuando ya va para dos años que lo expulsaron. De manera que una hora antes levantamos las máquinas, así que a la tres ya estábamos en Bello Monte. Yo no me explico: todo iba como siempre, sobre ruedas; debe haber sido un descuido de Bachaco, que es un poco ido de la onda, puede haber sido un descuido mío por estar pendiente del gerente, puede haber sido culpa del mismo César que era el encargado de vigilar la parte de la izquierda, donde está Información. Lo que recuerdo es que de golpe desde la parte de atrás del escritorio de Información, un cuñue que yo no sé de dónde salió empieza a disparar: solté un ráfaga rápida, porque los demás no llevaban sino cortas, pensé que quien tenía que responder era yo, o no pensé, que carajo: disparé; pero el tipo donde estaba era más allá, detrás del mostrador de mosaico donde hacen las conformaciones; y de ahí ya que le iba a dar.
Lo demás, Gato, sólo creiste verlo después, después que estabas ya en el suelo brillante y satinado como una alfombra de plástico; y tú en el centro, y todo aquel manchón rojo debajo, alrededor, encima de ti, Gato.
Lo demás no lo vi sino después, cuando estaba muerto, vi a Migdalia desde el suelo del Banco; bañadita y bella venía de vuelta, hacia la escuela, caminando a un metro por encima de la acera, en el aire. Dejé los libros en la reja de una ventana, escribí un papelito rápido y se lo zumbé, sólo que no pude ver si lo recogía porque, cosa rara, en Altagracia, que no hay neblina nunca y aquella tarde que baja la neblina y lo pone todo blanco, como de vidrio.
Migdalia y el gerente del Banco apartaron unas matas de chaparro y se inclinaron sobre ti para verte el rostro por última vez.

Las hazañas nunca vistas del General Synalas (Fragmento de Héctor Pedreáñez Trejo)
Por las tardes, con la fresca, el General sale de la casa y planta su silleta contra el horcón de la reja. Allí permanece, como si vigilara el peladero donde antes florecía el antiguo jardín de la Niña Chechita, y en el que, ahora, sólo pugnan por nacer, abundantes, la yerbamala y las rastreras, y menguados, el borrajón, el pasote, el llantén.
Si uno, así como con indiferencia, se acerca y pasa junto a él podrá oírle el apagado susurro, como el de un gato mimoso, que paulatinamente se le convierte en angustioso jadeo. Pero, es mejor pasar simulando no verlo, como quien simplemente transita por la calle con sus propios problemas y que por casualidad cayó por estos lados. De lo contrario, cualquier gesto de curiosidad podría despertar la susceptibilidad del General y ¡quién sabe cómo iría a reaccionar!.
Allí sale otra vez. Cuando se le ocurre que hay algo importante que hacer en la casa, como en los tiempos de la Niña Chechita, vuelve a llamarme. Yo, entonces, olvido mis pasados rencores, y no puedo negarme a su reclamo: solamente así puedo darle sentido a nuestra vida y tener un pretexto para no abandonar definitivamente el pueblo.
Hace mucho tiempo que el jardín está seco: ya no hay rosales ni la fragancia del saúco; tampoco crecen al borde de la acera, al pie de la cerca de tablones, las margaritas. Bajo el desvencijado alero cuelgan aún los tiestos llenos de tierra seca, en los cuales antes se desparramaban los miosotis, los claveles y la hierbabuena. Todo esto ahora es un patio arisco, pero para él todavía sigue siendo el jardín de la Niña Chechita.
_ ¿Sabe, Blas Manuel?, hay que limpiar el jardín -. Me dice cuando reacio a permanecer con él bajo el mismo techo, deserto la casa.
Pero, él, quejumbroso por la soledad, sale a buscarme o se topa conmigo por la calle. Entonces me da lástima su desconsuelo y volvemos a estar juntos como antes, como si la casa albergara aquella presencia inmaculada que me hacía vivir en la magia de las consejas remotas y maravillosas.
Y, si hay realmente alguna maleza que arrancar, yo, que conozco todos lo recovecos de la casa, voy como si nunca hubiera pasado nada, afilo un poco la chicura, saco el rastrillo y la carretilla y me pongo a expurgar el antepatio: cadillos, picapica y pringamozas asfixian, entre el amasijo de rastreras, las yerbas que el General considera útiles o medicinales, y que a veces emplea en bebedizos y en baños calientes.
Pero hay días en que saca su silleta desde la mañana hasta la noche, y allí se sienta a ver pasar la gente, con un gesto vago, oscuro, ausente, ¡no sé!.
Cuando lo veo así, enjoscado, arisco a veces, como con una espesa telaraña, turbia, enredada en las pestañas, oscureciéndole los ojos, sumiéndolo en lejanos pensamientos, abandono el rencor que me ha atado toda la vida a la rutina unánime de este poblacho; olvido las innumerables majaderías a que me sometía en la época en que, por deceso de la Niña Chechita, sin tener otro sitio cómodo a dónde mudarme, decidí quedarme en la casa con el General, como su muchacho de mandado, encargado a la vez de pequeñas tareas y compartiendo la escasa comida que no se por qué arte de bondad colectiva llegaba a la casa.
Amarguras y esperanzas se alternaban en mi reducida existencia de entonces; por ello todo el resabor de época alongada es como una ‘reconciencia’ de mi autoconmiseración. ¡A quién no le daría sentimiento eso de verlo así, después de haber compartido sus glorias, de haberse compenetrado con el luminoso recuento de sus hazañas, de tenerlo tan cerca como para ayudarlo en tantas menudencias, como quitarle sus recias botas de campaña y, en muchas ocasiones, con el mango de la peinilla rascarle el ‘güesoso’ espinazo... Al verlo despojado de su antigua arrogancia, casi totalmente desvanecida; de su presunción aristocrática, de su porte marcial y belicoso, disgregado en la inarmónica pantomima de su esquelético maderamen esperpéntico, ¡quién así no siente el mundo tan pequeño como un mediecito, minúsculo!
Ahora, por su mirada andan viscosas las culebras; en ella antes brillaba una estelar llamarada de reconcentrada malicia y de profundo ardor espiritual. Su voz, cascada espumosa, que fuera siempre altanera en el don de mando con que me ordenaba los más insustanciales menesteres, ahora se rebaña en la densidad de los humores guturales. Sus piernas “cambetas” no son las mismas que hacían trizas el silencio y cuajaban de ecos la amplia galería de la casa. Y todo él, todo eso que es ahora él, me da lástima tal vez yo también, creo, fui algo en el lamentable desajuste de sus loables circunstancias.
Quizá fui el último motivo que, en su relativa lucidez, lo hizo sentirse un verdadero General. En menguada hora, fui para él hombre de su tropa montonera, en la ilusión de las batallas, un sumiso oficial, el ordenanza ‘patenelsuelo’ y, ya en el colmo de su majadería, el encarnizado enemigo que le convenía derrotar. Todo su mundo, pues, o mejor, el continente, la habitancia plena de su mundo en la última época de grandeza, algunos años después que regresó del Castillo, cuando se marchó la Niña Chechita.

* * * * * *
Yo el azafatero de la casa, lo vi llegar esa tarde; venía macilento jipato, pero con un extraño brillo en los ojos, que prometían el temperamento ardiente de un iluminado. “Magro el cuerpo, de rostro afilado y barba puntiaguda” (como de él hubiera dicho el más famoso cronista de su gesta). De la tez apergaminada de su frente parecía que de un momento a otro iría a salir un chorro de fuego, o que se le iba e estrazar como un tenue papel celofán. Por eso, y por mucho más, el General me inspiraba un inexplicable temor, una desazón profunda.
Los mismos que la Niña Chechita le prodigaba me habían hecho dominar un poco tantas aprensiones; paulatinamente vine cayendo en cuenta de que él no era sino como un niño consentido. No obstante, sus ocasionales arrebatos de cólera me ponían en guardia. Por eso, creo que lo respetaba, sin que amainaran mis dudas, como si yo fuese, ciertamente, el ‘set’ manuable y sumiso de su alborotada idiosincrasia.
Toda la leyenda de su vida, para muchos en el pueblo, era infinita y lontana, con toda la aureola que una fama bien merecida hacia resplandecer sobre su cabeza de elegido. Pero el barbero don Yino, con cierta mendacidad que estimulaba mi incredulidad de mozalbete, hacía chistes sólo a costas del General. Durante un tiempo creí que todo lo que decía el barbero era rigurosamente cierto; y, aunque por éste me enteré de muchas de las historias de beligerancia y de frustrado erotismo del General, pude comprender cómo éste, de héroe y mártir, devino en un caricaturesco personaje al que se le podían atribuir gratuitamente todas las anécdotas y estúpidos ‘decires’ de la gente desocupada y sin oficio que frecuentaban la barbería.
Todo lo que don Yino contaba a sus clientes ya yo me lo sabía de memoria. Eran algunas, historias verdaderamente transcendidas de experiencias ancestrales, de un tiempo perdido más allá del hito que marcó mi nacimiento, más allá del hito pernicioso enredado en las consejas polvorientas de presuntas seducciones y de adulterios tragedizados, y de aparecidos y buscadores de botijuelas enterradas en las casas en ruinas, y de increíbles y secretos homicidios misteriosos, y de ridículas miserias humanas y desplantes y exabruptos y torpezas de los hombres de este pueblo, en que la mayor gloria fuera no haber nacido.
Oyendo a don Yino, a veces me crecía el miedo, a veces aminoraba cuando en su estruendosa risa se atenuaba el rigor de la verdad, y las sugestiones supersticiosas de tantos ‘cachos’, que ya se me ha olvidado, cobraban rasgos y coloridos grotescos.
Más, no debo negar cuán fantasmal y desconcertante era para mí aquella apariencia primera de don Ángel cuando sin saludar a nadie – el rostro militarmente levantado, los brazos rítmicamente pendoleantes -, con grandes trancadas hizo vibrar los ladrillos y las piedras de las tres cuadras que hay desde la parada del autobús hasta el portón de la casa: “un..., un..., un – dos – tres”, canturreaban aquellas viejas botas encasquilladas, restañando la cálida comba silenciosa del cielo de nuestro setiembre poblano. Se niega que hubiera indicios de curiosidad en los rostros de la gente que lo veían pasar, que se hiciese siquiera un gesto de sorpresa o de preocupación o de alegría; se dice que nadie sonreía, aunque evidentemente, ninguno era indiferente a su llegada.
Pero no es cierto..., no fue así; yo lo sé, yo los ví. Como si respetaran el retorno del caudillo derrotado y, a la vez, moralmente victorioso, no fue que simplemente lo veían pasar: emociones encontradas hubo en casi todos los que en ese momento se percataron de la imprevista presencia marcial de don Ángel Cuervo Lugo.
Casi en el umbral, desde el zaguán yo divisaba parte de la sinuosa rúa: en la casa de la esquina, sentada en el apoyo de la ventana, la Niña Rebeca no pudo contener las lágrimas al ver que el adusto héroe pasaba frente a ella sin mirarla: don Aniceto, el severo boticario, lo detuvo momentáneamente y apretó, en fraternal abrazo, su pecho contra el de don Ángel; Roque, el gendarme, ese mismo, que fuera el encargado de participarle de su arresto y de conducirlo preso a la Comandancia, esta, reverente, se quitó el kepis como en ineludible saludo, de pie frente al gris edificio; muchos señores, antiguos amigos del mártir, no pudieron simular indiferencia, y con la mirada petrificada siguieron el raudo celaje de su figura, hasta que él, apresuradamente, cruzó el vano del portón de la casa.
Es, pues, desde todo punto de vista totalmente falso que ellos no cuchichearon, no parpadearon a su paso. Es incierto que no parecían estupefactos de verlo de nuevo, íntegro él vivaz, como en sus mejores tiempos. Es verdad que presentaba algunos cambios notorios en su apariencia, en su rostro; sin embargo, venía enaltecido después de desafiar con viril entereza, en uno de sus extemporáneos arrebatos de soberbia e ira; las propias del dictador.

Pero la envidia tiene caretas imprevistas: la gente mezquina de este absurdo poblacho no le perdona a don Ángel la superioridad intelectual de sus años mozos, las actitudes decididas de su etapa viril, y menos ahora que pueden aceptar, sin el gusanillo roedor de la envidia y sin inquinas disolventes, sus deslumbrantes facetas gloriosas de luchador democrático, martirizado por la dictadura.
El entró en la casa justo cuando, en el zaguán, la Niña Chechita me ajustaba el rodete y se disponía a colocarme en la cabeza el jocundo azafate de las golosinas. La emoción de la Niña y mi sorpresa casi hicieron zozobrar el dulce cargamento de suspiros, pasabolas, rúscanos, alfeñiques, polvorosas...
_ ¡Angel!... – exclamó ella, al mismo tiempo en que intentaba dar riendas sueltas a su contenida emoción. Sentí su hesitante respiración, su inusitado ímpetu de lanzarse entre los brazos del hermano pródigo: era el mismo entrecortado resuello que yo le conocía, el ligero ahogo que matizaba sus palabras de reconcomio y de lamento por la injustificada ausencia del hermano, la cruel prisión y el anhelo, ya satisfecho, de tenerlo en casa, aquí cerca, para que, en caso de verse enferma, como ocurriría años más tarde, él, a su cabecera, pudiera reconfortarla y animarla a seguir una vida que, excepto por él, ya hacía bastante tiempo había perdido todo su sentido de ser.
El no me miró, o, simplemente, pareció no reparar en mi presencia. Entró a la casa como si jamás hubiera estado ausente, y fue directo, a toda prisa hacia el solar, dejando entonces detenidos, sin tiempo de prodigarse plenamente, los largamente suspendidos afectos de la Niña Chechita.
_ ¡Déjelo, que viene de lejos!... – dijo (o pensé que me dijo) la Niña como si, en verdad, yo... Y el hermano, sin detenerse en el ritmo de sus largos trancos, desaparecían en el fondo del solar, disolviéndose en el vano del oscuro y maloliente ‘excusado’.
No supe más, por entonces, pues ella volvió a mí, diligente, me terminó de ajustar el rodete y equilibró sobre él el azafate. Luego, dándome unas cuantas palmaditas en la espalda, sutilmente me incitó a salir a mi recorrido cotidiano, justamente en aquel instante de su adolorida y renaciente alegría.

La Burra Voladora (Ramón Villegas Izquiel)
Voi a comenzar, carísimo lector, por hacerte una íntima confesión: Soi bastante aficionado a las bellas letras, tan así es, que por allí andan unos libritos míos, en versos i en prosa, además de otros escritos menores, que no han sido tan mal recibidos, según parece. Aunque si algunos les niegan méritos, ello más bien me estimularía, pues como no se puede negar lo que no existe, la propia negación supone entonces aunque sea la sospecha de que los tengan.
Mas, prosiguiendo mi sinceramiento agrégote que esa afición me la entraba una seria limitante, cual es la de que mi imaginación no es tan fértil como yo quisiera. Es más bien escasa. Por ello i para satisfacer esa vocación que tan chucuta me otorgó el Cielo, suelo recurrir a los relatos tradicionales que andan por allí realengos i los adobo un poco para ponerlos a circular en letras de imprenta.
Confiésote también que me palia un poco el remordimiento por aprovecharse del ingenio popular para dármelas de escritor, la mui personal convicción de que algo bueno estoi haciendo con esto, ya que al fijar esas narraciones i sucesos en el papel, se conserva para la posteridad lo que los creadores anónimos han aportado al folklore nacional.
Ahora bien, para esta labor de escribano popular considero que una cantera mui rica son los velorios, sean éstos de santos o de difuntos. Aunque algunos avispados cuentistas prefieren los últimos, debido a que cuando a medianoche se realea el grupo de participantes i quedan algunas mujeres solas, comienzan a referir espeluznantes relatos de apariciones que sitúan precisamente en parajes del camino que ellas tendrán que desandar. Buscan así los mui pillos que alguna crédula asustadiza les pida su compañía para el regreso i tratar así de procurarse un apetitoso desayuno antes del amanecer.
El relato que después de este largo exordio te quiero ofrecer, lo recogí en Arismendi, Estado Barinas, cuando yo era maestro de escuela por allá i atribuido a un empedernido embustero de la región.
Según aquel afamado conversador, era él un hombre feliz, pues estaba mui conforme con lo que Dios le había reparado: Una buena mujer para lo que se tienen las mujeres: un conuco para obtener el dinero indispensable; una carabina para procurarse carne de caza i una paciente burra para montura o carga, según las circunstancias.
Refería nuestro hombre que una hermosa mañana tomó la escopeta, se terció una “marusa” con municiones de boca i de cacería, cabalgó en su burra i dirigióse a un estero cercano con intenciones de cazar algunos patos, mui abundantes en su comarca.
Luego de un rato de camino llegó al sitio por donde él sabía i para su gratísima sorpresa aquello estaba lleno a más no caber de patos de diversas variedades: desde el hermoso pato real, hasta el pequeño, pero sustancioso “güirirí”. Puesto en tierra, se dedicó a observar sigilosamente aquella concentración de blancos para su arma, empero a la vez le preocupaba la evidencia de que con un solo disparo podría cobrar cuando más tres o cuatro de aquellas piezas, pero la grandísima mayoría se perderían en rápido vuelo. Cavilando estuvo rato hasta que le vino una idea mui propia de la agilidad de su margín: Cargó la escopeta con los perdigones adecuados i con la rodilla dobló el cañón en forma de garabato. Hecho esto se cuadró adecuadamente de suerte que al disparar, la ráfaga barriera circularmente el universo volátil que tenía enfrente. Disparó, pues, i se arrojó rápidamente al suelo boca abajo para esquivar el abanico de proyectiles que venía circundando i cuyo zumbido sintió pasar a sus espaldas.
Cuando se incorporó i vio las escena ¡Oh, maravilla! Se había cumplido exactamente su previsión: Aquel aguazal estaba tapizado prácticamente por más de un centenar de aves heridas i contusas, pues las municiones en su violento curso fueron tocándolas sin penetrar en ninguna, por lo cual no las mataron, sino que dejaron heridas unas i atolondradas otras. Por esta circunstancia tuvo que afanarse para manearlas con cabuyas de un rollo que afortunadamente siempre cargaba a mano.
Concluida esta acelerada tarea, se las ingenió para atarlas a la enjalma de modo que no se maltratasen tanto, pues aspiraba enjaular las más sanas a fin de irlas beneficiando poco a poco. Luego arreó la jumenta por delante i emprendió el regreso silbando una tonadilla campesina rebosante de satisfacción i adelantando en el pensamiento la agradable sorpresa que se llevaría su mujer.
Habría desandado un corto trecho cuando lo asaltó la urgencia de hacer una “necesaria”, como llaman en los campos lo que realizan en cuclillas i a pleno suelo. Detuvo, pues, el animal i se internó en un bosquecillo cercano.
Cumplido el acto natural regresó al camino para proseguir el retorno. Pero se sorprendió por no encontrar la burra en el sitio donde la había dejado. Miró a lo lejos, pues se encontraba en una sabaneta, a ver si era que aquella había continuado el regreso por su cuenta, más no la divisó. Recorrió con la vista todo su rededor, pero nada, ni rastros.
Encontrábase francamente desconcertado, cuando de repente oyó sobre su cabeza un atronador batir de alas. Miró hacia arriba i ¡bendito sea Dios! Las aves se habían recuperado i comenzaron a volar llevándose la burra en peso.
Asustado porque iba a perder tan útil compañera, sólo se le ocurrió una solución desesperada: Reventar de un tiro la cincha sin herir al animal.
Enderezó de nuevo contra una palma el cañón de la carabina, la cargó con un solo plomo grueso, se colocó debajo i con la más fina puntería de que Dios dotó su pulso, disparó fijamente a la correa sujetadora i ¡prum! cayó la burra, sana i salva.
Contento por haber recuperado la bestia i orgulloso de su inimitable puntería, quedóse contemplando sin embargo, con resignada pena, cómo en alas de sus codiciadas presas, la enjalma se alejaba hasta perderse en la lejanía.
Embustero el tercio ¿Verdad, lector?


NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

FRANCISCO JAVIER FRÍAS VILERA. (San Carlos – 1959). Docente de teatro, ganador de importantes premios literarios tanto en poesía como en cuento. Cofundador del Grupo Nuevo Tramo. Sus textos de crítica y creación literaria se vinculan a la edición de importantes publicaciones dentro y fuera de Venezuela desde 1978. Editó en 1980 su poemario De la Tierra al Olvido, en este género también ha sido incluido en distintas antologías poéticas de la región. Actualmente es Presidente de la Asociación Venezolana de Artistas Plásticos Capítulo Cojedes e instructor de Talleres de Apreciación Literaria.

JOSÉ DANIEL SUÁREZ HERMOSO. (San Carlos – 1958), profesional de extensa trayectoria en todos los quehaceres del Teatro. Entre sus premios figuran el Nacional de Teatro de Provincia “Arlequín” (1894). En 1986 fue editado su poemario Tu sabes que es Verdad y Late Dentro en el Fondo del Alma. Es uno de los pioneros de la A.E.V. de Cojedes, institución donde se desempeña como directivo, figura entre los fundadores del Grupo Literario Nuevo Tramo (1979). Actualmente se desempeña como Director de la Escuela Estadal de Teatro y Coordinador de Artes Escénicas de la Zona Educativa de su estado natal.

VÍCTOR SÁNCHEZ MANZANO. (San Carlos – 1954), egresado del Pedagógico de Caracas, ensayista, Profesor de la Universidad “Ezequiel Zamora” y fundador del Programa de Cultura en esa institución. Es autor del libro Cultura e Identidad en la Venezuela de Hoy, texto con el cual obtuvo el I Premio del Concurso Municipal de Literatura de San Carlos en la Mención Prosa (1986), su incursión más importante en la poesía se registra en la Antología de Poetas Cojedeños, (1987). El cuento que de él incluimos es parte de la compilación narrativa que proyecta editar en un futuro inmediato. Actualmente se desempeña como Secretario de Finanzas de la Seccional Cojedes de la Asociación de Escritores de Venezuela.

CARLOS NOGUERA. (Tinaquillo – 1944). Poeta, cuentista, novelista, Profesor de la Universidad Central de Venezuela, Ganador del Concurso de Cuentos del Diario El Nacional (1969), del Premio Internacional de Novela Guillermo Meneses ((1970). En su bibliografía destacan Eros y Pala, (Poemario – 1963), Historias de la Calle Lincoln e Inventando los Días dos novelas que le han hecho merecedor de la favorable acogida de la crítica especializada. Se le vincula con la aparición de importantes revistas y agrupaciones literarias de Caracas en las décadas de los años 60 y 70.

HÉCTOR PEDREÁÑEZ TREJO. (San Carlos – 1935). Académico de la Lengua, Periodista, historiador, poeta, narrador, profesor universitario y ensayista. Ganador en 1965 del Premio de Ensayo de la Asociación de Escritores de Venezuela. Entre su veintena de libros publicados, figuran Vida Cultural del Estado Cojedes, (1976). Historia del Estado Cojedes, (1987). La Versificación Hispanoamericana Pre-Modernista, (1985). Las Hazañas Nunca Vistas del General Synalas, (1979); novela de la cual damos a conocer los fragmentos iniciales. El último de sus siete poemarios es Del Camino y el Mar, (1987)

RAMÓN VILLEGAS IZQUIEL. (El Baúl – 1920). Periodista, docente, historiador, Cronista Oficial de su ciudad natal. Galardonado en el Premio Municipal de Literatura de San Carlos (Poesía – 1987) y Mención de Honor en dicho evento (Narrativa 1987), Mención de Honor en el Concurso Literario IPASME (Poesía 1987). Libros publicados: Cinco Discursos (1978). Remanso (1980). Panegírico de mi pueblo (1985, 2º 1986). El Pianito de Marialina y otros relatos de vivir y recordar (1988). Actualmente Director de la Biblioteca de la Universidad “Ezequiel Zamora” de San Carlos y Sec. General de la Asociación de Escritores de Venezuela – Seccional Cojedes.



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