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miércoles, 18 de noviembre de 2020

En un vagón. Cuentos escritos por José Gregorio Hernández (entrega 3)

 

Representación del Dr. José Gregorio Hernández en la capilla que le honra, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez



(Publicado en El Cojo Ilustrado, año 493, Caracas, 1º de Junio de 1912)

 A mi respetado amigo el señor Jesús María Herrera Irigoyen

Una mañana fría y nublada caminaba yo de prisa para llegar a tiempo a la estación ferrocarrilera antes de la salida del tren. Cinco minutos justamente antes de la partida tomé el vagón que se hallaba desocupado aún, y traté de elegir un buen asiento para hacer más cómodamente mi pequeño viaje, pues, como de ordinario soy muy propenso al mareo, lo evito a veces situándome bien (El Cojo Ilustrado, año 493, Caracas, 1º de Junio de 1912)

 

Una mañana fría y nublada caminaba yo de prisa para llegar a tiempo a la estación ferrocarrilera antes de la salida del tren.

Instantes después acariciaba yo la halagadora idea de hacer mi camino sin compañía alguna, cuando entraron tres pasajeros más, de distinguido aspecto: un caballero al parecer de cincuenta años, tipo del perfecto gentleman, quien se tocó cortésmente el sombrero al pasar junto a mí; una señora que, al ponerme de pie para darle libre paso, me hizo una ligera cortesía, y un joven como de diecisiete años, de tan noble parecido con el caballero que semejaban una misma persona vista a los diecisiete y a los cincuenta años, de tez pálida, cabellos y ojos negros, con la mirada profunda del que nace pensador. Vino a situarse a mi lado, y, sin prestar atención a los movimientos precursores de la salida, abrió un libro y se entregó a la lectura.

El caballero y la dama tomaron asiento a mi frente. La señora vestía traje y sombrero negros de gran lujo y elegancia, y la dulzura de su fisonomía, al propio tiempo que todo el continente de su persona, revelaban la distinción peculiar a las personas bien nacidas.

Respiré con satisfacción pensando que, si la compañía no aumentaba, haríamos un viaje bastante agradable, y mayor placer experimenté al ver que, en el instante de partir el tren, la señora hizo piadosamente la señal de la cruz.

Entonces mi compañero arregló su libro lo más cómodamente que pudo para continuar su lectura, que, por lo visto, le interesaba sobremanera. Movido de curiosidad, traté de ver en su libro con discreción, mirando por encima del hombro, y leí lo siguiente:

"El hombre naturalmente desea saber: la presencia de lo desconocido le molesta; todo lo que es misterio le inquieta y estimula, y, en tanto que le dura su ignorancia, experimenta él un tormento que cede su sitio al placer cuando aquélla llega a ilustrarse".

La señora, viéndole absorto en la lectura, dirigió la palabra a su acompañante con voz intencionalmente fuerte, como para hacerse oír del joven.

-No me gusta que Carlos se entregue tanto a esas lecturas, las cuales me parece que le pervierten sus buenos sentimientos.

El caballero sonrió con bondad, fijando su mirada en Carlos con el mismo agrado con que se viera en el espejo ahora treinta años. Carlos levantó los inteligentes ojos y, mirando a la dama y al caballero con ternura dijo:

-Mamá no quiere que haga mis repasos, sabiendo que tengo que presentarme al examen de bachiller muy pronto.

-No es el repaso lo que me desagrada - replicó- sino que te veo con una ideas raras y muy distintas a las que tenemos en casa.

El caballero fijó de nuevo su mirada indagadora en el joven, y éste levantó un poco la voz como quien trata de expresar un profundo y firme deseo del alma:

-Tío Felipe, es que yo quiero saber.

La locomotora producía un gran estruendo en las vueltas del camino, los arboles del bosque huían velozmente y los pájaros se levantaban en bandadas, mientras que el penacho de humo quedaba como señal efímera de nuestro paseo.

Yo pensaba que este otro penacho de humo -el hombre- vive atormentado por el mismo deseo de Carlos de saberlo todo, sólo que, al buscar la vida en la ciencia, no pocas veces encuentra sino la muerte.

-Mira Felipe, -dijo la dama-ayer no más me aseguraba que las buenas obras que hacemos no nos sirven de nada, porque nosotros obramos siempre a impulsos del motivo más fuerte y sin ningún mérito de nuestra parte.

Su tío guardó un rato de silencio, al cabo del cual le dijo:

-Te has vuelto determinista a lo que veo, mi querido Carlos, y eso te perturba considerablemente porque encuentras que tu filosofía pugna contra tu religión.

Carlos Contestó:

-Yo desearía que alguien me pusiera de acuerdo esas cosas. Sin Embargo, me parece claro lo que nos enseña la estadística. ¿No vemos que hay casi todos los años un número igual de matrimonios? Lo mismo acontece con los robos y con los homicidios. Un buen estadista calcula sin errar que dentro de dos años habrá un determinado número de estos sucesos, de la misma manera que un astrónomo indica los eclipses del Sol y de la Luna que se verificarán de aquí a diez años.

La señora miró a Felipe con zozobra y como suplicándole que ilustrara al adolescente.

Don Felipe repuso: -Analicemos bien ese argumento. Por ejemplo, todos comemos generalmente las siete; si tú vas a la mesa con nosotros a esa hora, ¿lo haces de una manera necesaria, o te consta, por el contrario, que tendrías la libertad de no ir?

- Es claro que puedo no ir si me place.

-¿Aunque tuvieras mucho apetito pudieras dejar tu puesto vacío en la mesa?

- Si, por cierto.

- Ya ves, Carlos, que eres libre, puesto que no te dejas dominar por tu apetito y puedes triunfar de él. Y de todos los móviles humanos, los más poderosos son las inclinaciones físicas, que impulsan casi como instintos.

-Si- dijo la madre con gozo- los santos adquirieron la perfección en grado heroico porque lucharon contra todos sus apetitos corporales y triunfaron de ellos.

Por mi imaginación pasó el recuerdo de aquel dulcísimo Francisco de Asís despedazando su carne virginal con las espinas de unas zarzas en una terrible noche de invierno, luchando violentamente contra la tentación y venciéndola.

La máquina detuvo su marcha por breves instantes. Todos nos asomamos a las ventanillas. En el corredor de la pequeña estación estaban dos granujas vestidos de harapos. Uno de ellos, dirigiéndose a su compañero, le dijo:

-Vale, ahora me gano, cuando menos, tres reales con los pasajeros que vienen.

El otro, levantando la mano derecha hasta el nivel de los ojos y cerrando unos después de otros los dedos, le respondió:

-¡Veo!...

El vagón continuó su interrumpida marcha y los pasajeros nos colocamos de nuevo en nuestros respectivos puestos.

Don Felipe continuó:

-Oye, pues, Carlos; la estadística nos enseña solamente los meses en que se verifican esos actos de que tú hablas, pero nada nos puede decir del estado sicológico de sus autores, el cual sólo puede ser conocido por la conciencia.

-Concedo que los argumentos en favor del determinismo dados por la estadística sean bien débiles - replicó Carlos-, pero es que los hay más poderosos. Si se le sugiere un acto cualquiera a un histérico durante el sueño hipnótico lo realizará al despertarse. Preguntémosle en seguida si lo ha hecho con entera libertad y nos afirmará que así lo hizo.

-Y así lo ha hecho, en efecto, porque la sugestión no obra sobre la voluntad, sino indirectamente por el intermedio de la memoria y de la inteligencia. Los actos se verifican así: al producirse la reviviscencia del hecho sugerido la inteligencia lo considera y ofrece a la voluntad, la cual lo acepta si es de su agrado, o lo rechaza en el caso contrario; de suerte que, aun aquel que está influido por la sugestión puede obrar libremente. Recuerdo haber leído la observación de un notable neurologista. Se trataba de una histérica a quien se le sugirió que en la tarde del día siguiente saliera a paseo con su sombrero puesto al revés. En llegando la hora sugerida todos oyeron que la enferma decía:

-¡Que cosas tan raras se me ocurren! Solamente que estuviera loca me pondría el sombrero al revés!

Y salió vestida correctamente. Ya ves tú que los histéricos, al aceptar la sugestión, lo hacen tan libremente que pueden rechazarla y practicar lo contrario.

Carlos repuso: -Y si admitimos la libertad humana, ¿no nos ponemos en contradicción con la ley de la conservación de la fuerza? ¿Tendríamos que admitir que un acto voluntario podría crear de la nada un movimiento intercurrente, cuando está demostrado que todo movimiento resulta siempre de un movimiento anterior?

-La voluntad libre- respondió Felipe reposadamente- no crea ningún movimiento de la nada; lo que hace es servirse, poniéndolas en libertad, de las fuerzas almacenadas en los elementos musculares.

Además de que la ley de la conservación de las fuerzas está demostrada por un sistema cerrado e inerte y no lo está respecto de los seres vivos.

Conforme Carlos se iba poniendo pensativo, la dama manifestaba ostensiblemente su alegría.

-Pero es lo cierto- volvió a decir Carlos- que nos decidimos siempre por el motivo más poderoso.

-No siempre- dijo don Felipe- por ejemplo, una persona obediente a los mandamientos de la Iglesia no tomará el alimento antes las doce en un día de ayuno, aunque tenga mucho apetito; mientras que el falderillo de tu casa, al presentársele el alimento, se lo comerá irremisiblemente si tiene hambre.

-En ese caso- dijo Carlos con aire de triunfo-, el motivo más fuerte es la decisión de cumplir la ley del ayuno.

-Estás en la plenitud del error, mi sobrino, porque, como acabo de decir, es un hecho demostrado por la experiencia que de todos los móviles humanos los más poderosos son los apetitos corporales, por lo cual la lucha contra ellos constituye el lado doloroso de la vida. Además, podemos verificar todos estos actos experimentalmente y siempre la conciencia nos atestiguará la existencia de la libertad.

Yo observaba al joven y experimentaba una verdadera delicia al ver que en su clara inteligencia había entrado la buena doctrina. En aquel momento la máquina empezó a disminuir de velocidad y Carlos, levantándose de repente y dirigiéndose a la puerta, exclamó: -Ya llegamos.

Después que hubo salido dijo la señora:

-¿Crees tú, Felipe, que Carlos irá abandonando todas esas malas ideas y que podré verlo volver para siempre a su Catecismo, que con tanto desvelo le he enseñado?

Tranquilízate, querida hermana- le respondió don Felipe levantándose para salir- todos, unos más y otros menos, nos hemos divorciado del Catecismo en esa época de la vida y hemos dado acogida a la novedad de esas ideas tan cónsonas con el estado psicológico producido por el cambio de la edad. Pero después, poco a poco, vamos despojándonos de ellas, y entonces florece espléndidamente la primera siembra, sobre todo cuando el sembrador fue una madre como tú.

Yo me quedé con el corazón entristecido al pensar cuántos hay que permanecen definitivamente divorciados del Catecismo por carecer de una mano amiga y amante que les haga fácil la vuelta.


Texto tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas". Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968 por  Alfredo Gómez Bolívar



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