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sábado, 9 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (37) Varios autores

Imagen en el archivo de Juan Carlos Rosales González




QUEBRADA DE LAS ÁNIMAS (Mercedes Franco)
Entre El Tocuyo y El Molino, dos pueblos del estado Lara, se encuentra “La Quebrada de las Animas". En este pequeño arroyito se bañan a veces los niños campesinos, pero solo durante el día. Porque según una antigua leyenda del lugar, al anochecer se ven allí blancas apariciones, extrañas sombras fugitivas.
Afirma una creencia popular que en este arroyo larense ocurrió un hecho terrible. Un capitán español había abandonado a su mujer con un niño pequeño, por una bella cortesana recién llegada. Se dedicó a su nuevo amor, sin pensar que pronto pagaría las consecuencias de su villanía, pues la dama en cuestión aceptaba el amor de otros hombres.
Alguien le advirtió al capitán que estaba siendo víctima de una engañifa. No tuvo más que seguir a su nuevo amor hasta el arroyo. Ciego de ira, el hombre mató a la infiel y a su amante. Estuvo solo unos días preso, pues en la época, el hecho tenía grandes atenuantes. El capitán fue al mismo río y allí se dejó morir de hambre: Dicen que desde lejos se le veía vagar llorando por el lugar. Con el tiempo el río se hizo mínimo. Y en las noches más oscuras, se ven allí tres sombras dolientes, entre las aguas de la "Quebrada de las Ánimas".



QUEBRADA DEL JASPE (Mercedes Franco)
En nuestro estado Amazonas, cerca del kilómetro 273, se revela una de las maravillas de nuestro país: La Quebrada del Jaspe, un lugar mágico donde la piedra roja, semipreciosa, colorea las aguas y las hace parecer de sangre. El sol golpea de lleno la impetuosa cascada. Un gran arcoíris se derrama sobre las rocas.
Esta quebrada tiene una rara leyenda: mucha gente en el lugar asegura que desde aquí comenzará el Apocalipsis.



RAPTOS MÁGICOS (Mercedes Franco)
Muchas personas aseguran haber sido raptadas por duendes y fantasmas. Una jovencita en Falcón afirmaba haber sido secuestrada por un Ceretón que intentaba seducirla. Ella logró escapar y lo alejó embadurnando su cuerpo con  sangre de pescado, animal que parecen detestar los duendes. Otra muchacha de Barcelona, en el estado Anzoátegui, afirmaba haber sido sacada de su habitación durante la noche por una fuerza invisible, que la llevó a una montaña. Allí se encontró sola, en la oscuridad, pero una voz amable la tranquilizaba. Se durmió en brazos del desconocido. Al amanecer pensó que vería al fin el rostro de su gentil raptor, pero solo encontró miles de flores a su alrededor.


REBULLONES (Mercedes Franco)
En la novela Doña Bárbara, nuestro gran escritor Rómulo Gallegos habla de los Rebullones. Eran extraños pájaros portadores de la desgracia y la muerte, sedientos de sangre de vaca en el techo de la casa, para que bebieran.


UN PASEO A LO ETERNO (Gabriel Jiménez Emán)
Entre los chamuscados hierros, entre el amasijo carbonizado de metal y carne humana, entre el revoltijo sanguinolento en donde trozos de tejido se abrían por todos lados; entre los resortes, el cuero perforado y el vapor espeso que sigue las colisiones violentas, vi la cara de ella. Lucía joven y no tenía rasgo alguno de dolor. Sus ojos permanecían entre abiertos, y el vidrio desgranado del parabrisas los había salpicado sin hacerles daño; más bien los trozos del cristal, diseminados a lo largo de los cuerpos en los asientos, parecían una escarcha sobrenatural. Su pelo se extendía sobre el espaldar y se encontraba perfectamente peinado, tendido sobre la superficie lisa. Aún se percibía un calor de vida, una palpitación mucho más profunda que en la de los simples cuerpos aun vivientes. Sólo en ciertos filmes y en algunos cuadros prerrafaelistas o impresionistas había observado una atmósfera semejante, un ámbito tan permeada de visiones superiores. Sus labios, por ejemplo, poseían todavía esa dulzura profunda, propia del mismo instante de la muerte. Por un momento desee situarme en esa zona y dejarme ir hacia un brumoso cielo.
Habíamos preparado todo para la boda con el mayor esmero. Nuestros padres habían invertido en la ceremonia los ahorros de varios meses. El gran patio verde recibiría toldos alegres debajo de los cuales habría mesas adornadas con flores, plenas de manjares. Una pequeña orquesta amenizaría la reunión mientras los invitados se paseaban con sendos tragos en la mano bajo el atardecer, celebrando o maldiciendo nuestra unión, que importaba ya, pero estarían allí con el fin de alimentar la siempre escurridiza felicidad. Mi novia y yo pasaríamos al patio de improviso, haciendo toda clase de bromas con los amigos. Y fue dando los últimos toques a la reunión, cuando a ella se le ocurrió hacer este viaje rápido entre la ciudad y el pueblo donde íbamos a vivir, en nuestra ruina maravillosa, en nuestra pocilga henchida de verdades y sueños. Despertamos muy tempranos y ella aprovecho las promesas del día resplandeciente para proponer el breve viaje. Lo decidimos y ahora estamos aquí, ella en su lugar de eternidad y yo completamente lúcido de este lado, desde donde logré abrir la portezuela para salir y contemplar su rostro completamente inmaculado, lleno de ese esplendor de muerte que no estoy dispuesto a compartir con nadie. Tengo que recuperar este rostro sin mirar más abajo, no quiero ver otra vez el amasijo de hierro chamuscados ni sus espléndidos miembros mezclados a la chatarra hirviente y confundidos, como ahora me cercioro, con una mano mía recién desprendida que ostenta su muñón de músculos y articulaciones rasgadas y en uno de sus dedos el anillo dorado. Con la derecha apenas puedo llegar hasta su perfecta cara de diosa transcendida de esta mísera realidad y acariciarla, acariciarla suavemente sin marchar su tez, ni este matrimonio que con este mi último suspiro, queda ya inmerso definitivamente en el dominio de lo eterno.


MICRO 9 DESTINO (Cósimo Mandrillo)
Emprende el camino y sabe que huye. Adelante está el sol que le hurga la mirada a lo largo de cientos de kilómetros. Atrás queda la herida abierta, el dolor que no cesa un ápice. Ha pensado tanto. Ha recorrido el viacrucis de recuerdos. Ha reinterpretado cada palabra. Ha descubierto una mentira tras otra.
Ahora atesora todo como si fuese un botín de guerra. Cree que se arma pero es débil. Mira la línea infinita de asfalto que tiene por delante y se le ocurre que nada termina nunca. Lo que hay es un estruendo continuo que le torpedea la conciencia. Quiere pensar pero el hilo que lo ata fluye autónomo en su cerebro. Día y noche una procesión de insectos sonoros se mueve con libertad dentro de su cabeza. En un último esfuerzo por acallarlos, sube al máximo el volumen del radio. No sabe si funcionará. Se concentra en el reverberar del horizonte que parece esperarlo, allá, lejos.



EL DISPARO FUE CERTERO (Gregorio Riveros)
Con escalofriante precisión atravesó el oscuro cristal de la ventanilla y se alojó en el cráneo del hombre. Su cuerpo cayó sobre el volante y luego se desplomó hacia su derecha, sobre el hombro y la pierna izquierda de la mujer. El escarabajo comenzó a zigzaguear y rápidamente arrancó, se saltó la luz del semáforo y se perdió por Los Próceres en dirección hacia quién sabe dónde. Los dos hombres de la segunda moto regresaron presurosos, recogieron algo y con la misma premura aceleraron y se fueron detrás del Volkswagen, también hacia la nada.
En la distancia los motorizados ya no existían.
Asustada, la mujer sujetó el volante del vehículo que continuaba encendido y se movía con lentitud pero no lograba controlarlo, en el puente lo desvió ligeramente hacia la derecha, donde funcionaba la parada de una línea de taxis que estaba por allí y lo recostó contra la acera, cerca de uno de aquellos vehículos de alquiler. Aparte del susto, a ella nada le pasó. Él respiraba con dificultad. Así lo encontraron los taxistas una vez que ella hubo gritado pidiendo auxilio.
Una camioneta negra, Ford Explorer 4x4, vidrios ahumados, del año, pasó muy lentamente y a sus ocupantes pareció no importarles nada de aquello. Impertérritos, continuaron su marcha.
Por la radio, Roberto Carlos seguía cantando...
“… ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida…”
Era la 1:10 de la madrugada.



AHUMADOS EL RESPALDO Y EL ASIENTO  Y SEMIDERRETIDOS LOS ARCOS (Armando José Sequera)
A la abuela no le gustaban los cohetes. Decía que volar por el espacio y visitar otros planetas era cosa del Demonio y que en las cosas del malo ninguno se debía meter.
Nadie había hecho ninguna objeción al momento de su sudorosa e  imprevista llegada y todos en el pueblo la adoptamos de inmediato como abuela.
Ya le habíamos tomado cariño.
Cuando Paula me tomó de la mano y yo aferré nuestra maleta para avanzar hasta la plataforma solar que nos llevaría a la base de lanzamientos, en calidad de primeros viajeros del poblado, la abuela se santiguó con azufrosos movimientos y desapareció de nuestra vista, en una llamarada parecida al despegue de los cohetes.
Como prueba para los incrédulos quedó su mecedora: ahumados el respaldo y el asiento y semiderretidos los arcos.  



EL ORNITÓLOGO (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
Su canto era único, perfecto. Acudía diariamente a escuchar esa melodía, lo llevaba al éxtasis. Era la única especie que no poseía.
Pensó muchas veces la manera de llevársela, claro, sin levantar sospechas.
Aquel día parecía ideal, el pasillo estaba solo.
Aquel día nada salió bien, la soprano no quiso entrar a la jaula. No pudo llevarla viva.


PROHIBIDO VOLAR (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
No puedo volar en este mundo de pájaros. Tengo que caminar como un idiota. Tengo que hacerlo junto a ellos porque, desde hace tiempo, simulan caminar.
Está prohibido volar pues. Debo tener las alas siempre dobladas, bajo la camisa.
Recuerdo la última vez que despegué y pude planear un rato; luego de esquivar los disparos, aterricé y me escondí, pero, fui capturado.
Aún me duele la sentencia, la siento en el peso de cada paso de mi única pierna.


¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño)
El autobús realmente vibraba mucho, con todo ese movimiento, Nancy no podía regresar a sus carcelarias emociones de cuando niña. Así le había enseñado el tiempo inexorable y vil.
Al momento de subir, no sabía el nombre de su verdugo. Una señal de vida tan paradójica como su silencio ante la recia voz de él. Alguien le había comentado, pero ella no aceptaba la realidad del peligro. Para ella, los autobuses eran sólo máquinas, fierros sin vida ni espíritu inmortal. Enrique apareció de pronto, en la ingenuidad del colector. El misterio de amar, no era más que un recordatorio a su histérica situación de indeciso desinterés.
Una vez más el autobús crujió en una curva y de nuevo sintió ese vacío en su estómago. Nancy no estaba siendo en modo alguno autocompasiva, no era susceptible; pero aún así, tenía miedo de morir sin llegar a San Carlos. Para ella, eso significaba algo así como fallar a un precepto genéticamente implantado en sus uñas, en su bolsito negro y sus tarjetas amarillentas, llenas de nombres de novios, nombres que jamás eran absolutos. Todas tenían la marca de haberla llevado una y otra vez, a estar al borde de llorar y reír por un sepulcro de emociones; manchado tremedal de intencional desolación y silenciosas voces atrapadas en complicadas rayas, en almohadas sin funda, sin tela, sin gomaespuma, sin colchón, en fin, sin cuerpos que jadeen y griten.
Recordó de improviso que su Credo arrancaba con el mundo apesta y sonrió, pues era existencialista, nihilista, comunista, pero en el fondo, temía a la muerte antes de llegar a San Carlos.
Nancy, al parecer, nunca amó; podía mentirnos a todos diciendo que había amado a Enrique, pero él era como ese pedazo de historia que uno trata de hacer propio en tiempos de escolar. Enrique lloraba y Nancy reía mucho cuando los vi por primera vez. Por supuesto, ella ya me conocía; me creía tan malo y despiadado; comenzó a creerme el amo absoluto de su amor y de los hijos de aquella fuente de dolor, contemporáneos de mis estudios iniciales de Maestro. Pocas veces reí en su presencia, en cierta forma, yo mismo le temía. Era un temor especial, el de los Dioses que ven el acrecentamiento del poder de sus criaturas como un cierto peligro de olvido.
Un miedo diferente se apoderaría de ella, varios lustros después. Su pulso se aceleraba con cada kilómetro que recorría la unidad de ruta. Se aproximaba a San Carlos, justo donde estaba yo, esperándola; ella podía sentirme, lo sabía.
Luego de derrotarla en el peor juego de ajedrez de mi vida, llegamos a conocernos mucho. Realmente entonces fue cuando comenzó a temerme; a sentir ese miedo a sentir miedo, a adorar mis gritos y sentir verdadera fobia de mis silencios. Más yo no lo hacía intencionalmente; sólo era ella, la que creaba toda aquella situación. Rafael me lo advirtió para ese entonces. Luego, los hijos, la casa, domingos en familia y cosas así. Nancy comprendía mi frustración y trató de influenciarme el diablo sabe tentar, decía; entonces te tentaré, contestaba y un día ella lloró. Amargamente lloró. Yo tan sólo volé sobre la casa un par de horas y dormí con gran calma. Al despertar, ya no estaba.
El autobús frenó de pronto. Ella se sintió caer al piso, rodar, convertida en una sombra, y nada más.
Yo fui a su sepelio; Enrique me insultó, como siempre lo había hecho en los últimos años. Sus amigas (las que aún me recordaban), me nombraban con epítetos que ni Nancy conocía, todas me reprochaban.
No lloré.
Nancy, que era muy bella, no me reclamó
¿Acaso debían reclamarme ellas?



LA AMARGURA DE  AQUEL  HOMBRE. YA NO QUIERO TENER MEMORIA (Duglas Moreno)
La bala dio exactamente en la aldaba  con ribetes de oro. El pedazo de hierro que cayó bruscamente al piso, tenía restos de corazón.  El hombre vino y le apuntó a la cara con esa  rabia que  solo la muerte puede desvanecer. La mano que sostenía el revólver  se mantuvo recta y firme entre la venganza  de uno y la palidez del otro. Si al menos hubiese intentado una palabra.  Si hubiese permitido que recogiera las pocas cosas de la oficina y se marchara. Nada de eso. Solo hablaba de una afrenta, de un honor familiar ultrajado y del fin de la dictadura. No sabemos cómo logró disparar,  con tanta  ira saliéndosele por los ojos, y  dar en el blanco. Dicen que le pegaba a un mediecito en el aire. En Lagunitas lo mentaban El fino.
 La oficina era sencilla. Un escritorio de madera y unas sillas terminadas en cuero. La bandera nacional en un rincón. Detrás del sillón principal, la imagen del dictador.  Allí estaba todavía, la mañana cuando cayó el régimen, el jefe civil del pueblo. Tenía poco tiempo en el cargo. Era un hombre de buenos modales. Recuerdo que al final de la habitación  había una puerta que daba al traspatio. En el fondo de esa puerta el hombre pálido cayó de bruces y su camisa blanca se llenó de sangre inmediatamente. Una mujer con lágrimas en sus manos, lo tomó y lo pegó contra su pecho. Creo que fue Almario el que dijo: él era un jefe bien gobiernista, apretao pues, y no  nos duele naíta lo que le pasó. Entonces la mujer nos silenció a todos, cuando largó sollozante: tal vez no haya sido bueno para ustedes; pero era mi hijo y me duele en el alma. Todos ustedes son unos sinvergüenzas, una persona valdrá siempre más que unos pobres ideales. Ver la muerte de un hijo es como estar ante  tu propia muerte. Son dos vidas las que se acaban. 
Hubo otro muerto; creo que un policía, pero  trato de recordarlo y no puedo. Han pasado muchos años  y sólo el rostro amargo  de aquel  hombre anda por aquí, como si no bastara con lo que pasó y no fuera suficiente tener que llevar su  aciaga figura   a todas partes. Lo cargo como un peso terrible en la  conciencia. Confieso ahora que los recuerdos son también un desagradable  signo de castigo. Me gustaría que todo desapareciera, hasta la vida, no puedo andar con esta angustia siempre. Ya no quiero tener memoria, les juro de verdad que ya no quiero recordar nada.  A veces deseo ir a la plaza del pueblo y sentarme en la sombra de los mijaos, pero estoy  seguro  que él estará ahí esperándome con su camisa blanca bañada de sangre, entonces me quedo pensando en este destino que me ha tocado vivir.      

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