Imagen en el archivo de Juan Carlos Rosales González
QUEBRADA DE LAS ÁNIMAS (Mercedes Franco)
Entre
El Tocuyo y El Molino, dos pueblos del estado Lara, se encuentra “La Quebrada
de las Animas". En este pequeño arroyito se bañan a veces los niños
campesinos, pero solo durante el día. Porque según una antigua leyenda del
lugar, al anochecer se ven allí blancas apariciones, extrañas sombras
fugitivas.
Afirma
una creencia popular que en este arroyo larense ocurrió un hecho terrible. Un
capitán español había abandonado a su mujer con un niño pequeño, por una bella
cortesana recién llegada. Se dedicó a su nuevo amor, sin pensar que pronto
pagaría las consecuencias de su villanía, pues la dama en cuestión aceptaba el
amor de otros hombres.
Alguien
le advirtió al capitán que estaba siendo víctima de una engañifa. No tuvo más
que seguir a su nuevo amor hasta el arroyo. Ciego de ira, el hombre mató a la
infiel y a su amante. Estuvo solo unos días preso, pues en la época, el hecho
tenía grandes atenuantes. El capitán fue al mismo río y allí se dejó morir de
hambre: Dicen que desde lejos se le veía vagar llorando por el lugar. Con el
tiempo el río se hizo mínimo. Y en las noches más oscuras, se ven allí tres
sombras dolientes, entre las aguas de la "Quebrada de las Ánimas".
QUEBRADA DEL JASPE (Mercedes Franco)
En
nuestro estado Amazonas, cerca del kilómetro 273, se revela una de las
maravillas de nuestro país: La Quebrada del Jaspe, un lugar mágico donde la
piedra roja, semipreciosa, colorea las aguas y las hace parecer de sangre. El
sol golpea de lleno la impetuosa cascada. Un gran arcoíris se derrama sobre las
rocas.
Esta
quebrada tiene una rara leyenda: mucha gente en el lugar asegura que desde aquí
comenzará el Apocalipsis.
RAPTOS MÁGICOS (Mercedes Franco)
Muchas
personas aseguran haber sido raptadas por duendes y fantasmas. Una jovencita en
Falcón afirmaba haber sido secuestrada por un Ceretón que intentaba seducirla.
Ella logró escapar y lo alejó embadurnando su cuerpo con sangre de pescado, animal que parecen
detestar los duendes. Otra muchacha de Barcelona, en el estado Anzoátegui,
afirmaba haber sido sacada de su habitación durante la noche por una fuerza
invisible, que la llevó a una montaña. Allí se encontró sola, en la oscuridad,
pero una voz amable la tranquilizaba. Se durmió en brazos del desconocido. Al
amanecer pensó que vería al fin el rostro de su gentil raptor, pero solo
encontró miles de flores a su alrededor.
REBULLONES (Mercedes Franco)
En
la novela Doña Bárbara, nuestro gran escritor Rómulo Gallegos habla de los
Rebullones. Eran extraños pájaros portadores de la desgracia y la muerte,
sedientos de sangre de vaca en el techo de la casa, para que bebieran.
UN PASEO A LO ETERNO (Gabriel Jiménez Emán)
Entre
los chamuscados hierros, entre el amasijo carbonizado de metal y carne humana,
entre el revoltijo sanguinolento en donde trozos de tejido se abrían por todos
lados; entre los resortes, el cuero perforado y el vapor espeso que sigue las
colisiones violentas, vi la cara de ella. Lucía joven y no tenía rasgo alguno
de dolor. Sus ojos permanecían entre abiertos, y el vidrio desgranado del
parabrisas los había salpicado sin hacerles daño; más bien los trozos del
cristal, diseminados a lo largo de los cuerpos en los asientos, parecían una
escarcha sobrenatural. Su pelo se extendía sobre el espaldar y se encontraba
perfectamente peinado, tendido sobre la superficie lisa. Aún se percibía un
calor de vida, una palpitación mucho más profunda que en la de los simples
cuerpos aun vivientes. Sólo en ciertos filmes y en algunos cuadros prerrafaelistas
o impresionistas había observado una atmósfera semejante, un ámbito tan
permeada de visiones superiores. Sus labios, por ejemplo, poseían todavía esa
dulzura profunda, propia del mismo instante de la muerte. Por un momento desee
situarme en esa zona y dejarme ir hacia un brumoso cielo.
Habíamos
preparado todo para la boda con el mayor esmero. Nuestros padres habían
invertido en la ceremonia los ahorros de varios meses. El gran patio verde
recibiría toldos alegres debajo de los cuales habría mesas adornadas con
flores, plenas de manjares. Una pequeña orquesta amenizaría la reunión mientras
los invitados se paseaban con sendos tragos en la mano bajo el atardecer,
celebrando o maldiciendo nuestra unión, que importaba ya, pero estarían allí
con el fin de alimentar la siempre escurridiza felicidad. Mi novia y yo
pasaríamos al patio de improviso, haciendo toda clase de bromas con los amigos.
Y fue dando los últimos toques a la reunión, cuando a ella se le ocurrió hacer
este viaje rápido entre la ciudad y el pueblo donde íbamos a vivir, en nuestra
ruina maravillosa, en nuestra pocilga henchida de verdades y sueños.
Despertamos muy tempranos y ella aprovecho las promesas del día resplandeciente
para proponer el breve viaje. Lo decidimos y ahora estamos aquí, ella en su
lugar de eternidad y yo completamente lúcido de este lado, desde donde logré
abrir la portezuela para salir y contemplar su rostro completamente inmaculado,
lleno de ese esplendor de muerte que no estoy dispuesto a compartir con nadie.
Tengo que recuperar este rostro sin mirar más abajo, no quiero ver otra vez el
amasijo de hierro chamuscados ni sus espléndidos miembros mezclados a la
chatarra hirviente y confundidos, como ahora me cercioro, con una mano mía
recién desprendida que ostenta su muñón de músculos y articulaciones rasgadas y
en uno de sus dedos el anillo dorado. Con la derecha apenas puedo llegar hasta
su perfecta cara de diosa transcendida de esta mísera realidad y acariciarla,
acariciarla suavemente sin marchar su tez, ni este matrimonio que con este mi
último suspiro, queda ya inmerso definitivamente en el dominio de lo eterno.
MICRO 9 DESTINO (Cósimo Mandrillo)
Emprende
el camino y sabe que huye. Adelante está el sol que le hurga la mirada a lo
largo de cientos de kilómetros. Atrás queda la herida abierta, el dolor que no
cesa un ápice. Ha pensado tanto. Ha recorrido el viacrucis de recuerdos. Ha
reinterpretado cada palabra. Ha descubierto una mentira tras otra.
Ahora
atesora todo como si fuese un botín de guerra. Cree que se arma pero es débil.
Mira la línea infinita de asfalto que tiene por delante y se le ocurre que nada
termina nunca. Lo que hay es un estruendo continuo que le torpedea la
conciencia. Quiere pensar pero el hilo que lo ata fluye autónomo en su cerebro.
Día y noche una procesión de insectos sonoros se mueve con libertad dentro de
su cabeza. En un último esfuerzo por acallarlos, sube al máximo el volumen del
radio. No sabe si funcionará. Se concentra en el reverberar del horizonte que
parece esperarlo, allá, lejos.
EL DISPARO FUE CERTERO (Gregorio Riveros)
Con
escalofriante precisión atravesó el oscuro cristal de la ventanilla y se alojó
en el cráneo del hombre. Su cuerpo cayó sobre el volante y luego se desplomó
hacia su derecha, sobre el hombro y la pierna izquierda de la mujer. El
escarabajo comenzó a zigzaguear y rápidamente arrancó, se saltó la luz del
semáforo y se perdió por Los Próceres en dirección hacia quién sabe dónde. Los
dos hombres de la segunda moto regresaron presurosos, recogieron algo y con la
misma premura aceleraron y se fueron detrás del Volkswagen, también hacia la
nada.
En
la distancia los motorizados ya no existían.
Asustada,
la mujer sujetó el volante del vehículo que continuaba encendido y se movía con
lentitud pero no lograba controlarlo, en el puente lo desvió ligeramente hacia
la derecha, donde funcionaba la parada de una línea de taxis que estaba por
allí y lo recostó contra la acera, cerca de uno de aquellos vehículos de
alquiler. Aparte del susto, a ella nada le pasó. Él respiraba con dificultad.
Así lo encontraron los taxistas una vez que ella hubo gritado pidiendo auxilio.
Una
camioneta negra, Ford Explorer 4x4, vidrios ahumados, del año, pasó muy
lentamente y a sus ocupantes pareció no importarles nada de aquello.
Impertérritos, continuaron su marcha.
Por
la radio, Roberto Carlos seguía cantando...
“…
ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida…”
Era
la 1:10 de la madrugada.
AHUMADOS EL RESPALDO Y EL ASIENTO Y SEMIDERRETIDOS LOS ARCOS (Armando José
Sequera)
A la
abuela no le gustaban los cohetes. Decía que volar por el espacio y visitar
otros planetas era cosa del Demonio y que en las cosas del malo ninguno se
debía meter.
Nadie
había hecho ninguna objeción al momento de su sudorosa e imprevista llegada y todos en el pueblo la
adoptamos de inmediato como abuela.
Ya
le habíamos tomado cariño.
Cuando
Paula me tomó de la mano y yo aferré nuestra maleta para avanzar hasta la
plataforma solar que nos llevaría a la base de lanzamientos, en calidad de
primeros viajeros del poblado, la abuela se santiguó con azufrosos movimientos
y desapareció de nuestra vista, en una llamarada parecida al despegue de los
cohetes.
Como prueba para los incrédulos quedó su
mecedora: ahumados el respaldo y el asiento y semiderretidos los arcos.
EL ORNITÓLOGO (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
Su
canto era único, perfecto. Acudía diariamente a escuchar esa melodía, lo
llevaba al éxtasis. Era la única especie que no poseía.
Pensó
muchas veces la manera de llevársela, claro, sin levantar sospechas.
Aquel
día parecía ideal, el pasillo estaba solo.
Aquel
día nada salió bien, la soprano no quiso entrar a la jaula. No pudo llevarla
viva.
PROHIBIDO VOLAR (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
No
puedo volar en este mundo de pájaros. Tengo que caminar como un idiota. Tengo
que hacerlo junto a ellos porque, desde hace tiempo, simulan caminar.
Está
prohibido volar pues. Debo tener las alas siempre dobladas, bajo la camisa.
Recuerdo
la última vez que despegué y pude planear un rato; luego de esquivar los
disparos, aterricé y me escondí, pero, fui capturado.
Aún
me duele la sentencia, la siento en el peso de cada paso de mi única pierna.
¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño)
El autobús realmente vibraba mucho, con todo ese
movimiento, Nancy no podía regresar a sus carcelarias emociones de cuando niña.
Así le había enseñado el tiempo inexorable y vil.
Al momento de subir, no sabía el nombre de su
verdugo. Una señal de vida tan paradójica como su silencio ante la recia voz de
él. Alguien le había comentado, pero ella no aceptaba la realidad del peligro.
Para ella, los autobuses eran sólo máquinas, fierros sin vida ni espíritu
inmortal. Enrique apareció de pronto, en la ingenuidad del colector. El
misterio de amar, no era más que un recordatorio a su histérica situación de
indeciso desinterés.
Una vez más el autobús crujió en una curva y de
nuevo sintió ese vacío en su estómago. Nancy no estaba siendo en modo alguno
autocompasiva, no era susceptible; pero aún así, tenía miedo de morir sin
llegar a San Carlos. Para ella, eso significaba algo así como fallar a un
precepto genéticamente implantado en sus uñas, en su bolsito negro y sus
tarjetas amarillentas, llenas de nombres de novios, nombres que jamás eran
absolutos. Todas tenían la marca de haberla llevado una y otra vez, a estar al
borde de llorar y reír por un sepulcro de emociones; manchado tremedal de
intencional desolación y silenciosas voces atrapadas en complicadas rayas, en
almohadas sin funda, sin tela, sin gomaespuma, sin colchón, en fin, sin cuerpos
que jadeen y griten.
Recordó de improviso que su Credo arrancaba con el mundo apesta y sonrió, pues era
existencialista, nihilista, comunista, pero en el fondo, temía a la muerte
antes de llegar a San Carlos.
Nancy, al parecer, nunca amó; podía mentirnos a
todos diciendo que había amado a Enrique, pero él era como ese pedazo de
historia que uno trata de hacer propio en tiempos de escolar. Enrique lloraba y
Nancy reía mucho cuando los vi por primera vez. Por supuesto, ella ya me
conocía; me creía tan malo y despiadado; comenzó a creerme el amo absoluto de
su amor y de los hijos de aquella fuente de dolor, contemporáneos de mis
estudios iniciales de Maestro. Pocas veces reí en su presencia, en cierta
forma, yo mismo le temía. Era un temor especial, el de los Dioses que ven el
acrecentamiento del poder de sus criaturas como un cierto peligro de olvido.
Un miedo diferente se apoderaría de ella, varios
lustros después. Su pulso se aceleraba con cada kilómetro que recorría la
unidad de ruta. Se aproximaba a San Carlos, justo donde estaba yo, esperándola;
ella podía sentirme, lo sabía.
Luego de derrotarla en el peor juego de ajedrez de
mi vida, llegamos a conocernos mucho. Realmente entonces fue cuando comenzó a
temerme; a sentir ese miedo a sentir miedo, a adorar mis gritos y sentir
verdadera fobia de mis silencios. Más yo no lo hacía intencionalmente; sólo era
ella, la que creaba toda aquella situación. Rafael me lo advirtió para ese
entonces. Luego, los hijos, la casa, domingos en familia y cosas así. Nancy
comprendía mi frustración y trató de influenciarme el diablo sabe tentar, decía; entonces
te tentaré, contestaba y un día ella lloró. Amargamente lloró. Yo tan sólo
volé sobre la casa un par de horas y dormí con gran calma. Al despertar, ya no
estaba.
El autobús frenó de pronto. Ella se sintió caer al
piso, rodar, convertida en una sombra, y nada más.
Yo fui a su sepelio; Enrique me insultó, como
siempre lo había hecho en los últimos años. Sus amigas (las que aún me
recordaban), me nombraban con epítetos que ni Nancy conocía, todas me
reprochaban.
No lloré.
Nancy, que era muy bella, no me reclamó
¿Acaso debían reclamarme ellas?
LA AMARGURA DE
AQUEL HOMBRE. YA NO QUIERO TENER
MEMORIA (Duglas Moreno)
La
bala dio exactamente en la aldaba con
ribetes de oro. El pedazo de hierro que cayó bruscamente al piso, tenía restos
de corazón. El hombre vino y le apuntó a
la cara con esa rabia que solo la muerte puede desvanecer. La mano que
sostenía el revólver se mantuvo recta y
firme entre la venganza de uno y la
palidez del otro. Si al menos hubiese intentado una palabra. Si hubiese permitido que recogiera las pocas
cosas de la oficina y se marchara. Nada de eso. Solo hablaba de una afrenta, de
un honor familiar ultrajado y del fin de la dictadura. No sabemos cómo logró
disparar, con tanta ira saliéndosele por los ojos, y dar en el blanco. Dicen que le pegaba a un
mediecito en el aire. En Lagunitas lo mentaban El fino.
La oficina era sencilla. Un escritorio de
madera y unas sillas terminadas en cuero. La bandera nacional en un rincón.
Detrás del sillón principal, la imagen del dictador. Allí estaba todavía, la mañana cuando cayó el
régimen, el jefe civil del pueblo. Tenía poco tiempo en el cargo. Era un hombre
de buenos modales. Recuerdo que al final de la habitación había una puerta que daba al traspatio. En el
fondo de esa puerta el hombre pálido cayó de bruces y su camisa blanca se llenó
de sangre inmediatamente. Una mujer con lágrimas en sus manos, lo tomó y lo
pegó contra su pecho. Creo que fue Almario el que dijo: él era un jefe bien
gobiernista, apretao pues, y no nos
duele naíta lo que le pasó. Entonces la mujer nos silenció a todos, cuando
largó sollozante: tal vez no haya sido bueno para ustedes; pero era mi hijo y
me duele en el alma. Todos ustedes son unos sinvergüenzas, una persona valdrá
siempre más que unos pobres ideales. Ver la muerte de un hijo es como estar
ante tu propia muerte. Son dos vidas las
que se acaban.
Hubo
otro muerto; creo que un policía, pero
trato de recordarlo y no puedo. Han pasado muchos años y sólo el rostro amargo de aquel
hombre anda por aquí, como si no bastara con lo que pasó y no fuera
suficiente tener que llevar su aciaga
figura a todas partes. Lo cargo como un
peso terrible en la conciencia. Confieso
ahora que los recuerdos son también un desagradable signo de castigo. Me gustaría que todo
desapareciera, hasta la vida, no puedo andar con esta angustia siempre. Ya no quiero
tener memoria, les juro de verdad que ya no quiero recordar nada. A veces deseo ir a la plaza del pueblo y
sentarme en la sombra de los mijaos, pero estoy
seguro que él estará ahí
esperándome con su camisa blanca bañada de sangre, entonces me quedo pensando
en este destino que me ha tocado vivir.
HOLA ¿puedo darles un cuento para publicarlo acá?
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