Imagen tomada de Miguel Alfonso Uzcátegui Abreu en el archivo de Anita Mendoza
MICRO 8 CASORIO 2 (Cósimo Mandrillo)
Cásate
conmigo propuso ella, quiero ser feliz.
Si
nos casamos, respondió él, dejaré de sentirme libre, me cambiará el humor, me
sentiré como un lobo prisionero y te haré sufrir.
Pero
mis amigas no tienen por qué enterarse, concluyó ella.
LA DOCTORA
BRUMA O LA ESBIRRO QUE LLEGÓ (Pedro José Pisanu)
Había sido una
colaboracionista del régimen anterior. Loas y palabras bonitas con el tirano.
Tan pronto cayó el sátrapa, ella supo correr a la acera del frente y ante la
falta de dirigentes ella misma se nombró dirigente y facilitadora para la nueva
jefa. Con nuevos halagos y postres supo ganársela. Nada, la jefa la nombró
prefecta de policía. El cargo se le subió más rápido que un shot de licor dulce
a la cabeza. Ella sin ser doctora ni poseer título alguno se hizo llamar
doctora como su antecesor, el doctor Sombra, terrible perseguidor y esbirro de
la tiranía anterior. Ella comenzó a maltratar, ofender y humillar, después
vendrían sus persecuciones contra todo lo que en su juicio fuera mejor que ella.
Larga e interminable lista. El destino, la vida o como quieran llamarlo le dio
tres avisos, con las sucesivas muertes del padre, el marido y la desaparición
de su deportivo Jaguar y la reaparición de este vuelto chatarra. Ahora aquellas
ronchas que ella creyó una “culebrilla” se le infectaban y dolían, surgiendo
una nueva cada vez que tenía un nuevo perseguido. Los designios le avisaban de
nuevo, con su carnal en etapa terminal, clamando a Dios por una muerte rápida,
solo que él no escucha a los impíos. Dio órdenes y nadie le hizo caso, gritó,
ofendió y ninguno respondió; creyó que era una pesadilla, pero no despertaba,
el sueño se hacía eterno, o tal vez todo era real. Se vio frente a los
cristales. Las bubas purulentas comenzaban a estallarle en todo el cuerpo,
sufriendo su propia fetidez. Gritó a todos diciendo que se colgaría de la viga
más alta del edificio. El coro respondió casi unánime: ¡Que lo haga!. Siguieron
su camino. “Lo haré” -dijo ella-. “Siempre cumplo lo que prometo”. Se colgó y
solo fue otra bruma que el tiempo se llevaría hasta el infierno. ¿Infierno?
¿Cuál? Si su vida era un infierno.
EL ASTRONAUTA DISTRAÍDO (Gabriel Jiménez Emán)
Esta
no es una historia de ciencia - ficción. Es sencillamente la historia de un
astronauta que después de haber viajado por el espacio en un cohete -
entiéndaseme: por un espacio real - en un cohete real - llega a la luna.
Desciende de la cápsula y, como otros
tantos astronautas, da algunos pasos en la superficie lunar.
Pero
sucede que el astronauta está pisando la luna por primera vez, y aunque estos
pasos fueron ensayados con anterioridad en terrenos muy semejantes a la luna y
la llegada al satélite de la tierra no representa para esa fecha ningún
acontecimiento especial, el astronauta, sin embargo, experimenta una extraña
decepción; le parece demasiado evidente estar pisando aquello para lo cual a
estado preparándose estado preparándose toda su vida; el sueño irrealizable esta bajo sus pies, y
si él no ha logrado la hazaña mucho antes que otros astronautas es precisamente
debido a que es muy distraído; siempre está olvidando algo, los momentos para
los cuales se requería más concentración están llenos de dispersiones y vacíos,
la mente no está puesta en nada particular, está vagando por ahí, sola, obedeciendo
al viento, al errar de una nube viajera.
Por
eso, antes de comenzar a poner en práctica los planes del viaje, sus amigos le
llamaban bromeando “el lunático”, sin sospechar siquiera las intenciones de su
aguda - aunque inconstante - inteligencia. Por años se había entregado
secretamente a la construcción de un cohete, y el día que finalizo la
construcción, los demás se negaron a creerlo. Pues bien, el astronauta esta
ahora sobre la superficie de la luna, mirando un paisaje estelar que nunca
había presenciado, y esto lo hace olvidarse del goce de la hazaña que recién ha
cumplido, pues se halla sumido en la contemplación de nuevos astros, y está tan
distraído que sin darse cuenta ha comenzado a despojarse de su traje; los
zapatos y el casco son los primeros en comenzar a abolir las leyes de la
gravitación y luego el empieza a ascender lentamente en el espacio. Siente
tanto placer en su ascenso que apenas se da cuenta que ya su cuerpo no puede
obedecerle, va dando vuelta y más vueltas, y antes de confundirse en la
infinita noche de los astros divisa a su planeta, la tierra, y también el
cohete que desde allá abajo, desde la luna, lo invita a un último recorrido.
A NINGUNA PARTE (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel
hombre fastidió tanto para que lo sacaran de entre los humanos, que los dioses
finalmente, lo levantaron a ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo
donde soñamos las estrellas.
La
distante y ansiada libertad, hizo brotar un canto jubiloso en su en su
garganta. Canto que conocieron los cometas y las veredas perdidas.
Adiós temores, órdenes, vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo sobre
las cimas solitarias de la tierra.
Desde ya podré vivir con segura independencia. No
habrá horizonte que yo no alcance.
Los
dioses gratamente sorprendidos ante aquellas alabanzas, decidieron de inmediato
estudiar otras peticiones de liberación.
No
obstante, el recién llegado paralizó el asunto al despertar un día con un
urgente deseo de hacerse un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de
la que fuera su mujer, una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó
una nube, jugueteó con un águila; sorbió ávido el aire marino de las olas, al
mismo tiempo que volaba chispeado por ellas hacia la quietud de una playa
tropical. Pero no pudo desterrar de su paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos
amaneceres más tarde, observando desde su refugio de conchas de cielo el
aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó el calorcito placentero que le
transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama, cuando ambos se abrazaban en
las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos y creerse en el lecho
matrimonial, casi se va bruces.
Los
dioses como bandas de palomas perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con
enojo al inadaptado, quien de ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La
gritería de sus hijos dentro de la casa, que otrora le atormentara. El crujir de la corteza del pan tostado entre
sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje,
mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y
hasta las risotadas de los empleados de aquella empresa donde él antes
trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar convirtiendo en agonía la
pesadilla inicial.
Para
distraerse probó ir de paseo a diversos lugares de la tierra, vedados
antiguamente por razones obvias. Fue peor: desde arriba el mundo sólo le
recordó lo que ya no tenía.
Canciones.
Mujeres. Licores. Y La Fonda del Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El queso rayado vistiendo de
etiqueta las caraotas refritas.
Ya
de regreso al refugio, y aún cuando las alas le pasaban igual que dos portones
de hierro. No pudo pasar por alto el rojo jugoso de una patilla, expuesta
impúdicamente en el interior de un mercado libre.
Bajó
con suavidad mientras iba imaginando su lengua golosa entre la incitante pulpa.
Pero el vendedor de dos certeros naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando
estaban a centímetros de la fruta.
Los
dioses histéricos, lo llevaron a juicio.
No
obstante, el abogado defensor consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo
en cuenta que mi defendido tuvo, además de cervezas y pan, el especial deseo de
presenciar el juego de sus hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que
fuera su consorte; yo pido que sea devuelto a la tierra en el acto. Porque
sucede- prosiguió el defensor retomando la voz por encima de las exasperadas
protestas-que son ustedes, compañeros, los que deberían de ser enjuiciados.
¿Cómo se le ocurre convertir en viajero de los cielos a un ser cuya memoria
terrenal está intacta? Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los
dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron dar una razón de peso que
justificara aquel desatino.
Y
entonces, acatando la sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al
infeliz después de poner su mente en nada.
Ese
día desde lo alto, cayó a la tierra un águila muerta. Y enseguida, de las
entrañas de un vientre materno nació una criatura ansiosa de lactar.
BASHEVIS SINGER (Julio Romero Parra)
En el centro de la ciudad de Acarigua, donde nací, frente a la plaza, en
los tiempos cuando fui un adolescente que estudiaba tercer año de bachillerato,
existió una librería que se identificó con el nombre de Monoy. La librería
Monoy, sobre todo, expendía los mal llamados libros de texto, una redundancia
inventada por el marketing para clasificar a los vademecum que utilizan en las
instituciones educativas. Además de los libros de texto sobrevivían entre
aquellas vitrinas algunas novelas que aún recuerdo, La montaña mágica, de
Thomas Mann, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, Lazarillo de Tormes, anónimo. Y
otras más. Pero la que más llamaba mi atención era una titulada Enemigos, una
historia de amor, cuyo autor era un polaco llamado Isaac Bashevis Singer. No sé
cuál misterioso influjo ejerció la presencia de ese libro sobre mi personalidad
de chico, pero cada vez que cruzaba frente a la librería Monoy me detenía un
momento en la vidriera para contemplar su portada. Quizás estaba más para
chocolates que para novelas, pero quería leerla. Su precio resultaba
exorbitante para mis posibilidades económicas de ese entonces. Decidí ahorrar
para tal propósito y en menos de mes y medio entré a la librería y la compré.
Me gustó. La leí en pocos días, y quizás pude olvidar su trama como me ha
ocurrido con tantas historias que he leído durante el resto de mi vida. Pero no
fue así. El recuerdo de Enemigos…me ha perseguido para siempre. Aquellas
páginas me tomaron como testigo de todo lo que estaba sucediendo a su personaje
principal, Herman Broder, un judío que vivía en Brooklyn y que se encontraba
atrapado en un cuadrilátero amoroso. El primer capítulo lo mostraba ardiendo en
su pesadilla, en un tormento que lo remitía a su último minuto en un campo de
concentración en Tzivke. La muerte lo estuvo esperando en una cámara de gas y
su cuerpo estuvo a punto de ser trasladado a los hornos crematorios para ser
transformado en ceniza gris que el viento esparciría entre los cielos de
Polonia. Pero Herman despertó y ya no se encontraba en Tzivke, ni siquiera en
un henil de Lipsk, sino entre un hormiguero de personas que se movían entre
Central Park y Battery Park. El dilema de amor de un hombre y su relación con
tres mujeres es largo de contar. Imagino que a finales de los años cuarenta,
Bashevis Singer debió entrar a un restaurante de Miami, lugar hacia el cual
emigró huyendo de la guerra, y ordenó un estofado acompañado de papas fritas,
pero el mesonero debió tardar tanto para regresar con el pedido que el escritor
comenzó a comparar las reses, los cerdos y los pollos con los cargamentos de
judíos que llevaban en tren hacia los campos de exterminio. Cuando regresó el
mesonero con la comida ya era tarde. Bashevis Singer había sufrido una
transformación ideológica en su apetito.
-Gracias, pero ya no tengo hambre-diría en yiddish al extrañado mesero,
pagaría el servicio, se disculparía nuevamente y saldría a la calle en busca de
un lugar donde sólo expendieran hortalizas.
El recuerdo de Enemigos, una historia de amor me perseguirá hasta la muerte.
Se sabe que Isaac Bashevis Singer huyó de Polonia y se fue a vivir a los
Estados Unidos donde se dedicó por entero a la literatura. Quizás la
aniquilación de millones de judíos por orden del Führer, el recuerdo de
aquellos vagones atiborrados de personas que viajaban como animales hacia los
mataderos nazis, la imagen de las cámaras de gas y el olor a chamusquina que
brotaba de los crematorios de Treblinka lo hicieron detestar la carne durante
los últimos treinta y cinco años de su vida. En cierta ocasión, alguien le
preguntó si se había convertido en vegetariano por razones de salud, a lo cual
contestó el gran escritor: “No precisamente por mi salud, sino por la salud de
los pollos.”
MEDIODÍA (Eduardo Mariño)
Quedan pocos días para otro abril. Las primeras
sensaciones de inestabilidad empiezan a manifestarse en mis pies y en mis
anteojos. Desde el amanecer he permanecido pegado a la ventana del muro Este,
siguiendo engañosamente el indiferente movimiento del sol, que ni un mínimo
instante ha perdido el rojizo semblante de la aurora.
Hay unas pocas velas encendidas y mi cena sigue
intacta junto a la puerta, donde la dejó el carcelero en la tarde de ayer. La
proximidad de abril me enferma y los barrotes de mi celda se vuelven más fríos,
como evitando mi acercamiento a las ventanas. El bosque se presiente cercano,
las primeras lluvias lo han extendido casi hasta el borde de la colina y casi
puedo sentir la humedad de su follaje y los trinos de sus indescriptibles
pájaros con plumas de sueño.
Ya casi es mediodía. Cuando las sombras se escondan,
me iré bajo la cama y trataré de imaginar que es medianoche, olisqueando las
pocas cenizas de rosas que atesoro desde tu última visita. Ya casi es mediodía.
Como todo cautivo, el tedio me embarga sin límites definibles.
Es hora de dormir.
LA BIBLIOTECA. COSAS DE MUJER (Duglas Moreno)
Sabía
que la biblioteca era extraña. La fijaron en un callejón perdido y frío. Había
que dejar los entrepasos de la ciudad y
meterse en las sombras de unos árboles, tocar la aldaba y dejar que la puerta mostrara un
jardín, lozas rojas, pájaros cantores y cuadros con rostros patriales. La
muchacha dijo: pase. Después del qué desea, me subió a un segundo piso,
caminamos por varios pasillos. No vi a nadie. Al final de un cuarto, la joven
dijo: Por aquí. Mientras caminábamos sentía su mirada tratando de mostrarse cómplice. Yo buscaba un
texto que me refiriera las estampas y sombrería de Tenochtitlán. De pronto sentí
que me había llevado a su cuarto. Estaba pensando mal, lo sé. La muchacha se
detuvo y me habló callado. No pudo terminar la conversación. Una mujer, como
dueña del lugar, la reprendió. Dijo que eso no podía pasar otra vez. Vi cuando
la sometieron a vil castigo. Tuve que decirle a la mujer: busco solo
información acerca de los sombreros de esta ciudad. La mujer abrió una pequeña puerta y me dejó pasar. El lugar
era sencillo. Había una figura de dragón en el centro vacío de una ventana que daba a otras lejanías. En una mesita estaba
proyectada toda mi errancia por la biblioteca y allí también pude ver, en
un espejeante muro de arena, los ojos nostálgicos de la muchacha
castigada. Creo que su rostro infantil
estaba delineado torpemente en aquellos trazos de madera. Disculpe señor. Estas muchachas no aprenden.
Siéntese. Quítese la camisa. ¿Qué biblioteca es esta? Dije sin hablar. La mujer
sonrió, tomó la llave, cerró la puerta y por la ventanilla de los horizontes
lejanos me gritó: perdónela, ella apenas es una niña y ya quiere hacer cosas de
mujeres. Ya lo atenderán.
A ninguna parte; celebr
ResponderEliminaro que lo hayan publicado en este acogedor blog. Juan Emilio Rodíguez.