Llanera en plena faena preparando melao. Archivo de La Voz del Joropo
LOS BRILLANTES DE MÉRIDA
La confitura brillante y translúcida no
esconde sino que acicala la dulcería merideña de los brillantes. La azúcar como
vidrio molido enaltece así la fruta la toronja, el higo, la lechosa de tanta
maternidad que acaba derribando la madre prodigiosa del mercado de los
lunes de Mérida, que recorría de niño,
junto al abuelo acicalado, Mariano Picón Salas. El venezolano ilustre hace
memoria de este recorrido nostalgioso de regreso a la infancia en un librito
inapreciable, viaje al amanecer, que es como un elemental catecismo de los más
tiernos recuerdos de una ciudad ya extinguida, de una tradición ya exhausta, de
un tiempo tristemente lejano. El mercado de Mérida se llenaba de colores de
montes y huertos y de presencias como las que rememoran pueblos leyendarios de
la España castellana o andaluza. El niño se abría paso entre burros y bueyes de
carga ya aliviados de su peso de frutas y verduras de fragantísismos humores;
puestos de frituras y quincallas donde se ponen a la venta estampas de santos,
novenas y abalorios para la belleza campesina. Ese es el lugar donde impone su
aire imponderable, entre ollas de barro y sacos que desbordan la guama, el
mamón de Los Guáimaros, la badea, los camburitos, bocadillos, una diosa de la
cordillera, de grandes cuadriles, los dientes sanísimos, los ojos orgullosos.
No oculta el origen timotocuica que la hace preponderante. Picón Salas describe
su aristocracia adornada de “gran pañolón de merino, cruzado de pesado
prendedor de oro”. Si él requiriera representar la fecundidad de su pueblo
mestizo y montañés invocaría esta Ceres, como él la nombra, hecha ahora de
sabores inolvidables. Junto al pecho potente se colocaría la bandeja de los
brillantes del resplandor de las aguas del Chama.
EL MAZAPÁN ANGOSTUREÑO
De misterios que no soslaya el texto de la
mitología con que Sir Francis Drake regresa de entre las aguas anubarradas del
Orinoco a la luz del Delta con una cabeza de guacamaya emplumada de arcoíris en
lugar de su espada de esa fábulas que inventa el desvarió de un inglés cortesano,
pirata y cartógrafo de sueño, parece provenir la fruta del merey, este árbol o
arbusto de la familia de anacardias, dueño de una voz emparentada con los
árabes y enraizada en la historia de las Indias como la profecía de Amalivaca,
que presenció el diluvio y la germinación del primer hijo de la semilla de la
palma moriche. Ninguna criatura vegetal como ella, que no florece sino que
entrega de su pecho leñoso fruto y semilla a la vez. Bien sea de carmín de la
herida de Cristo, de amarillo como dicen que se le ponen los ojos a la víbora
cascabel cuando se adentra entre la noche, de esas lilas que asoma la hora vesperal sobre el fin
de la tierra y que el Orinoco o ante Paria convocan al hombre de la tristeza,
el merey se apropia del silencio de los primeros amos de América, de su
precariedad para sustentarse de la nada, y un día se llena de carga, como si de
pronto lo llenaran los increíbles pájaros de la selva amazónica del relato de
Drake. La tradición de Angostura, hoy esta Ciudad Bolívar donde se guarece el
mejor corazón del hombre, mandar que esta semilla fabulosa de macere, se
acendre en el fuego, para darle lugar al mazapán tan buscado; manda que el
fruto se exponga al sol para alcanzar la otra maravilla de la dulcería del
mundo.
LAS FINURAS DE CARACAS
José García de la Concha, hasta que Dios lo
atrajo a su seno como él se puso a
esperarlo, la barba de patriarca extendía sobre el pecho, jamás dejó de
rememorar la vida y costumbres de la vieja Caracas, siempre con neblinas
puestas sobre el Ávila y su pregón de claveles de Galipán en la calle de
ventanas con celosías donde suspiraban
solteronas ruborosas condenadas a vestir santos. El anciano y ultimo
evacuador de la ciudad de antaño a veces se ponía a alabar en la quietud de la
quinta Anauco bajo cuyos techos transcurren los últimos años de su apasionado
amor, la condición hacendosa de la mujer caraqueña y su disposición para el
ejercicio de un recetario de la dulcería tradicional venezolana donde figuraban
desde las jaleas de guayaba o de membrillo que salían de las manos de Isabel
Días Smith, los ponqués de las Pardo Roque
o las finuras de dulces de Dolorita y Susana Urdaneta, hijas del general
en Jefe Rafael Urdaneta, el de la Independencia, y “que hicieron época con su
arte culinario”, vengan al caso las mismas palabras del evocador cronista.
Recordaba asimismo don José “unas lindas y sabrosas naranjas rellenas” que eran
el orgullo de su tía Micaelita Revenga; los bienmesabe en almíbar de coco y
huevo, acompañados de bizcochuelos y canela; las islas flotantes, los suspiros,
en un mar de cremas; las chipolatas, los hojaldres, el cabello de ángel, la
torta bejarano enguirnaldada con semillas de ajonjolí, la cojita, los tacones,
que no era sino ruedas de pan frito mojadas en ron y bañadas con melado de
papelón; el manjarete, el tequiche, el arroz con coco, el golfiao. Una Caracas
tierna de pura confitura.
EL PAPELÓN
En las algaras de los soldados llaneros que
siguieron a Bolívar a la Campaña de los Andes, junto a la lanza, junto a la
cecina y los pedazos de casabe y queso del bastimento escotero, jamás dejó de
ir el papelón, que aparece en la vida del venezolano como la canción del Bravo
Pueblo de los primeros días de la patria a la que le puso música no se sabe si
Juan José Landaeta o ese otro compositor de la Colina que retrató Juan Lovera
con su violín, el mulato Lino Garrido, en cuya encarnadura vital se restaura el
rostro del hambre de oriente y llano. Esa fue la mano que endulzo tanta
amargura. Esos mismos ojos resignados y esa idéntica expresión de los labios
desdeñosos corresponden al cortador de caña de valles y recodos donde siempre
se erigía un torreón de ladrillo y el humo de las pailas del trapiche. Esa
torre, la espiga de la caña diseminada como banderas del viento de algún cuento
de Sacarra-majestad y el buscare florecido dibujan en la tarjeta postal el otro
antiguo y viejo país que se sustentaba de su fruto y de su cosecha. De un suelo
dulce se obtenía aguamiel que llenaba las taparas con que el pobre componía el
café del amanecer, pero también de este zumo constante se armaba, vaciados en
moldes cónicos de madera, el papelón de oro que sabría de una buena clase si al
rallarlo con la uña dejaba un trazo blanco allí donde se le probara. Largas
jornadas de sed llanera, hambres insatisfechas, gulas de niños que celebraban
el día del árbol con poemas a la rosa de los vientos, hallaron calma y remedio
en la golosina del papelón. No está completa
la historia de Venezuela sin ese producto mulato, mestizo, aindiado,
anegrado de la verdadera alma del pueblo, de las esencias colectivas, de las
tumultuosas pasiones de las multitudes.
LAS PANELITAS DE SAN JOAQUÍN
Las panelas de San Joaquín, que antiguamente
se conocieron como los bizcochitos de San Joaquín, y las panelas de Maracay
vaya la historia a desapartarlos y a darle unos papeles distintos de la
nacionalidad común, bien se doren entre candelas de horno en la ciudad que tienen de suelo la heredad de milenarios
barros de los tacariguas ancestrales o de la aldehuela que ya no es, del paso
real de Turmero, San Mateo, La Victoria, El Consejo Y Las Tejerías. Después lo
que venían era guayas y la posada del pan famoso que obligaba a la parada así
se viajara con la urgencia. Las panelitas de San Joaquín, de granjería casera
de rareza del regusto sabatino y dominical, de modesto quehacer doméstico de
contadas casas de familia, se hizo patrimonio de toda una comunidad y alcanzó
la carretera y la autopista, sin atención al riesgo de un peligro automotor o
la sanción de las patrullas del tránsito. Hombres y mujeres, ancianos y niños,
abanican el aire con sus avíos de panelitas, que sigue siendo el inalterable
bizcochito de antes, bueno si se le come solo y aún más bueno si se le moja en
chocolate o café con leche de la hervida. Pariente del ponqué caraqueño y del
debudeque paraguanero, emparentado con
linaje propio a la sabiduría que trasladó a América el conquistador español, la
panelita de San Joaquín, de cuerpo de harina, huevo, leche, azúcar y esencia de
anís esenciales, adquirió un paisanaje que ya nadie le mezquina, sin aliarla a
otras costumbres, porque en su confección se mezclan las distintas sangres del
pueblo venezolano. El nombre del santo padre bíblico de la Virgen María, que es
el del pueblo comenzando en el azar del camino, le da un domicilio y una casa
legitimadas por el tiempo.
LA NAIBOA
En torno a la yuca se congregan demasiadas
circunstancias del ser nacional Yuca misma, la palabra que designa la
euforbiácea Manibot utilissima, es voz caribe, bien se use esta palabra o la
otra de mandioca común en literaturas de cronistas y expedicionarios europeos
antiguos. Yare, el sumo de la opima raíz, tiene su antecedencia caribe como
catebía, o cativía o catara, que es la harina de la yuca ya rallada, y aun se
cebucán o sebucán, el aparejo de exprimir la harina para extraerle su zumo, y
que estaba hecho de la palma camuare. Como aripo del cumanagoto erepa, que
domina el budare de barro, de cuyo sonido deriva arepa. Como manare, el
cernidor de la harina, y aun naiboa, que idéntica otro modo indígena de llamar
la yuca. Lisandro Alvarado, el sabio que nos legó un rico glosario del habla
indígena, establece que naiboa es “casabe aderezado con dulce y queso”.
Equivaldría al casabe con dulce que le ofrecen hoy al viajero de la carretera a
Cumaná las niñas campesinas de frente a Mochima, con la diferencia de que
además del papelón rallado no le falta su entraña de queso blanco y su adorno
como de encaje, de almidón, si la naiboa es lo que se dice toda consideración.
Tiene del casabe ancestral, nuestro pan de palo, y del papelón que no faltó en la cocina
del mantuano, el aliñado dulce rural y pueblerino, la naiboa de que se habla,
pero la forma no siempre asume la forma redonda de la torta, sino que a veces
toma intención de rombo y aun de triángulo, depende de la imaginación de la
tendedora. Difiere así mismo el sabor, bien se le mezcle queso de la diferente
región, si muy seco o muy picante, si salado o desabrido. El anís le completa
la sabrosura de su alma.
LOS HUEVOS CHIMBOS
Si se le permitiera imponer el arrogante
regionalismo con que ha sabido afirmar riqueza y espíritu, el zuliano
decidiría que la suya es la región de
los mejores dulces venezolanos, y arreglón seguido enumeraría, primo, las
ricuras del caujil, el hicaco y huevo chimbo de tanta fama como el poder
milagroso de la Virgen de la Chiquinquirá, y, en oposición a un clima siempre
cálido, los yelitos comentados que el Lago de Maracaibo remueve cuando lo
encrespa el viento de la temporada. No es faltarle el respeto a chinita, pero
nadie nacido en la tierra del sol amada de la frase de su poeta señero concibe
este pueblo sin la Chiquinquirá y sin el huevo chimbo. El plato es tan
tradicional como la gaita y ha derivado hoy en industria lo que antes fue
secreto hogareño bien conservado tras esas puertas y ventanas de tantos colores
como lo hubo en la Calle Ciencias antes que la demolieran innoblemente, o, de
ordinario y no por obra de la casualidad, en todo. El Saladillo junto. Que a la
hora de ponerle color a su arquitectura, este pueblo inventó el más alegre de
los silabarios. Los huevos chimbos tienen su composición de amarillos de huevos
frescos, la azúcar del jarabe, brandy y esencia de vainilla. Según la
culinaria, se baten las yemas hasta que se obtienen la consistencia y se llenan
de consiguiente las chimberas de hoy, como antes en las propias cáscaras de los
huevos, de donde les viene la forma. Luego se somete el resultado al requerido
baño de maría hasta su cocimiento. El rito se completa con el añadido del licor
y la sumersión de la golosina en el almíbar. Es como envasar los miles de soles
de Maracaibo. Quien haya probado las recetas convendrá con el zuliano en que
este es otro regalo de su nación de la generosa santa patrona aparecida.
UN ALIADO TACHIRENSE
Si bien en Venezuela armoniza todos los
grupos sociales de su población bajo una misma Constitución y un idéntico
sentimiento de unidad política, y si nada nos hace diferentes entre sí, la
geografía ha determinado caracteres no siempre comunes entre el habitante de la
tierra llana y el montañés, entre los costeños y los centrales, entre el
deltano y el oriental, digamos. En los casos de los tres estados andinos, esos
discrepantes caracteres obedecen mayormente al aislamiento que impuso la misma
naturaleza de su suelo y a través de una
frontera abierta como la mano del amigo. Tachirense, Merideño y Trujillano
asumen pues otro tipo de venezolano que se expresa con costumbres y habla
diferenciados de la totalidad nacional. En el ejemplo de granjerías, el
Táchira, elegido al azar, regala al recetario criollo desde la chicha andina
fermentada y el fresco de curuba hasta el chiflao, el masato, la almojábana, la
almidona, la mantecada, la paledonia, la cazpiraleta, el arequipe y el aliado.
Este último no es sino el dulce de pata de res, que sólo aquí se acostumbra y
sólo aquí se produce. Digna Benedetti dio la receta a los folkloristas Ramón y
Rivera en 1958 – Se lavan bien las patas – fue detallando la artesana – y se
ponen a cocinar con panela. Se soba y se soba. La panela blanquera de tanto batir;
esto se hace entre dos personas. Cuando tienen su punto se extiende el mapa y
lo van cortando en trocitos. Lo que le da la consistencia a la panela es la
gelatina que suelta la pata. No comenta la doña Digna porque no venía al caso que la panela no es sino el papelón andino,
hecho en moldes cuadrados y tan dulce como la sonrisa de sus mujeres y niños
que nadie olvide entre los páramos.
EL GOFIO CUMANÉS
El benemérito maestro Manuel S. Peñalver Gómez, en sus amenas
conversaciones sobre los tiempos antiguos de Cumaná, se honraba el referir que
más que la administración de los problemas políticos de la provincia, tan dada
a las revueltas y a las asonadas, al bravo General José Francisco Bermúdez lo hacían desvariar ciertas defectuosas
prácticas de los fabricantes del gofio cumanés, que exponían el producto de la
tradición casera de esa región de Sucre a descréditos impropios de un
patrimonio secular identificador de la más dulce naturaleza del gentilicio
oriental. En el orden de esos sentimientos sagrados, el gofio cumanés podría
aspirar a símbolo del escudo de Cumaná. El gofio cumanés, venido siempre de los
tiempos de pobreza de la zafra cumanacoera, y posteriormente asimilado a las
doctrinas de la casa del sucrense, debía poseer a los ojos una ilusión exquisitamente
dorada y a la boca experimentada da toda la ambrosía que entrega una tierra
donde hasta aguas del río Cancamure tienen la miel de las uvas, los nísperos y
los jobos de las charas. La modestísima confección de harina de yuca, papelón
rallado y pulpas de la guayaba de los patios de las monjas y la piña de
Pantanillo, es aquella colectividad lo que los médanos a Codo y al Yaracuy la
reina María Lionza, una mezcla de orgullos culturales y patriotismos
municipales. Su modo de llamarse una estrella, dos estrellas, tres estrellas,
no se atiene a valoraciones de calidad sino a intenciones de la mano de obra.
Si el primero le mandó a poner una
estrella a la etiqueta, pues esa tendrá dos, tres, y Juan José Acuña, el
impresor, hacía las cosas al gusto del cliente.
Excelente.
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