Páginas

martes, 20 de junio de 2017

Breves cuentos, mitos y leyendas indígenas (23)

Imagen en el archivo de Identidad Cultural Indígena Latinoamericana

LA CREACIÓN DE LAS FRUTAS CULTIVADAS (etnia piaroa)
Los waikunis trabajaron y luego descansaron. Aún no habían visto agua, pues todavía no existían los ríos. Los waikunis le pidieron agua a Wajari, pero Wajari respondió así: —Los hombres no beben agua cuando trabajan. Solamente las mujeres lo hacen. Los hombres soplan yopo o beben kaapi. Pero ustedes siempre quieren agua. Y no está bien. Yo siempre trabajo con yopo y no con agua.
En verdad Wajari tenía agua, pero no les quería dar. En las plantaciones trabajaban varias mujeres y Wajari les pidió agua: “Nosotras tomamos agua mientras trabajamos, pero los hombres no hacen así”.
Wajari les preguntó de dónde tomaban agua. —Nosotras tomamos el agua de allá –y señalaron hacia el campo. Wajari dijo así: —Está bien. Tengo sed. Y se fue para el arroyo.
Y entonces ocurrió, cuando se dirigió hacia el arroyo, que los waikunis soplaron magia a los pensamientos de Wajari. Wajari se enajenó y estuvo vagando por la selva durante años. Pero antes Wajari preparó una soga bien gruesa y ató entre sí las ramas del árbol, para que los waikunis no lo pudieran cortar.
Wajari les preguntó a los waikunis que por qué no habían cortado los árboles. Trataron pero no pudieron. Un bicho se subió al árbol y se comió las amarras.

Tomado de: Cuentos y mitos de los piaroa. Lajos Boglár  Fundación Editorial El perro y la rana (Caracas, 2015).

LA MUJER DEL KATEY EN EL ESTADO TRUJILLO (Gilberto Antolinez)
En los lugares montañosos del estado Trujillo como Pampán y San Juan de Vichu y las selvas de Monay, los folcloristas han comprobado la creencia en una casta de seres de la selva cuyo prototipo son el “catey” o “Katey y su mujer”. El Catey de los montes de Monay, cuenta Olivares, que se parece a un hombre espantoso, esto es “cíclope”, pues tiene un solo ojo en medio de la frente; además, muestra un solo pie, cuya huella deja a orillas de los ríos por donde marca buscando su único alimento: ojos de pescado; y el tal catey tiene su pie vuelto hacia atrás, en contradicción con la forma usual en que se forman en los seres humanos.
Según versión de Juan Pablo Sojo, el Catey es un hombrecito moreno, de diez a quince pulgadas de estatura que marcha a grandes saltos y ríe a carcajadas, habita en el monte, pero frecuenta los sitios habitados para nutrirse de los fluidos humanos. Tiene una mujer o mejor aún, una “media mujer”, ya que tan donosa dama solo posee un ojo, un brazo, un seno y una pierna; como es una peligrosa osa, se mete en las habitaciones de los seres humanos, les perfora el pecho cuando duermen, lanzándoles el agudo chorro lácteo de su único seno, y por el hueco hecho les succiona la sangre; luego descarna el cadáver de sus víctimas, quebranta los huesos y se chupa el tuétano, pues este viene a ser su manjar predilecto.
Este catey y sus parientes aparecen con el nombre de “Taleyes”, en los sembrados del estado aludido y fungen allí de divinidades agrícolas. Son seres dotados de un solo pie, según han contado el doctor Mario Briceño Iragorry. De modo que le cate o catey y su mujer, se caracterizan por tener un solo órgano vital o de acción, de donde nosotros tenemos dos, y por tener además las plantas de los pies volteadas hacia atrás. Ya veremos que en otros países de América tienen semejantes igualmente adheridos a los sitios apartados de la presencia humana.

ANA KARINA ROTE (Enrique Plata Ramírez)
 Salvajes y violentos, solían los caribes  atacar a las tribus vecinas, destrozándolas implacablemente al grito de Ana Marina Rote, o Sólo nosotros somos gentes.
Tomaban luego como prisioneros, de entre los vencidos, a los guerreros más fuertes y atados los llevaban ante la Junta de Mujeres. Éstas bañaban a los nuevos esclavos, los alimentaban y los amaban sin descanso durante varias lunas. Luego, saciados sus instintos, los devolvían a los guerreros, quienes en grandes múcuras preparaban con ellos deliciosos platos para todo el pueblo.
Para la siguiente batalla, reunía la Junta de Mujeres a los guerreros, les pintaban el rostro, los amaban y los enviaban en pos del triunfo y de nuevos esclavos, no sin antes advertirles que de fracasar irían ellos a parar a las grandes múcuras.
Antes de partir les recordaban su condición de míseros guerreros, diciéndoles:
¡Solo nosotras somos gentes ustedes simples guerreros!

XIBALBA (Enrique Plata Ramírez)
Descendió Ixquic hasta las ardientes tierras de Xibalba. Y vio la princesa cómo, desdé su llegada, los Señores del Misterio se las ingeniaban para poseerla. Todos querían que reinara a su lado en tan infernales abismos.
Pero Ixquic buscaba, y finalmente lo halló, El Árbol de las Calaveras. Entre sus ramas descubrió el espíritu de sus más remotos ancestros.
Y detrás de aquel árbol, recibió Ixquic el polvo que daría vida a las generaciones futuras y luego huyó de Xibalba.
Desde entonces, los Señores de los Abismos Infernales persiguen a las mujeres para castigar en ellas las afrentas de Ixquic.

CUANDO VI BLANCOS POR PRIMERA VEZ (etnia piaroa)
Por aquel tiempo vivíamos por el arroyo Caracol, allá estaba la churuata de mi padre. Vinieron algunos civilizados, eran como españoles. Nosotros estábamos dentro del arroyo, pescando con plantas venenosas y atrapamos un montón de peces, grandes y chiquitos.
El perro encontró una liebre y corrió tras ella. El marido de la hermana de mi madre –al que en aquel entonces no lo había mordido la serpiente– esperaba el botín con un machete en la mano. La liebre saltó de pronto hacia unos matorrales planos, donde encontró una madriguera. La liebre sabía bien que si salía la mataban. Aunque tampoco quería salir, pues se había cansado en la persecución. Al igual que el perro.
La liebre se escondió, el perro no la encontró. Y allá seguía parado el esposo de la hermana de mi madre, con el machete en la mano. Metió la mano en la cueva y la descargó sobre el animal: ¡Tak! Y la liebre se murió en seguida. Luego el esposo de la hermana de mi madre vino con el botín hacia el montón de pescados, donde estábamos nosotros.
—Fíjate –le dijo a su esposa–, maté a la liebre de un machetazo. No quería salir del agujero donde había caído. El machete había partido en dos al animal, todo se embarró de sangre. Hay que saber que si cazamos, nuestra ropa se ensucia mucho. Mi tío me dio el botín en la mano, se puso un guayuco limpio y partió para la casa. Yo me quedé con el guayuco sucio. Serían como las diez cuando junto a la churuata me vi a los civilizados que estaban parados por ahí.
Esto ocurriría en 1949 o quizás un año después. Los españoles me agarraron y me dijeron que me iban a retratar con la liebre en la mano. La toma de fotografías tardó varias horas, serían ya como la una y media y me había entrado un hambre terrible. Entonces me dieron un caramelo, y luego galleticas. Me lo comí todo.
Estaba yo por ahí parado, en mi guayuco sucio, y me tomaron cantidad, pero cantidad de fotografías. Me pararon aquí, me retrataron; luego me agarró otro español, me paró por allá y me retrataron de nuevo. Creo que hicieron como dos rollos enteritos. Luego entré en la churuata. Mas, apenas salí, me volvieron a agarrar de nuevo y me hicieron cantidad de fotografías.
—Sabes, en la montaña hay una planta de hojas grandes y blancas. Mi tío me mandó a traerle una para poner encima la liebre ensangrentada. Me mandó a mí porque los otros le tenían miedo a las fotografías. Y solo me retrataron a mí, a los demás no. Fotografiaron de nuevo, como durante una hora. En el guayuco sucio.
¿Para qué necesitaban una fotografía así? Nunca vi fotografías cuando era niño.
Y con la liebre en la mano seguía de pie mientras me retrataban y volvían a retratar. Cuando todavía era chiquito me tomaron como tres rollos de películas. Creo que estoy en las fotos de Caracas.

Tomado de: Cuentos y mitos de los piaroa. Lajos Boglár  Fundación Editorial El perro y la rana (Caracas, 2015).

JAGUAR EN CRUZ (Wilfredo Machado)
Los pájaros temían a un reducido número de los animales en la selva, y el jaguar era uno de ellos. Los pocos que podían contar con la historia habían tenido una horrible experiencia con el felino y mostraban las cicatrices rosadas de las feroces guerras entre un abanico de plumas turquesas. Todos los demás habían muerto. Las huellas del gato estaban frescas sobre el barro de la playa. La casa del jaguar era uno de los máximos desafíos a los que podían enfrentarse los jóvenes pájaros. Este era un ejemplar de gran tamaño, lo sabían por las profundas marcas sobre el lodo. Más adelante las huellas se adentraban en la selva profunda donde era difícil seguirlo. Los pájaros treparon los arboles para seguir desde la seguridad de las ramas más altas los pasos del felino que no hacían el mínimo ruido. Avanzaron con sigilo saltando de árbol en árbol, sin dejar caer ni siguiera una hoja. El joven IRK dirigía la partida de caza. Me había incorporado el último siempre que llegaba jadeante y con lanza cuando ya todo había terminado. Seguimos al jaguar desde el cielo del bosque. A veces se detenía unos segundos al oler el aire que tenían los aromas de la presa.
Cruzó un sendero de dantas que bajaban por un arrollo de aguas cristalinas, y allí se detuvo a beber un momento. Y entonces nos vio arriba moviéndonos en el reflejo del agua.
Levantó la cabeza y rugió. Sabía que no podía alcanzarnos y se dio a la fuga. Los seguimos durante varios días, acosándolo en la espesura haciéndolo salir de sus escondites, hasta que el jaguar jadeante se rindió exhausto. Pero ninguno se atrevía acercarse más de lo necesario. El joven IRK arrojo el primer lazo justo  en el cuello del felino los demás lo imitaron tratando de inmovilizar el animal que se defendía con furia. Al final los jóvenes pájaros izaron sobre los arboles como un trofeo de guerra. El lazo del cuello cortaba la respiración, pero no llegaba a asfixiarlo del todo.

Vimos como lanzaba sus garras contra las lianas que lo ahogaban tratando de romperlas sin ninguna suerte. Cada vez que había un movimiento brusco el lazo del rio, hundiéndose sin remedio en la corriente de la noche, una luna colgaba del cerrojo de una puerta lejana que sonaba como cascabeles cada vez que el viento la abría de par en par. Yo era tantas cosas y ninguna, un viento oscuro arrastrándose entre las hojas, un rayo de luz en mitad de la nada mas oscura. Yo era el centro y la dispersión, pájaro en la balanza de la vida que sería llevado al mercado por la mañana para ser desplumado, pesado y destazado frente a un grupo de señoras que contemplaban, en este nuevo simulacro de los antiguos circos, pero sin la piedad de sus años, esta pequeña masacre en la que nos enfrentaba  la vida cotidiana: carne fresca vendida al mejor postor.     

No hay comentarios:

Publicar un comentario